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De amores y de lazos

A Paola Bordón Ledesma, risas de parque de diversiones, luz de primavera en mi otoño;

a Marcela Celotto, una huella imborrable y matriz de la vida que me rodea;

a Daniella Alday Chehade, un cuento de hadas contenido en un luminoso lustro de amor;

a Victoria Gaete, que me enseñó que en la vida se nacía varias veces;

a Viviana Gómez, un sagrado grito de corazón compartido por años;

a Irene Parra, noventa y siete veces gracias porque le dio reposo al guerrero de la Resistencia Peronista y porque me adoptó, con su gracejo andaluz, como a un retoño propio;

a Silvia Baglietto, entraña madre de una familia que me regaló la vida, siempre la voy a imaginar envuelta en la esfera de una luz de lámpara, leyendo amorosamente a Porfirio en un atardecer allá en Barracas;

a Cristina Argentino, un ser de luz que, gracias al Altísimo, se extendió en brotes de magia, ternura y belleza;

a Eva Barcia, tía del alma que anda navegando en alas por el Paraíso de los buenos;

a Enrique García porque, años después, seguimos soñando el mejor de los mejores sueños, y porque “todo lo que había muerto podía seguir viviendo y todo lo que se había ido aún estaba”;

al Negro Ayala, el hombre que había renacido en Buenos Aires porque fue un Quijote de los colores, pinceles en ristre;

al Flaco Ferrari, un roble hermoso que ennoblece al periodismo y un ventarrón cálido que mejora mi alma;

a Francisco Teodosio Muñoz Molina, otro ángel en mi cielo, quien me hiciera confiar, con su voz aguardentosa y su alma buena, en que mis escritos valían lo suficiente como para quedar en alguna memoria cálida;

y a Roberto Luzardi, un entrañable compañero de caminos, primer escuchador de algunos sueños que luego echaron a volar y exquisito propietario de una pluma que brilla en cuentos y bajo el sol esplendoroso de la gran pasión argentina.

Las sombras cardinales de Porfirio

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