Читать книгу Las sombras cardinales de Porfirio - Hugo Barcia - Страница 9
ОглавлениеPorfirio Gómez jamás hubiese podido imaginar que, poco antes de su muerte, el considerable imperio que había construido con paciencia de artesano durante años, y que tanta sangre propia y ajena había costado, se desmoronaría tan fácilmente ante los embates ya sea de la inoperancia o la traición de sus hijos mellizos, quienes competían entre sí en ruindades, en mezquindades de toda espesura, en malsana competencia entre ambos, en la abyecta invención de frivolidades y en un fino rebuscamiento en la permanente búsqueda de eludir el más mínimo de los esfuerzos.
Como es natural comprender, ambos habían salido del mismo vientre, pero, aún ya desde aquella catedral materna, los dos habían porfiado en diferenciarse: el Cayo Gómez, el que primero vio la luz del mundo, lo hizo diez minutos antes de que expirara el último día de 1929, en tanto que su hermano, el Chato Gómez, nació diez minutos después de inaugurado el año 30, el primero de la década de la infamia para millones de argentinos.
Es decir que aquellos dos capricornianos habían nacido en años diferentes, teniendo que tomarse aquella extravagante señal como un mal presagio. Y la prueba más contundente la dio la misma madre de ambos: Clara, una buena mujer con extraviado marido —según decían algunos—, murió a las pocas semanas de aquel parto binario, como si sus vísceras hubieran quedado contaminadas por el paso funesto de los mellizos que jamás habrían de ser amamantados por mujer alguna.
Porfirio Gómez enterró a su mujer una mañana nublada en el cielo y en las negras penurias de su ánimo. El que escuche esa metáfora podría tranquilamente inferir que el hombre estaba desolado por la pérdida de su esposa y por su inaugural viudez, sin embargo, lo que atormentaba al cacique parroquial —en la desmesura de su soledad— no era la partida al más allá de su joven mujer de origen polaco, sino la infructuosa búsqueda de una nodriza que calmara con sus tetas a ese par de demonios que berreaban, con pulmones de tenor desafinado, la angustia de sus hambrunas.
Pasaban los días y las matronas como una seguidilla de sueños infernales y, al llanto de los críos, se sumaba el de las mujeres a los que las pequeñas bestias les destrozaban los pezones casi se diría que con maldad.
Ni la más corajuda, ni la de piel más curtida, resistió las feroces mordeduras sin dientes de los mellizos: ni una sola salió sin sangrar de aquella casa de Palermo de Buenos Aires. Y, después, los corrillos hicieron el resto: la voz se corrió entre las matronas de ése y de otros barrios porteños hasta que llegó la hora en que ninguna más se presentó en la casona de la calle Honduras.
Aquel día coincidió con el entierro de Clara.
La mujer había agonizado durante un largo y penoso mes, agobiada por unas fiebres que la absorbieron como ventosas y que jamás le devolvieron la conciencia plena. Los primeros días, los críos se desgañitaron a los costados de la madre, que hervía en calenturas como una sopa enfermiza y extraviaba sus ojos, ausente de todo cuanto la rodeaba.
Era inútil que los mellizos permanecieran al lado de la madre: no sólo sucedía que ésta no les prestaba atención, porque ya se acercaba más al estado gaseoso de un espíritu que al estado sólido de un cuerpo, sino que el par de gritones entorpecía la denodada tarea del médico y aún de la enfermera y las dos empleadas más que había contratado Porfirio Gómez para que permanecieran al lado de la polaca agonizante durante las veinticuatro horas del día. Como el médico especuló, además, con que la leche que pudiera salir de aquella mujer podría envenenar a los críos con sus vapores de muerte, Porfirio Gómez terminó decidiendo mudar a los mellizos a la última pieza de la casa, la que servía de frontera con la extensa huerta y el gallinero del fondo.
Preocupado por los vapores y los olores de parca que ya despedía la mujer que estaba a punto de convertirlo en viudo, Porfirio Gómez también mudó a la polaca a la sala, la única habitación que daba a la calle Honduras, improvisada entonces como dormitorio o, quizás sea más apropiado decirlo así, como un pequeño hospital de campaña.
El dormitorio matrimonial quedaba equidistante tanto de la sala donde agonizaba la enferma, como de la pieza donde habían sido alojados los mellizos. Porfirio Gómez volvió a dormir solo, es decir, volvió a dormir.
—Cualquier cosa, me avisan —le dijo un día a la enfermera y a las tres mujeres que, por aquellos días, cuidaban a la enferma, a los mellizos y a la casa.
Ese “cualquier cosa me avisan” significaba exactamente lo contrario y las cuatro mujeres interpretaron más la mirada fuerte de Porfirio Gómez que sus falsas palabras.
Madre e hijos parecían marchar en procesión profana hacia una muerte segura. Se sabía que la mujer no tenía escapatoria: lo denunciaba esa piel traslúcida y azul, lo magro de sus pocas carnes, y sus ojos abiertos y extraviados. Pero que no tuvieran escapatoria los mellizos parecía, en primer lugar, un absurdo de la naturaleza y, en segundo lugar, un crimen desalmado.
—Los niños no comen nada, patrón —le dijo una mañana la criada Antonia, una mulata de unos treinta años que servía desde hacía una década al dueño de casa.
Porfirio Gómez alzó lentamente los ojos para mirar a aquella mujer de carnes firmes y de mirada ofrecedora.
—¿Y qué quiere usted que yo haga? —contestó, con su aridez habitual— dígale al doctor, yo no entiendo de esas cosas.
Nadie sabe muy bien cómo, pero los mellizos sobrevivieron. En cambio, llegó para la madre aquella mañana nublada y pegajosa en que la señora de las capas negras se llevó a la polaca translúcida hacia el descanso eterno. En un par de horas, la cama trastrocó en cajón de muertos, la sala se pobló de coronas de flores y de velones encendidos, y el barrio comenzó a desfilar para dar el pésame a Porfirio Gómez. Y no sólo el barrio desfiló por la casona de la calle Honduras: hombres muy trajeados que nadie conocía, salvo Porfirio Gómez, pusieron también ellos sus caras de circunstancia y sus aprendidas frases de condolencias.
Centenares de pésames escuchó Porfirio Gómez.
Nunca fue un hombre de mucha paciencia, salvo para los negocios, de modo que aquello que algunos le escucharon no debería haber asombrado a nadie.
Una vecina se deshacía en llantos y en pegajosas frases destinadas a consolar al flamante viudo, cuando éste se empalagó con tanta consideración ajena y sacudió un salmo profano que cortó el aire como una daga:
—Mire, doña —dijo—, Clara ya no sufre más y yo tengo un problema menos.
La llorona del barrio se atragantó con sus propias lágrimas y le costó encontrar un poco de aire liviano para respirar.
A nadie le quedó la más mínima duda de que ese velorio había terminado para siempre en ese preciso instante.
• • •
Cuando la última palada de tierra negra terminó por cubrir la tumba de la polaca, Porfirio Gómez miró su reloj de bolsillo y volvió a guardarlo en su chaleco.
Eran las cuatro de la tarde, clavadas.
A nadie le había quedado demasiado ánimo como para alargar el asunto y resultaba absolutamente claro que Porfirio Gómez no era amante apasionado de recibir pésames, por lo cual, la escasa concurrencia que se había acercado hasta el Cementerio de la Chacarita se dispersó rápidamente, con algunos leves cuchicheos de alguna comadre que porfiaba en secretearse algo con otra vecina.
Porfirio Gómez despachó a un par de hombres de negocios de su conocimiento y marchó sin culpas hacia su Ford y sin volver la vista para mirar, siquiera una vez, la tumba de quien había sido su mujer hasta un manojo de horas atrás.
Mientras manejaba su automóvil, Porfirio Gómez pensó en su vida.
Bajo la fachada de un próspero propietario rentista, que efectivamente lo era, Porfirio Gómez disimulaba el verdadero origen de su riqueza. Edificios enteros en la ciudad le pertenecían y eso le daba la perfecta excusa a todo el mundo, sobre todo a sus vecinos de Palermo, para simular creer que era un hombre de bien, si por un hombre de bien se puede confundir a quien vive de la renta parasitaria de propiedades.
Pero lo que mejor definía a Porfirio Gómez estaba sintetizado en una frase que alguna vez se escuchó en la fonda de Honduras y Gascón. Un borrachín divertido, mientras otros parroquianos gastaban bromas acerca de Porfirio Gómez, soltó al ruedo:
—Tiene unas propiedades de la gran puta.
Todos se miraron y sus miradas y gestos quedaron congelados durante unos breves segundos, como si un diablito de poca monta hubiera atravesado el aire de aquella fonda, y luego estallaron en una carcajada colectiva y única.
Efectivamente, Porfirio Gómez tenía unas propiedades “de la gran puta” o, al menos, las que tenía se las debía a varias de estas trabajadoras: era dueño de un par de burdeles tanto en la orilla norte como en el sur de la ciudad.
Clara, la polaca, fue una muchacha que tuvo en su vida la desgracia de la pobreza, en tanto que el segundo infortunio consistió en poder escapar de la pobreza de la mano de Porfirio Gómez. La rubia traslúcida había llegado al puerto de Buenos Aires como tantas otras desgraciadas, con el maldito destino de tener que entregar su cuerpo para poder sobrevivir y, cuando se la presentaron a Porfirio Gómez, en fila con otras europeas recién llegadas, su piel casi invisible y sus ojos de cielo invernal habían convocado la atención del dueño de los burdeles.
—A esa rubia sacámela del lote —le había dicho Porfirio Gómez a uno de sus colaboradores.
Aquel día, el dueño de los burdeles sintió que podía cumplir su sueño de tener un hijo rubio que heredara su fortuna y su hacienda de mujeres, sus edificios y su carácter, tanto como su templanza para mandar. Y esa rubia con destino tanguero, y de ojos tristes y distinguidos de aurora boreal, parecía caída del cielo y apropiada para los sueños de grandeza del proxeneta. Y si bien Porfirio Gómez no estaba dispuesto a amarla, sí estaba dispuesto a servirse de su fina belleza para que algo distinguido rozara por fin su vida.
A Clara la apartaron tal cual había ordenado el patrón y la llevaron hasta el escritorio de aquel hombre nacido en Pampa de los Guanacos.
El proxeneta no tardó demasiado en seleccionar a las mejores putas, dar un par de órdenes que significaban cuáles iban hacia los burdeles más caros del norte de la ciudad, para atender a ganaderos y políticos, y cuáles de todas las desgraciadas irían hacia el prostíbulo en donde la miseria se codeaba con los miserables.
Porfirio Gómez estaba satisfecho: se había quedado con la mejor de todas. Cuando cerró la puerta de su despacho invitó a Clara a que se sentase y, falto de protocolo y ceremonial, le descerrajó:
—Tenés dos posibilidades: o trabajás de puta hasta que te pudras o te casás conmigo y me das un hijo.
