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Capítulo II 1957- 1960: embates de la naturaleza (Valdivia y Santiago)
ОглавлениеLa muerte de mi padre se dio justo un día antes de que se realizara el acto que había organizado el Partido en Valdivia para celebrar la derogación de la mal llamada “ley de defensa de la democracia”, “ley maldita” para nosotros. Nos invitaron al acto de forma especial porque decidieron rendir un homenaje a Juan Arcos. Allí nos presentaron, a Delfín y a mí, como hijos de ese destacado viejo camarada recién fallecido, militantes de las JJCC y continuadores de las luchas de su padre. Esto nos emocionó profundamente y nos comprometió aún más de lo que estábamos.
Al día siguiente, fue mucha la gente que nos acompañó en su funeral. Mi padre, en sus últimos años, había sido dirigente de los pensionados de la Ley 10.383. Como era activo y muy movido, ayudó a muchas personas a sacar pensiones y por ello le tenían un cariño y respeto enormes. Los que nos acompañaron al cementerio no eran solo camaradas o viejos compañeros de sus luchas sindicales, sino personas de toda clase de creencias. Me golpeó mucho ver a unos viejos y viejas que estaban en la última cuadra, antes de llegar al cementerio, caminando de rodillas (mucho más tarde supe que lo hacían para cumplir mandas a la Virgen de Lo Vásquez). Me explicaron que sentían tanta gratitud por lo que había hecho mi padre que se habían puesto de acuerdo para caminar esa cuadra de rodillas, pidiéndole al Señor que lo cuidara y le diera felicidad en la otra vida. Yo no era ni soy religioso, pero esos gestos me conmovieron mucho.
Otra expresión de cariño ocurrió en la población El Pantano, donde vivió mi padre. En la calle donde quedaba nuestra casa hicieron una ceremonia y la bautizaron con su nombre: calle Juan Arcos. Durante dos décadas mantuvo ese nombre, pero en los años de la dictadura, el alcalde de turno decidió cambiárselo por Juana de Arco.
Mi hermano Pancho, el de la pelea, había comprado su casa propia y trabajaba en los equipos de mantención de Ferrocarriles del Estado, casi no pasaba en Valdivia. Por ello, decidí quedarme en la ciudad y vivir con mi madre, Delfín y la sobrina. Fui a buscar trabajo a Immar, me aceptaron de inmediato como maestro soldador y pude colaborar en la mantención de nuestra casa.
Y, por cierto, me presenté al Comité Regional de la JJCC, donde me reincorporaron como secretario regional. Teníamos las tareas de hacer propaganda para la campaña presidencial de Salvador Allende como abanderado del Frente de Acción Popular y seguir promoviendo las actividades deportivas para incorporar a los jóvenes. Por ser dirigente, era más conocido que antes y, por ser maestro soldador, tenía más peso. Pero tenía 17 años y no quería desvincularme del contacto directo con los jóvenes, así que me metí al equipo de fútbol de la población y del sindicato. La verdad es que era muy malo para el fútbol, no tenía condición ninguna y solo me dejaban jugar cuando les faltaban jugadores.
Mi salvación fue un amigo, compañero en Immar y en la población, además simpatizante de la Juventud. Lo llamábamos “Trompín”. Este Trompín era un arquero buenísimo, elemento clave para los dos equipos (más tarde llegó a ser el arquero de la selección de Valdivia). Una vez, en el equipo del Pantano estábamos discutiendo si yo podía jugar o no, y él se metió y les dijo: “Si dejan jugar a Humberto quince minutos, yo juego. Si no lo dejan, me voy con él a mirar el partido desde afuera”. Eso –que después repitió en el equipo de Immar– fue lo que me permitió jugar y relacionarme con los cabros de mi edad. Pienso que el ser malo para el fútbol me sirvió para que me miraran más de igual a igual: yo era alguien que en algunas cosas era mejor (soldando), pero en otras era peor ( jugando a la pelota).
Ese año, 1958, caí preso por primera vez. Fue porque estábamos rayando muros a favor de Allende. Los carabineros nos tomaron y nos tuvieron en el retén toda la noche, verificaron domicilios y al otro día nos dejaron libres. Seguí trabajando en Immar como si nada. En ese tiempo, muchas empresas, al menos en Valdivia, parecían no tener listas negras ni persecuciones políticas de ningún tipo. Lo que uno hacía fuera del trabajo no les importaba, lo que valía era cómo cumplía dentro. Y, en general, yo cumplía harto bien, aunque debo confesar que, más de una vez, hice trampa.
Recuerdo una noche en que estuvimos en tareas de propaganda hasta alrededor de las seis de la mañana. Llegué a la casa para lavarme, desayunar y partir al trabajo. Al poco rato estaba muerto de cansado y, por suerte, como estaba trabajando en soldaduras en un barco grande, pude ir con mi ayudante a un lugar alejado. Allí le pedí que siguiera soldando solo, pero que si sentía que venía el gringo (Ale Hahn, me parece recordar) se pusiera a quemar fierro en la entrada del compartimento donde estábamos. Las gotas de fierro que caen se funden en el suelo, como chispas, e impiden que alguien pase. Entonces, cuando el gringo llegó, tuvo que gritar, me desperté y me puse el gorro de soldar con la visera arriba, me asomé como si nada, como si estuviera trabajando más adentro y todo pasó piola, como se dice ahora.
