Читать книгу Autobiografía de un viejo comunista chileno - Humberto Arcos Vera - Страница 10
Capítulo IV 1965 -1970: aunando fuerzas (Concepción, República Democrática Alemana, Concepción y Valdivia)
ОглавлениеEl año 1965 trajo la alegría de la casa propia para mi familia, pero todavía teníamos la pena de la derrota de Salvador Allende en las elecciones presidenciales del año anterior. Aunque más o menos la esperaba, porque la derecha había abandonado a su candidato, Julio Durán, para apoyar al candidato demócrata cristiano, Eduardo Frei Montalva, igual dolió. Más que nada dolió por ver la tristeza de tantas compañeras y compañeros que se habían hecho ilusiones y soñaban que pronto empezaríamos a construir una patria distinta, más justa, más de todos.
Pero analizando las cosas en nuestras reuniones, políticas y sindicales, fuimos levantándonos el ánimo de nuevo. La derecha tuvo que abandonar sus banderas, respaldar a un candidato que ofrecía la “Revolución en libertad”, planteaba la “reforma agraria” y la “chilenización del cobre”: eso nos mostraba que seguíamos avanzando y que nuestras ideas eran recogidas, cada vez, por más gente. Como creíamos y decíamos en esos años, a pesar de lo ridículo que hoy pueda parecer, “los vientos de la historia soplaban a nuestro favor”. Y seguimos trabajando en los dos frentes, el político y el sindical, con tanto ánimo y tanto empeño como siempre.
En lo laboral, me aburrió la seguidilla de despidos y reintegros en la ENAP y terminé cambiándome, para seguir como soldador. En lo familiar, en esta lucha permanente entre el distanciamiento afectivo con Estela y las ganas utópicas de que todo pudiera volver a ser como al principio, se gestaron nuevos miembros en la familia. El 4 de abril del 66 llegó Santiago Vladimir, el “Chago”. Lo de Vladimir lo pueden adivinar, era mi modesto homenaje a Vladimir Ilich Lenin. Pero lo de Santiago seguro que no sospechan. Entre todas las cosas que leía, también estudiaba las luchas en mi patria. Y descubrí que a mitad del siglo XIX había existido una Sociedad de la Igualdad donde, además de Francisco Bilbao, había estado Santiago Arcos. Se me metió en la cabeza que tal vez de ese apellido venía la fuerza que nos impulsó a luchar por la igualdad, a mi padre y a toda mi familia. Así que “Chago” era también un homenaje a ese prócer del siglo XIX.
Pero cuando estaba por nacer, me vi enfrentado a tomar una decisión bien difícil. Me pidieron que dejara de trabajar en la producción y pasara a ser funcionario de la Juventud a tiempo completo. Esto me significaba una gran merma económica. Como soldador estaba sacando 3.200 escudos mensuales y en la Juventud, después de un duro regateo, solo podían ofrecerme 720, 20 escudos más de lo que sacaba el secretario general. Como que no calzaba bien una familia creciendo y sus ingresos disminuyendo. Vacilé, pero acepté. Para mí lo más importante era la organización y la lucha de los trabajadores para cambiar Chile, y este ofrecimiento me permitía dedicarme por completo a ello. Por otra parte, pensé que esos 720 escudos eran más de lo que recibían muchos trabajadores, así que teníamos el deber de ajustarnos. También confiaba en que yo era ordenado con las platas, lo que me había permitido ahorrar incluso después de la compra del sitio y la casa. Así que empecé a ser funcionario y secretario regional de la Juventud Comunista en Concepción.
Poco después me dijeron que había sido seleccionado para ir, junto con otros seis camaradas, a la Escuela Internacional de la Juventud Wilhelm Pieck, en la República Democrática Alemana. El curso me serviría para aprender sobre marxismo, la organización, las experiencias del movimiento obrero en otros países, en fin, sobre todo lo que a mí me parecía interesante aprender. El único problema era que el curso duraba un año y yo ya tenía mi familia, Estela y los cuatro niños. La Juventud le pasaría la mitad de mi sueldo a Estela y con eso pensaban que se solucionaba el problema. Sabía que ese dinero sería insuficiente, pero me entusiasmaba tanto el curso que acepté. Y para cubrir la insuficiencia recurrí a mis ahorros. La verdad, Estela no era ordenada con sus gastos, así que en vez de dejarle la plata –porque temía que la gastara muy al lote y hasta, tal vez, de un sopetón– se la entregué a un amigo ingeniero, con el compromiso de que él le daría mensualmente a Estela (en quincena cambiada con el pago de la Juventud) una cantidad que resultó casi equivalente a lo que la Jota le daba. A Estela no le gustó la idea de que me fuera por más de un año a otro país, me hizo un escándalo, pero frente a mi determinación, al final aceptó.