Clara no conocía su destino aún, pero imaginaba que la propuesta no podría dañarla: abandonada por la mano de Dios, barrida de Europa por los vientos de peste y por cantos de guerra y muerte, enterrados todos sus familiares del otro lado del gran océano ¿qué podría haber de malo en convertirse en la señora del dueño de los burdeles y en abrirse de piernas todas las noches para él y nada más que para él?
Lo que la polaca no sabía aún era que no iba a poder darle un hijo al proxeneta: le dio dos y ninguno rubio.
En ellos pensaba Porfirio Gómez, años después, cuando volvía a su casa luego de dejar en el cementerio a Clara. Cuando se cruzó con Antonia, su fiel criada, le preguntó por los críos.
—Dejaron de llorar esta tarde —contestó secamente Antonia, la mulata de carnes tentadoras.
—¿Dejaron de llorar? —se extrañó Porfirio Gómez, que ya se había acostumbrado al llanto endemoniado de sus dos hijos, morochos como él.
—Sí, a las cuatro de la tarde, clavadas —dijo Antonia.
Porfirio Gómez sintió que un escalofrío le recorría el espinazo y fue a paso acelerado hasta la última pieza de su casona, aquella que lindaba con el gallinero y la huerta.
Los mellizos nacidos en años diferentes estaban en sus cunas como si un alivio les hubiera despejado sus tormentos y como si alguna tarea estuviera concluida.
Porfirio Gómez los miró con desconfianza y, sin culpas en el alma, se dijo para sus adentros: “Estos desgraciados se cargaron a su propia madre”.
• • •
A pesar de que nadie la extrañaba en aquella casona, el espíritu de la polaca siguió merodeando por las habitaciones descreyendo, aún muerta, que los hijos que ella había parido no la necesitaran. Se sentaba por las mañanas en la cocina, miraba cómo su viudo tomaba mate y se entristecía al comprobar que él no estaba triste. Nunca pretendió que aquel hombre la quisiera, pero albergó cierta esperanza de que, al partir ella hacia el otro mundo, a él se le conmoviera algo en sus adentros, aunque más no sea algún sentimiento de conmiseración que al espíritu de la polaca le hubiera hecho sentir que su paso por el mundo no había sido en vano.
Pero nada había cambiado: ella le hablaba, como cuando estaba viva, y él perdía sus ojos en la nada sin escucharla. La polaca rumiaba: “¡Qué me va a escuchar ahora que estoy muerta, si ni me llevaba el apunte cuando estaba viva!”.
Durante los años que estuvo junto a Porfirio Gómez, la polaca sólo pudo reconocerle, ya no un gesto de cariño, pero sí uno de tolerancia: el dueño de los burdeles no la echó por la borda cuando ella demostró tener problemas para quedar embarazada. Se podrá decir que el hombre no habrá querido embarullarse con problemas de separaciones que, encima, no tendrían apoyatura en la ley, pero lo cierto es que siguió intentando, durante años, dejar encinta a la polaca y no cambió de monta en medio del río. Tratándose de Porfirio Gómez, aquello era lo que más se acercaba a un gesto de amor.
Comparado con el resto de su vida, corrida por el hambre en Europa, devastada su familia por la guerra, la polaca podía afirmar que su marido había sido un mal absolutamente menor en su historia personal, casi una caricia del destino. Y, entonces, lo que parecía aproximarse a un milagro, a una malformación de la genética, se había producido por fenómeno natural: alguien había querido a Porfirio Gómez más allá de sus notorias asperezas, de su legendario y espinoso mal humor, y de su mirada siempre perdida. Eso sí, nada de arrancarle una palabra a aquel hombre duro: cuando cenaban o almorzaban, la polaca intentaba permanentemente que él la mirara a los ojos. Ya sea en la intimidad del hogar, donde todo discurría con mayor naturalidad, o en las ocasiones en que Porfirio Gómez sacaba a ventilar a su esposa para lucirse él y para espantarle las telarañas del aburrimiento a ella.
Aun así, la polaca disfrutaba esas salidas, a sabiendas de que sólo significaban lo que significaban. Pero disfrutaba de esas dos horas en algún restaurante del Centro, vestida con sus mejores galas y con las joyas que él le compraba para adornarla como a un árbol navideño.
Muy por el contrario de lo que sucede con las prostitutas, el que se negaba sistemáticamente a besarla era Porfirio Gómez. La polaca, en las antípodas de lo que puede hacer una mujer en la cama por un manojo de billetes, buscaba con desesperación los labios de su marido, pero éste no la besaba ni siquiera en los momentos en que la sangre de los dos ardía en el punto máximo de ebullición.
Por eso no se le quitaba esta idea de la cabeza a la polaca: Porfirio Gómez no la quiso nunca porque nunca se animó a quererla. A ese razonamiento liso, se le agregaba otro que explicaba aún mejor el primitivismo del dueño de los burdeles: Porfirio Gómez no quería a nadie porque no sabía qué cosa era querer. Lejos de espantarla, a la polaca esa certeza la conmovía y la llevaba dulcemente de la mano hacia la ternura.
Los años que vivió con él fueron, aunque nadie pudiera dar crédito de esto, los más felices de su vida. Por eso se resistía a irse al más allá: la polaca se rebelaba contra su propia muerte y seguía merodeando la casona para estar cerca de los mellizos que la habían empujado hacia el abismo de la tumba, pero, por sobre todas las cosas y sentimientos, para estar cerca de su viudo, el que sólo se había apropiado de su cuerpo y jamás se había atrevido a recorrer los senderos de su alma.
Por eso seguía sentándose a su lado bajo el alero de la casa, frente al patio donde el dueño de los burdeles mateaba en tardes interminables de domingo.
Y la polaca le hablaba. Le hablaba como cuando en vida lo hacía con la secreta esperanza de que Porfirio Gómez le contestara algún día, que le contestara y que la mirara a los ojos y que le pidiera algo más que desnudarse para gozar de su cuerpo joven y que alguna vez le acariciara el rostro y la abrazara interminablemente, y que por fin se le escaparan de los labios las palabras mágicas capaces de curar cualquier mal con su poción embriagadora: “te quiero”, debería decir Porfirio Gómez, y ella moriría de amor por él y se quemaría por toda la eternidad en el fuego de ese amor.
Pero Porfirio Gómez chupaba con un chirrido grave la bombilla del mate y sus ojos sólo tenían la expresividad de una rama seca. Se puede decir que la vida de Porfirio Gómez sólo consistía en ahorrar palabras, gestos y emociones.
• • •
El día que la polaca llegó por vez primera a la casona de la calle Honduras, bajó tímidamente del Ford amarrándose con desesperación a su valija de cartón grueso y suela, como si se tratara de una tabla de salvación en medio del océano. A pesar del calor reinante, llevaba puesto un raído tapado de color indescifrable que había pertenecido a su abuela —antes de que la peste de la Primera Guerra azotara a Europa— una boina de lana tejida que fuera de su madre, y los zapatos y un vestido de su hermana muerta. Es decir que lo único que había sido exclusivamente de ella, sin pasar por otras manos, era su cuerpo y eso era lo que, justamente, iría a ofrendar a Porfirio Gómez.
La polaca apenas superaba los veinte años, hecho que molestó bastante a la criada Antonia, la mulata de batones apretados y de ansias carnales contenidas a la que le parecía que aquella extranjera no disponía de sangre en sus venas y mucho menos de ardores de mujer. Para colmo de males, tuvo que llamar “señora” a esa rubia transparente que no dejaba de temblar y de equivocarse y de hablar en un inentendible castellano.
Llevaron a Clara hasta el dormitorio matrimonial y entró temblando como una llama débil. No había demasiadas cosas para sacar de aquella valijita: apenas un par de vestidos y una que otra camisa, lo que guardó primorosamente acomodado en el ropero.
La polaca llevaba ya casi dos días sin bañarse y la piel húmeda por el castigo del verano le reclamaba una ducha urgente.
Comenzaba a desvestirse cuando abrió la puerta del dormitorio Porfirio Gómez. Instintivamente, la polaca cubrió sus pechos ya desnudos levantando el vestido caído. Pero Porfirio Gómez no retrocedió: le parecía natural ver mujeres desnudas y pensaba que ya era tiempo de ver en esa situación a la que iba a ser su esposa legítima pocos días después.
La polaca entendió instantáneamente que no podía pedirle a aquel hombre que saliera de la habitación, salvo que quisiera condenarse ella misma al destierro y al hambre.
Agachó la cabeza y siguió desnudándose.
Pero no pudo bloquear esas lágrimas que indicaban que todo había resultado demasiado repentino y que era la primera vez que un hombre la veía tal cual su madre la había echado al mundo.
Contra todos los pronósticos, Porfirio Gómez no sólo no la abordó, sino que se fue de la habitación, dejándola a solas. Eso sí: el portazo se debe haber escuchado hasta en la vereda de enfrente, a pesar de la gran anchura de la calle Honduras.
La polaca respiró profundamente y se dio una ducha tibia que le devolvió el alma al cuerpo, sintiendo que algo le debía a aquel hombre brutal.
Se perfumó y cepilló su lacio cabello húmedo, se puso un vestido tan etéreo como ella misma, se volvió a colocar su único par de zapatos y fue al encuentro de Porfirio Gómez.
El dueño de casa estaba sentado bajo el alero del patio, tomando unos mates que alternaba con bizcochitos de grasa. Cuando Clara se acercó, él le indicó con la cabeza que se sentara a su lado.
Porfirio Gómez pudo sentir y oler la frescura de la piel de la polaca a esa breve distancia, como si se tratara de una brisa marina que le abría los pulmones con la esperanza de un mañana mejor.
Recordó su cuerpo desnudo y la deseó. Pero se calló la boca.
Antes de salir de la pieza, ella se había juramentado que iba a hacer lo que haría unos instantes después.
Lo único que sucedía era la nada y el silencio. Se escuchaban el leve sonido de la brisa sobre los juncos del fondo y el fugaz aletear de alguna gallina.
La respiración de Porfirio Gómez era fuerte, como su contextura, y sus ojos, como siempre, se extraviaban en un inhallable punto del horizonte.
La polaca tomó coraje, se apoyó en un brazo del hombre y lo besó en la mejilla.
—Gracias —le dijo, por haber obviado caballerescamente su primera desnudez.
Por toda respuesta, la polaca recibió una vuelta de mate y el convite de unos bizcochitos de grasa.
Aquella noche, después de la cena, Porfirio Gómez no desaprovechó la devolución de gentilezas de la polaca, quien se desnudó íntegramente frente a él.
A la semana siguiente, Clara y Porfirio Gómez se casaban en el Registro Civil de la ciudad de Buenos Aires.
• • •
La polaca parecía una reina aquella mañana del casamiento: tenía adornada su hermosa cabeza por una delicada corona de jazmines del país y llevaba puesto un vestido de gasa blanco tan vaporoso como el aire de felicidad que la envolvía. Sus ojos tímidos se confundían con el cielo de Buenos Aires y volvían en el tiempo hacia Europa para llorar a todos sus muertos barridos por la guerra, el hambre y las pestes.
