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Capítulo I 1941-1957: mis primeros años (Valdivia, Mantilhue y Concepción)
ОглавлениеAunque algunas veces usé otros, mi nombre legal es Humberto Arcos Vera. Nací el 22 de diciembre de 1941 en Valdivia. Mala fecha para nacer. Nunca recibí regalos de cumpleaños, solo recibía los de Navidad.
Mi padre se llamaba Juan Nepomuceno Arcos Rivera, y mi madre, Tránsito Vera Arévalo. Tuve muchos hermanos. Euduvigis fue la mayor. La seguía René, después Hilda, Benita, Ester, Pancho, Grene, Delfín y yo, el menor de todos. Según estas cuentas fuimos nueve, pero en mis recuerdos se hablaba de trece hermanos. Tal vez algunos murieron cuando niños y no los alcancé a conocer.
A mi padre lo recuerdo siempre como un pensionado activo. Nació en 1890, no sé dónde, pero supongo que venía de Santiago, porque allí hizo su servicio militar. Tenía una pensión porque antes había trabajado en las minas. Hablaba de haber estado en el carbón en “Pupunahue”, en lo que ahora es la comuna de Mafil; en “Catamutún”, próximo a La Unión; en “Huilma”, cerca de Osorno, y en el oro en “Madre de Dios”, cerca de San José de la Mariquina. En todas esas minas ayudó a formar sindicatos y fue presidente del de Pupunahue cuando era una empresa minera relativamente grande, con cerca de cuatrocientos trabajadores. No sé cuándo se vinculó al Partido Comunista, pero toda la vida lo conocí como militante.
Decía que recuerda a mi padre como pensionado activo porque, como la pensión no era muy grande, siempre siguió trabajando. En algo parecido a las empresas contratistas de hoy, organizaba cuadrillas y trabajaba en la construcción de caminos y canales. La diferencia era que no había capitales de por medio ni maquinarias, sino solo las herramientas que tenían los trabajadores. Los que organizaban las cuadrillas y conseguían la pega también trabajaban, pero no en oficinas. La supervisión y el control se realizaban en terreno, trabajando hombro a hombro con los demás.
Lo otro que recuerdo de mi padre y que me impresionaba era su caligrafía. Escribía con una letra muy hermosa, como dibujada más que escrita. Yo pensaba que tal vez, antes de entrar a las minas, había sido un calígrafo profesional, empleado en alguna notaría o algo así, cuando todavía no se generalizaban las máquinas de escribir.
Mi madre, como se usaba en aquellos tiempos, era solo “dueña de casa”. Ese trabajo sí que era duro en una casa con nueve hijos y poca plata. Ella era hija de Emilia Arévalo, una viuda (cuando yo la conocí) que tenía un campo bastante grande, alrededor de 1.000 has., en Pufudi, cerca de Valdivia. Con las tías, algunos fines de semana íbamos a visitarla al fundo y lo pasábamos muy bien. Yo era el regalón de la abuela, y ella me convidaba a dormir en su cama, la mejor cama que conocí por muchos años. Las tías también lo pasaban bien, estaban siempre muy alegres y muertas de la risa (y no se tomaban ni un trago). Muchos años más tarde me enteré de que en el campo había amapolas y que las tías – y supongo que también la abuela o al menos con su visto bueno– sacaban amapolas, las molían y las mezclaban con la yerba mate. Pienso que esos mates dulces, con yerba y amapolas, ayudaban a que se manifestara esa tremenda alegría que afloraba cada vez que nos reuníamos en el campo de Pufudi.
Estudié en la Escuela Nº 3 de Valdivia. Entre 1947 y el 1952 hice mis seis años de preparatoria (como se llamaba entonces la enseñanza básica de ahora). No fui un alumno destacado, pero tampoco uno muy malo. El segundo año me hice amigo de Nelson Carrasco, un compañero que había repetido dos veces y empecé a estudiar con él. Desde entonces , y hasta que llegamos a sexto, pasó todos los cursos sin repetir nunca más. Así que supongo que debo haber sido algo bueno para el estudio.