Cuando se acercaba el invierno nuestro, no recuerdo bien el mes, partí a la RDA junto a cuatro camaradas hombres y dos mujeres. Como era del Comité Central de la Jota, iba como jefe del grupo. Llegamos a la escuela y nos encontramos con una serie de cursos paralelos donde había 1.500 jóvenes de todo el mundo. Si sacábamos la cuenta por cada país, la mayoría eran de la RDA, pero si sumábamos a los otros europeos, los latinoamericanos, los africanos, los árabes y los asiáticos, creo que éramos más los extranjeros.
Al inicio nos recibió alguien de la dirección de la escuela que, con un traductor, nos explicó las reglas, horarios, etc. Dentro de las normas de la escuela estaba la elección de un “presidente” por parte de los alumnos, para cumplir funciones mayoritariamente protocolares. Además de trasmitir a la Dirección los problemas que pudieran plantear los alumnos de cualquier país, la función principal era asistir a las celebraciones de las fiestas patrias de cada uno, junto a alguien que representara a la dirección de la escuela y al PSUA y a alguien que representaba al PCUS. Esto le serviría para conocer a todos los jóvenes y poder establecer vínculos a fin de recoger los problemas si estos surgían. El mecanismo de selección era por bloques territoriales. Se juntaban los latinoamericanos y designaban su candidato. Los europeos, sin los de la RDA, que se excluían del proceso, el suyo. Los africanos, los árabes, los asiáticos, lo mismo. Después se haría una asamblea general donde votaban los jefes de los grupos de cada país para elegir cuál de esos cinco candidatos sería el presidente de los estudiantes ese año.
En el grupo de los latinoamericanos, había argentinos, peruanos, colombianos, mexicanos, guatemaltecos, algunos centroamericanos más y nosotros. Cada jefe de delegación tenía que hacer una presentación de sus integrantes y contar algo de la situación que vivía su país. Después, todos votaban por alguno de ellos y el que obtenía la mayoría iba como candidato del bloque latinoamericano a la elección general. Todos hicieron presentaciones muy interesantes, tal vez algunas un poco largas, algunas con palabras un poco difíciles, pero nos sirvieron para abrir la mente, aprender cosas nuevas e interesarnos por los problemas de nuestros vecinos y romper esa tendencia a quedarnos encerrados solo en los nuestros. Después vino la elección y me llevé la sorpresa de que me eligieron como candidato del bloque latinoamericano. Analizando el asunto en la noche, los camaradas me dijeron que probablemente lo que había volcado la elección a mi favor fue mi intervención, que había sido la más breve (habría esperado que me dijeran que fue la intervención más brillante, pero no, solo dijeron que fue la más breve. Después, pensando, me conformé: “Lo bueno, si es breve, dos veces bueno”). Pero en realidad, el factor clave para que me eligieran candidato del bloque latinoamericano no fue ni lo bueno ni lo breve de mi intervención, sino el prestigio que tenía el Partido Comunista de Chile y su Juventud, por su trayectoria y arraigo en nuestro pueblo.
Para la elección del presidente, todos nos pusimos en campaña de alianzas. No solo nosotros, sino todas las delegaciones latinoamericanas intentaban contactar a los africanos, los europeos y los de la RDA, que si bien no presentaban candidatos, igual votaban.
Ganamos los latinoamericanos. Y yo, como “presidente de los jóvenes del mundo” en esa escuela, me sentía “el descueve”, como decíamos entonces, “la raja” como dicen ahora. En todo caso, la verdad es que solo me correspondió cumplir tareas protocolares en esa función. Y atendiendo al análisis de mis camaradas respecto a las razones que estaban detrás de mi elección, siempre intentaba hacer las intervenciones más breves posibles. Pero cuando me pasé de la raya fue para el 18 de septiembre. La intervención del representante del PCUS fue larga, con análisis político del mundo y de Chile en un español lleno de acento; la del representante de la dirección de la escuela, con traductor –lo que alarga más el asunto–, y , al final, yo: “En Chile en esta fecha nos dedicamos a comer y a tomar. Así que ¡salud!”, dije mientras agarraba un vaso. Junto con entusiastas aplausos, conseguí que todos nos pusiéramos manos a la obra.