A la polaca le daba vergüenza sentir esa felicidad: vivir aquella mañana radiante, ceñirse la corona de jazmines y contestar “sí, quiero” ante la pregunta del juez, le parecía un pecado de atrevimiento. Hasta ese día, Clara pensó que la felicidad era exclusiva propiedad de la gente importante. Ella lo había visto en una película en blanco y negro: una princesa era feliz y bailaba un vals con un príncipe que la desposaba en medio de una gigantesca fiesta en el palacio. Pero ahora era ella la que bailaba un vals en el patio de la casona de Palermo. El dueño de los burdeles era un hábil bailarín que domesticaba finamente polainas en las milongas que se armaban en sus propios quilombos a pedido de algún cliente. La polaca flotaba como una pluma y los brazos de Porfirio Gómez eran una brisa que la arrastraba cadenciosamente hasta una sonrisa en el alma.
La servidumbre, en tanto, iba de acá para allá, atendiendo a los numerosos invitados casi con alegría, a excepción de la mulata Antonia, que bufaba su descontento por el trabajo a destajo y porque imaginaba que todas las hembras de aquella fiesta, en algún momento, se irían a la cama con su macho de siempre, o con alguno elegido para la ocasión, para que éste le calmara esos ardores que nacen en la catedral del bajo vientre femenino. Antonia, en cambio, se iría a su pieza, sola como loba errante, y los calmantes de sus fiebres serían o el agua fría o sus propias manos, en este último caso cuando tuviera ganas de pensar en su macho prohibido.
Ajeno a las ensoñaciones de su criada mulata, Porfirio Gómez cerraba los ojos para bailar y vaya a saberse qué cosas atravesarían sus pensamientos o qué recuerdos lo poblarían. Era la primera vez que Clara lo veía disfrutar, a excepción de cuando las desnudeces los juntaban a ambos en la cama matrimonial.
La fiesta levantó una hojarasca en el barrio: Porfirio Gómez había contratado a unos guitarreros que amenizaban las veladas en sus prostíbulos cercanos al arroyo Maldonado y la música trascendió los límites naturales de la casona, invadió las anchas veredas, bajó al empedrado y convocó a vecinos que no estaban invitados a la fiesta pero que se acercaron igual, trayendo otras guitarras y hasta bandoneones que armaron, a su vez, otras fiestas que se sumaban a la original, a la del casamiento dentro de la casa. Y los convidados de piedra no sólo no molestaron a los verdaderos invitados, sino que agrandaron la alegría del conjunto y hasta improvisaron parrillas sobre los adoquines de la calle y el humo de la choriceada se enseñoreó en las copas de los árboles gigantescos, y la parranda duró toda la tarde y toda la noche y, sólo ya entrada la luz de la madrugada siguiente, los ojos del vecindario se fueron apagando. Mucho antes de que todo terminara, de la mano de la extenuación colectiva, cuando Porfirio Gómez se anotició de la fantástica extensión de su fiesta de boca del comisario del barrio, no sólo que le prohibió a éste que le prohibiera a nadie nada, sino que le dijo:
—Deje que la gente se divierta, Comisario, que se está casando Porfirio Gómez.
La polaca no podía creer lo que sus ojos veían y lo que su corazón latía. Y disfrutó sin culpas porque supo que no estaba pisando con despreocupación y desparpajo las flores marchitas de las tumbas de sus antepasados, ni cometiendo pecado de atrevimiento y orgullo inmerecidos, sino que estaba siendo feliz por primera vez en su vida.
• • •
Y la polaca fue feliz tanto en la vida como en la muerte. Porque un día se dijo, y lo comprendió en el preciso instante de decírselo a ella misma, que la felicidad no es ni debe ser patrimonio exclusivo de las gentes importantes. En ese acto de comprensión, también llegó a su entendimiento que la felicidad es una extensión casi corpórea de la voluntad humana, una de sus extremidades dichosas. Entendida que fue la vida de esta manera, no hubo forma de comprender la muerte sino con la misma consideración: ¿o acaso los muertos se deben dar por vencidos?
Por eso la polaca decidió no abandonar la casona, aun estando sus huesos tres metros bajo tierra en el cementerio del oeste de la ciudad.
Y ya habiendo transcurridos cinco años desde que sus restos mortales comenzaran a descansar en la Chacarita, la polaca se encontraba una mañana de sábado observando cómo su viudo tomaba mate bajo el alero de la casa, hablándole sin cesar y sin perder la esperanza de que alguna vez Porfirio Gómez le contestara. Pero el dueño de los burdeles ni le contestaba ni la miraba y se podrá decir que esto era así porque debía ser así: los muertos no se ven ni sus voces se escuchan. Todo el mundo creía eso, menos la polaca.
Mientras el padre vivo y la madre muerta estaban bajo el alero, como quedó dicho, los mellizos endiablados, que ya pugnaban por alcanzar el metro de altura, potreaban en los fondos del caserón, a escondidas de los mayores.
Desde aquella tierna edad, los mellizos ya se entrenaban en pequeñas maldades como atormentar a las gallinas ponedoras, aun bajo riesgo de ser corridos por algún gallo pendenciero. Cierto es que, en una de esas espantadas, los mellizos se molestaron mutuamente y la gresca había experimentado el corrimiento del eje del enfrentamiento: ya no pasaba el meridiano, ni la principal contradicción, por enfrentar a los pequeños humanos con las aves de corral, sino que los que entonces pasaron a enfrentarse entre sí fueron los mellizos.
La cosa comenzó con algún pequeño empellón o alguna tirada de pelo, pero fue pasando a mayores porque quien acumula maldades las acumula para todo el mundo, y esto abarca desde una gallina hasta su propio hermano.
Mientras esto ocurría en el fondo de la casa, lejos de los ojos y las orejas de Porfirio Gómez, la polaca, ánima bendita y madre de los mellizos, hizo gala de su condición de muerta y de la extremada sensibilidad de los espíritus para anoticiarse de las cosas que no suceden cerca de ellos. Clara se levantó de su silla porque ya había presentido que Mandinga estaba arrastrando a sus críos a un acto de locura.
Y la polaca no se equivocaba: el Cayo Gómez, el mayor de los mellizos, el que había nacido en la expiración del año 1929, y que en esta breve anécdota hacía las veces de Caín, había tomado entre sus manos un hacha que alguien había olvidado en los fondos de la casa y se dirigía con oscuras intenciones asesinas hacia el Chato Gómez, el más pequeño de los mellizos, el que había nacido en el año 30 y que parecía tener, en lo inmediato, un fatal destino de Abel.
La polaca no dudó un instante en salir corriendo hacia el lugar de los hechos para enfrentar, ya no a su hijo mayor, sino al mismísimo Mandinga que le hacía empuñar al infante el hacha potencialmente asesina.
Las ánimas también se demoran en recorrer distancias, pero la suerte y la voluntad de la polaca ayudaron al Chato Gómez. Su madre, es decir, el espíritu de ésta, llegó justo a tiempo: Mandinga y el Cayo Gómez ya estaban levantando el hacha para depositar con violencia el filo de la misma en la frente indefensa del mellizo menor.
¿Y cómo se enfrenta a Mandinga?
La polaca lo aprendió en tiempo gerundio: es decir, haciendo las cosas, que es la mejor manera de aprenderlas.
El grito del ánima de la polaca fue también un desprendimiento de luz celestial y ya se sabe que, ante semejante catarata de claridad, Mandinga se repliega hasta su madriguera, dejando tras de sí el conocido y reconocible olor a azufre. Ante tanto alboroto del más allá, el Cayo Gómez dejó caer el hacha y la frente del Chato Gómez quedó intacta, sana y salva.
A todo esto, aún el insensible de Porfirio Gómez percibió la anormalidad y el olor a azufre en el aire. Giró la cabeza unas décimas de segundo después del grito de luz de la polaca, pero justo a tiempo para ver la fosforescencia en el fondo de la casa.
—¡Carajo! —gritó Porfirio Gómez, antes de salir corriendo hacia el gallinero.
Cuando llegó, los mellizos lloraban a moco tendido y tendida también había quedado el hacha que casi se había convertido en asesina.
Si hay una cosa que se puede decir de Porfirio Gómez es que siempre poseyó una tosca pero natural inteligencia: cagó a retos a los mellizos y los llevó de las orejas hasta la casa, haciéndoles difícil a los hermanitos la tarea de tocar el piso con los pies.
—¡Los vas a desorejar, Porfirio! —le gritaba la polaca a su viudo.
Por supuesto, Porfirio Gómez no le contestaba. A cambio de eso, les sacudió una módica tunda a los que habían jugado a ser Caín y Abel, y luego los encerró en piezas separadas, cuestión de evitar cualquier nuevo intento de agresión entre ambos.
—Yo sé que lo escuchan a Mandinga más de lo que deberían —le decía la polaca a Porfirio Gómez—, ¡pero no es manera de educarlos pegarles y encerrarlos!
Porfirio Gómez seguía, tal cual era su costumbre, sin contestar.
La polaca seguía, tal cual era su costumbre, hablando sin parar.
Porfirio Gómez había vuelto a sentarse debajo del alero y la que había sido su mujer lo siguió hasta allí, diciéndole que, si los dos se dedicaran a criar bien a los niños, Mandinga no tendría tanto tiempo para hablarles y convencerlos de atrocidades tales como agarrar un hacha y fabricar un tempranero muerto.
Una hora seguida estuvo la polaca hablándole al dueño de los burdeles, explicando, rogando, sugiriendo con énfasis, rezándole a los cielos, dándole clases a su viudo de moral familiar y de concordia, y ya para los finales de su oratoria volvía a asaltarla la duda (porque los muertos también dudan) de que los vivos no escuchan ni ven a las ánimas.
—Si no me escuchás, Porfirio, esta familia se va a ir al demonio —dijo la polaca, mientras Mandinga debería estar riéndose de aquella frase exacta y certera.
Y en ese momento sucedió un hecho extraordinario, algo que iría a transformar para siempre esta historia:
—¡Y quién te dijo que no te escucho, carajo! —le contestó Porfirio Gómez a la polaca, mirándola por primera vez en su vida, y también en su muerte, a esos ojos de aurora boreal que la europea ostentaba.
La polaca no se murió de un infarto porque ya estaba muerta desde hacía cinco años, lo que pulverizaba ipso facto la teoría de que sólo son los muertos los que asustan a los vivos.
Porfirio Gómez había conseguido algo que nunca antes había conseguido: hacer callar a la polaca. Pero la polaca pasó rápidamente de aquella mudez a un nuevo estado de fascinación por su viudo. Y, al cabo de unos segundos, Clara, la que fuera mujer de Porfirio Gómez, la que tenía sus huesos enterrados en el cementerio del oeste de la ciudad y su alma bajo el alero de la casona de Palermo, le dijo a Porfirio Gómez, en un estado de extrema emoción:
—Amor mío, es la segunda vez en tu vida que me hablás —recordando con esas palabras cuando el dueño de los burdeles le dio a elegir entre ser prostituta o ser su esposa legítima y legal.
Y, aún en la muerte, la polaca volvió a morir, pero esta vez ya no víctima de calenturas infecciosas ni de fiebres tormentosas de abismos de tumba, sino sitiada por un apasionado, entrañable y eterno amor por su viudo.
