Читать книгу El vínculo que nos une - Hugo Egido Pérez - Страница 8

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3. «PATER»

Padre. Un nombre que en sí mismo puede no significar nada o significarlo todo. Luis Blanco no estaba en Madrid cuando su única hija nació. Paula se adelantó dos semanas a la fecha prevista para su nacimiento. Nació justo en el mismo momento en el que su padre estaba terminando de montar en Italia su cuarto largometraje. Pese a que los estudios Cinecittà de Roma contaban con la mejor tecnología disponible en la industria del cine a finales de los años setenta, las comunicaciones no eran ni mucho menos comparables con las que tenemos hoy día. Una o dos semanas de retraso imprevisto durante el rodaje de una película podían suponer millones de dólares en pérdidas. Así que cuando una solícita ayudante de producción le entregó la nota informándole de su inminente paternidad, Luis solo pudo disculparse e inundar la clínica de Madrid de rosas rojas y amarillas, que sabía que eran las preferidas de Clara, su mujer.

Clara Torres, la mujer de Luis y madre de Paula, parió pues en soledad a la que a la postre resultaría ser para el matrimonio su única hija.

Luis y Clara se habían conocido en el rodaje de una película. Él era un irresistible ayudante de dirección, ella una hermosa y delicada secretaria de producción. La fama de mujeriego de Luis no evitó lo inevitable, solo lo retrasó un poco. Clara lo amaba de tal forma que rápidamente aprendió a perdonarle todo. Sus ausencias, sus cambios de humor, sus amantes ocasionales. Al final ella sabía que siempre regresaba, siempre.

Y así pasaron los años. Con un padre ausente por el trabajo, o ausente por la falta de él. Cuando Luis estaba en lo que él mismo denominaba «su fase creativa», la energía que desarrollaba era de una naturaleza tal que podría haber iluminado una bombilla solo con haberla cogido entre sus dedos. Cuando el trabajo faltaba, sus periodos depresivos se acentuaban.

Luis Blanco fue durante la década de finales de los sesenta, los setenta y los ochenta, el máximo exponente del cine fantástico en un país carente de ninguna tradición en este género antes de su eclosión como director. Su capacidad para levantar los proyectos cinematográficos, no ya solo de escribirlos sino de diseñar cada una de las secuencias, los decorados, los filtros de fotografía, como si de un artesano se tratase, habían trascendido el país y hasta su retirada definitiva en 2006 fue considerado como un autor de culto en todo el mundo, sobre todo en los Estados Unidos, donde sus admiradores se contaban por legiones. Cada vez que viajaba allí, una vez retirado, para la remasterización de una de sus películas, para un homenaje o para la presentación de un libro sobre su trayectoria profesional, sentía que aquel país era en el único sitio de la Tierra donde realmente habían sabido entender y conectar con la esencia de su trabajo. No es que no se sintiera halagado con la cantidad de premios y homenajes que le habían concedido en España, sino que en Estados Unidos admiraban su capacidad para reinventar su propio cine, su sagacidad para entender por dónde iría la industria, su magisterio para conseguir que películas de autor arriesgadas para su tiempo fuesen admiradas tanto por la crítica como por el público que llenaba las salas. Esa misma unanimidad nunca la había logrado en su propio país, donde muchas de sus películas habían sido vilipendiadas, destrozadas por hordas de críticos incapaces de trascender el momento, de entender que esa película que criticaban estaba marcando un antes y un después en la industria, como solía ocurrir con el paso del tiempo, que se convertían en películas de culto.

Ninguno de esos éxitos, nacionales o extranjeros, mitigaron su insaciable necesidad de crear, su amor por el trabajo, su pasión por el cine. La autocomplacencia solía evaporarse de sus oídos con la misma rapidez que aparecía. Los halagos no le llegaban a colmar nunca, los premios terminaban como pisapapeles, como topes de las puertas de la casa para evitar que la corriente las cerrara, como recuerdos para visitantes. Nunca le interesó el ayer, siempre solo el mañana. Una vez terminada una película, la promoción, las entrevistas y los estrenos le resultaban un fastidio, un mal menor que había que soportar para poder seguir haciendo cine.