Este amigo, Nelson Carrasco, practicaba boxeo desde pequeño y fue campeón de Chile en peso mosca. Tal vez para devolverme la mano, me entusiasmó, a mí y a otros compañeros, para que nos metiéramos en ese deporte. Íbamos a entrenar al Regimiento Caupolicán, que en ese entonces estaba en Valdivia. El padre de Nelson era suboficial y el guaripola del regimiento, así que nos conseguía todas las facilidades y también nos entregaba consejos para mejorar nuestra práctica deportiva.
Desde que entramos a la escuela, las vacaciones eran para trabajar. Mi padre era respetado y conocía a mucha gente, por lo que siempre nos encontraba pega. Mi primer trabajo fue en un taller que fabricaba bolsas de papel. Éramos solo tres personas. Recuerdo que había un olor a engrudo que de algún modo me perseguía todo el día, en el camino de regreso y en la casa. Allí, más que el agua y el jabón, eran los aromas de las comidas que preparaba mi madre los que me liberaban de esa tortura (aunque después conocí peores, en aquel tiempo oler permanentemente a engrudo me parecía la más horrenda tortura imaginable).
Después mi padre, accediendo a mi petición, me buscó otro trabajo, esta vez en un taller mecánico. Allí aprendí, después de una gran metida de pata, que el agua que necesitaban las baterías era agua destilada: yo las había llenado con agua de la llave. En mis terceras vacaciones, gracias a mis experiencias anteriores, me consiguieron trabajo en un taller de la Ford (en ese entonces, qué distinta era la situación para encontrar trabajo comparada con la que hoy enfrentan los jóvenes, incluso con estudios técnicos o profesionales. Claro que lo nuestro era verdaderamente trabajo infantil y seguramente los salarios eran ínfimos).
Recién cumplidos los nueve años, en el verano del 51, entré a trabajar en la Industria Metalúrgica Marina y Astilleros “Immar” de Valdivia. Allí me encontré con un “hado madrino”. Era un gringo, socio de la empresa que se encargaba especialmente de la parte técnica (quizás cuál sería su apellido: nosotros lo llamábamos el gringo Ale). Parece que le cayó bien que fuera tan niño a trabajar y le ordenó a un maestro que me enseñara a soldar. Y ahí empecé la profesión que me ha permitido vivir toda la vida.
Debo decir que fuimos muchos los niños que le debemos nuestra profesión a ese gringo. Tal como a mí me mandó a aprender a soldar, a otros los guió para que se formaran como remachadores y a otros como caldereros. Aprovechaba la empresa como una escuela de formación técnica. Desde ese año, Immar se transformó en el lugar de aprendizaje y trabajo de mis vacaciones. Y vaya que aprendí a soldar. Trabajábamos soldando estanques enormes, vagones de ferrocarriles, barcos de harto calado, no lanchitas, barcos de verdad. Cuando terminé sexto de preparatoria, seguí trabajando permanentemente en Immar.
Aquí me inicié en la vida sindical. En la empresa trabajaban alrededor de quinientas personas, de manera que las asambleas sindicales eran “cototudas”, enormes, y todos éramos convocados. Escuchábamos atentos a los dirigentes y a los otros pocos que se atrevían a pedir la palabra; todos eran muy buenos oradores. Seguíamos sus argumentos, tratábamos de aprender la manera como se dirigían a la asamblea y solo interrumpíamos para aplaudir cuando queríamos manifestar nuestro respaldo a algo que nos llegaba muy adentro. El sindicato y sus reuniones eran también otra forma de escuela para nosotros.
Una vez al año, el sindicato organizaba una fiesta para todos los trabajadores y sus familias. Arrendaban lanchones –en los que nos subíamos todos, grandes y niños, hombres y mujeres– arrastrados por vapores y nos llevaban a Niebla o a Corral. Era una fiesta muy linda, donde comíamos en grupos familiares, compartíamos con las otras familias y paseábamos por los parajes cercanos. A veces, hasta se armaban pololeos entre los jóvenes. También en algunas ocasiones, entre los más viejos, hubo crisis matrimoniales por excesos de celos, bien o mal fundados.
Recuerdo que, en esos años, había cinco dirigentes. El presidente era un dirigente social cristiano, de la falange. Había también dos comunistas, otro de la falange y uno, el “vendido”, que siempre estaba de acuerdo con los patrones en todo, al que apodábamos “Cuchirilo”. Años más tarde, cuando hubo un paro nacional llamado por la Central Única de Trabajadores, en el 55, el sindicato en asamblea aprobó paralizar la empresa, a pesar de sus argumentos.