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Cuando tomó conciencia de lo que había hecho y, sobre todo, de la derivación de cuanto había actuado o lanzado a los aires, y de la transformación —a partir de ese hecho— del rostro de la polaca, más transparente aún en la muerte que en la vida, Porfirio Gómez se levantó de su silla debajo del alero y atravesó los pasillos de la casa rumbo a su habitación, seguido, o más bien perseguido, por la alegría de la polaca, que saltaba y flotaba a izquierda y derecha, como una mariposa primaveral mecida por los aires cálidos del mediodía.
El dueño de los burdeles pegó un portazo y pensó que el mundo quedaba afuera de su habitación, pero la polaca no necesitaba que ninguna puerta estuviera abierta para atravesarla: los puros espíritus atraviesan barreras como la luz traspasa los cortinados de las ventanas. Con esa naturalidad, la polaca se sentó en la cama en la que seguía durmiendo aún después de muerta.
—¿No te parece que ya es hora de que conversemos, Porfirio? —le dijo a su viudo, al que le costaba volver a romper el silencio.
Pero la polaca sabía que era en ese momento o nunca: una vez que una hendija se abre, una vez que el agua distorsiona la constitución de una pared, una vez que la tierra se vuelve surco o cuando una mujer se desmorona en una caída de ojos, ese es el momento exacto del amor o, por lo menos, es el tiempo ineludible para batir los tambores de la guerra de los sentidos y no retroceder hasta el protoamor, hasta la prehistoria de los sentimientos, donde la meseta árida del desamor nos vuelve infértiles y nos empuja a que caigamos en la amnesia fatal del sinsentido.
—Mirá que no vas a ser menos hombre porque me mires y me hables —le sacudió la polaca a su viudo.
El hombre aquel, a quien nunca le había temblado la mano en la tenencia de una daga o de una pistola, se estaba mirando en la luna del espejo de la cómoda del dormitorio y en un parpadear vio a la polaca en toda la extensión de su belleza: rubia como un sol tibio, el vestido le caía como una magia de seda y los contornos de su cuerpo, repuestos después de cinco años de los estragos de la muerte, eran un canto de sirena embriagante que ofuscó el bajo vientre del dueño de los burdeles.
Le dolían los ojos al mirarla, y tanto le dolían que a Porfirio Gómez se le hacía duro resistir dentro de su mudez.
Pero la polaca también resistía: declinó los ojos como en una vergüenza pasajera y femenina, y el candor incandescente de ese gesto le prendió fuego a la bestia que habitaba las urgencias de Porfirio Gómez.
—¡Carajo! —gritó Porfirio Gómez.
La polaca bajó definitivamente la cabeza, ofreciendo su sumisión al viudo.
—¡Estás muerta, Clara, estás muerta! —se quejaba el hombre, porque es sabido que no está bien visto hacer esas cosas con los muertos.
Porfirio Gómez salió como una tromba de la habitación y luego volvió sobre sus pasos y le advirtió a la polaca, que seguía tímida y pícaramente sentada al borde de la cama matrimonial:
—¡Y no me sigas!
—Sí, mi amor —respondió la polaca, humilde pero afirmada en sus convicciones y con la certeza y clarividencia que tienen los muertos, que ven mucho más allá que los simples mortales.
• • •
Porfirio Gómez era un simple mortal con la sangre alborotada por la visión angelical de la que fuera su mujer, la que había partido al más allá sin partir del todo y dejándole en el cuerpo una dulce maldición: al hombre ahora no lo satisfacía ningún otro vientre femenino y podían caérseles los velos a la mismísima Venus que el dueño de los burdeles apenas si se convertía en un manojo de nervios y en un inacabable pozo insatisfecho.
Se montó a su Ford y partió hacia el límite norte de la ciudad. Estacionó frente a uno de sus burdeles, el que estaba a un par de cuadras del arroyo Maldonado, y entró hecho una furia incontenible.
Sus empleados temblaban cuando lo veían así. Entonces, el “¿qué se le ofrece, patrón?” se multiplicaba hasta el infinito y lo único que conseguían aquellos temerosos empleados era enfurecer más a Porfirio Gómez.
—¡Mandame a mi habitación a la mejor que encuentres y ni siquiera respiren mientras yo esté acá! —ordenó, dispuesto a vaciar sus vísceras y a saciar sus calenturas.
Al poco rato entró en su habitación una joven hermosa: trigueña de carnes duras, sus enormes ojos marrones estaban rematados hacia el sur por una boca de labios que invitaban a descender al séptimo infierno. La joven mujer comenzó a recitar una bien aprendida lista de frases incendiarias mientras sus ropas iban cayendo como al descuido a sus costados, y en tanto ella misma se hincaba frente al dueño de los burdeles.
Pero no había caso: ni ante la desnudez de aquel volcán moreno Porfirio Gómez podía entusiasmarse. Veía a la morocha contonearse a sus pies, desnuda de ayeres y desprovista de futuro, y seguía pensando en la piel traslúcida y en los ojos de aurora boreal de la polaca.
Apartó a la morocha y, para no herirla, le dijo:
—Tomate el día libre y que te lo paguen doble.
La mujer no entendió nada, pero sabía que nunca había que preguntar por qué la suerte, de vez en cuando, se apiada de uno.
Porfirio Gómez volvió a su Ford y sus empleados dejaron de contener la respiración. Partió con rumbo desconocido y merodeó por la ciudad sin que lo conformara ninguna esquina. Amagó con ir a tomarse unas copas al Bajo pero, finalmente, jamás llegó al centro de la ciudad. Pensó en volver al prostíbulo y tomarse allí una ginebra, pero inmediatamente la idea le disgustó. Lo único que hizo, antes de volver a su casa, fue tomarse una caña dulce en la fonda de Honduras y Gascón. Se fue de allí arrastrando miradas curiosas que se colgaban de sus anchas espaldas.
Demoró más de lo normal en desandar el camino hasta la vieja casona de la calle Honduras: no se animaba a llegar.
Pero, finalmente, estuvo frente a la puerta y tuvo que atravesar el vano. Antonia, su criada mulata, la que siempre lo miraba más allá de lo permitido, le preguntó si quería comer. La respuesta de Porfirio Gómez fue una nebulosa, pero en lugar de hincarle el diente a alguna carne asada o naufragar en esos guisados de lentejas con factura de cerdo que solía prepararle Antonia, Porfirio Gómez se fue a fumar un cigarro en el fondo, mientras miraba una luna blanca y redonda en el medio exacto del cielo de Palermo. Antonia se quedó rezongando, por millonésima vez, a causa de las desatenciones que le dedicaba su patrón.
A Porfirio Gómez, de todos modos, lo sustancial de su destino lo esperaba en el dormitorio.
Hacia allí encaminó sus pasos acobardados como nunca antes en su vida. Él, justamente él que jamás había temblado ante la muerte, ahora desfallecía por la incertidumbre que le causaba dejar de ser él mismo para iniciar la extraña aventura de ser otra cosa, pero en el mismo cuerpo.
Entró mirando otra vez hacia la luna del espejo de la cómoda, evadiendo miradas estremecedoras, pero sintió que la polaca seguía allí, sentada sobre el mismo borde de la cama, como si no hubiera pasado toda una tarde y buena parte de la noche y como si los hechos de las últimas horas fueran breves recuerdos que se apagaban como la fugacidad de un fósforo.
Finalmente, se dio vuelta y miró a la polaca.
Clara sintió esos ojos que quería sobre su cuerpo y, con la lentitud de las hembras triunfadoras, irguió su cabeza y lo perforó a Porfirio Gómez con una mirada afeminadamente centáurica: mitad mujer y mitad lava.
—¿Te das cuenta ahora? —le dijo a su viudo, el que había regresado después de intentar negarla.
Porfirio Gómez languideció al contestar:
—Pero es que estás muerta, Clara…
La polaca se levantó de la cama, se desnudó con un breve pase de magia, y, con una confianza y una seguridad que jamás antes había tenido, le dijo a su viudo:
—Dejá de hacerte el tonto, Porfirio.
Por primera vez en la historia de los dos, tanto en la vida como en la muerte, Porfirio Gómez no sólo abrazó a la que había sido su mujer, a la sazón desnuda, sino que sus labios besaron a los de la muerta, y esos labios, lejos de estar fríos, como se supone que la muerte debe dejarlos, ardían en un fuego que embriagó a Porfirio Gómez durante la noche entera, la primera de las noches en que el mismo Porfirio Gómez fue feliz en toda su existencia. Hicieron el amor en la frontera que separa a la vida de la muerte y el vértigo en el que cayeron sus vientres echó fosforescencias que salieron por la ventana de la habitación y bailotearon en el patio hasta muy entrada la madrugada, hasta que el día, el primero de ese amor recién fundado, iba a entronizar al sol en el centro de ese cielo palermitano, en el mismo lugar cósmico donde, doce horas atrás, una luna redonda había visto dudar a un hombre y al ánima de una mujer esperar, ansiosa y ardiente, la llegada de su viudo.
• • •
Ni siquiera el mismísimo Porfirio Gómez sabía que poseía una risa como un estruendo de rayo estival, como aquellas potencias del cielo que se desencadenan cuando los calores atormentan a los humanos y se desata la tempestad en gruesas gotas de lluvia y el firmamento se estremece en luminosidades que anuncian vientos refrescantes.
Pero así había sonado y así se había escuchado a sí mismo por primera vez en su vida el dueño de los burdeles, que ahora jugaba como un niño con los costados del cuerpo impalpable de la que había sido en vida su esposa y que en la muerte estrenaba el rango de amante de fuego.
Si alguien hubiera curioseado en aquella habitación, hubiera visto, suspendidas en el aire, las yemas de los dedos de Porfirio Gómez que de a ratos se detenían y de a ratos recorrían el contorno desnudo de la polaca que sólo él veía. Ella, en cambio, perdía sus propios dedos en esa tupida y lacia cabellera negra de aquel hombre al que, en las últimas horas, parecían habérsele extraviado no menos de veinte años: Porfirio Gómez era de fuerte contextura, un hombre alto y musculoso, de piel gruesa y mate donde las arrugas no tenían lugar. Sólo se lo veía mayor en la mirada hueca de sus ojos, en esa alegría inexistente y en sus silencios eternos. Pero todas esas desgracias se le habían evaporado como por arte de magia en aquella noche de los sentidos hechos metralla. Cualquier desorientado hubiese podido adjudicarle a Porfirio Gómez no mucho más de treinta años: tan cerca estaba aquel criollo de su mujer muerta, que hasta se había achicado la brecha de años que los separaba, como si las dos orillas de un río absurdo se hubieran juntado en un abrazo eterno, evaporando las aguas hasta el cielo a fuerza de ardores de amor.
La polaca y Porfirio estaban recuperando el tiempo perdido, cuando los nudillos imprudentes de una entrometida Antonia golpearon a la puerta de la habitación, ansiosa por saber de qué se trataban esos ruidos con innegables ecos de pasión que la habían perturbado durante la noche entera:
—¿Está bien, patrón? —preguntó la mulata.