***

Paula aparcó su lujoso coche de alta gama frente al chalé de su padre, situado en una exclusiva zona residencial de las afueras de Madrid.

Llamó al timbre y, tras unos segundos de espera, una cálida sonrisa la recibió con sincera alegría.

–Tú debes ser Paula.

–Sí, esa soy yo. Perdona, mi tía me comentó el otro día tu nombre, pero la verdad es que lo he olvidado.

–Soy Teresa –dijo la mujer apartándose del umbral de la puerta para que Paula pudiese pasar con comodidad. Y volvió a sonreírle.

Al entrar al salón, en la planta baja del chalé Paula pudo ver a Luis sentado mirando, a través de las puertas acristaladas, su cuidado y amplio jardín.

–¡Luis!

Luis giró la cabeza justo en el momento en que Paula bajaba los tres peldaños que separaban las dos alturas del salón.

–¡Hola! ¿Te vas a quedar?

–Sí, esa era mi intención. Espero que no te importe. He pensado estar una temporada en Madrid.

Paula se sentó en el sofá de la zona baja del salón, el más cercano a la terraza cubierta y el jardín.

–No es necesario que hagas eso, Paula. Ya oíste lo que dijo el doctor: esto va para largo. Prefiero que hagas tu vida; ya llegará el momento en el que te necesite.

–Luis, quiero hacerlo. Hay que tomar decisiones, hay que hacer un sinfín de pruebas médicas y hay que organizar esta nueva etapa de tu vida. Quiero estar junto a ti, de verdad.

–Bueno, tengo que estar realmente muy mal. ¿El médico te ha dicho algo que yo no sé? Quiero decir, ¿me estáis ocultando información sobre el estado real de la enfermedad?

–No. Por Dios, Luis, nunca permitiría que algo así pasara. Además, el juramento hipocrático impide a los médicos ocultar información relevante o sensible a los pacientes.

–¡Déjate de juramentos hipocráticos, joder! Tienes un puesto de muchísima responsabilidad, no quiero que después de todos los esfuerzos que has realizado para llegar a donde estás ahora frenes tu carrera profesional o puedas arruinarla por mí. Sé lo que es ser casi imprescindible para una empresa.

–¡Luis! no nos pongamos tan intensos. Ya he discutido esta decisión con mis superiores y me he coordinado con toda la gente con la que de algún modo colaboro o depende de mí. No quiero que esto sea una preocupación ahora, ¿ok?

Luis se dio cuenta de que, si insistía, en el salón se volvería a instalar otra situación incómoda. La misma atmósfera que a lo largo de los años había acompañado la relación con su hija. Algunos armisticios les habían salvado de la desconexión total, de una ruptura abrupta. Unas veces por cesión de Paula, la gran mayoría, otras por la intermediación de familiares o amigos, generalmente su tía Alba.

–Como quieras. No puedo impedirlo, pero ya sabes mi opinión. Creo que por el momento es mejor dosificar las concesiones. Ya oíste a los médicos: esta hija de puta nos va a dar mucha guerra.

Teresa se acercó hasta ellos con una bandeja con agua mineral y una serie de medicinas pautadas por los médicos.

–¡Joder! Teresa es peor que tú. ¡Qué cruz tengo con vosotras!

–¿Estás ahora muy liada, quiero decir, puedes tomarte dos horas de desconexión de ese maléfico móvil que consultas todo el tiempo? –le preguntó al terminar de tomarse las pastillas y no siendo todavía las doce del mediodía…

–¿Cuál quieres ver esta vez, Frankenstein, La novia de Frankenstein, La Momia?... ¿Drácula?

–Nunca deja de impresionarme cómo me conoces. Me conoces mucho mejor que tu propia madre.

–Bueno, yo nunca te he idolatrado como hacía ella; eso me permite ver al hombre que hay detrás del mito –dijo y le guiñó el ojo.

Paula enseguida se dio cuenta de que el clima de cierta relajación y confianza se había evaporado.

–Perdona, siento el comentario.

–No, no lo sientes. Pero te perdono. No quiero que me dejes sin película.

–¿Y? –volvió a preguntar Paula.

