Читать книгу El vínculo que nos une - Hugo Egido Pérez - Страница 9
Оглавление4. «He cruzado océanos de tiempo para encontrarte»
Ya había pasado un año desde el diagnóstico de la enfermedad. Al margen del torvo carácter de Luis, que cada vez se tornaba más incontrolable, la enfermedad todavía no se había materializado desde un punto de vista externo. De hecho, las personas que conocían a Luis de forma más superficial no podían determinar que realmente tuviese ningún tipo de problema de salud.
En todo caso Paula intentaba controlar la exposición de su padre a terceros. Pese a estar ya retirado del mundo del cine, las invitaciones a coloquios, presentaciones, retrospectivas, colaboraciones, menciones públicas y privadas… no paraban de llegar a su casa o a través de la productora que controlaba parte de los derechos de su obra cinematográfica. Paula sabía que su padre, que siempre había odiado esa parte de su trabajo, no pondría ningún problema para que ella educadamente las declinase todas. Esto era lo único en lo que Luis colaboraba y no le importaba que ella tomase las decisiones por su cuenta. En el fondo le hacía el trabajo sucio. En todo lo demás tenía que consultarle.
–Luis, me ha dicho Julián Sepúlveda que esta semana que he estado fuera no has trabajado nada, que no has ayudado en absoluto –le espetó Paula con tono directo y sin disimular su contrariedad al entrar en el salón.
–Cada vez que viene esa bestia a casa luego me paso toda la tarde con dolores. No quiero que venga más, no sabe lo que hace. Creo que ese cabrón es un maldito psicópata; veo la cara que pone cuando me está haciendo daño.
–Julián Sepúlveda es uno de los mejores fisioterapeutas que hay en Madrid en tratamientos geriátricos. Ya sabes que el doctor Montes te recomendó que hicieras ejercicio y tener los músculos elásticos y tonificados, y ya me dirás cómo lo hacemos si no quieres moverte de ese maldito sillón.
–Me hace daño cada vez que viene. No quiero que venga más; disfruta mortificándome, lo leo en su mirada. Prefiero que sea una mujer, una masajista, y que me den masajes relajantes, no estas palizas para sadomasoquistas adictos.
–Sí, Luis, masajista. Y ¿qué más quieres? ¿te busco una de veinte años y experta en masaje tailandés?
–¡Pues no estaría mal, y con final feliz! Al menos, todavía tengo sensaciones por ahí abajo.
–Luis, por favor, hay cierta información sobre tu fisiología que no quiero conocer como hija.
–Tienes cara de cansada. De hecho, las ojeras que tienes debajo de los ojos están empezando a adquirir un preocupante tono violáceo.
–Gracias, Luis, eres único subiéndole la autoestima a una mujer.
–Me preocupo por ti. Y, por cierto, ¿de dónde has venido esta vez?
–De Nueva York. Pero no te preocupes, he podido dormir en el avión. De hecho creo que ya soy una verdadera experta en distintas formas de conciliar el sueño en altura –y sonrió a su padre intentando buscar un poco de complicidad que rebajase su aparente preocupación.
–¿Has venido directamente del aeropuerto o has pasado por tu apartamento?
–He venido directamente. Tenía ganas de verte y de que cenáramos juntos. ¿Quieres que vayamos a nuestro japonés favorito?
Pese a sentir que estaba sucia, con la misma ropa desde hacía más de doce horas, no quería darle la sensación a su padre de lo extenuada que se sentía realmente.
–No sé, pareces cansada. Ya me has visto, por el momento sigo respirando. ¿No prefieres irte a casa y descansar?
–No, venga, ponte guapo y nos vamos a cenar. Te espero aquí. ¡Pero no tardes mucho o me quedaré dormida en el sofá!