En ese tiempo empezaron mis experiencias amorosas. En la población éramos hartos jóvenes de ambos sexos. Surgieron pololeos que empezaban con bromas y piropos y seguían con cariños y besos. Algunas veces terminaban con relaciones sexuales de pie abrazados, recostados en un árbol o una reja donde no llegara mucha luz (a la “paraguaya” como se decía). No teníamos nada de educación sexual. En la casa –al menos para los hombres– fue un tema que mi padre nunca tocó (menos mi madre). En la escuela tampoco era tema. La única información al respecto era el intercambio de experiencias –reales o inventadas– que teníamos entre los amigos. Estos hechos eran antes de la “revolución de la píldora” y nosotros no sabíamos de anticonceptivos de ningún tipo. No deja de sorprenderme que la tasa de fecundidad (aunque era superior a la de ahora) no haya sido muchísimo más grande. Las únicas explicaciones que se me ocurren, probablemente complementarias, son: 1) los hombres, producto de nuestro desconocimiento del tema y del sentido de urgencia en terminar, por las circunstancias donde nos relacionábamos, hacíamos harto mal el amor; y 2) las mujeres, madres e hijas, sabían muchísimo más que nosotros y tomaban algunas precauciones muy efectivas.
También en ese tiempo conocí los prostíbulos. Para ir de la población a Immar teníamos que caminar seis cuadras por la calle Baquedano, que en ese entonces era la calle de los prostíbulos de Valdivia. En la mañana, entrábamos a las ocho, no pasaba nada, todo cerrado. Volvíamos a almorzar (entre doce y dos de la tarde) y entonces encontrábamos a las “niñas” descansando, asomadas en las ventanas, relajadas. Empezaron los piropos, las conversas, siempre breves, pues debíamos llegar al trabajo. Y al regreso, a las seis de la tarde, unas conversas algo más largas, pero no mucho, pues ellas tenían que prepararse para estar listas y recibir a los clientes a partir de las nueve. Y ahí, entre conversas y conversas, se fue estableciendo una amistad entre los cabros de El Pantano que trabajábamos en Immar y algunas de las niñas de la calle Baquedano. Un viernes cualquiera nos pusimos de acuerdo para pasar a tomar unas cervezas y se fue estableciendo casi como una actividad fija de semana por medio. Al final terminamos acostándonos. Por amistad, nunca nos cobraron. Y a pesar de ese dicho “lo hacían por amor”, creo que es más verídico hablar de amistad. Siento que les gustaba tener una relación entre personas, dialogar, compartir algo de nuestras vidas, aunque fueran puras leseras, y no solo la clásica pregunta de cuánto cobraban, si por el rato o por la noche. Claro que la amistad tenía sus límites. Uno era que debíamos retirarnos antes de que empezara su horario de trabajo. En uno de estos prostíbulos de Baquedano tuve mi primera experiencia de relaciones sexuales en una cama, “encatrado” como se decía.
Sin embargo, esa amistad tenía otro límite que descubrí más adelante. Resulta que los viejos dirigentes del sindicato, después de alguna asamblea muy importante o de logros especiales, acostumbraban a celebrar en un prostíbulo. Tomaban, bailaban, algunos se quedaban ahí y los más se retiraban a sus casas. En una de las asambleas se me ocurrió hablar y parece que no lo hice tan mal porque saqué algunos aplausos. A la salida me agarraron y me dijeron, “te ganaste el bautizo, cabro, así que te vienes con nosotros”. Fuimos a comer a un restaurante y terminé con ellos en un prostíbulo, precisamente, el de nuestras amigas. Por supuesto, ya eran más de las nueve de la noche. Y ahí sí que había harta integración social. Estábamos nosotros, sindicalistas, junto a médicos, profesores, comerciantes, empleados bancarios, agricultores y de cuanto hay. Los únicos que no estaban representados eran los mapuches y los campesinos (aunque probablemente algunas de las “niñas” de la casa los representaban). Cuando me acerqué, botándome a “canchero”, a una de nuestras amigas con el ánimo de presentársela a los viejos y mostrar que era más “corrido” de lo que pensaban, ella me fijó las reglas al tiro. “Humberto”, me dijo, “estamos en horario de trabajo, olvídate que nos conocemos, ahora solo eres un cliente más”. Así que un límite de nuestra amistad era que, como amigos, teníamos que irnos antes de las nueve. Y el otro, que si llegábamos después de las nueve ya no llegábamos como amigos, sino solo como clientes.
