Читать книгу El vínculo que nos une - Hugo Egido Pérez - Страница 7

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2. El instante en el que todo cambió

Al salir de la terminal internacional del aeropuerto, un coche la estaba esperando. No pasó por su apartamento de Madrid, como lo llamaba. Nunca le gustó utilizar el término «casa». Alguien que vive de forma regular entre dos o tres ciudades no tiene casa, tiene apartamentos. Sitios donde dejar sus cosas.

Al llegar al hospital se dirigió directamente a un mostrador de información donde una esforzada administrativa iba guiando a las personas por el no siempre fácil entramado de especialidades y especialistas que conforman un hospital de una gran ciudad.

–Necesito llegar a la sección de Neurología, por favor.

–Coja el ascensor que tiene a su derecha y suba hasta la segunda planta. Al salir tiene que tomar el pasillo a su derecha. Enseguida verá otro hall como este; pregunte a la compañera que hay en él para que le indique cómo llegar a la sección.

Estaba hablando por teléfono, por lo que no se fijó en la persona que se paró delante de ella. Al notar su presencia, levantó la mirada. Su tía Alba la observaba con expresión de disgusto. Pese a ello, no se precipitó a colgar la llamada.

–¿Has llegado hace mucho? –preguntó con un rintintín en la voz que a Paula no le gustó. Se propuso obviarlo; no era el momento de discutir.

–No, termino de entrar por la puerta. Era una llamada importante –se disculpó.

–Todas lo son, ¿no?

–¿Entramos? –propuso Paula con el objetivo de terminar de una vez la escalada de reproches más o menos velados.

Al entrar en el área de Neurología, Alba se dirigió directamente a la habitación número 241. En ella Paula vio a su padre tumbado en la cama. Enseguida se dio cuenta de que estaba de mal humor. «¡Genial!» pensó.

–¡La hija pródiga ha vuelto! Alba, debo de estar muriéndome para tener este honor.

–Hola, Luis; veo que estás en plena forma –dijo con ironía Paula y se acercó a la cama para darle un beso en la mejilla a su padre.

Pese a tener sesenta y seis años ya cumplidos, Luis Blanco seguía siendo un hombre muy atractivo y vital. Destacaba su poblada melena blanca que le caía a cada lado de la cara dejando ver sus inmensos ojos verdes y su característico hoyuelo en la barbilla. Él siempre contaba que en una ocasión, durante la entrega de unos premios internacionales de cine en París, dos mujeres que lo acompañaban aquella noche decidieron que su hoyuelo era más hermoso que el del propio Kirk Douglas, allí presente con él.

–¿Cómo estás, papá? –preguntó Paula sentándose junto a un sillón repleto de revistas y periódicos.

–Jodido –contestó Luis–. Nadie me dice nada. Llevo dos días en este hospital y todavía no tengo claro por qué demonios estoy aquí.

–Ya te lo han dicho, Luis. Teresa te encontró inconsciente en tu despacho –le aclaró su hermana Alba.

–¿Quién es Teresa? –preguntó Paula con inocencia.

–¡Hija! La persona que cuida de tu padre desde hace un año. Desde luego hay cosas que no cambian en esta familia.

–Déjala, Alba, ya sabes como es la chica. Tiene sus propios problemas. Además, no vive en Madrid desde hace años.

–Paula, me llamo Paula. No sé las veces que te he dicho que no me gusta que me llames «la chica». Tengo un nombre que supongo me pusiste tú o mamá, pero vamos, que no quiero que me llames así.

–Paula –pronunció el nombre con sumo cuidado y cierto tono irónico– tiene su vida, Alba. Donde quiera que esté. No tiene por qué saber quién cuida al viejo de su padre. Yo no la eduqué para que se entretuviera con estas estupideces.

–Tú sabrás cómo la educaste. Yo ya tengo suficiente con mi marido, mis tres hijos y mis cuatro nietos como para además juzgar la educación de mi sobrina.

–¡Hola…! –interpeló Paula con el objetivo de que la discusión entre los hermanos terminase–. ¡Que estoy aquí! Me resulta muy violento que tengáis este tipo de conversaciones haciendo ver que yo no cuento, como si no estuviese

presente.

–¡Alba! Hemos cabreado a «la chica».

–Bueno, yo me marcho, que tengo abandonada desde hace dos días a mi familia –aclaró la tía Alba levantándose del sofá que le había servido de cama durante la convalecencia de su hermano mayor.

Se acercó a la cama y le retiró el flequillo para besarlo en la frente.

–Mañana vengo a verte.