La escuela fue una experiencia muy valiosa para mí, tanto por las materias que estudiamos como por la convivencia con personas de otras nacionalidades. Me impresionaron los mexicanos, muy choros; los argentinos, muy cultos, y los africanos, inteligentes y muy dotados para aprender idiomas. Había personas de Mozambique, Nueva Guinea, Angola, Etiopía, Somalia y todos, al poco tiempo, conversaban con nosotros en español y con los dueños de casa en alemán, no perfecto, bien chapurreado, pero que les permitía comunicarse y hacerse entender. Este tiempo también me abrió relaciones con gente de la RDA que después, en dictadura, me fueron muy útiles. El año de la escuela se me pasó volando.
Pero ahí, en la RDA, tuve otra experiencia que me impactó mucho. Yo tenía hemorroides (que atribuía a los efectos de mi trabajo en soldaduras) y estando en la escuela empecé a defecar con sangre. Me llevaron a un hospital y decidieron operarme. Tenían que colocarme una anestesia general y me pusieron una máscara para que respirara. De pronto me vi en un túnel, de esos que hay en las minas, avanzando sobre una especie de correa transportadora. Y empecé a visualizar a toda mi familia –abuela, madre, padre, hermanos, Estela, hijos–, a camaradas de la Juventud y el Partido, de Concepción y Valdivia, y a compañeros de los sindicatos. Lo único que quería era tirarme de la correa transportadora, salir de ella como fuera y, de repente, desperté. Estaba rodeado por los médicos, que me miraban un poco sorprendidos. El traductor me explicó que me habían dado por muerto, pues yo no tenía ningún signo vital. Cuando conversaban sobre qué podía haber causado mi muerte, yo abrí los ojos y volví a la vida. Después de un tiempo me operaron, pero esta vez me anestesiaron poniéndome una inyección en la vena y no sufrí ningún problema. Esa experiencia me dejó traumado: incluso años después en Chile, cuando me acordaba, me preguntaba si estaría realmente en mi patria y me pellizcaba para cerciorarme de que era real lo que vivía.
Regresé a Chile a mediados del 67 y me correspondió hacerme cargo de la secretaría regional de la Juventud en Concepción. Me encontré con que, por una parte, empezaban a reactivarse los trabajadores (habían quedado un poco desarmados después de la derrota electoral del 64) y, por otra, el movimiento estudiantil daba peleas importantes en la Universidad de Concepción. En ellas se fue destacando una notable generación de dirigentes, todos ellos estudiantes de Medicina y militantes del MIR, Movimiento de Izquierda Revolucionaria: Miguel Enríquez, Bautista van Schouwen, ambos provenientes de la Juventud Socialista, y un líder tremendamente carismático, exmilitante de la Jota, Luciano Cruz. Ellos llevaban la voz cantante en las movilizaciones universitarias y, en el II Congreso del MIR, en 1967, fueron elegidos como los principales dirigentes de su organización. Se planteaban contra las elecciones y creían que había que preparar las condiciones para la lucha armada a fin de tomar el poder para los trabajadores. Esas ideas, que al calor de la Revolución cubana y de la heroica gesta de Ernesto Che Guevara en Bolivia encontraban muchos oídos receptivos en la juventud estudiantil, eran contrarias al camino que impulsaba nuestro Partido y teníamos una discusión permanente contra ellas.
Nuestro centro seguía estando en la organización de los trabajadores y los pobladores para luchar por la solución de sus problemas pero, a la vez, aprovechábamos las instancias electorales. En ese año 67 se celebró la elección municipal y nuestro Partido, a nivel nacional, representó casi un 15% del electorado, algo más que nuestros socios, los socialistas, pero bastante menos que la Democracia Cristiana, partido que recibió la mayor votación, por sobre el 35%. En Concepción nos fue bastante bien, sacamos regidores en todas las comunas y en Lota ganamos la alcaldía. Recuerdo que en la Jota estábamos muy orgullosos porque una candidata, mujer y de la juventud, Norma Hidalgo, fue elegida regidora en Coronel.