–Frankenstein, por supuesto.

Se dispusieron a ver la película de la Universal de 1931 en la sala de cine que Luis tenía en el semisótano de la casa. Ideada y construida en su última etapa profesional, la sala seguía resultando impresionante, pese a que mucho del material técnico que poseía estaba un tanto desactualizado. Las cinco hileras con siete espaciosas butacas de cuero cada una, amplias y confortables, junto a la impresionante pantalla y el sonido, hacían que la sala de cine privado de Luis no tuviese nada que envidiar a ninguna sala de proyección profesional.

Paula se sentó junto a su padre. No podría decir la fecha de la primera vez que vio la película. Tampoco tenía claro las veces que la había visto. A Paula le maravillaba la capacidad de su padre para disfrutar con películas que había visionado infinidad de veces. Si un extraño se sentara junto a los dos es más que probable que obtuviese la impresión de que ambos veían la película por primera vez, tal era el amor que sentían por esas «maravillosas obras de arte», como las denominaba Luis. Permanecían imperecederas para seguir cautivando a los espectadores de todo el mundo con cada uno de sus fotogramas. Eran, como las obras de arte, atemporales.

Pronto, no recordaba a qué edad exacta, Paula descubrió que también amaba el cine fantástico. Lo que a otros niños de su edad les producía terror, a Paula le maravillaba, pero no por las escenas morbosas y sangrientas, sino por la triste soledad y melancolía que despertaban en ella todos aquellos monstruos del cine clásico de los años treinta. Tan solitarios, tan poéticos, siempre en busca de amor y comprensión.

Al terminar la película subieron a tomar algo a la cocina.

–Siempre que veo la película descubro algo nuevo –se sinceró Paula con su padre–. Es increíble la ternura que despierta Karloff.

–Sí, un actor bastante limitado que encontró en ese personaje la quintaesencia de sí mismo. La verdad es que nunca sabremos dónde terminaba uno y comenzaba el otro.

–Es una curiosa reflexión.

–Aunque ahora, a mí, en mis actuales circunstancias, me vendría mejor tener el favor de Prometeo.

Paula, que había cogido una apetecible manzana, se quedó mirando a su padre con una expresión lo suficientemente elocuente como para que Luis se viese en la obligación de tener que armar un poco más su argumentación.

–¡El mito de Prometeo! Ya te lo he contado muchas veces; es en el que se inspiró Mary Shelley para escribir la novela.

–Eso… y la explosión del volcán Tambora y el verano invernal junto al lago Lemán en Villa Diodati, supongo que junto al láudano y los excesos de Lord Byron… Sí, conozco todos los detalles; además está en el título de la obra. Pero ¿qué tiene que ver Prometeo con «tus actuales circunstancias»?

–Me vendría bien un osado Titán que fuera capaz de desafiar a Zeus para hacer avanzar la ciencia médica y ayudarme –le respondió él guiñándole el ojo a su hija.

–Luis, ya sabes que tu interpretación de la obra no es la mía. El verdadero monstruo es Víctor Frankenstein, que quiere desafiar a Dios para volver a dar vida, incluso quebrantando los límites de la ciencia. Cuando el experimento le sale mal, no quiere asumir su responsabilidad, dejando desvalido al ser que ha creado. Hemos matado a Dios y hemos entronizado a la ciencia pero seguimos muriendo. Si las cosas avanzan y tenemos mejor calidad de vida, bienvenido sea, con eso no tengo ningún tipo de prejuicio ético. Hay que dotar de recursos a la ciencia para mejorar y controlar la vida por encima de las limitaciones que en la actualidad nos impone la naturaleza.

–Exacto, pero eso nos acercaría demasiado a la labor de los dioses y no me gustaría enfadarlos; ya sabes cómo terminó Prometeo cuando cabreó a Zeus.

–No me acuerdo, recuérdamelo una vez más –y Paula le regaló una expresión pícara de niña mala.

–Zeus, para vengarse por haber entregado el fuego al hombre, lo encadenó a la roca de una montaña por toda la eternidad e hizo que un águila devorase su hígado cada noche. Como era un Titán inmortal, cada día su hígado volvía a crecer y el águila lo volvía a devorar. En fin, un castigo terrible.