–Si no hay más remedio –dijo Luis con contundente ironía.

Al girarse para dar un beso a su sobrina, que permanecía sentada en el sofá, hizo un guiño con su ojo izquierdo antes de pronunciar las siguientes palabras:

–Anda, Paula, acompaña a tu vieja tía a la salida y luego vuelves, que hace siglos que no te veo.

–Ahora vengo, Luis –Paula se levantó y salió del cuarto tras ella.

Ya en el pasillo de la segunda planta del hospital, Alba agarró a su sobrina para indicarle que se sentase junto a ella en unas sillas vacías de una sala de espera.

–¿Qué pasa, tía? –preguntó con curiosidad Paula.

–¿Cómo que qué pasa? Lo primero de todo es que tu padre todavía no sabe que tiene Alzheimer, eso es lo que pasa.

–¿Cómo que no lo sabe? ¿Y los médicos?

–¿Los médicos? Pues los médicos están esperando a que llegues tú para decírselo, ya sabes lo aprensivo que es. No he conocido en este mundo un hombre más hipocondríaco.

–Buff –Paula abrió sus hermosos dedos y los utilizó a modo de peine, acariciando su cabello.

–Sí, buff, eso digo yo. Mira, Paula, te seré sincera. Ya sabes que desde la muerte de tu madre yo no he estado de acuerdo con el tipo de educación y contacto que has tenido con la familia. Tu padre es como es, siempre ha sido un niño, con talento pero un niño. Pero ahora las cosas tienen que cambiar. Yo, con las cargas familiares que tengo y con mis años, en fin, no me puedo encargar de él.

–Bueno, nadie te pide que lo hagas.

–¿Cómo? –dijo molesta.

–Perdona, tía. Llevo veinte horas sin dormir y sin ducharme. No quería ser grosera. Lo que digo es que habrá que llevarlo a un sitio donde lo traten. No sé mucho de la enfermedad, pero sé que llegado un momento las personas que la sufren no son capaces de poder valerse por sí mismas. Yo tengo dinero y... –la tía zanjó con un gesto el último argumento que Paula estaba fabricando en la boca.

–No se trata de eso, Paula. Tu padre tiene un patrimonio como para poder vivir varias vidas. Claro que tendrá que contar con gente especializada que le pueda cuidar. Pero no es eso lo que necesita en este momento. El especialista nos ha contado que en esta primera fase de la enfermedad es fundamental poder contar con toneladas de cariño a su alrededor. Que el entorno afectivo que supone la familia puede hacer que la fase más nociva de la enfermedad se retrase un tiempo, que durante unos años esté como aletargada.

–¿Qué esperanza de vida tiene? –preguntó Paula

–Depende de muchos factores, pero con la edad que tiene Luis ahora, de entre cinco a nueve años. Pero pueden ser más…

–Puede que en ese intervalo de tiempo la ciencia haya avanzado lo suficiente como para retrasar el desenlace.

–No niña, no. Eso no creo que vaya a pasar. Esta enfermedad es un mal compañero de viaje.

Las dos se levantaron y Paula acompañó a su tía a los ascensores. Al volver al cuarto pudo percibir la energía negativa que exhalaba el cuerpo de su padre. Parecía un oso enjaulado a punto de estallar en un brote psicótico.

–¿De dónde has venido esta vez? –preguntó Luis.

–De Tokio. Tenía que cerrar una operación.

–¿Y ha salido todo bien?

–Sí, ha salido todo bien.

–Qué maravilloso país es ese. Recuerdo como si fuera ayer los dos años que, con breves intervalos temporales, pasé trabajando en Japón rodando una película y varias series de televisión para la cadena estatal japonesa NHK, la Nippon Hoso Kyokai. ¡Qué medios técnicos y humanos! Aquí en Occidente todavía estábamos ensimismados con el stop motion y las maravillas que nos había regalado el bueno de Ray Harryhausen y en Japón ya eran capaces de realizar cromas y técnicas de postproducción con las que aquí éramos todavía incapaces de soñar.

–Lo veo un poco exagerado, Luis. Claro que en Occidente habíamos realizado cosas estupendas. Pero no quiero hablar de cine contigo ahora.

–Ah... Supongo que tienes que irte ya, ¿no?

–Sí, me gustaría pasar por mi apartamento a darme una ducha y coger algo de ropa. Me imagino que ese sofá no debe de ser muy cómodo –señaló el sofá de cuero cercano a la cama.

–No quiero que te quedes esta noche. Tú estarás incómoda y yo también. Estoy bien; fue un pequeño mareo, me han metido en esa maldita máquina. ¿Cómo se llama?