Luis sabía que su hija estaba agotada pero por una extraña razón que no llegaba a comprender quería ir a cenar con él. Para él resultaba del todo obvio que el cansancio había invadido y consumido su organismo en los últimos meses. Cada vez estaba más demacrada. Además, Paula jamás había sabido mentirle. Pese a ello decidió salir esa noche a cenar con su hija. Comenzaba a sentir como la enfermedad iba cada día mermando un poco más sus capacidades. Por el momento eran cosas sutiles del día a día que, eso le parecía, el resto de personas no eran capaces de percibir. Pequeños síntomas que la agobiaban al irse acortando en el tiempo su aparición. Todo eso rondaba su mente mientras el agua tibia de la ducha se deslizaba por su plateada cabeza. La ducha le sentó bien y se vio con ánimo de ponerse una americana negra y una camisa blanca de hilo. Al entrar ya perfumado en el salón, vio a su hija dando cabezadas en el sofá.
–Paula, ¿lo dejamos para otro día? Te veo realmente cansada.
–¡No! –Al desperezarse un poco, le gustó reencontrarse con su padre. Al menos con el padre que recordaba. Luis estaba radiante con la chaqueta y la camisa, y con el pelo largo engominado hacia atrás. «Parece un modelo de ropa para hombres maduros», pensó esbozando una ligera sonrisa.
Hacía tiempo que ninguno de los dos iba al restaurante. Luis Blanco había sido siempre uno de sus mejores clientes. Tras largas temporadas trabajando en Japón para el canal público NHK, era buen conocedor de la comida japonesa y supo apreciar la calidad de la materia prima de aquella novedosa oferta gastronómica en un Madrid que se desperezaba apenas del tardofranquismo. Así que desde el momento en el que el restaurante abrió él pasó a ser uno de sus clientes más fieles. Paula lo acompañaba en ocasiones y de esa forma y a lo largo de los siguientes años ella misma se hizo asidua. Esa fidelidad mantenida por tantos años es la que les permitía ir juntos, o por separado, y poder tener la mejor mesa posible que tuviesen sin reservar.
–¿Y cómo van las cosas por New York?
–Bien, con los últimos detalles de una operación que estamos a punto de cerrar. Como siempre pasa, al final hay alguien a quien le entra el vértigo antes de la firma y requiere de mi presencia.
–¡Qué curioso me parece tu mundo! Por un lado es sofisticado y técnico, con millones de datos que entran en juego a la hora de decidir comprar o vender, pero a la vez supeditado a factores que son imposibles de medir.
–¡No lo hubiese definido mejor! De hecho manejamos un concepto desde hace muchos años que resume eso que terminas de afirmar: «Ceteris Paribus».
–¿Es latín? –preguntó Luis metiéndose un delicioso trozo de atún rojo crudo en la boca.
–Sí, es un término latino. Es una idea aparentemente sencilla pero que nos permite analizar fenómenos complejos y facilitar su estudio y análisis. Lo que hacemos básicamente es dejar constantes todas las variables de una situación que queremos modelizar, estudiar, menos aquellas cuya influencia realmente queremos medir. Esto nos permite ahorrar un montón de energía y recursos, ya que simplifica una barbaridad el análisis.
–¿Las cosas que no son objeto de estudio las dejáis fijas, como si no se alterasen?
–¡Exacto! No es factible medir todos y cada uno de los factores que entran en juego en una operación financiera compleja. Serían millones de variables las que habría que medir o valorar. Como podrás entender, no podemos tener todas ellas en cuenta. Habría que movilizar tal cantidad de recursos humanos e informáticos que resultaría inviable poder analizarlas.
–Y entonces, ¿qué tenéis en cuenta, solo lo fundamental?
–Más o menos. Nunca el coste de la información puede ser mayor que el beneficio que la misma te aporta, ¿no crees?
–Sí, tiene sentido. Pero el que elige qué factores o variables son las que entran dentro del modelo de estudio es el que tiene toda la responsabilidad, sobre todo si deja fuera factores que a posteriori se ve que habrían resultado fundamentales y no han sido tenidos en cuenta.
–Entre otras, esta es una de las tareas más relevantes e importantes que hace tu hija en su trabajo: estudiar bien los proyectos analizando su viabilidad. En definitiva, qué cosas consideramos y qué cosas dejamos fuera.
–Pero… ¿no todos son viables?
–No, en ocasiones hay proyectos que con un análisis superficial parecen interesantes, pero que en el momento en el que profundizamos vemos que resultan complicados y arriesgados.