–Por eso me gusta tanto la figura del monstruo de Frankenstein. Los mismos que lo crean lo condenan, ya que no les parece digno de vivir. Pero jugar a ser Dios tiene sus consecuencias y estas suelen ser terribles.

–¿Te he contado alguna vez que cuando era un pobre meritorio de cine que estaba apenas comenzando en esto conocí a Boris Karloff? Era una producción de bajo presupuesto; él estaba ya muy viejo pero seguía conservando esa presencia tan elegante. Al terminar la jornada se puso a llover y algún desgraciado se olvidó de mandar el coche de producción para recogerlo y llevarlo al hotel. Como nadie hablaba inglés, salvo una secretaria de producción y su intérprete, que ya se había largado, se quedó esperando el coche bajo la lluvia. ¿A que no sabes qué pasó entonces?

–No, ¿qué pasó?

–Que se puso a llorar como un niño desvalido. Todavía recuerdo la impotencia que reflejaba su rostro asustado, la sensación de derrota y desánimo ante la situación. Estaba al final de su vida y él lo sabía. Fue terrible pero tremendamente aleccionador para alguien que comenzaba como yo.

–Qué historia tan triste, Luis.

–Sí, lo es. Por cierto, ¿te quedas a cenar?

–¿Y por qué no salimos a cenar juntos? Hace años que no lo hacemos. No recuerdo la última vez que cenamos juntos en Madrid.

Luis, a pesar de no tener ninguna gana de salir de su casa para ir a un restaurante, era completamente consciente de que había pasado demasiado tiempo desde la última vez, por lo que aceptó la invitación.

–Ok, quédate por la tarde y después de mi siesta sagrada salimos juntos a cenar.

La cena fue magnífica, sin reproches, sin medias verdades, sin necesidad de fingir para ocupar los silencios incómodos de otras ocasiones. Ella se levantó de la mesa para ir al baño y Luis pudo observar con toda nitidez como varios comensales de mesas cercanas la observaban, algunos de ellos con indisimulado deseo, otros con intriga, ellas con una mezcla de envidia, avidez y curiosidad. A Luis le sorprendió la capacidad que tenía su hija para concitar la atención de hombres y mujeres, parecía una especie de imán.

Paula volvió del baño y se sentó junto al postre que terminaban de servir en la mesa. Estaba hermosa.

–Me maravilla que tengas el cuerpo que tienes con la cantidad de azúcar que te veo tomar. Te pareces a tu madre en eso; ella también tenía una capacidad inusitada de sintetizar glucosa sin engordar.

–No tomo tanto azúcar. No creas que pido postre siempre que como en un restaurante. Es más, no suelo hacerlo. Pero esta noche estoy contenta. Me ha gustado mucho pasar la tarde contigo, Luis.

–A mí también, la verdad. Podemos volver a repetirlo cuando quieras, al menos mientras lo pueda recordar.

***

Al llegar a las oficinas centrales de Orizont Investment, después de una semana de locura en Madrid, Paula sintió que volvía a recuperar el pulso de su vida. Que el espacio natural, el ecosistema donde se sentía más segura era analizando balances, cuentas de explotación y posibilidades de compra de activos.

Al entrar en su despacho de la décimo cuarta planta del rascacielos de La City observó el plomizo y monocorde cielo londinense. Después de dejar el abrigo y encender el ordenador se dirigió al office de la zona noble de la oficina, que ocupaba dos plantas del rascacielos para tomar un café. Pese al característico aroma que el café desprende, otro olor conocido atrajo la curiosidad de su pituitaria: el inconfundible perfume que desde hacía décadas utilizaba Noah Cohen.

–Hola Noah –la saludó sin girar el cuerpo.

–Me sigue sorprendiendo tu capacidad para discernir y detectar olores. Es verdaderamente intrigante, casi animal.

–Y a mí tu fidelidad a ese perfume –dijo Paula y se acercó a Noah para darle un beso.