El paro en Valdivia fue grande, hubo una manifestación callejera como nunca se había visto antes. Pararon y marcharon los ferroviarios, la industria local de calzado, los altos hornos de Corral, la fábrica Kuntzman (que no era de cerveza sino de harina y levadura) y otras varias, entre las que, por supuesto, estaban los trabajadores de Immar. Al otro día todos los dirigentes fueron detenidos (por “los guatones de la pp” –policía política– como decíamos entonces) y relegados a distintos lugares, incluyendo al mentado Cuchirilo. En esos casos, aunque no le gustara, la solidaridad de clase también lo alcanzaba a él.
Siendo niño, me vinculé al Partido Comunista. Mi padre era dirigente local y nos llevaba a todas las concentraciones. Y los dirigentes que llegaban desde “el norte” (que para nosotros se extendía de Concepción hasta Arica) alojaban en las casas de los camaradas. Elías Lafertte1, recuerdo, lo hacía en la nuestra cuando iba a Valdivia, lo que constituía un gran acontecimiento para toda la familia. Y así se fueron estableciendo lazos que nos llevaron a sentirnos comunistas, aun antes de serlo formalmente.
Delfín y yo, los dos menores, los únicos de la familia que aún no ingresábamos al Partido, entramos a la Juventud Comunista el año 1951, al calor de las actividades que se hacían para la primera candidatura a la presidencia de Salvador Allende. En una ceremonia nos entregaron el carnet de “la Jota” (como llamábamos a la Juventud Comunista) a quince jóvenes. Recuerdo que estábamos muy contentos, nos sentíamos muy considerados, porque quien presidió la ceremonia e hizo la entrega fue Santos Leoncio Medel, en ese tiempo dirigente del Comité Central. También recuerdo entre los presentes a Ani Leal, que parece no envejecer, todavía viva y en la pelea; a Manuel Garay, y a Herminio Rodríguez. Mis hermanos mayores, aunque también eran comunistas, no pudieron asistir porque ya habían salido a trabajar al norte.
En esos años funcionaba la “ley de defensa de la democracia”, conocida como “ley maldita”, que perseguía a los comunistas. Pero era una “persecución” entre comillas no más, comparada con lo que nos tocó más tarde. Cuando recién se dictó esa ley tomaron a muchos presos y los relegaron. Entre ellos, a mi padre, que fue detenido el 47 y le dieron tantos golpes que lo dejaron jodido de los pulmones (seguramente no era lo más fuerte que tenía después de los años de trabajo en las minas). Un cuñado mío, conocido como el “chancho Pérez”, y que trabajaba en ferrocarriles, se hizo famoso en esos días, porque cuando llegó la policía política a detenerlo, él se arrancó y, sin otro camino de escape, se lanzó al río Calle-Calle y lo cruzó nadando, en un recodo bien ancho y en plena noche. Se les arrancó a los de la pp y todos los vecinos alabaron su valentía.
Después, a mi padre lo dejaron libre y siguió siendo dirigente del Partido en Valdivia, participando y organizando reuniones y actividades. Para los efectos legales no existía el Partido y, por tanto, si se quería llevar un candidato a algún cargo, se llevaba como candidato del Partido Demócrata. Por ejemplo, en Corral, en aquellos años un poblado muy industrial, teníamos una regidora muy chora y gran oradora, Hilda Barrientos. En Valdivia seguía funcionando el Partido Comunista en un segundo piso de una casona que estaba cerca de la plaza, en esquinas cruzadas con el teatro de la ciudad. Había un periódico local y varios de los miembros del Comité Central eran valdivianos.
En las reuniones formales del Partido se nombraba un presídium al inicio. En esos presídium se nominaba a Lenin, Stalin, Recabarren2, Ricardo Fonseca, Carlos Contreras Labarca3. Así, nosotros, los “materialistas dialécticos” (en ese tiempo no conocía la palabra ‘dialéctico’) designábamos a estos “guías espirituales”, algunos ya muertos, otros ausentes, para que nos ayudaran a llevar a buen puerto nuestras reuniones (y a propósito de Ricardo Fonseca, exsecretario general del Partido, nos enorgullecíamos muchísimo porque había sido un profesor destacado de la Escuela Nº 3 de Valdivia).