—¡Mejor que nunca, no moleste! —bramó Porfirio Gómez.
El ánima de la polaca frunció el ceño y comenzó la tarea de domar a aquel criollo todavía áspero:
—No trates mal a la gente —le susurró— y mucho menos cuando estás tan contento.
Porfirio Gómez quedó suspendido en el aire por unos segundos y, también inauguralmente, comprendió que los otros podían tener razón y él estar equivocado.
—¡Sabés que tenés razón, che! —le confesó a la polaca y se levantó como un rayo llamando a Antonia con toda la intención de pedirle disculpas.
La polaca se interpuso rápidamente entre su viudo y la puerta, no porque estuviera en contra de que éste le pidiera disculpas a la mulata Antonia y fundara, con ese gesto, una etapa en su vida en la que el buen trato hacia los demás iba a ser moneda corriente. La polaca lo detuvo, simplemente, porque Porfirio Gómez estaba tan desnudo como los animales de Dios, y esas desnudeces la polaca las quería para ella sola, que bien sabía sacarle los jugos y arrancarle gemidos.
Los dos rieron como niños y volvieron a la cama en donde reiniciaron la alegría de volver a hurgarse.
Pero había algo que a Porfirio Gómez lo perturbaba y le generaba un cierto desasosiego: sabía que su vida había cambiado radicalmente en las últimas horas. Él y cualquiera se hubiesen podido dar cuenta. Como siempre pasa, bien podían argumentarse dos bibliotecas enteras y diferentes con aquel cambio de Porfirio Gómez: los sabios y los doctores, y aun la gente del común, encabezados por la mulata Antonia, ya irían a argumentar que Porfirio Gómez había enloquecido de la mano del recuerdo de su mujer, hundida en la muerte y en su tumba, y que a aquel hombre se lo escuchaba y se lo veía hablar solo, o con el fantasma de la muerta, y hasta llegaba a olvidarse, por momentos, de la existencia de los mellizos que ella le había parido. Esa masa de gente poseedora del tan mentado sentido común, llegaría hasta el colmo de decir que aquel hombre parecía enamorado y que, seguro, que andaría con alguna amante clandestina, aunque nunca con ninguna se lo viera, como decía con amargura cierta la mulata Antonia. Y en ese punto tenían razón, aunque se equivocaban cuando afirmaban que ese hombre “parecía” enamorado. Porfirio Gómez estaba enamorado y bien enamorado que estaba. ¿Y cuál era la ley que mandaba que un hombre sólo podía enamorarse de una mujer viva? ¿Podía restársele a Porfirio Gómez el sano juicio en su haber por haberse enamorado de su mujer una vez que ésta pasó la frontera de la cual no se puede volver? Ningún código del mundo castiga esa posibilidad y si la ley no castiga, bien se sabe que el acto no sólo es legal, sino que es legítimo de la más sana de las legitimidades.
Pero no eran estas disquisiciones las que desasosegaban a Porfirio Gómez: esa certeza que había aprendido hacía unos breves instantes acerca de que el otro bien podía tener razón en lugar de él mismo, y que ese otro era merecedor de su buen trato y de cuanto honor al que una persona de bien puede aspirar en esta Tierra, eso, precisamente eso, era lo que tenía a maltraer al dueño de los burdeles: Porfirio Gómez se decía en silencio que él había maltratado y aún dejado de tratar a la polaca cuando ésta respiraba y andaba pisando el suelo como el resto de los mortales, y que sólo se atrevió a amarla por primera vez aquella madrugada después de haberla negado tres veces antes de que cantara el gallo. Eso le mortificó el corazón a Porfirio Gómez y, cuando tomó conciencia de la brutalidad de sus actos, tomó el rostro del ánima de su mujer y lo besó con pasión piadosa y la recorrió con besos hasta los pies, húmedos que estaban sus ojos por tanto recuerdo ingrato.
—¿Pero qué te pasa, Porfirio? —le preguntó la polaca.
—¡Cuánto mal que te hice, cuánto mal que le hice a todo el mundo! —se quejó el dueño de los burdeles.
El ánima de la polaca le apaciguó la cabeza atormentada con caricias de madre.
—No te sientas mal, Porfirio. Lo hecho, hecho está, ahora hay que mirar hacia el futuro.
—¿Mirar hacia el futuro? —se asombraba tristemente Porfirio Gómez— ¿Vos decís eso, justamente vos que estás muerta?
—Puede ser que esté muerta, pero al menos estoy a tu lado —contestó la polaca con resignación cristiana.
El dueño de los burdeles sacudió la cabeza como para espantarse las ruinas del pasado y le dijo a la polaca:
—Vos me cambiaste la vida y la vida va a cambiar.
Se levantó de la cama y se vistió con una decisión que la polaca no entendió pero que no le hizo perder la calma: confiaba en su viudo.
Porfirio Gómez salió de la habitación prometiendo que pronto iba a regresar y que las cosas ya no serían como antes eran, sino que las vidas de muchos iban a encontrar un rumbo digno.
La polaca escuchó los pasos fuertes de su viudo alejarse por los pasillos de la casona y hasta pudo oír claramente cómo Porfirio Gómez saludaba con estentórea voz y cristalina alegría a Antonia, mientras le decía:
—Ponga unos valses en la vitrola: ¡a esta casa le hace falta música, carajo!
Lo último que escucharon la muerta y la descreída Antonia fue un portazo alegre y los ecos de las poderosas y campanarias carcajadas de Porfirio Gómez, el dueño de los burdeles.
• • •
Porfirio Gómez vio en el cielo diáfano de Palermo un día extraordinariamente bello que, cuando descendía a la altura de los árboles o del empedrado, abandonaba el celeste intenso y se transformaba en una sinfonía en verde y amarillo: las copas de las tipuana tipu, superpobladas por los aleteos y el bochinche de los gorriones, contrastaban su esperanza con la libertad del cielo, en tanto que miles de florcitas amarilleaban los adoquines y dibujaban un sendero que parecía llevar los pasos de cualquier mortal hacia la gloria eterna.
Porfirio Gómez llenó sus pulmones con el aire de ese día y marchó alegre a mejorar los destinos de unas cuantas personas a bordo de su Ford.
Encaró hacia la frontera norte de Palermo, allá donde el barrio languidecía antes de que muriesen definitivamente los escasos caseríos de las orillas del Maldonado.
El prostíbulo se veía raro bajo los rayos del sol del mediodía: quedaba desubicado sobre la faz de la Tierra, se volvía extemporáneo, extranjero en un país desconocido. Enemigo de la luz y amigo de la noche, su farol colorado colgado en la entrada era, con la claridad del día, una falta de respeto en medio del comienzo de la llanura argentina.
Porfirio Gómez estacionó su Ford y se paró frente a la vieja y enorme estructura del burdel. Lo miró con ojos melancólicos, como nunca antes lo había mirado, y sintió vergüenza y desdicha: ¿cuántas polacas no se habrían salvado entre sus paredes, cuántas no fueron sacadas del lote y habrán sucumbido entre sombras hechas de noches y hombres desconocidos, entre caras extrañas y risotadas, entre burbujas de champagne y encajes negros, entre el humo de cigarros y madrugadas de frío y vacío en el estómago y en la vida?
Había que darle un corte a todo aquello: Porfirio Gómez entró a paso seguro y decidido, las puertas parecían abrirse solas ante su presencia y cerrarse a sus espaldas como la estela que se consume detrás de un cometa vagabundo. Comenzó a seguirlo una corte de empleados y de amanuenses que habían escrito la historia cotidiana de aquel quilombo durante años. Las putas se sonrojaban las mejillas con pellizcones para eludir la palidez mortal de la noche que aún las perseguía; las lavanderas y las planchadoras se acomodaban las ropas porque ellas creían que debían ser las más pulcras; las fregonas le echaban la última mirada a los pisos y, Céspedes, el joven contador y mano derecha de Porfirio Gómez, lamentaba no tener puesta la corbata sobre el cuello duro, por lo que el gesto de acomodar esa ausencia naufragaba en un acto ridículo que lo abochornaba cada vez que lo repetía.
Esa pequeña multitud fue la que Porfirio Gómez vio o presintió cuando se sentó en su sillón de madera y cuero, detrás del escritorio dominante de su despacho: algunos pocos habían entrado en la oficina y la mayoría merodeaba por el pasillo, pero nadie se había quedado sin acercarse hasta la presencia magnética del supremo jefe. Todos transpiraban, estiraban los nervios hasta un punto de ruptura y rezaban cuanta oración de la infancia les viniera a la memoria.
—Menos mal que vinieron sin que los llamara —dijo Porfirio Gómez— me ahorraron unos cuantos gritos.
La saliva de aquellas pobres almas se había espesado y dolía al pasar por los gargueros. Todos esperaban una catástrofe hecha de gritos e insultos, de castigos como nubes negras.
—Amigo Céspedes —se dirigió a su contador y mano derecha, el joven de la corbata ausente— quiero que tome debida nota de lo que voy a decirle a usted y a los demás.
—Sí, señor —dijo el contador, intentando que el pulso temblequeante no le descuajeringara las manos.
—Se acabó la que se daba —dijo Porfirio Gómez y todos, sin la más mínima excepción, sintieron que comenzaban a levitar, que sus pies se despegaban del suelo y que un viento de muerte barría el piso por debajo de ellos. Nadie se animaba siquiera a respirar, pero Céspedes, que estaba obligado a llevar a cabo la orden de Porfirio Gómez, se vio en la necesidad de preguntar:
—¿A qué se refiere, señor?
—A que este prostíbulo cierra sus puertas para siempre —disparó Porfirio Gómez.
Un silencio denso y profundo trazó una zanja entre el patrón y sus empleados.
—¿Nos mudamos, señor Gómez? —preguntó el contador.
El dueño de los burdeles negó con la cabeza y lo miró buenamente.
—Dije que se cierra para siempre, no que nos vayamos a mudar —aclaró.
Algún lamento sordo apenas si se dejó oír: provenía de los que cogoteaban la escena desde el pasillo, orejeando lo que sentían ajeno.
—¿Qué es lo que pasa ahí? ¡A quién se le ocurre ponerse a llorar en un día tan hermoso como este! —tronó la voz de Porfirio Gómez.
Nadie le contestó, como era de esperar, un poco por temor y otro poco por falta de entendimiento. Lo cierto fue que el aire se había adensado, se había cargado con la electricidad del miedo y de las tinieblas de lo desconocido: todos se imaginaban penando la miseria por las calles, corridos por la desgracia del hambre y por la ausencia de horizontes visibles.
—Este prostíbulo, y el otro de mi propiedad, el de Barracas, se cierran en el día de hoy sin vuelta atrás —sentenció una vez más el dueño de los burdeles.
—¡Pero de qué vamos a vivir, señor Gómez! —se le escapó la angustia por la boca a Céspedes.
Porfirio Gómez lo miró fijamente a los ojos y aquel hombre pensó que eran sus últimos segundos sobre la Tierra.