Después de tomar café y ponerse al día de cuestiones personales, se dirigieron a una de las salas de reuniones del fondo para, como tantas veces, esperar a David Goldberg, que llegaba tarde. Según se acercaban a la sala, Paula reconoció la singular espalda de Thomas Fisher, sentado ya a la mesa. Al entrar en la sala giró la cabeza.

–¡Paula, querida! –y se acercó para darle un beso–. Siento mucho la enfermedad de tu padre.

–Gracias, Thomas. Agradezco mucho tus palabras y, en fin, espero que este intervalo sea lo menos lesivo posible para todos. Te quiero agradecer que asumas con tanta generosidad mi carga de trabajo en este momento tan delicado para mí.

La conversación siguió produciéndose en los mismos y neutros términos coloquiales sin entrar en ninguna materia delicada mientras seguían esperando a David.

Como siempre hacía, David fue directamente a darle un beso a su socia, Noah, que lo recibió con un gesto inequívoco de contrariedad por su tardanza. Luego, con una amplia y sincera sonrisa, se disculpó con Paula y con Thomas.

El objetivo de la reunión era, claro, coordinar el traspaso a Thomas Fisher de los asuntos más delicados e importantes que llevaba Paula.

Thomas, al igual que Paula, era uno de los activos humanos del fondo. No era socio todavía como Paula, pero todo apuntaba –y este nuevo trabajo así lo corroboraba– a que contaba con la confianza de los principales accionistas del fondo, Noah y David.

Paula y Thomas colaboraban habitualmente desde que él se había hecho cargo de la oficina de Londres. Thomas sentía admiración por el trabajo que Paula había realizado y era perfectamente consciente de que la reunión que estaban teniendo, motivada por el desgraciado e inesperado asunto personal de Paula, le había catapultado a la primera línea de la empresa. Era una oportunidad que tenía claro que no debía desperdiciar.

La enfermedad de Luis llegaba en un momento de cierto impasse para el fondo de inversión, ya que algunas de las operaciones importantes de venta, como la de Japón, ya estaban firmadas, y otras operaciones de compra estaban todavía en fase de estudio y análisis. No obstante, todos en esa reunión eran conscientes de que la «tregua» que los inversores internacionales del fondo les concedían era mínima, ya que la naturaleza de la propia firma era esa: vender empresas adquiridas años antes con una importante plusvalía económica. El negocio nunca paraba; repartir dividendos con los socios de una operación y volver a «levantar» capital para la adquisición de una nueva empresa que poner en valor. Normalmente sus ciclos temporales eran de cinco años; tres años de inversión para poner el activo en valor y dos años de desinversión para ir vendiendo los activos cuando se consideraba que el mercado estaba maduro para su compra. Normalmente elegían activos de mercados elásticos cuya demanda tuviese todavía capacidad de fuerte crecimiento. En Orizont Investment eran verdaderos magos en conseguir eso: vender sus activos en el momento álgido de la demanda, con lo que conseguían pingües beneficios. Al final todo obedecía a una dinámica bastante sencilla y razonable: inviertes cien, te hago ganar mil y cuando quiero invertir en otro activo puedo elegir a mis socios, ya que todos los inversores internacionales quieren confiar su dinero a un fondo así.

–Bien, creo que todo está bastante claro, Thomas –dijo a modo de síntesis Noah–. No obstante, para las operaciones de adquisición que estamos llevando a cabo en Italia y España, me gustaría que Paula tuviera la última palabra una vez que tengáis finalizados todos los estudios de viabilidad y antes de presentarlos al Consejo. Quiero que ella los supervise.

–Sí, claro, yo me sentiría más tranquilo también. Nadie conoce esos mercados mejor que Paula –dijo Thomas guiñándole un ojo.

–Pues todo claro. Por mi parte nada más. ¿Quieres decir algo tú, David? –le preguntó Noah a su socio.

–No, me parece que todo está muy bien atado. No quiero parecer brusco, Paula, pero la verdad es que si hubiésemos tenido que elegir un momento para que desconectases del día a día, este me habría parecido el más propicio. Además, no te vas al Tíbet; puedes contactar regularmente desde la oficina de Madrid y tenemos las nuevas tecnologías. ¡No te vas a librar tan fácilmente de nosotros, jovencita! –y le sonrió.