En “la Jota” nos dedicábamos a formar centros culturales y clubes deportivos para interesar y reunir a los jóvenes. En estos centros hacíamos obras de teatro, organizábamos coros (sin instrumentos porque no teníamos recursos para comprarlos y no sabíamos hacerlos) y también cortábamos el pelo. Conseguimos una máquina y a nuestros “clientes” les poníamos una boina o una olla o una fuente en la cabeza y marcábamos el borde con tiza. Después, les pasábamos la máquina desde abajo hasta la marca con tiza, dejándolos bien pelados en esa parte. Y para que la champa de arriba no fuera tan grande, le metíamos un poco de tijera. No me atrevería a decir que quedaban muy bien, pero como dice el dicho, “la necesidad tiene cara de hereje” y llegaban hartos cabros a atenderse.
En los clubes deportivos organizábamos carreras y pichangas, muchas veces con pelotas hechizas que hacíamos nosotros mismos. En general, eran actividades que podíamos hacer al descampado sin la necesidad de grandes recursos. Por ejemplo, el remo, en el que Valdivia siempre se ha destacado, era un deporte ajeno a nosotros. Si bien yo seguía practicando boxeo, esto no era para todos los que participaban en nuestros clubes deportivos, sino solo para los que podíamos entrar al regimiento, para los amigos de Nelson Carrasco, el campeón chileno de boxeo hijo del guaripola.
Otra tarea de “la Jota” era la propaganda. En las noches salíamos a rayar muros con consignas del Partido o llamando a votar por tales y cuales candidatos. Había una gran entrega, pero también hacíamos leseras (que hoy criticamos pero que en ese tiempo nos enorgullecían). Por ejemplo, rayábamos consignas con alquitrán en los torreones de Valdivia que están en las calles Picarte y General Lagos, construidos por los españoles en los años de la conquista y evidentemente monumentos históricos. Lo que nos enorgullecía era que, después de que el municipio o la intendencia los hubieran pintado nuevamente de blanco, cuando venían días de sol y calor, el alquitrán, de algún modo, traspasaba la pintura y volvía a mostrar nuestras consignas.
En 1953 yo trabajaba permanentemente en Immar. Parece que aprendí bien a soldar pues me dieron un trabajo de maestro soldador con apenas 12 años, y hasta tenía un ayudante. Había que tener mucho cuidado, porque hacíamos soldadura al arco y trabajando con puro metal. Si metíamos la pata con el manejo de los aparatos eléctricos podíamos electrocutarnos. Me sentía muy orgulloso, pero también con mucha responsabilidad por mi ayudante.
Ese mismo año, en una reunión regional de la Juventud, me eligieron secretario de organización. Aprovechábamos los fines de semana para salir a tratar de organizar “la Jota” en distintas localidades. Coordinábamos con los viejos militantes para que les contaran a sus hijos que iríamos a conversar en tal fecha. Así reunimos a jóvenes y formamos las bases de la Juventud Comunista en Lago Ranco, La Unión, Paillaco, Lanco y Panguipulli. En ellas había hijos de colonos y también mapuches.
Una de las peleas que recuerdo de esos tiempos, en Lago Ranco, fue por la tierra. Las tierras “legalmente” eran fiscales, pero estaban ocupadas desde hace años por colonos y mapuches que las compartían sin mayores problemas. Pero el gobierno planificó hacer caminos –tanto para facilitar la llegada de gente nueva como para sacar la producción local– sin considerar la realidad de la ocupación de esas tierras. El trazado, diseñado solamente mirando los mapas, pasaba por el medio de todos los terrenos que ellos usaban para la producción. Y esto, lógicamente, molestó a la gente, que empezó a pedir que el camino no cortara los campos, sino que fuera bordeando el lago.