–Escáner, TAC...

–¡TAC! Se llama TAC. Un verdadero agobio; espero que nunca te lo tengan que hacer, es claustrofóbico, y además con ese maldito ruido. Estoy bien, de verdad. Mañana, si puedes, ven. ¿Cuándo te vuelves a marchar?

–Tengo que consultar mi agenda. Hay una reunión importante a finales de semana en Londres pero intentaré tenerla desde Madrid por videoconferencia.

–Como quieras. Durante el tiempo que has estado fuera con tu tía ese trasto no ha parado de vibrar –señaló el teléfono móvil que Paula había dejado junto a la mesilla de la cama–. Creo que si no lo atiendes en cualquier momento estallará.

–No te preocupes, lo tengo todo controlado.

Hablaron de algo más y después, con un beso frío y protocolario, Paula salió de la habitación. Al llegar a su lujoso apartamento de Madrid, el cansancio y la tensión acumulados comenzaron a colonizar su cuerpo, que en cuestión de segundos sucumbió en un profundo cansancio.

Se duchó, pidió comida y se abrió una botella de vino de su selecta bodega. Al fondo de sus cavilaciones se podía escuchar a Glenn Gould interpretando de forma magistral el aria de las «Variaciones Goldberg». Pese a la melancolía que siempre despertaban en ella, nadie más, ninguna otra pieza de Bach, podía arrebatarle el corazón como esa.

Salió a la terraza de su apartamento. El jardinero, al que pagaba estuviera o no en Madrid, había realizado bien su trabajo y las plantas aromáticas le regalaban su fragancia. Se sintió un poco abotargada; al volver a entrar al salón se dio cuenta de que se había bebido casi toda la botella. ¡Qué raro! Era la primera vez en su vida que no había sido consciente de algo así, de beber sin control casi sin darse cuenta.

Antes de caer noqueada por el cansancio y el vino pensó un segundo en su madre, como cada día. Hacía ya veinticuatro años que su madre había muerto, pero no había dejado de pensar en ella ni un solo día, ni uno. Aquel día que ya finalizaba tampoco sería una excepción.

***

Paula intentó averiguar por la expresión de su padre el impacto que la noticia le había producido. Luis parecía entero. Había hecho al jefe de Neurología del hospital una serie de preguntas del todo comprensibles para alguien que termina de tomar conciencia de que padece una enfermedad degenerativa y sin cura posible cuyo umbral de vida, siendo optimista, se sitúa entre cinco a quince años desde el diagnóstico. Cuando el doctor Montes estaba a punto de salir de la habitación, y después de respetar el turno de preguntas de su padre, Paula intentó concretar un poco más el proceso de la enfermedad con un par de aclaraciones más.

–Usted nos decía que la actitud del paciente, cómo afronte la enfermedad, resulta vital para retrasar al máximo las primeras fases, pero entiendo que dependerá mucho de cada paciente; es decir, no creo que la estadística clínica sea muy homogénea…

–Precisamente sí. Una de las cuestiones que parecen incontrovertibles es que la actitud del paciente y del entorno afectivo resultan vitales para conseguir retrasar al máximo las fases más lesivas de la enfermedad. Pero, como es obvio, la propia etiología de su padre, cómo evolucione la enfermedad, hará que tomemos unas u otras decisiones.

–Entiendo; es un proceso dinámico, y en cierto sentido único.

–No exactamente. Existe ya muchísima información y documentación sobre la evolución clínica de la enfermedad y su desenlace final. Lo que no está tan claro, y es sobre lo que podemos actuar, es cómo retrasar al máximo posible las fases más agudas. Es ahí donde cada paciente, por la naturaleza de su fisiología o por su entorno afectivo, puede retardar en mayor o menor medida el proceso. Debemos entender, señorita Blanco, que nos enfrentamos a una enfermedad que hoy día no tiene cura. Con el tiempo su padre caerá en un estado de falta de autonomía y no podrá cuidar de sí mismo, por lo que los cuidados de terceros serán vitales para conseguir la mayor calidad de vida posible. Cada fase de la enfermedad debe ser tratada y analizada cuidadosamente. Actuaremos y adaptaremos la terapia en función de las situaciones que nos vayamos encontrando.

La voz aterciopelada de Luis sacó a Paula de sus reflexiones.

–Yo llevo años viviendo solo. Y no quiero que ese maldito Alzheimer cambie eso. Soy libre, siempre lo he sido. Ya me ha costado tener que vivir con Teresa en casa.