Y en el año 68, poco después de que naciera nuestro tercer hijo varón, José Greene, el “Pepe”, me plantearon una nueva tarea partidaria: hacerme cargo de la secretaría regional del Partido en Valdivia. Dejaba la Juventud para asumir una responsabilidad mayor, esto me pesaba un poco, pero volvía a mi ciudad natal, donde todavía estaba mi madre, lo que era una gran alegría. Así que hicimos las maletas y con toda la familia nos instalamos en la vieja casa de mis padres. Después de un tiempo, sin querer queriendo, Estela nuevamente quedó embarazada, esta vez de nuestro último hijo varón, Delfín Volodia, que arribó en Valdivia el 1 de noviembre del 69.
Al llegar a Valdivia me encontré con el Partido en una situación complicada. Bernardo Araya, un respetado dirigente del Comité Central, secretario regional anterior, tuvo que trasladarse a Santiago y, en su lugar, quedó otro compañero que no estuvo a la altura. Primero, manejó las platas del Partido de una manera muy poco clara, por no decir derechamente, de manera corrupta. En el Partido de Valdivia había seis funcionarios, él viajaba mensualmente a Santiago para retirar los dineros de sus sueldos. Pero en Santiago usaba esa plata para comprar mercaderías que después vendía en Valdivia, por lo que, al llegar al sur, no pagaba los sueldos en una fecha determinada, sino en la medida en que iba haciendo sus negocios. Huelga decir que, además de complicarles mucho la vida a los camaradas funcionarios, el secretario regional subrogante no destinaba la ganancia que obtenía a financiar actividades del Partido ni tampoco la repartía entre todos los funcionarios, sino que se la echaba directamente al bolsillo.
Pero además había otro problema. En la dirección regional este sujeto les había dado un peso grande a compañeros vinculados a la masonería, que se coordinaban entre sí y prácticamente orientaban, casi como fracción, todo el trabajo partidario. Había una gran preocupación por los pequeños empresarios, por los artesanos, por los sectores medios, lo que estaba bien, pero lo que no era aceptable es que se descuidara totalmente el trabajo con los obreros, con los pobladores y con los campesinos chilenos y mapuches.
Les planteé estos problemas a los compañeros del Comité Central y me enviaron a uno de sus integrantes del carbón, muy bueno. Él me hizo algunas sugerencias y recomendaciones, y me respaldó plenamente para que adoptara algunas medidas de reorganización, la primera, echar del Partido al compañero que había caído en prácticas corruptas. Y entonces, aprovechando mis experiencias anteriores, recurrí a los jóvenes (de esos tiempos): Teillier, el actual diputado y presidente del PC, era un estudiante de Castellano en la Universidad Austral, con harto prestigio. Conversé largamente con él y lo convencí para que dejara sus estudios y trabajara como funcionario, como encargado de las finanzas del regional. A Nelson González, el “Pata de lancha”, otro estudiante, lo convencí de que aceptara ser encargado del Comité Local. Al secretario de la Juventud lo entusiasmé para que tomara el frente campesino y, en la Jota, quedó reemplazándolo otro cabro muy bueno, Abernego Mardones.
Hubo un vuelco en el trabajo: salíamos a todas las localidades de la provincia, armábamos organizaciones del Partido o sindicales en todas partes. Se notó el influjo de la sangre joven, pero todo fue posible gracias a las enseñanzas que nos dieron viejos muy nobles. Y quiero contarles sobre uno de ellos.
El Partido designó como candidato a diputado por la zona a Juan Campos. Era un viejo sindicalista, incluso había reemplazado a Clotario Blest en la presidencia de la Central Única de Trabajadores, pero iba de candidato sin la menor esperanza de salir, solo como saludo a la bandera, más bien para ayudar a marcar presencia y aprovechar la campaña a fin de dar a conocer los planteamientos del Partido. Con Juan Campos, cualquier día, íbamos caminando por las calles de Valdivia (o de otras localidades de la provincia) y de repente nos decía: “En esta esquina, camaradas”. Se detenía y empezaba a hablar en la esquina sobre las elecciones y lo que queríamos los comunistas. Tal como lo hacen los evangélicos hoy en día, sobre todo en los pueblos, así lo hacía Juan Campos. Y lograba que algunos curiosos se detuvieran y escucharan nuestros argumentos. Después nos empujó, a los jóvenes que lo acompañábamos, a que también hiciéramos uso de la palabra. Yo tenía alguna experiencia como orador por mis tareas en el frente sindical, pero a otros les costaba mucho, les daba una vergüenza tremenda (entre ellos a Teillier). Entonces Juan Campos estableció una norma: cada vez que se incorporaba un integrante nuevo al grupo de los “oradores” de las esquinas, invitaba a celebrarlo a un restaurante con un sándwich, una cerveza o un potrillo de tinto. Y ahí hacía la evaluación de los discursos, sugiriendo temas que podíamos usar en las próximas oportunidades y, a la vez, haciéndonos recomendaciones respecto a la forma que debían adoptar nuestras intervenciones. Fue un maestro que nos ayudó, en la práctica, en nuestro desarrollo como dirigentes políticos, capaces de hablar de cara al pueblo.