—Anoche estuve pensando que buena falta nos haría a todos transformar este burdel en un taller de costura —dijo Porfirio Gómez— de modo que le encomiendo, Céspedes, que vaya comprando una máquina de coser por cada mujer que tengamos trabajando en los dos burdeles.
—¿Máquinas de coser? —preguntó Céspedes.
—¿Y yo qué dije? —compadreó Porfirio Gómez.
—Máquinas de coser —cerró preventivamente la polémica el joven contador con cara de batracio.
—Exacto, eso dije: máquinas de coser. Y, además, dije una por cada mujer que tengamos trabajando en cada uno de mis burdeles, los que a partir de hoy, como ya queda dicho, dejarán de ser burdeles y pasarán a ser talleres.
Todos miraron a Porfirio Gómez como si el hombre hubiera enloquecido, pero el hombre no había enloquecido: sólo había cambiado de pareceres.
—¿Por qué no se dejan de cogotear y si quieren escuchar mejor no entran todos en la oficina? —preguntó Porfirio Gómez a los curiosos que poblaban los pasillos.
Como ninguno se animaba a dar el primer paso, Porfirio Gómez insistió:
—Les estoy diciendo que pasen, de modo que entren de una buena vez.
Entraron en silencio los que nunca jamás habían entrado en aquella oficina y vieron de cerca a ese nuevo Porfirio Gómez, dado vuelta como una media por obra del amor de la polaca.
—Miren —dijo ese nuevo Porfirio Gómez— lo que yo he notado en los últimos tiempos es que vivir de los otros no es trabajar, que pasar a buscar una renta una vez por mes, o una vez por día, no es trabajar. Más bien es un estado de miseria espiritual que hunde hasta al que se ve beneficiado materialmente con esa renta y explota al que debe pagarla. Vivir de rentas no es una profesión ni un oficio, es un despojo, un delito de la más baja estofa porque suma, al robo perpetrado, la infamia de la cobardía. El que vive de rentas ni siquiera sabe de la valentía de jugarse la vida en un asalto a un banco. Trabajar, amigos míos, es otra cosa: trabajar es fabricar algo con las propias manos o con el propio cerebro. Y se los digo con conocimiento de causa: hasta el día de hoy yo he sido propietario de casas y de putas. Es decir, jamás trabajé. Viví hasta el presente de las rentas que casas y putas me proporcionaban. Hasta el día de hoy esto fue así, pero no va a ser igual a partir de mañana, mejor dicho, desde hoy mismo.
—¿Y usted cree que vamos a poder vivir igual con esto de los talleres de costura? —preguntó Céspedes, que no sabía para qué lado disparar.
—Vamos a vivir mejor —dijo Porfirio Gómez— las putas ya no van a ser putas, van a ser obreras de taller, en lugar de vender sus cuerpos van a fabricar vestidos para cubrir los cuerpos de otras mujeres como ellas, y ellas mismas se vestirán con los vestidos que sus propias manos cosan. ¿Le parece que eso no es vivir mejor?
El contador Céspedes parecía no entender.
—Pero lo que yo creo es que nuestra clientela no viene hasta acá a buscar vestidos para mujeres, sino que viene a buscar lo que hay debajo de los vestidos de las mujeres —aventuró el contador.
—Esa clase de clientes no va a venir nunca más por acá, creamé —dijo Porfirio Gómez.
—¿Cómo que no van a venir más? —preguntó Céspedes, que se resistía a lo nuevo— hoy mismo, por ejemplo, quedó en venir el doctor Salustiano Luro.
—¿Y qué hay con eso? —inquirió Porfirio Gómez.
—¿Qué le vamos a decir cuando venga? —no entendía el contador, que parecía inclinado a pretender que las cosas permanecieran tal cual habían nacido.
—Al doctorcito ese le vamos a decir que se vaya por donde vino —disparó Porfirio Gómez un proyectil al pasado vestido de luto.
—Con todo respeto, señor Gómez, pero nosotros no podemos decirle eso al doctor Luro… —se escandalizó el contador.
—Le podemos decir eso y muchas cosas más —retrucó Porfirio Gómez.
Y agregó:
—¿Usted sabe a qué se dedica el doctor Luro? —le preguntó a Céspedes.
—Es médico, señor Gómez —contestó Céspedes.
—Médicos hay muchos, pero lo que hace éste no lo hace nadie —Porfirio Gómez miró con dureza al joven— Repito: ¿usted sabe bien a qué se dedica ese doctor Luro?
—No, señor —admitió Céspedes.
—Tome nota, entonces: ese mocito con aires de prócer modelado en bronce es el encargado de la morgue judicial —dijo Porfirio Gómez, mientras se levantaba de su sillón y se acercaba al joven con cara de batracio para mirarlo a los ojos fijamente y bien de cerca— y la tarea más importante que desarrolla en la morgue es hacer desaparecer los cadáveres que molestan a los conservadores y estancieros de este país. Algunos matones los matan y éste se encarga de descuartizarlos, de que esos hombres y sus ideas no dejen rastros ni memoria alguna sobre el planeta ¿entiende ahora lo que le digo?
—Sí, señor —dijo Céspedes, mientras tragaba a duras penas su propia saliva.
—Insisto, amigo Céspedes —le dijo Porfirio Gómez al contador, apoyando su pesada mano derecha en el hombro del hombre que temblaba— no lo quiero ver más por acá al Luro ese.
Satisfecho con la contundencia de sus propias palabras, Porfirio Gómez volvió a su asiento y dijo:
—De modo tal que quiero que comencemos a comprar esas máquinas de coser y dejemos de pensar en estos molestos clientes que piensan que se llevan el mundo por delante.
—Sí, señor, en estos días comenzamos a comprar esas máquinas —contestó Céspedes.
Porfirio Gómez volvió a pararse:
—Me parece que usted no entendió nada hoy, no sé qué le anda pasando —le dijo a Céspedes— no es “en estos días”, es hoy mismo que tiene que ir a comprar esas máquinas, ¿entendió?
—Sí, señor, hoy mismo voy a comprar esas máquinas —corrigió el rumbo Céspedes.
—Recuerde: una por mujer —dijo Porfirio Gómez.
—Sí, señor: una por mujer —aceptó el contador.
—Esto nos va a hacer bien a nosotros y al país —filosofó Porfirio Gómez—. ¿Vio que ya no vienen tantos vestidos desde Europa? No sé, dicen que es por unas guerras que se vienen. Pero, bueno, sea como sea, habrá que hacerlos acá.
Porfirio Gómez salió de su oficina haciendo un gesto para que el resto lo siguiera.
—Abran de par en par todas esas ventanas cerradas —señaló las ventanas cerradas, que todas ellas estaban así— es necesario que en esta casa entre la luz del sol y cure varias heridas, ¿me entendió, amigo Céspedes?
—Sí, señor Gómez —aceptó el contador.
—Y hay que blanquear todas las paredes de esta casa con cal para matar todas las pestes, la de los cuerpos y las de las almas.
Todos se miraron sorprendidos.
—¡Y hay que empezar hoy mismo, todo el mundo sabe blanquear una pared y, de lo contrario, si no sabe, aprende, que a vivir se aprende viviendo! Anote, Céspedes: a cada mano una brocha, todo el mundo a blanquear paredes. A la noche de hoy esta casa debe ser toda blanca, por adentro y por afuera. ¡La vida está cambiando, amigo Céspedes!
El revuelo era fenomenal, sobre todo en los adentros de cada uno de los que escuchaban las palabras de Porfirio Gómez: Céspedes se resistía, pero aceptaba para no pasar a mejor vida; las putas estaban queriendo ponerse contentas, pero al mismo tiempo se asustaban de tanto cambio y, ya se sabe, todo lo nuevo crea incertidumbre y la incertidumbre es una fábrica de miedos.
Porfirio Gómez, que había semblanteado todas y cada una de las caras que lo rodeaban, tranquilizó al conjunto con estas palabras:
—¡Y no se preocupen por cómo vamos a hacer para sobrevivir hasta que podamos fabricar esas ropas y después venderlas: hoy mismo pongo en venta algunas propiedades y con eso vamos a vivir todos hasta que estos talleres empiecen a dar sus frutos! ¡Si Porfirio Gómez no tiene miedo, ustedes tampoco tienen que tener!
Con esas palabras, Porfirio Gómez dio por estranguladas sus propias miserias, agotada la vida de sus burdeles, liberadas a sus putas e iniciada una nueva era. Se fue dando otro alegre portazo, el segundo de aquel día, y dejando atrás un batifondo de corazones latiendo, y de dudas que se iban evaporando lentamente.
Volvió con su Ford hasta la casona de la calle Honduras y allí lo esperaba la sonrisa amplia de la polaca. Porfirio Gómez se sentía el orfebre de aquella sonrisa.
La mulata Antonia, insatisfecha carnal y espiritualmente, diría —tiempo después— que aquel fue el día inaugural de la locura de su patrón porque lo había visto volver de la calle y, aun cuando nadie había puesto música, esta comenzó a sonar de todos modos y Porfirio Gómez se puso a bailar solo, como si llevara entre sus brazos a una mujer. En realidad, sucedió que la polaca había puesto un vals en la vitrola, y ella y Porfirio Gómez se encontraron en el medio de la sala que daba con sus ventanas a la calle Honduras y bailaron en rondas interminables y vaporosas y sin parar hasta entrada la tarde y fueron felices hasta entrada la noche, recorriendo con aquellos giros acompasados no sólo la sala aquella, sino el interminable patio que llegaba hasta el gallinero y la huerta, y hasta entraban y salían de las otras habitaciones con su ballet giratorio de dos, despertando a los mellizos y las iras de Antonia. Claro está que la mulata de carnes turgentes no tenía ojos para ver a la polaca muerta bailando con su viudo, por lo cual lo único que veía era al viudo bailando solo, y ese hecho maldito dio piedra libre a la malsana leyenda de la infortunada salud mental de Porfirio Gómez, el mismo hombre que aquel diáfano día había dejado de sentirse propietario de casas y de putas, y de avaricias propias y desgracias ajenas.
• • •
El origen de las desgracias carnales de Antonia y de sus ensueños sentimentales fallidos, según la propia mulata se decía a sí misma, se remontaba a aquel infortunado día de verano en que, después de lavar la ropa en la pileta del patio, mientras el sol le calentaba las entendederas y la brisa ardiente le fue transformando el bajo vientre en una brasa, fue hasta el cuarto de Porfirio Gómez para hacer la habitación y tender la cama.
Eran aquellas doradas épocas, para Antonia, en que la polaca aún no vivía en la casa y Porfirio Gómez era, quizás, el soltero más codiciado de todo Palermo. La mulata se había pasado la mañana entera en los fondos de la casona, juntando los tomates maduros de la huerta y dándole de comer a las gallinas, de modo que nada sabía de lo que estaba sucediendo en el resto de la casa.