El doctor Montes miró a Luis a través de sus pequeñas gafas de montura color naranja que le hacían parecer un joven rebelde recién salido de la facultad de Medicina.

–Vayamos poco a poco, Luis. Todavía hay que realizar un sinfín de pruebas, ver cómo actúa la medicación. No debemos precipitar las cosas. Contamos con un buen departamento que los asesorará cuando llegue el momento. No se preocupen. Además de ello, toda la terapia siempre va pautada con apoyo de psicología clínica.

–¡Buff! psicólogos –dijo casi vociferando Luis–, ¡la profesión más prescindible del mundo! Durante toda la maldita enfermedad de tu madre no fueron capaces de ayudarnos, ni a ti ni a mí.

El doctor Montes posó su mirada en los ojos de Paula con la típica expresión de estar perdiéndose algo importante y con la suficiente eficacia expresiva como para que Paula se viese en la obligación de explicar lo que decía su padre:

–Mi madre murió de cáncer cuando yo tenía trece años. Fue muy duro para todos.

–Entiendo –dijo de forma lacónica el doctor Montes–. Bueno, Luis. Mañana por la mañana comenzaremos con una serie de pruebas no invasivas que nos permitirán obtener información vital para determinar la situación actual de la enfermedad.

–El TEP… TAC, o cómo demonios se llame –dijo con cierto desdén Luis, arrastrando las palabras.

Paula acompañó al doctor Montes fuera de la habitación para poder tener un momento a solas.

–Me gustaría que pudiésemos hablar a solas una vez que tenga los primeros resultados. Entiéndame; como puede ver mi padre no es fácil de llevar, siempre ha hecho lo que le ha venido en gana, y todos estos cambios no creo que los lleve bien.

–Nadie los lleva bien, señorita Blanco.

–Llámeme Paula. Me hace sentir mayor.

–Los cambios nunca son bienvenidos, Paula. Esta es una enfermedad que no solo pone a prueba al enfermo, sino también a su entorno más cercano. Me decía usted del cáncer. En cierta medida es parecido, ya que los cánceres que no remiten, con fases de metástasis al final de la enfermedad, suponen un desgaste anímico, no solo para el enfermo, sino también para todo su entorno afectivo familiar.

Paula sintió que no era el momento de hacer saber al médico que su vida se desarrollaba en un avión, en tres apartamentos y en un sinfín de salas de reuniones por todo el mundo.

Al llegar a la oficina de Madrid, Berta, su asistente, le preparó un café. Después intentó ordenar sus ideas antes de la videoconferencia que tenía prevista con Londres con los dos principales socios de su fondo de inversión.

Antes de sentarse frente a la inmensa pantalla, en la principal sala de reuniones de la oficina una frase de su padre atravesó su mente como un rayo para estremecerla: «Esta maldita enfermedad te deja sin futuro, no sin antes ir borrándote el pasado».

***

Las imágenes de Noah Cohen y David Goldberg, principales socios y accionistas del fondo de inversión que gestionaba Paula, aparecieron nítidamente en la pantalla.

Noah Cohen era una mujer menuda y hermosa. No tendría más de treinta y cinco años cuando ya formaba parte de la élite financiera de La City londinense. Ahora, con más de sesenta y cinco, y pese a amasar uno de los patrimonios personales más importantes de Europa, seguía siendo una mujer enérgica, detallista y trabajadora. Nunca pensó en tener hijos, nunca tuvo eso que llaman «instinto maternal».

David Goldberg, su socio, era la parte creativa de un tándem casi perfecto. Imaginativo y osado, era, a sus sesenta y nueve años, el complemento ideal de Noah, ya que le aportaba el grado de audacia que a ella le faltaba. David tenía dos hijos producto de dos matrimonios fracasados. Daniel y Ethan eran sobradamente conocidos en la noche londinense por su facilidad para gastar libras en discotecas de moda y restaurantes con estrellas Michelín. Ambos disfrutaban de una vida de lujo y dispendio gracias al patrimonio amasado por su padre.

Este cóctel de imaginación, inteligencia, valor y profundo conocimiento del mercado, había permitido a los dos socios convertirse en un icono del sector financiero durante varias décadas. Paula Blanco había sido, desde que comenzó a trabajar para ellos, el perfecto reflejo de las cualidades de ambos. Desde su llegada al fondo de inversión habían monitorizado y tutelado su trayectoria. Los dos habían vivido como propios los triunfos de su pupila preferida. Y Paula había devuelto esa confianza con creces a base de conseguir pingües beneficios, cerrando operaciones muy rentables que habían sido referencia para el sector en la última década. En cierto sentido, Paula representaba para ambos la hija que no habían tenido o la que hubieran deseado tener.