Al salir de la sala de reuniones y despedir a Thomas, David y Noah le propusieron a Paula ir a comer al exclusivo club privado al que los dos pertenecían, que estaba en uno de los barrios más pudientes de Londres.

La comida fue agradable; para Paula resultaba muy novedoso poder compartir experiencias, anécdotas y sentimientos con sus dos jefes fuera de un contexto puramente profesional.

Al terminar la comida y ya acunada en un sillón de orejas de cuero frente a una imponente chimenea isabelina que parecía haber sido diseñada por el propio Vulcano, Noah, que estaba sentada junto a Paula y a las que solo las separaba una pequeña mesa con cafés y licores, le preguntó:

–Querida, supongo que habrás pensado qué vas a hacer ahora con tanto tiempo libre. Cuando estás absorbida por este mundo al que pertenecemos, donde cada segundo cuenta, el tiempo libre es un lujo.

–Sí, es cierto. Cuando los niños eran pequeños y nos íbamos de viaje con ellos unos días durante las vacaciones, no recuerdo ni un solo día en el que pudiese desconectar del trabajo –les reconoció David a las dos–. Supongo que ser un padre ausente tiene su penitencia, y en mi caso así me van las cosas con los chicos.

Paula y Noah esbozaron una tímida sonrisa para intentar empatizar con el comentario de David.

–David, les has dado a tus hijos el mejor patrimonio que un padre puede dar, los mejores colegios y la mejor universidad. Además de esto, les has, perdona que matice, les hemos dado varias oportunidades empresariales que han desaprovechado. Son ellos solitos los que se están labrando su propio camino –reconoció Noah sin perder la ocasión de deslizar un comentario con cierto tono de reproche a los dos hijos de David.

–Sí, tienes razón. Pero ambas tenéis que concederme una cosa: la paternidad te hace terriblemente débil. Ninguna de las dos tenéis hijos, pero os aseguro que cuando los tienes resulta muy complicado poder ser objetivo en casi nada, máxime cuando siempre tienes la mala conciencia de estar dándoles los restos, el tiempo que te queda libre después del trabajo. Mala conciencia se llama –y cogió con elegancia una copa de brandy que se llevó inmediatamente a los labios.

–Pero no hemos dejado que Paula conteste a mi pregunta. Perdona querida por la falta de tacto –se disculpó Noah.

Paula, que respiraba aliviada con la perspectiva de que la pregunta que Noah le había realizado se hubiese disipado en la atmósfera algo cargada del salón tras las siguientes confidencias de David, volvió a sentir la presión de tener que dar una respuesta. Sabía que, pese al aparente contexto de relajación, cordialidad y confianza del encuentro, las preguntas de Noah no eran nunca inocentes y obedecían a sus propias motivaciones, a sus propios intereses.

–Creo que tienes razón; no recuerdo la última vez que tuve que gestionar la perspectiva de tener tanto tiempo libre. Desde que tengo uso de razón siempre he ocupado mi tiempo en cosas que pensaba que me resultarían provechosas. Depender además de la agenda de mi padre, de sus estados de ánimo, me genera cierta incertidumbre. Nunca os he ocultado que la relación con Luis, mi padre, es…, digámoslo así, mejorable.

–Cuando trabajas tantas horas y durante tanto tiempo con alguien hay cosas que no se preguntan, se dan por sabidas –contestó David para dejar claro que les resultaba del todo obvia la relación de Paula con su padre, o más bien la falta de ella.

Paula miró fijamente a los penetrantes ojos de Noah que, clavados en ella, seguían esperando una respuesta.

–Espero aprovechar estas semanas para poder planificar y organizar la vida de mi padre para el inmenso reto que tiene por delante. Poner en orden sus finanzas, elegir a la persona o personas que han de ayudarlo, hablar con mi familia para calibrar hasta qué punto puedo contar con ellos, sobre todo con mi tía Alba, que es la única hermana de mi padre; en fin, organizar lo que está por venir.

–¿Ella se puede encargar de él? Quiero decir, sabemos que tu padre nunca ha sido fácil de llevar. ¿Tiene tu tía ascendencia sobre él, respeta su opinión? –siguió preguntando Noah.