La mulata marchaba, feliz, a realizar la tarea que más le gustaba: le encantaba entrar en el cuarto de aquel hombre, sentir el aroma a macho que dejaba en las sábanas, refregar con las yemas de los dedos los calzoncillos que su patrón dejaba tirados por cualquier lado, y aun envolver y embriagar su cuerpo con el toallón húmedo que Porfirio Gómez abandonaba en el piso del cuarto de baño. Se soñaba acariciada cuando la tela áspera le rozaba la piel morena, pero aún no tenía en claro si soñaba con su patrón o si soñaba con cualquier hombre, si cualquier olor a macho la alzaba como a una perra callejera o debía ser ese olor que se encontraba solamente en aquella habitación, donde Porfirio Gómez se paseaba en cueros. Pero esa bifurcación aún no se abría como una duda para la mulata.
Lo cierto, es que aquella mañana, que Antonia presentía ya casi hecha mediodía por la perpendicularidad casi perfecta que el sol echaba sobre esa parte del mundo, la mulata encaró la habitación de su patrón, pensando que éste ya no estaría en la casa. Muy por el contrario de lo que solía hacer, Antonia iba en silencio, sin cantar canción alguna, lo que sumado a que sus pies —siempre que no hubiera visitas en la casa— iban descalzos para sentir mejor la tierra que pisaba, envolvía a la mulata en una esfera de misterio.
Antonia abrió la puerta de la habitación y se encontró con el desorden habitual. Fue recogiendo del piso las prendas de su patrón, como en primavera se recogen flores del campo hasta que, en una de las tantas veces en que volvió a erguirse, Antonia se encontró con el inesperado espectáculo de su patrón desnudo, saliendo despreocupado del baño.
Los dos quedaron frente a frente, sin saber qué cosa hacer y por lo tanto no haciendo nada. Mejor dicho, la mulata sí que encontró qué cosa hacer y bien que la hizo sin privarse de prestarle mucha atención a lo que estaba haciendo: después de mirarle los proporcionados músculos de la parte de arriba a su patrón, Antonia no pudo dejar de mirar aquel enorme animal muerto que al hombre le colgaba entre las piernas.
Hechizada por la fantástica contextura de lo que estaba viendo, por aquel gigante dormido que la atraía como un imán, la mulata abrió la boca como si hubiera soñado con tragarse por entero un río caudaloso. De inmediato supo que toda la vida iba a querer a aquel animal para ella y también adivinó la infinita cantidad de noches en que iba a morder la almohada soñando con la bestia mitológica que jamás iba a ser suya.
En un mismo acto y en un solo presentimiento, deseó y odió a Porfirio Gómez con la misma intensidad y maldijo ser mulata en un país de blancos.
Porfirio Gómez, a su vez, cuando salió del asombro de ver a la mulata mirarlo por debajo de la cintura, y acostumbrado que estaba a que tanta mujer le admirara su envidiable dote, apenas si esbozó una sonrisa socarrona y se dijo, una vez más, que las cosas no hay que mezclarlas si uno pretende una vida sana.
Sin cubrirse, despojadamente, sólo dio una orden:
—De aquí en más, golpee antes de entrar, ¿me escuchó?
—Sí, patrón —dijo Antonia, que se llevaba en las retinas una imagen que casi no le iba a caber entera en el recuerdo y que esa mismísima noche la obligaría a revolcarse en la cama sin conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada, cuando el cansancio y los vapores de siete orgasmos, que brotaron de la magia de sus dedos artesanales, terminaron por derrumbarla por toda la cuenta. Cuando el primer gallo cantó el día que se venía, Antonia sintió en la boca la resaca del amor no correspondido.
Años más tarde, cuando la polaca hizo su temerosa entrada en la casa, Antonia la odió con todas las fuerzas de su alma: rubia, transparente, sin pasiones que parecieran rodearla, aquella mujercita delgada que casi no transpiraba no era una hembra que pudiera competir con las carnes duras y tropicales de la mulata. Sin embargo, no sólo Clara derrotó a Antonia durante toda la vida, sino que la siguió derrotando aún más después de muerta.
Desde su habitación de perra caliente y solitaria, Antonia escuchaba los gemidos de batalla que tenían lugar en la habitación del matrimonio y que a ella la enloquecían y la torturaban como si miles de agujas la traspasaran triste y dolorosamente. Por eso, cuando murió la polaca, Antonia suspiró un alivio de años y hasta albergó una esperanza añeja.
Nada más alejado del raciocinio: los gemidos se siguieron escuchando en la pieza del viudo, como si la muerta no se hubiera muerto y, para colmo de males, ahora el viudo hasta parecía enamorado de no se sabía quién, porque con ninguna se lo veía.
Pero Antonia, lo que tenía de mulata lo tenía de bruja: aquel hombre estaba enamorado de la muerta y en eso consistía su locura. Una locura romántica que lo llevaba a bailar valses solo por toda la casa, a hablar con nadie debajo del alero, a vestirse para ir a cenar al Centro como hacía en tiempos en que la polaca vivía.
Según la mulata, Porfirio Gómez había enloquecido por completo y la prueba más irrefutable consistía en que, teniendo a tanta mujer a disposición, siendo dueño de burdeles como era, teniendo a la misma Antonia dispuesta para cualquier servicio que él solicitara, ese hombre desquiciado manchara las sábanas cada noche con los efluvios de su bestia mitológica como si hubiera hecho el amor con aquella polaca transparente que lo había transformado en viudo y que yacía tres metros bajo tierra, hacía ya más de media década, en el cementerio del oeste de la ciudad.
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Confinada a su triste rol de mujer despechada, la mulata Antonia destinó el resto de sus días a amargarse la sangre, a rechazar ocasionales propuestas de amor o juramentos de eterna fidelidad, mientras se decía que, si no era para ella aquello que había visto y deseado, nada entonces sería para ella. Y, para colmo, el dueño de aquello que Antonia supo ver había enloquecido a punto tal que, no sólo bailaba valses en soledad por toda la casa, sino que había vendido la mayoría de sus propiedades para comprar máquinas de coser y transformado sus burdeles en talleres de costura y a todas sus putas en obreras.
Antonia no dejaba un minuto de injuriar a Porfirio Gómez cuando pensaba en estas cosas: primero, había elevado a un altar a una muerta, se había enamorado de ella y le hablaba como si estuviera viva y, en segundo lugar, había salvado a decenas de putas de sus tristes destinos y las había transformado en honestas mujeres trabajadoras.
“¡Carajo con el patrón!”, se decía Antonia en sus soledades. “¡Tanto santificar mujeres vivas o muertas y a mí ni una sola visita por las noches en la piecita!”.
Antonia ya no pretendía que el viudo le fuera a pedir matrimonio, aunque alguna vez acunó ese sueño como se cuida a un recién nacido, pero llegada que estuvo la polaca a esa casa, los sueños de Antonia se evaporaron como desaparecen del aire, y sin dejar rastros, las pompas de jabón que estallan ante el breve roce de un soplido.
De lo que nunca se privaba Antonia era de dejar abierta la puerta de su pieza: aquello no era un sueño, apenas un atrevimiento. La mulata dejaba sin llave la puerta en invierno, y decididamente abierta de par en par esa misma puerta en verano. Casi ni habría que aclarar que, en esas noches de calor, Antonia se acostaba desnuda y en algunas madrugadas salía, como Dios la había echado al mundo, hasta la pileta del patio, donde refrescaba sus tetas y las motas de su cabeza, mirando desafiante hacia la ventana de la pieza de Porfirio Gómez. Rezaba en sus adentros para que el patrón se despertara con el estrépito del agua de la canilla golpeando en los azulejos de la pileta y para que por fin le viera esas tetas que eran tan descomunales como la bestia que le colgaba a Porfirio Gómez entre las piernas. Sus carnes duras y morenas agonizaban de amor debajo de la luna blanca, y la mulata Antonia se transformaba en una sombra penitente que elevaba oraciones a un dios pagano que no la escuchaba.
Los que sí escuchaban a Antonia eran los mellizos que, cuando comenzaron a merodear la edad en que el bajo vientre comienza a tener sus primeros hervores, asomaban disimuladamente sus cabezas por la ventana de su pieza apenas escuchaban el ruido del agua.
—¡Che, ahí salió Antonia! —le avisó el Cayo Gómez a su hermano menor.
—¡Está desnuda! —se extasió el Chato Gómez cuando alcanzó a ver, en medio de la oscuridad de la noche, aquella piel oscura pero brillante.
La Luna ayudaba mucho para ver a aquella diosa de ancestros africanos: le dibujaba una fosforescente línea blanca en los contornos desnudos de su cuerpo de piedra, con lo que se podía distinguir su negrura de mulata de las negruras de la noche.
Era una loba negra aullándole a la Luna blanca.
Los mellizos Gómez aprendieron de las desnudeces de Antonia cómo es que el cuerpo de un hombre puede desear al de una mujer, y cómo las manos pueden acudir en ayuda del propio deseo y calmar las ansiedades, bajar las fiebres, enarbolar los sueños de Eros, mojando y almidonando las sábanas en medio de estertores nocturnos.
Antonia era la que lavaba al día siguiente esas sábanas y maldecía a los cielos por las inmundicias que dejaban los mocosos, sin sospechar siquiera que era ella misma la que provocaba tales húmedas emanaciones de amor que, con el correr de las horas, se secaban acartonando aquellas telas blancas.
Ironías del destino: mientras ella se pasó la vida deseando al padre, los hijos de aquel padre se pasaron la pubertad deseándola a ella; y así como el padre se pasó la vida ignorando a su criada mulata, la criada mulata se pasó la vida ignorando a los mellizos que echaban sus lavas por ella.
Pero la pobre Antonia no se lo hacía a propósito ni al Chato ni al Cayo. La cosa era así: ella ignoraba a todo hombre que no fuera Porfirio Gómez y esa verdad se había convertido en un dogma y aún mucho más que en un simple dogma: Porfirio Gómez era una religión que incluía creer sólo en él y desconocer a todo aquel que no fuera él.
De todos modos, como Antonia siempre deseó tener algo de Porfirio Gómez, y así como disfrutaba de limpiar y ordenar la habitación del macho de sus ensoñaciones, así también tomó a su cargo la crianza de los mellizos ocupando, de algún modo, el lugar que hubiera ocupado la polaca de haber estado viva.
A todo esto, la polaca sabía de las inclinaciones de la mulata por su viudo (todos los muertos saben casi todo) pero, lejos de provocarle furia o celos, la polaca sentía una profunda piedad por Antonia y hasta vio con buenos ojos que la mulata se ocupara de la crianza de sus hijos.
Lo que la polaca no podía saber (a tanto nunca llegan los saberes de los muertos) era que, junto con la educación que la mulata les iba a transmitir a los mellizos, iría como insospechado endoso un inveterado resentimiento y una dosis de envidia, sumado todo esto a una insana competencia que haría de los dos párvulos un par de demonios engreídos e insoportables.
Serán cuestiones del destino, pero lo cierto es que, si cuando la polaca engendró a los mellizos, y mientras estos crecían en su vientre, también se anidaban en la polaca esas fiebres que la llevarían a la tumba, eso quizás quiera decir que la gestación de los mellizos entró en diabólica sociedad con las envidias de Antonia, y se podrá cifrar en esa asociación la génesis de la enfermedad de Clara y el origen de su final prematuro.