También tomábamos decisiones poco tradicionales, buscando mejorar el trabajo. Por ejemplo, el Partido a nivel central nos proporcionaba una cantidad de dinero mensual para arrendar vehículos y poder salir a trabajar en la campaña presidencial del 70. Discutimos el asunto, nos asociamos con una camarada y le propusimos armar una compraventa de autos. En vez de arrendar vehículos, juntamos un poco de plata y los compramos, usados, claro. En el día estaban los autos y camionetas en el negocio, pero al cerrar el local en la tarde, justo en las horas en que se podían hacer las reuniones, disponíamos de todos los vehículos de la compraventa para poder repartirnos y trasladar a los dirigentes. Total que la camarada ganó sus pesos, y el Comité Regional, muchos más vehículos para el trabajo partidario de los que habría dispuesto si nos hubiéramos limitado a arrendarlos.
En la Unidad Popular se barajaban cuatro candidaturas para la Presidencia de la República. Estaban el independiente Rafael Tarud, senador por Talca; el exministro y también senador Alberto Baltra por el Partido Radical; el representante del MAPU5, el ingeniero agrónomo Jacques Chonchol; Salvador Allende por los socialistas, y por el Partido Comunista, nuestro gran poeta Pablo Neruda. Como dirigentes del Comité Regional del Partido nos reunimos con todos ellos y conversamos sobre los problemas de nuestra región, pero siendo comunistas, por supuesto que organizamos una marcha y un acto en la plaza a favor de la candidatura de Pablo Neruda. Y en eso estábamos, cuando el coronel de Carabineros a cargo de las fuerzas policiales me señaló con el dedo y ordenó que me detuvieran. Así que fui a parar a la comisaría, siendo el único detenido del acto, y estuve allí hasta la medianoche. Lo insólito del caso, además de no existir ninguna razón valedera para la detención, es que ese coronel era Aldo Rojas Morales, hermano de nuestro camarada Rodrigo Rojas, miembro de la Comisión Política y director del diario del Partido, El Siglo. Tal vez, para este coronel la detención del secretario regional del PC demostraba ante sus superiores que él no tenía nada que ver con las ideas políticas de su hermano.
Pero volviendo a las elecciones, la Unidad Popular finalmente resolvió que su candidato sería Salvador Allende. Y todos nos pusimos en campaña. Y al calor de la campaña también se recompuso el vínculo con mi hermano Pancho. Llegó un día a la sede del regional del Partido con siete trabajadores de Ferrocarriles, pidiendo ser incorporados como militantes comunistas. Por supuesto, los aceptamos y organizamos una ceremonia para entregarles sus carnés. El episodio me sirvió para recapacitar: compartiendo la misma causa con mi hermano, con los tremendos desafíos que se venían por delante, ¿qué sentido tenía mantener resentimiento por una vieja rencilla familiar? Y el modo que habíamos tenido de relacionarnos cambió para bien.
Rememorando las actividades de la campaña, ¿cómo no recordar al locutor de tantos actos, de esta y de las anteriores, a ese querido actor, Roberto Parada? No solo abría los actos y presentaba a los artistas y oradores que correspondía, sino que además nos regalaba, con su vozarrón inolvidable, algunos poemas de Fernando Alegría. Entre ellos nos resulta inolvidable, a todos los que fuimos sus oyentes, esa extraordinaria versión del “Viva Chile Mierda”. Nos identificábamos con el poema, que nos llenaba de amor y orgullo por nuestra patria, nuestro pueblo, nuestra historia, nuestras catástrofes. Pero era la expresión, las tonalidades y la fuerza con que lo recitaba Parada las que hicieron que este recuerdo sea uno de los que no se borran6.
Las tareas electorales las asumimos trabajando a mil por hora, con entusiasmo, con creatividad, muy vinculados a los problemas de los trabajadores y luchando por su solución. Llamábamos a votar por Allende. Nuestra fuerza crecía. Por ejemplo, logramos que un camarada comunista fuera el presidente del sindicato de Immar, mi vieja y querida empresa, donde aprendí a soldar.