–Pero no siempre son factores económicos los que hacen que un proyecto sea o no viable, ¿verdad? –preguntó Luis con curiosidad, ya que no recordaba la última vez que hablaba con Paula de su trabajo.
–A veces son factores jurídicos, a veces políticos; estos últimos suelen ser los que menos controlamos. Los aspectos financieros de una operación, una vez que dominas la técnica y tienes experiencia, resultan sencillos de analizar; son estos otros aspectos cualitativos los que más complicaciones pueden dar.
–Hija, no te envidio. Desde que eras muy pequeña tenía claro que no te dedicarías al trabajo de tu padre. Siempre te gustaron las matemáticas y supongo que el orden y la certidumbre que te aportan.
–Sí, siempre me gustaron y no por el orden. Al final la matemática es un lenguaje. En la antigua Grecia vivían un grupo de filósofos, «Los Pitagóricos», que se pasaban la vida profundizando en el conocimiento matemático y creando música. De hecho, si alguna vez tuviésemos que establecer contacto con una inteligencia de otro planeta, lo haríamos utilizando series secuenciales musicales. La música y sus compases son básicamente métrica, y por lo tanto matemática.
–Como en Encuentros en la Tercera Fase, con el órgano tocando la secuencia musical. Ta, ta, ta, ta, ta –Luis intentaba imitar el famoso compás musical de la película.
–Sí, sí, algo así.
Una vez terminada la cena y pese al tremendo cansancio que tenía, a Paula le compensó haber podido hablar con su padre de algo distinto a su enfermedad. No recordaba la última vez que Luis se interesó por su trabajo sin sentirse juzgada o despreciada por no haberse dedicado al noble arte de hacer películas de cine. Por no haber sido una «artista» como él.
Antes de dejarlo en la puerta de su casa, a Paula le apeteció proponerle que al día siguiente viesen una película en la sala de cine que Luis tenía en el chalé. Era jueves y hasta el martes siguiente no tenía que viajar.
–¿Quieres que mañana después de la sesión con Julián veamos una película juntos?
–Me gustaría mucho, hija. Vente pronto y así mando al carajo al joven maltratador de ancianos. Creo que ese cabronazo me odia.
–Por favor, tienes que tener paciencia con él. No olvides que está aquí para hacerte las cosas más fáciles. No puedo creer que después de una sesión de estiramientos no te encuentres mucho mejor.
–Podríamos simultanearlo. Unos días que venga el musculoso maltratador y una o dos veces a la semana una jovencita que me dé masajes «relajantes». Creo que eso sí sería beneficioso para mí.
–Y dale con el monotema. ¡Eres un viejo verde incorregible!
Los dos se rieron. A Paula le gustó poder reírse con su padre, disfrutar de su compañía sin tener que estar haciendo algo importante o trascendente. Simplemente estando juntos, sin más.
Al llegar a su apartamento se fue quitando la ropa, dejándola caer a lo largo del pasillo distribuidor. Los colores de las prendas producían una curiosa policromía en contraste con el color miel del barniz de la madera. Inertes, se quedaron como testigos mudos de la soledad de su apartamento. Ya completamente desnuda, entró en su espacioso baño. Al observar su cuerpo frente al espejo, se dio cuenta de hasta qué punto había adelgazado. Echó sales en la bañera-jacuzzi y se dio un baño sin prisas que le sentó muy bien. Relajada y desnuda deslizó furtivamente su cuerpo dentro de las sábanas de seda de su inmensa cama. En ese momento, tumbada en la cama, se dio cuenta del tiempo que hacía que no tenía sexo.
***
Sentados cómodamente en los sillones de la sala de cine, padre e hija decidieron por unanimidad volver a ver una de las películas favoritas de ambos, Nosferatu, de Murnau. Una película de 1922.
Luis mostró muy pronto a la pequeña Paula el valor de aquella extraña película en blanco y negro que mezclaba maravillosamente lirismo, romanticismo y expresionismo en un ambiente fantástico que ha quedado para siempre en el recuerdo de los amantes del cine fantástico como una auténtica obra maestra del género. La caracterización del actor Max Schreck como Nosferatu resulta magnética todavía hoy desde el primer fotograma en el que aparece.