Otra experiencia, maravillosa para mí, fue la de Mantilhue, una localidad cercana a Río Bueno, con un paisaje muy hermoso y con un orden y una organización que parecía de otro planeta. Eran terrenos fiscales que habían sido tomados por los campesinos y los mapuches. Los viejos nos contaban que ganaron por cansancio. Llegaban los carabineros a desalojarlos y ellos arrancaban para las montañas. Se iban los carabineros y ellos volvían, y así hasta que se cansaron. Y como el interés del Estado por esos terrenos no era tan grande como para dejar una guarnición permanente, al final los mapuches y los campesinos se quedaron y se organizaron para repartirse la tierra y trabajarla.
Había un sentido tan evidente de amistad, de hermandad entre los campesinos chilenos y los mapuches de Mantilhue, que era tanto o más hermoso que su maravilloso paisaje. Allí me hicieron pleno sentido los versos del himno de la Internacional que cantábamos:
El día que el triunfo alcancemos ni esclavos ni hambrientos habrá la tierra será el paraíso de toda la humanidad. Que la tierra dé todos sus frutos y la dicha en nuestro hogar. El trabajo es el sostén que a todos de la abundancia hará gozar.
Para mí, esos versos dejaron de ser las palabras que expresaban un sueño bonito y pasaron a graficar una realidad que yo había visto. Como dirían hoy, Mantilhue me mostró que otro mundo era posible.
En 1955, en un congreso de la Juventud, me eligieron secretario regional de la Jota. Los temas que impulsábamos para discutir en el movimiento social eran las reivindicaciones económicas entre los trabajadores industriales y los mineros, y “la tierra para el que la trabaja” entre los campesinos y los mapuches. Durante esos años, al menos en Valdivia, no era un tema la demanda de viviendas. Tampoco había demandas propias de los estudiantes.
Por ese tiempo empezaron mis lecturas “políticas”. Aproveché que mi padre tenía una gran biblioteca, naturalmente, sobre temas mayoritariamente vinculados a su gran interés: la lucha por una sociedad mejor. Obviamente, me interesó el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, y lo leí, más bien lo estudié, con mucha dedicación. Después, seguí con El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre y, de verdad, “me quedó como poncho”. Para mí fueron mucho más interesantes los escritos de Dimitrov cuando impulsaban el frente antifascista en la Tercera Internacional y algunos escritos de Recabarren. Recuerdo que leí los Poemas pedagógicos de Makarenko. Sin embargo, lo que más me atraían eran las novelas con trasfondo político pero novelas al fin y al cabo: Así se templó el acero, La madre, Acero y escoria y las del escritor brasileño Jorge Amado.
A nuestras reuniones de la Jota, en Valdivia, llegaban, a veces, Manuel Cantero, en ese entonces secretario general de las JJCC, y Mario Zamorano, secretario de organización de la Juventud (el que muchas veces se alojaba en nuestra casa). Casi siempre nos acompañaba Braulio León Peña, que había sido miembro del Comité Central del Partido, encargado de trabajar en Valdivia y cubrir toda la zona sur como funcionario del PC.
A fines del 55 tuve un encontrón familiar que me llevó a mudarme a Concepción.
Resulta que en nuestra casa vivíamos mis padres; una sobrina, Blanca; mi hermano Delfín, y yo. No nos sobraba la plata pero nos arreglábamos bastante bien. Mi padre hacía su aporte con las pegas de canales y caminos, además de la pensión. La sobrina trabajaba en una farmacia y Delfín tenía empleo en una joyería, así que ambos cooperaban con parte de sus sueldos. Y yo, maestro soldador en Immar, entregaba todo el sobre de mi paga sin abrir. Esto no era por pura generosidad, también me daba cuenta de que todo lo que necesitaba, incluyendo plata para ir a alguna fiesta, mi madre me lo proporcionaba. Entonces, no era un mal negocio.
Pero a fines de ese año llegó mi hermano Pancho del norte. Había estado trabajando con los gringos en tareas para habilitar la mina de Chuquicamata. allí tenían almacenes con productos de EE.UU. y les pagaban bastante bien. Así que llegó con cajones de ropa y zapatos y harta plata. Empezó a sentirse la autoridad de la casa y a mangonearnos a todos. Hasta que una vez lo vi manduqueando a mi mamá, y exploté.