En el frente campesino, cuando llegó el 4 de septiembre de 1970 teníamos tomados 59 fundos. No eran tomas para exigir tierras, eran para exigir que se cumplieran las leyes laborales con los trabajadores del campo, que se les pagara la previsión social, los días festivos y los reajustes legales. Y ese 4 de septiembre por fin ganamos.
Fue una alegría inmensa para nosotros. Sabíamos que en el círculo de los empresarios había preocupación y hasta susto, pero nosotros estábamos alegres. No éramos solo nosotros los que mirábamos con optimismo el futuro de nuestra patria. Creo que la inmensa mayoría de nuestro pueblo, sobre todo después de que Radomiro Tomic y la Juventud Democratacristiana reconocieron el triunfo de Allende, miraba con esperanzas lo que venía.
Espontáneamente se armó una manifestación multitudinaria en la plaza principal de Valdivia, ordenada, tranquila y alegre. Allí escuchamos, por un sistema de parlantes, las palabras que Salvador Allende le dirigía al pueblo en Santiago y a todo Chile, desde un balcón del local de la FECH, la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, en la Alameda, casi al frente del cerro Santa Lucía. Todos escuchábamos en silencio, con una atención profunda y compartida, cada una de sus palabras. Nos llegaba al corazón cuando decía que “la juventud de la patria fue vanguardia en esta gran batalla, que no fue la lucha de un hombre, sino la lucha de un pueblo”.
Y cómo no emocionarse al recordar lo consecuente que fue con lo que dijo esa noche de victoria:
Desde aquí declaro, solemnemente, que respetaré los derechos de todos los chilenos. Pero también declaro, y quiero que lo sepan definitivamente, que al llegar a La Moneda, y siendo el pueblo gobierno, cumpliremos el compromiso histórico que hemos contraído de convertir en realidad el programa de la Unidad Popular.
Y cuando nos advertía sobre lo que se venía:
Si la victoria no era fácil, difícil será consolidar nuestro triunfo y construir la nueva sociedad, la nueva convivencia social, la nueva moral y la nueva patria. Pero yo sé que ustedes, que hicieron posible que el pueblo sea mañana gobierno, tendrán la responsabilidad histórica de realizar lo que Chile anhela para convertir a nuestra patria en un país señero en el progreso, en la justicia social, en los derechos de cada hombre, de cada mujer, de cada joven de nuestra tierra.
Nos llamó a comportarnos esa noche y en el futuro cercano:
Yo les pido que esta manifestación sin precedentes se convierta en la demostración de la conciencia de un pueblo. Ustedes se retirarán a sus casas sin que haya el menor asomo de una provocación y sin dejarse provocar. El pueblo sabe que sus problemas no se solucionan rompiendo vidrios o golpeando un automóvil. Y aquellos que dijeron que el día de mañana los disturbios iban a caracterizar nuestra victoria, se encontrarán con la conciencia y la responsabilidad de ustedes. Irán a su trabajo mañana o el lunes, alegres y cantando, cantando la victoria tan legítimamente alcanzada y cantando al futuro.
Les pido que se vayan a sus casas con la alegría sana de la limpia victoria alcanzada y que esta noche, cuando acaricien a sus hijos, cuando busquen el descanso, piensen en el mañana duro que tendremos por delante, cuando tengamos que poner más pasión, más cariño, para hacer cada vez más grande a Chile y cada vez más justa la vida en nuestra patria.
A la lealtad de ustedes, responderé con la lealtad de un gobernante del pueblo; con la lealtad del compañero presidente.
Y no hubo el menor desmán, ni en Valdivia ni en todo Chile. Siguiendo sus recomendaciones, nos retiramos a celebrar en nuestras casas, con tremenda alegría y con mucha conciencia de la responsabilidad con que tendríamos que afrontar las tareas que se venían por delante. Era un sentimiento de felicidad tan profunda que sumíamos con tanta seriedad, que es difícil describirlo. Mi madre, la dueña de la casa donde celebramos la victoria, estaba dichosa.
Y cuando recuerdo su dicha no puedo dejar de decir que uno de mis motivos de satisfacción más grande son las circunstancias que vivíamos cuando murieron mis padres, las que hicieron que ambos se fueran felices. Mi padre se marchó después de conocer la derogación de la ley maldita, mientras se preparaba para celebrar. Mi madre lo hizo después de haber vivido la victoria electoral de esa causa por la que lucharon juntos y a la que sumaron a todos sus hijos.