El vampiro de Murnau, en consonancia con el expresionismo, se aleja de los cánones estéticos del vampiro descrito en la novela de Bram Stoker. El vampiro de Nosferatu es un ser horroroso, de cráneo deforme, dentición exagerada con unos colmillos deformados y deslavazados, ojos saltones y mirada amenazadora, zarpas afiladas y grotescas. Es un vampiro opuesto al que en 1931 interpretara Bela Lugosi en el Drácula de Tod Browning. Lugosi marcó un elegante referente por décadas que sería imitado hasta la extenuación en distintas revisiones del personaje. Un vampiro elegante, vestido con un fino traje y un cuidado peinado, un verdadero gentleman de la maldad. La imagen de Bela Lugosi es la que perduró en el cine hasta la revisión tan personal que sobre el clásico hizo el genio Francis Ford Coppola, ya en la década de los años noventa.
El visionado de la película había terminado.
–¡Las obras maestras nunca envejecen!
–Bueno, no estoy tan segura. En ocasiones he vuelto a ver películas que en su momento me gustaron y me han resultado completamente decepcionantes. No han sido capaces de superar el paso del tiempo.
–¡No serían obras de arte! Siempre me he preguntado qué pensarán los amantes de mi cine cuando yo ya no esté. ¿Tú qué piensas?
–Hoy día existen tantas posibilidades y soportes para poder ver casi «a la carta» el contenido que quieras que me resulta imposible pensar en otro escenario que no sea el de la especialización y el contenido bajo demanda.
–¡No has contestado a mi pregunta!
–Supongo que siempre tendrás seguidores que continúen apreciando tus películas. A tenor de la cantidad de peticiones que todavía me llegan para que acudas a todo tipo de actos y eventos en tu honor, no creo que tengas queja. Puedes sentirte halagado Luis, tu cine sigue interesando a mucha gente en el mundo.
–Eso lo tengo claro, lo que no tengo tan claro es que mis películas sean capaces de sobrevivirme.
–Te veo un poco pesimista. ¿Qué te hace pensar algo así?
–El dudar de la capacidad de que algo que has realizado con todo el amor del mundo pueda vencer al tiempo, o pasar por encima de modas o escuelas que, de algún modo, quede en el recuerdo para siempre, como un legado de todos y de nadie. Supongo que eso solo les pasa a las obras de arte universal.
–Luis, es la primera vez en la vida que te veo darle importancia a tu legado artístico. Siempre has estado más interesado en hacer y crear que en preservar lo realizado. Siempre centrado en el hoy o en el mañana más que en el ayer.
–Puede ser que antes tuviese una perspectiva de futuro que ahora no tengo.
–Sí, eso es cierto. Pero hace años que te retiraste y tampoco has mostrado mucho interés en la cantidad de estudios, retrospectivas, certámenes que se han hecho sobre ti o tu obra, que para el caso que nos ocupa es lo mismo.
A Luis le molestaba que su hija le mostrara lo incoherente que había resultado su propia actitud para con su obra o para con las distintas iniciativas de instituciones públicas o privadas que habían intentado, sin mucho éxito, recopilarla, mantenerla o divulgarla.
–Paula, no sé a dónde quieres llegar. Antes era antes. Ahora me preocupa, eso es todo. No tanto porque un montón de amantes del cine fantástico sigan consumiendo mis películas, sino porque las mismas sean valoradas y consideradas dentro de unas décadas como películas de calidad, obras imprescindibles del género. Y eso es precisamente lo que no tengo tan claro que pueda llegar a pasar, no creo que sea tan complicado de entender.
–Luis, eso te pasa a ti y a cualquier artista. El conjunto de la obra de un artista nunca resulta homogéneo. Quiero decir, en el propio proceso dinámico de búsqueda entiendo que se producen obras menores y otras que claramente son señaladas como las más representativas del artista, como obras cumbre de su carrera. Supongo que esas serán las que con el tiempo permanezcan en el recuerdo o que de alguna manera «etiqueten» toda tu obra.
Paula se dio cuenta de que su padre había desconectado de la conversación. Estaba otra vez sentado en el sillón de orejas, en la parte baja del salón, junto a los inmensos ventanales. El sol se filtraba a través de las hojas matizadas en mil colores de un liquidámbar, produciendo en esa parte del salón un cierto halo de irrealidad. Resultaba magnético.