–Mi padre no respeta la opinión de casi nadie. Es su hermana pequeña sí, y le tiene cariño, pero el problema es que mi tía tiene su propia familia, marido, hijos y nietos, y no puede encargarse de él –confesó Paula con una sensación un tanto impúdica, ya que era la primera vez que hablaba de temas tan personales con sus dos jefes.

–Tengo dinero ahorrado y mi padre tiene incluso más que yo. Hace años, cuando empezaba con vosotros invertí parte de sus ahorros en operaciones que resultaron bastante bien. El dinero no es un problema. Quiero, con la información que me faciliten los médicos, contratar personas de confianza que nos ayuden y adecuar esas ayudas a cada fase de la enfermedad.

Después de terminar de tomar el café y el brandy, los tres se despidieron, ya que Paula, pese a contar con un apartamento en Londres, quería coger un avión y dormir en Madrid. Al día siguiente su padre tenía una serie de pruebas médicas a las que quería acompañarlo.

***

Las dos primeras semanas desde el encuentro en Londres con sus jefes resultaron tan febriles de actividad que a Paula se le pasaron volando.

Los resultados que fueron recibiendo llenaron a Paula de una indisimulada desesperanza. La enfermedad avanzaba más rápido de lo que los propios especialistas habían podido prever en función de la edad y las distintas pruebas que le habían realizado a Luis con anterioridad.

Tumbada en la cama de su ático de Madrid y una vez que ya había dejado a su padre en casa, Paula se quedó con la mente en blanco. Le sorprendió la sensación de paz y tranquilidad. Nunca en toda su vida su mente se había quedado en ese estado. Se estremeció porque, lejos de sentir desasosiego al explorar una sensación ignota en ella, le confortaba. Y así permaneció por un tiempo, hasta que la música de Bach que provenía del salón la rescató del limbo.

Los meses fueron precipitándose en el calendario con una inusitada rapidez, como inexorables testigos de la evolución de la enfermedad.

Paula consiguió, como hacía siempre que se proponía algo, coordinar las visitas a los médicos y contratar a una enfermera y a un fisioterapeuta especializado para que ayudasen a su padre. Además contaba con la inestimable ayuda de Teresa, que era la empleada de hogar que vivía en la casa. Compaginó con maestría esa otra vida con la suya propia, ya que, pese a no seguir teniendo la misma carga de trabajo que tenía antes de la enfermedad, con el paso de los meses esta se había incrementado obligándola a ir incorporándose e implicarse más en los distintos proyectos que el fondo de inversión manejaba. La profesionalidad y pericia que Thomas Fisher había demostrado habían resultado del todo notables, pero sin Paula en los proyectos los inversores privados e institucionales se sentían más reacios a invertir, algo que tanto Noah como David sabían perfectamente. Paula Blanco liderando una operación era sinónimo de éxito y rentabilidad, y todo el mundillo financiero de La City londinense lo sabía.

El ritmo de Paula durante esos meses resultó frenético. Viajes, reuniones, médicos. Estar físicamente en un sitio pero con la cabeza en dos o tres a la vez resultaba agotador. Pese a ello, pese al mal humor con el que Luis la recibía después de llegar de algún viaje de negocios, se obligaba a mostrar su mejor disposición, sacando fuerzas de donde no tenía.

Terminaba las reuniones en Londres, Nueva York o Nueva Delhi y siempre buscaba la mejor combinación posible para volver a Madrid. No importaba lo cansada o lejos que estuviese; no quería permanecer ni un segundo más del necesario en una ciudad que no fuese Madrid.

Estando en un avión en medio del Atlántico, un sentimiento cruzó su mente con certera capacidad de transformarse en una verdad que había permanecido oculta y reprimida durante largo tiempo entre sus sentimientos, tanto que le hizo estremecerse en su cómodo asiento de business.

Y en ese preciso instante, a nueve mil pies sobre el océano Atlántico, Paula Blanco entendió por qué estaba haciendo ese descomunal esfuerzo. Aquel hombre al que llamaba Luis y que era su padre le importaba más de lo que nunca había estado dispuesta a reconocer.

***

El vínculo que nos une

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