Yo, además de la práctica de boxeo en el regimiento con mi amigo campeón, hacía ejercicios en una barra que, con Delfín, teníamos en el patio de la casa. Así que era más o menos fortacho, sentía que sabía pelear y no le tenía miedo a nadie a pesar de tener apenas 14 años (o tal vez precisamente porque tenía 14 años). La cosa es que agarré del cuello a mi hermano Pancho, de unos 25 años, y lo empujé aplastándolo contra una pared. Y le dije: “Venís llegando y te creís el perro más lanudo. Mira, huevón, aquí tenís que respetar o si no te voy a sacar la cresta”.
Pancho quedó tan sorprendido que no supo cómo reaccionar. Podría decir que eso me dejó ganador de ese round. Pero el ambiente en la casa se puso tenso. Entonces decidí hablar con mi padre. “Papá”, le dije, “como están las cosas voy a terminar agarrándome con el Pancho y eso va a ser muy triste para ustedes. Así que prefiero irme a Concepción. Al principio, puedo llegar donde mi hermana Ester y con todas las obras que están haciendo allá, siendo soldador, no me va a faltar donde encontrar trabajo”.
Mi padre me respondió: “Humberto, nuestra casa está abierta para todos nuestros hijos. Nunca voy a echar de ella a ninguno de ustedes ni tampoco nunca los voy a retener contra su voluntad. Así que si tú lo quieres, ándate, pero ten en claro que esta es también tu casa y que estará siempre abierta para ti”.
Así que me las eché para Conce.
Al llegar, resultó que mi cuñado, el marido de Ester, estaba trabajando en las obras de construcción de la planta de la CAP –Compañía de Aceros del Pacífico– en Huachipato (ya había, y de mucho antes, una planta de la CAP en Corral). Me llevó con él y me probaron como soldador en uno de los talleres. Quedé al tiro. Esa era la manera que se usaba en ese entonces. Nadie, o muy pocos, tenían títulos. Así que en vez de certificados estaban las pruebas prácticas. Te miraban cómo trabajabas: si les parecía que sabías lo que estabas haciendo te enrolaban, y si no … a buscar pega en otro lado.
Establecido como “allegado” donde mi hermana Ester, asegurado un trabajo y un ingreso para aportar a la casa, me fui a presentar al Comité Regional de Concepción de las JJCC. Allí, después de conversar un rato sobre mis actividades y responsabilidades en Valdivia, decidieron incorporarme como integrante.
El trabajo era también fundamentalmente con los obreros y los mineros. La novedad, para mí, fue el trabajo con los estudiantes universitarios. A diferencia de Valdivia, en Concepción no desarrollaban ningún trabajo hacia los campesinos ni había un periódico local, pero les llegaba regularmente el periódico nacional, El Siglo. Algunos días en la semana, después del trabajo, asistía –con otro(s) compañero(s)– a reuniones de bases de la Jota en Concepción. Y los fines de semana casi siempre los reservaba para visitar las organizaciones de los jóvenes comunistas en otras ciudades, como Lota, Coronel y Lirquén.
A la empresa que me había empleado se le terminó el trabajo de construcción en la CAP, pero entonces surgieron obras de ampliación en la Universidad de Concepción, así que, durante esos dos años 56 y 57, no me faltó trabajo. Y tampoco el trabajo político.
Primero, fue la lucha contra la misión Klein-Saks: el gobierno de Ibáñez contrató a unos asesores yanquis para decirnos cómo debíamos ordenar nuestra economía. Sus recetas –¡que casualidad!– se parecían enormemente a lo que después, en la dictadura, hicieron los Chicago boys: congelar los sueldos de los trabajadores, favorecer la entrada de capitales extranjeros, desproteger la industria nacional, terminar con el control de precios, en fin. Aprovechábamos el descontento que todo esto generaba para pedirles a los trabajadores que analizaran a quiénes se beneficiaba y a quiénes se perjudicaba con estas medidas. (La respuesta era bastante obvia y evidente: los beneficiados eran las empresas extranjeras y los más perjudicados eran los trabajadores chilenos. Pero también se perjudicaba a los dueños de las industrias chilenas, fueran chilenos o alemanes –como los de Immar– o árabes –como la mayoría de los textiles– o españoles –como los de la Industria Metalúrgica Española).