Esa actitud taciturna se presentaba cada vez con mayor profusión, como un mal presagio. Paula empezó a temer que la enfermedad que hasta el momento había permanecido adormilada de alguna manera hubiese despertado para devastarlo todo. Pese a las visitas al médico, al ritmo agotador de la agenda personal y laboral que tenía que compaginar cada vez con mayor maestría, al cansancio…, Paula no había podido o no había querido asimilar que su padre realmente tenía Alzheimer y que esa «puta enfermedad», como la denominaba Luis, en un futuro próximo se lo llevaría para siempre.
Y, de repente, una mañana de domingo, luminosa y aparentemente apacible, apareció de improviso.
Ella, la reina de las operaciones financieras internacionales, la mujer astuta y fría que era capaz de dominar y mantener a raya a los competidores más codiciosos del planeta, esa misma mujer, necesitaba ayuda.
Se sentía como un robot que hubiera funcionado toda su vida de la misma forma: orientada a la consecución de objetivos, pero completamente castrada para la gestión de sentimientos. Paula se dio cuenta esa misma mañana de que era torpe gestionando las emociones que le iban aflorando. Posiblemente se estaban materializando en ese mismo instante porque desde la exposición a la enfermedad de su padre el aparente statu quo en el que se había desarrollado su vida se había visto completamente desarbolado. Era incapaz de entender los miles de sentimientos contradictorios que tenía en su cerebro, no podía decodificarlos… Necesitaba ayuda, necesitaba entender.
A Alba Blanco dos cosas le resultaron raras aquella mañana de domingo: la llamada de su sobrina Paula y lo insistente que se puso para que se vieran ese mismo día. Según le adelantó, el martes muy temprano tenía que salir para un viaje de negocios de dos semanas y quería verla antes.
Como es lógico, en un primer momento Alba pensó que algo grave había acontecido con la salud de su hermano, pero Paula la tranquilizó; todo seguía su proceso natural.
Después de acelerar al máximo el final de la comida familiar que tenía programada con su propia familia, quedó con su sobrina en una céntrica cafetería de Madrid.
Ya sentadas a la mesa y una vez que hubo pedido las consumiciones al camarero, le preguntó:
–Tú dirás; me tienes intrigada.
–Tía, ¿tú crees que soy fría, es decir, hermética?
–Desde luego que no te vas por las ramas, eres igualita que tu padre. ¿A qué viene esa pregunta, Paula?
–Tía…, eres lo más cercano a una madre que he conocido y necesito saber qué piensas de mí.
–No digas eso, Paula, tú has tenido una madre. Yo nunca he pretendido…
–No me has entendido; si mi pregunta te ha sonado a algún tipo de reproche por mi parte, nada ha estado más alejado de mi intención. Lo que quiero, lo que necesito, es que me ayudes. Necesito saber qué piensas, ¿entiendes?
–Sí, claro que lo entiendo, pero, no sé, me resulta muy extraño. Nunca hemos tenido este tipo de conversaciones. Ni siquiera cuando ya adolescente venías de los internados en verano para estar conmigo o con tu padre me hacías preguntas de este tipo. Siempre has parecido tan… segura, que por eso me extraña tanto la pregunta.
–Por eso mismo, tía. Tú tienes hijos, ¿no te parece extraño que nunca, nunca hayamos hablado de sentimientos, o no hayas tratado temas personales o íntimos conmigo? Incluso en el periodo más vulnerable de una persona, la adolescencia.
–Sí, claro que lo es, pero ya sabes mi opinión sobre la educación y la gestión de la misma que tu padre ha llevado contigo. Uno de los motivos por los que tu padre y yo hemos podido discutir más a lo largo de los últimos años está relacionado con esto. ¡Qué quieres que te diga; tu padre es como es, no tiene remedio!
–No he venido a hablar de Luis. No me has contestado todavía, tía. Necesito saber tu opinión; es importante para mí.