–¿Cómo está tu padre, Paula? –preguntó de forma directa David.

–Bien, supongo. Tiene Alzheimer. Todavía no tengo claro en qué estadio está de la enfermedad. Tienen que hacerle varias pruebas para poder determinarlo.

–Querida –dijo amablemente Noah–, sabes que puedes contar con nosotros para lo que haga falta. Tenemos excelentes relaciones, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, dentro del sector médico. Tú solo tienes que decir qué necesitas para que nos pongamos a ello.

–Lo sé, y no sabéis cómo os lo agradezco. Por el momento el jefe de Neurología del hospital me parece de lo más competente. Y creo que mi padre no llevaría nada bien salir de Madrid en estos momentos –les aclaró a ambos.

–Es muy importante que el médico que lleve el tratamiento de tu padre os dé confianza. De no ser así, ya sabes que puedes contar con los dos.

–Gracias, de verdad. –En un intento de desviar la atención, Paula fijó el foco de la conversación en el trabajo y en los proyectos que estaba liderando y que –no sabía todavía hasta qué punto– podían verse afectados por la enfermedad de su padre.

–Ya sabéis, por los informes de cierre que os he enviado, que la venta del fondo de Japón está cerrada. Solo quedan dos formalidades.

–Al final el viejo Takeda no resultó tan complicado como parecía –exclamó en tono irónico David.

–No. Además, al no contar con aliados, enseguida asumió que la venta de la compañía era del todo inevitable. Creo que la convocatoria de esa última reunión obedecía más a cuestiones de su propia personalidad que a una verdadera apuesta por alterar la venta en sí.

–¡Los japoneses y su sentido del honor! –exclamó Noah, para sorpresa de Paula y de David, ya que este último era el que siempre se permitía ese tipo de comentarios. Se notaba que Noah también estaba de buen humor.

–¿Y ahora qué, Paula?, ¿qué tienes pensado hacer?

–Noah disparó sin disimulo la pregunta que los tres sabían que tarde o temprano afloraría en la reunión.

–Por ser del todo sincera con los dos, todavía no tengo las cosas claras. Es decir, sé que tenemos varias operaciones que perfilar en la oficina de Nueva York con Scott, pero también creo que no soy del todo imprescindible. Por otro lado, con esta venta hemos cerrado la ronda de desinversión que teníamos pactada con nuestros accionistas. Es por ello por lo que había pensado tomarme unas vacaciones. Necesito estar en casa y saber más sobre la situación y la evolución de la enfermedad de mi padre y cómo está su organismo para afrontarla. Además, he de preparar y coordinar cierta logística.

–Paula, te hemos dejado claro que puedes y debes tomarte ese tiempo. Creo que David y yo pensamos igual al respecto. No existen urgencias en la actualidad que requieran un grado de dedicación total. Puedes supervisar las cosas desde Madrid. En caso de que precisemos montar alguna reunión, siempre podemos realizar una call u organizar un viaje rápido. –David corroboró con un gesto de cabeza lo que su socia terminaba de decirle a Paula.

–Gracias, sois fantásticos –Paula pareció emocionarse.

–Te lo has ganado, y con creces –matizó David.

El resto de la reunión consistió en coordinar agendas para que Paula trasladase a los directores de las oficinas de Nueva York y Londres el peso de sus gestiones. Habían decidido que desde Londres se llevarían también las operaciones de los países del sur, como llamaban a Francia, Italia, España y Portugal, que era la tarea, entre otras, que realizaría Paula desde la oficina de Madrid. Ella se encargaría de supervisar solo aquellas cuestiones de fondo que habrían de llevarse al Consejo ejecutivo, que era el máximo órgano de decisión, si exceptuamos a la junta general de accionistas, que solo se reunía una vez al año y en la que estaban representados todos los accionistas del fondo de inversión.

Al salir de la reunión Paula no pidió un taxi a la secretaría, como solía. Había terminado pronto y quería caminar. La incertidumbre sobre su futuro inmediato era algo nuevo para ella. No recordaba la última vez que había hecho algo que no estuviese perfectamente planificado. No se lo podía permitir. Sabía que si había llegado tan lejos en lo profesional en ese mundo de tiburones era precisamente por esa mezcla de inteligencia, auto-control y disciplina. Sin ella se sentía desnuda ante el mundo, huérfana de las principales herramientas que habían labrado su éxito y personalidad.

***

El vínculo que nos une

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