El ambiente en contra de la misión era harto grande. La gota que rebasó el vaso fue que, mientras se mantenían congelados los salarios, subieron los precios de la locomoción que las personas usaban para ir a sus trabajos. La CUT, presidida por un sindicalista cristiano, don Clotario Blest, llamó a un paro nacional el 1 y 2 de abril de 1957. Fue muy exitoso y en Santiago llevó a que se declarara estado de sitio. Fue una pelea que nos causó muertos. (Recuerdo que por una de ellas, estudiante universitaria comunista de Santiago, coreábamos: “Compañera Alicia Ramírez”, y nos respondíamos: “¡Presente!”. Jamás la conocimos, pero para nosotros, jóvenes penquistas y valdivianos, era una inspiración para seguir en la lucha).
Pero junto a los muertos –algunos hablaban de hasta 40 personas–, hubo otra muerte, esta vez política: la de la misión Klein-Saks. Su desprestigio fue tan grande que nadie se atrevía a defender sus recetas. Recuerdo que ese desprestigio se plasmó en la revista Topaze, revista de caricaturas políticas que no tenía nada que ver con la izquierda: salía una caricatura de Pepo4 en que Verdejo (personaje que representaba al pueblo chileno) estaba en el suelo, aplastado por una enorme roca que llevaba inscrito misión Klein-Saks, reclamándole a alguien del gobierno con algo así como: “¿Y ahora se dan cuenta de que nosotros somos los perjudicados?”. Tal vez ese fue el mejor reflejo de la derrota de esa misión.
Todavía no se terminaba esta lucha cuando estábamos en otra: la formación del FRAP (Frente de Acción Popular) con la alianza de comunistas, socialistas (populares y de Chile) y otras fuerzas democráticas. Empezamos a trabajar en la segunda campaña presidencial de Salvador Allende.
En el Partido se había conversado sobre el XX Congreso del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) donde se denunció el culto a la personalidad en el periodo de Stalin. Hubo desconcierto entre algunos militantes que no creían lo que se decía de Stalin. Incluso unos pocos se fueron del Partido. Sin embargo, la mayoría de los militantes y la Juventud estábamos en otra: en los problemas nuestros, en la pelea contra la misión Klein-Saks, en la formación del FRAP y en el trabajo por la candidatura de Salvador Allende. En eso estábamos cuando me llegó la noticia de la muerte de mi padre y decidí regresar a Valdivia.
Mi padre murió no por una afección a los pulmones, como todos esperábamos, sino por una falla en su sistema intestinal. No pude dejar de recordar (y de culpar) a ese remedio que le recetó una señora en el puente del río Calle-Calle.
Fue poco después de que lo liberaran de prisión y cuando estaba con sus pulmones muy dañados. Salimos a pasear con la mamá y él, y justo en el puente nos pidió que paráramos un poco para descansar. Pasó una señora a la que le llamó la atención la dificultad con que respiraba mi padre. Se nos acercó y nos preguntó si sufría de los pulmones. Al responderle que sí, nos dijo que nos iba a dar una receta que era casi mágica y le había servido para recuperar a su marido que también había estado enfermo de los pulmones. La receta consistía en una mezcla de parafina, ajo, aceite y limón (no recuerdo en que proporciones, pero sí los ingredientes).
Mi padre fue de la idea de que nada se perdía con probar y empezó a tomarla. Como se fue sintiendo mejor, terminó bebiendo esa mezcla casi religiosamente. No entiendo nada de medicina ni pedimos en ese entonces informes médicos especiales, pero nada me quita de la cabeza que la receta de la señora –bien intencionada, sin duda– pudo haberle mejorado los pulmones, pero terminó cagándole el estómago.
1 En ese entonces presidente del Partido Comunista. Antes había sido secretario general de la Federación Obrera de Chile.
2 Luis Emilio Recabarren, fundador del Partido Obrero Socialista en 1912, que en 1922 se transformó en el Partido Comunista afiliándose a la III Internacional.
3 Carlos Contreras Labarca, secretario general del Partido Comunista entre 1931 y 1946, diputado y senador durante varios periodos.
4 René Ríos Boettiger (Concepción, 15 de diciembre de 1911 - 14 de julio de 2000), también conocido por su seudónimo Pepo, fue un historietista chileno colaborador de numerosas revistas y creador del personaje Condorito.