Alba era perfectamente consciente de que no había contestado a su sobrina. Cogió una de las dos pastas que a modo de obsequio el camarero había dejado en la mesa junto al café y a la infusión que, humeantes, esperaban a ser bebidos. Buscó esos segundos siempre necesarios para poder armar una reflexión coherente ante una pregunta que se le antojaba complicada.
Los ojos inquisitivos y penetrantes de su sobrina estaban clavados en ella, como los de un depredador a punto de atacar a su presa.
–Sí, creo que eres tan fría y egoísta como tu padre.
–Gracias, tía. Sabía que podía confiar en que lo que me dijeses sería la verdad.
–Te quiero y además creo que has podido tener poco margen de elección en ese sentido.
–¿Qué quieres decir?
–Tu madre era un cielo. Un ángel lleno de amor hacia los demás, y sobre todo hacia ti, al que Dios se llevó demasiado pronto. Quiero decir, Paula, que si tu madre hubiera estado aquí con nosotros probablemente la pregunta que me has hecho hoy jamás la habrías tenido que hacer, y por supuesto mi respuesta habría sido otra.
–Nunca he querido saber demasiado sobre ella y pese a eso tengo que reconocerte que no hay un solo día en el que no piense en ella, que no le dedique un pensamiento.
–Tu padre es como un niño vanidoso. Ya desde pequeño lo devoró y acaparó todo, el cariño de tus abuelos, su relación conmigo, su hermana pequeña. Todos al final giramos alrededor del adictivo talento de aquel niño prodigio, adolescente luego y hombre al final, dotado de «ese algo especial». Yo nunca he dejado de quererlo, pese a ser perfectamente consciente de que todo lo que él ama termina marchitándose. Es como una condena, supongo.
Paula, que conocía perfectamente el hecho de que la relación de Luis y su hermana había sido siempre muy complicada, también sabía que Alba era la única persona sobre la Tierra a la que su padre de alguna manera le hacía algo de caso, cuya opinión podía llegar a valorar.
–Estoy mal, tía. No sé, me siento confusa y completamente bloqueada. Estoy perfectamente capacitada para la gestión racional de las cosas; supongo que es como una gimnasia que durante años desarrollas, un tipo de talento, primero como forma de supervivencia y después como habilidad profesional.
–¡Ya era hora! ¿Entonces, sí eres capaz de pedir ayuda? Porque eso es lo que estás haciendo, ¿no?
–Es la primera vez en mi vida que no sé cómo seguir, que soy incapaz de saber cuáles son los siguientes pasos. Tía, estoy pisando un terreno completamente desconocido para mí.
–Paula, como le pasa a tu padre, los sentimientos no son vuestro fuerte. Necesitas entender qué te pasa y para ello necesitas ponerte en manos de un buen profesional.
–¿Un psicólogo?
–No, una filántropa de almas perdidas. ¡Claro que un psicólogo! No hagas caso de los estúpidos prejuicios de tu padre. Nunca ha querido ir a terapia porque sabe que no saldría de ella jamás. En el fondo es como un niño malcriado por todos, cobarde e irresponsable ante las cosas importantes, ante la responsabilidad.
»Paula, si tienes el valor de darte cuenta de que el aparentemente sólido mundo que te habías montado comienza a perder firmeza bajo tus pies, debes intentar mirar desde otro punto de vista. Que sepas reconocer que necesitas ayuda es un paso muy importante.
–Para conseguir resultados distintos hay que hacerse preguntas distintas, ¿no?
–Me encanta esa frase, ¿es tuya?
–No y sí. La frase original es de Einstein y dice algo así: «Si buscas resultados distintos no hagas siempre lo mismo».
–Buff, Einstein, ¡claro!, por eso me ha gustado –comentó Alba y sonrió a su sobrina.
Paula siguió hablando con su tía y comprendió que tenía razón. No puedes analizar nada con cierta perspectiva si estás demasiada involucrado o cercano al objeto de análisis. Y estaba claro que Paula no era capaz de entender los sentimientos que se estaban despertando dentro de ella. Posiblemente en algún momento de su infancia había generado un mecanismo que reprimía los sentimientos según estos se iban materializando y los iba guardando en algún lugar recóndito de su propia mente. Ese mecanismo le había funcionado hasta ese momento, pero ahora, con treinta y siete años ya cumplidos, ya no resultaba tan eficaz y estaba comenzando a emitir signos de agotamiento. Su mundo se iba desquebrajando poco a poco.