Es decir, la pobre gente nace en un mal momento y un viento llegado del desierto se empecina en arremolinar una multitud de hojas muertas y amarillas en donde yacen escritas, flotando en los aires que sobrevuelan las ciudades y los caseríos, las historias de las almas que purgan un destino fiero.
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Si algo hay de lo que se pueda echar la culpa a la polaca y a Porfirio Gómez es de haberse olvidado del mundo, o lo que es lo mismo decir, de los hijos que juntos habían engendrado.
Si bien es verdad que los enamorados hacen de su historia una esfera en donde sólo caben esos dos enamorados, y en ese punto Porfirio Gómez y la polaca no fueron la excepción a la regla, también es cierto que el único monumento que levantaron, en honra y respeto a su amor, fue aquel que convirtió burdeles en talleres de costura y putas en obreras, pero no dedicaron ni cinco minutos para devanarse los sesos pensando en si aquellos niños saldrían ángeles o demonios. También se puede argumentar, a favor de la polaca que, en cuanto olía olor a azufre en la casa, salía a cazar mandingas suponiendo que esos diablitos la atacarían en la yugular de sus hijos; aunque en su contra se puede decir que los únicos ataques que pueden recibir unos críos no son los de carácter material, por lo que no solamente hay que prevenir a un niño de hachazos homicidas, golpes de puño, rayos del cielo, disparos asesinos, mordeduras de culebras o caídas en pozos ciegos, sino colaborar en la buena formación de sus sentimientos y en las sanas virtudes del estudio, la caridad, la solidaridad y el altruismo.
Pero, mientras hubiera silencio en la casa, Porfirio Gómez y la polaca se la pasaban sin ropas y besuqueándose, diciéndose poemas al oído y susurrándole cosas al corazón del otro, o bebiendo vinos de los buenos, vestidos con las mejores galas. Pero deberían haber sabido que no habrá mayor peligro que cuando un niño no hace ruido, señal inocultable de que es ocultable lo que ese niño está haciendo.
Así, las cosas marchaban como una nave al garete: con el presente asegurado por la fortuna parasitaria de Porfirio Gómez, reconvertida ahora en una fortuna noble y decente, y productora de trabajadores y no de desasosiegos. Pero lo que estaba en duda era el futuro mismo: aquellos dos niños abandonados en las manos de Antonia, que hacía lo que podía y sabía, y en esos niños mismos, engendrados al mismo tiempo que se engendró la enfermedad que mató a su madre, lo que quizás perturbó y envenenó sus sangres para siempre.
La pobre Antonia se las arreglaba como podía con sus escasos saberes y sus bien rellenos y erguidos pechos, que es a lo que más prestaban atención los mellizos quienes, cuando deberían haber prestado observancia a sus cuadernos de tareas, miraban en cambio fijamente para ver si se producía el milagro de que estallara y volara por los aires algún botón de los ajustados batones que se ponía la mulata y, por ese resquicio, aparecieran esos pechos que sólo podían intuir a la distancia y en medio de la oscuridad de la noche, cuando la espiaban a Antonia en los momentos en que salía desnuda al patio a regalarle a su patrón esas tetas bendecidas por la naturaleza y despreciadas por el desquiciado de Porfirio Gómez, según los entenderes de la misma Antonia.
Es decir, en aquella casa había varias potencias que desarrollaban energías que iban hacia ningún lado o que no encontraban el destino adecuado: en primer lugar, el mismísimo Porfirio Gómez, que si bien se había enamorado al fin de su mujer, lo había hecho cuando ésta ya lo había transformado en viudo; en segundo lugar, la polaca, que también había conseguido muy a las largas enamorar a su viudo, con la desgracia de que éste era lo que ya era: precisamente, un viudo. Es decir, el amor de Porfirio Gómez y la polaca mezclaba anormalmente dimensiones de existencia diferentes, desencadenando vaya a saberse qué electricidades y qué fuerzas de atracción y rechazo, y una urdimbre de los destinos donde todos esos elementos jugaban sus cartas de vida y de muerte. En tercer lugar, en la cadena de desencuentros, puede nombrarse a la mulata Antonia, que al tiempo de comenzar sus días en aquella casa se dio cuenta de quién debía ser el destinatario de su cuerpo y de sus amores, y pasó a transformarse en una fábrica de lava andante, en un volcán sin cráter, con el consiguiente peligro de explosiones internas y calores externos; y en cuarto lugar, los mellizos, que habiendo nacido de un vientre ya enfermizo, convivieron con la muerte aún antes de nacer, no conocieron con vida a su madre, y el padre que conocieron, según el decir de todo el mundo, hablaba con el más allá y hacía el amor con su finada esposa. Todo esto significaba que aquellos dos niños iban a estar perseguidos toda la vida por el olor a azufre de Mandinga, contra el cual, las prevenciones de la polaca sólo los cuidaban de los accidentes fatales, y las tetas de Antonia resultaban ser un escudo ineficiente para males de otra naturaleza que no fuera la terrenal.
Por ejemplo, cuando a los niños en el colegio les enseñaron a escribir y a leer y pronunciar la palabra “mamá”, mucho antes de la edad de las calenturas, la encargada de supervisar los deberes del Cayo y del Chato Gómez, como ya quedó dicho, era la mulata Antonia, produciéndose estos diálogos tristes y absurdos:
—¿Qué quiere decir “mamá”? —le preguntó a Antonia el Chato Gómez, el menor de los mellizos.
La mulata no sabía, en ese duro momento, dónde quedaba el cielo y dónde el infierno y, mientras trataba de ubicarlos, el Cayo Gómez le ganaba la parada y decía:
—Mamá es esa cosa que murió y a la que papá le habla igual, como si no se hubiera muerto.
La mulata se ponía pálida con esa respuesta extraída del Averno y golpeaba a la mesa como teniendo razón sin saber muy bien qué era lo que ella misma decía cuando hablaba:
—¡Callate, Cayo! —por empezar, ya sonaba cacofónico lo que decía la mulata, y le daba oportunidad al Cayo para retrucarle:
—¡Vos sos la que decís que mi papá habla con mi mamá muerta!
Antonia tenía que responder, aún sin estar preparada:
—Bueno, sí, yo digo, pero no digo lo que vos decís que digo, sino que digo que tu madre, la de ustedes dos, se murió, es cierto, y que tu padre le habla, también es cierto, y que no debe hablarse con los muertos sino con los vivos, también es cierto, pero que tu padre hace lo que se le da la gana, es mucho más que cierto, que para eso es un hombre grande y aquí es el que manda y si él quiere hablar con los muertos, pues que hable, aunque los curas de la iglesia digan que eso no es lo correcto porque no les hace bien a las almas, y aunque tampoco eso le haga bien a la salud, como dicen los doctores.
Cuando terminó de hablar, Antonia hizo gestos de aprobación y asentimiento de lo que ella misma había dicho, como si se cayera de maduro, como manzana colorada del árbol, como que todo lo que había dicho ella era la verdad del mundo y dando por descontado que nadie se la podía discutir.
Sin embargo, los mellizos la miraban fijamente y en silencio, y quedaba a las claras que no habían entendido nada.
—Entonces, ¿qué quiere decir “mamá”? —insistía el Chato Gómez.
La mulata hurgaba con los ojos por los rincones de la sala, buscando inútilmente, y durante un buen rato, una respuesta que no hallaba.
—¿Y, Antonia? —reclamó el Chato Gómez.
A la mulata no le quedó más remedio que hablar, pero cuando habló, lo hizo sin ninguna verdad hallada y como si sus pulmones se fueran desinflando con cada palabra pronunciada:
—Tu mamá es esa cosa que murió y a la que tu papá le habla como si estuviera viva —dijo Antonia, la mulata de carnes deseables.
• • •
—Porfirio —dijo la polaca, la mujer de los ojos de aurora boreal—, ¿cuándo yo hablo, sólo me escuchás vos?
Porfirio Gómez, el destinatario de la pregunta, pensó que las mujeres tenían el extraño don de formular preguntas raras, esa exacta manía, esa precisión, ese alarde de perfección para hacerles a los hombres preguntas que los hombres no pueden contestar.
Como despertado repentinamente de un hechizo, Porfirio Gómez se reacomodó materialmente después de la batalla amorosa y contestó:
—No tengo la más puta idea.
A la polaca, el vocablo “puta” le cayó como una mala comida al estómago y, en un acto reflejo, retrajo su cuerpo, desnudo y distendido en la cama matrimonial, y lo convirtió instantáneamente en un nudo amoroso, retractando sus piernas y rodillas sobre su pecho, y abrazando ese sutil enjambre de nervios, músculos y huesos suavemente femeninos, al tiempo que su boca se retraía en un mohín pícaro y mimoso.
Nada más que esto le hizo falta a Porfirio Gómez para darse cuenta de que no había enarbolado, precisamente, usos y costumbres que enaltecieran a una mujer, y mucho menos a la suya, que estuvo a un paso de caer en el abismo de convertirse en una prostituta.
Porfirio Gómez no sabía manejar su cuerpo como la polaca manejaba el propio, por lo tanto, elaboró, a las perdidas, una serie de movimientos grotescos y una catarata de gestos inadecuados, pretendiendo parecer simpático y tierno, y resultando ser una masa de músculos sin gracia alguna. Como no sabía qué decir, Porfirio Gómez eligió no decir nada, por lo tanto, la que habló fue la polaca:
—¿A vos te parece que esa es forma de hablarle a una mujer, Porfirio?
Porfirio Gómez hizo un gesto inocente con las manos, mientras no podía detener la inundación sanguínea en su rostro, y como el gesto aquel no decía nada de nada, lo único coherente que se animó a decir fue:
—No.
La polaca insistió con su curiosidad, pretendiendo profundizar y extender el área de sus conocimientos en el terreno todavía casi inexplorado para ella de la relación entre los vivos y los muertos:
—Yo no sé si Antonia me escucha, Porfirio —le dijo a su viudo—. Es más, estoy tentada a pensar que no me ve ni me escucha, igual que los mellizos
—¿Y eso en qué cambia las cosas? —preguntó Porfirio Gómez.
—En mucho y en nada —contestó la polaca— en nada en cuanto se refiere a nuestro amor y en mucho en cuanto se refiere a nuestro amor.
Porfirio Gómez sintió, en esa centésima de segundo, que no era lo mismo estar enamorado de la polaca que no estarlo.
—Te voy a confesar una cosa, Porfirio —siguió analizando la polaca— hubo un día en el que me paré frente a frente con Antonia y le hablé, y le dije que cuidara bien a los mellizos porque vos y yo estábamos en una dulce locura de amor y Satanás rondaba la casa permanentemente, que, si sentía olor a azufre, que pegara el grito, nomás, que yo saltaría para hacerlo escapar con luminosidades.
Porfirio Gómez, que estaba bien vivo y no entendía nada de estas cosas de los muertos ni de los demonios, miraba el movimiento de los labios de la polaca, pero no avanzaba mucho más allá en el entendimiento.