–Sabes que llevo años asistiendo a terapia. Si quieres puedo preguntarle a mi psicóloga si conoce a algún compañero de profesión que pueda aconsejarme en función de los datos que sobre ti le pueda dar. ¿Quieres que le pregunte?
–¿Y no podría ir a tu psicóloga?... No he dicho nada.
Según la pregunta salía de su boca, Paula se dio cuenta de que era completamente estúpida. Compartir el mismo terapeuta que ayudaba a su tía desde hacía años no parecía la mejor idea. Tampoco sabía por qué su tía lo hacía. Según la versión de su padre, Alba era una mujer débil que necesitaba estar junto a personalidades fuertes. Esa debilidad patológica siempre le había hecho reaccionar con inseguridad y recelo a las manifestaciones de amor o cariño de los demás. «Esa continua y agotadora búsqueda del refrendo de los demás», como había oído a su padre referirse a su hermana en tantas ocasiones. Pero Paula no solía hacer demasiado caso a las etiquetas que su padre hacía de los demás; solían variar tanto como su estado de ánimo.
–Nunca te he preguntado nada sobre esa parte de tu vida. Me siento fatal; quizá tengas razón y sea tan egoísta como mi padre.
–Bueno, lo haces ahora. Mira, Paula, lo único que te pido es que le des una oportunidad. Soy consciente de que te costará mucho más que a cualquier otra persona, ya que tienes que vencer el prejuicio paterno. Pero no veas la terapia como el último recurso antes del desahucio. Yo llevo años asistiendo a terapia porque me ayuda a entender mi mundo. A entender por qué no fui ungida con el talento de tu padre y por qué tus abuelos siempre me exigieron todo a mí sin reparar si esa niña a la que se le presionaba, cuestionada siempre más que a su hermano, en el fondo sufría. El sentido de la justicia no es el fuerte de la familia Blanco, ¿sabes? –y sonrió con una mueca triste completamente forzada.
–¡Cómo lo siento, tía! Quiero decir que ha debido de ser muy complicado; conozco a mi padre y sé lo jodidamente egoísta y frío que puede llegar a ser.
–No hagas eso.
–¿El qué?
–Disculparte por algo de lo que no tienes culpa. Al final me di cuenta de que si quería ser feliz debía construir mi propia familia, y que si alguna vez lo conseguía los valores con los que la misma se conformase debían ser completamente distintos de los que yo había recibido en mi casa. Y eso hice. Ahora soy feliz, tengo la suerte de llevar décadas de estabilidad con tu tío, un buen hombre que me ama, tengo unos hijos cariñosos y unos nietos adorables. ¿Qué más se puede pedir?
Alba acercó su mano para acariciar la mano de Paula.
–Y entonces, ¿me vas a hacer caso? ¿Quieres que le pregunte a Olga si conoce a algún compañero de profesión para que vayas a verlo?
–Sí, eso estaría bien. Gracias, tía.
–Bueno niña, tu tío me va a matar. He dejado a toda la familia en casa y ya sabes la poca paciencia que tiene cuando no le dejan ver sus malditos partidos de fútbol –dijo, reparando en la hora que era.
–¡Qué tarde es...! Gracias por todo. Me siento mucho mejor; no sé, el poder contarte cómo estoy me ha descomprimido.
–¡Descomprimido! Hija qué cosas más raras dices, ni que fueras un submarino.
Al llegar a su apartamento y después de ponerse cómoda en el sofá del salón con la interpretación a piano de Daniel Barenboim de una pieza de Beethoven filtrándose en su cabeza de forma dulce y armoniosa, la conversación con su tía Alba le pareció como un reparador sueño tras días de insomnio. Después de semanas de vivir con angustia creciente su sorprendente incapacidad para la gestión de sus propias emociones, el contar con alguien que pudiese ayudarla le dio esperanzas y sobre todo un asidero emocional al que aferrarse.
Y así, gracias a esa determinación, conocería al hombre que, en todos los sentidos posibles de la palabra, la liberaría.
***