Ese año también conocí a mi primera compañera, la madre de mi primer hijo. Un sábado en la noche, unos cabros de la Jota me invitaron a una fiesta en El embrujo de la montaña. Era un local que quedaba en el medio de un parque, que casi parecía un bosque. Allí “pinché” con la niña más linda de la fiesta y fui la envidia de todos mis amigos. Isolina Vera se llamaba. Era una mujer estupenda, con mucha personalidad, militante de la jota, 23 años, jefa de un taller de modas, lugar donde vivía junto a otras compañeras de trabajo. Nos pusimos a pololear, tuvimos relaciones y ella quedó embarazada. Nació el hijo, Juan Carlos Arcos Vera. Yo les visitaba, a veces salíamos juntos y aportaba algo para sus gastos. Pero nunca me planteó la posibilidad de casarnos, ni siquiera la de vivir juntos. Parece que le gustaba sentirse autosuficiente y creo que ella me consideraba demasiado joven. Aunque tampoco nunca se lo pregunté.
Mirando hacia atrás, con los ojos de ahora, creo que Isolina fue la primera mujer no machista que conocí. Vivíamos en una sociedad con una cultura muy machista, mucho más que en la actualidad. Los hombres éramos machistas pero también lo eran las mujeres. Ellas eran las que nos formaban desde chicos y determinaban las tareas que eran propias de las mujeres y las que eran para los hombres. Isolina, cuidando su autosuficiencia económica y su independencia, era muy especial. Para mí esta relación sin ataduras, sin poner ninguna traba a mis actividades en la Juventud, que eran el centro de mi vida, me parecía perfecta.
En septiembre fueron las elecciones presidenciales. Iban cinco candidatos. Nosotros, como Frente de Acción Popular, FRAP, respaldábamos a Salvador Allende. La derecha, conservadores y liberales, postulaban a Jorge Alessandri. El Partido Radical llevaba a Luis Bossay, un senador radical por Valparaíso. La Falange, poco después transformada en Democracia Cristiana, llevaba a Eduardo Frei Montalva, recién elegido senador por Santiago con una gran votación. Todos representaban fuerzas políticas conocidas y con trayectoria. Pero hubo un quinto candidato extraño, Antonio Zamorano, más conocido como el cura de Catapilco.
Antonio Zamorano fue, efectivamente, cura en el pueblo de Catapilco, una zona de lo que hoy es la región de Valparaíso. Tenía cierta sensibilidad por los problemas de los más pobres –algo que le significó conflictos con los sectores más conservadores de la Iglesia– y una oratoria que lo hizo famoso. Por el año 1956 colgó sus hábitos religiosos, se presentó a diputado como candidato independiente por Quillota y salió elegido. Tenía un discurso cercano a los planteamientos de la izquierda y arrastró buena votación en sectores populares que lo conocían como sacerdote local. Pero de ahí a candidatearse en las presidenciales… era, por decir lo menos, extraño. La verdad es que nunca me sacaron de la cabeza la idea de que fue una candidatura ideada y financiada por la derecha para quitarle votos a Allende. Y, en verdad, calcularon bien. El cura de Catapilco sacó alrededor de 40.000 votos, más votos que la diferencia entre la votación de Alessandri, el primero, y Allende, el segundo, que fue apenas de 35.000 votos.
Después de la elección, en especial los jóvenes, sentimos una gran frustración por la derrota tan estrecha de nuestro candidato. Más tarde, analizando con más calma y escuchando a los viejos comunistas, valoramos que durante todo el proceso de las elecciones habíamos logrado grandes avances. No solo en la cantidad de votos, sino también en las ideas y en el mejoramiento de nuestra democracia. Nuestras ideas de la reforma agraria, de la nacionalización de las riquezas básicas, de la necesidad de políticas que corrigieran la desigualdad, estaban siendo asimiladas por nuestro pueblo. Y nuestra democracia estaba mejor, no solo porque ya no existía la ley maldita, sino también porque ahora las votaciones eran con cédula única y eso hacía mucho más difícil la práctica del cohecho y las encerronas para la compra de votos a las que la derecha estaba acostumbrada. Y así, aunque ganó el candidato derechista, fue solo con un tercio de los votos. La conclusión era clara: no echarse a llorar sino seguir luchando y trabajando junto al pueblo.
El año 59 me cambié de trabajo. Dejé Immar y me fui como maestro soldador a la Metalúrgica Española, de los hermanos Diez. No había ningún problema con Immar, sencillamente necesitaban un maestro soldador, me ofrecieron el trabajo y me pagaban harto más. El gringo Ale fue de lo más comprensivo, ni la menor recriminación, todo lo contrario, me expresó sus deseos de que me fuera bien.
Y me fue bien durante un tiempo... hasta que formé un sindicato. Era una empresa relativamente pequeña, con unos sesenta trabajadores. Legalmente, para formar el sindicato necesitaba juntar a veinticinco trabajadores que estuvieran dispuestos a participar en una asamblea frente a un inspector del trabajo o un notario, aprobar los estatutos y elegir su directiva. A mí me pagaban mejor que en Immar, pero la situación del resto era mucho peor, así que no me costó reunir a los compañeros, formar el sindicato y liderarlo, aunque no podía ser dirigente porque todavía tenía 17 años.
Cuando se informaron de la constitución del sindicato, uno de los hermanos Diez, español y cascarrabias, me ubicó y empezó a gritonearme que estaba despedido y tenía que irme de inmediato de la empresa o me echaba con la ayuda de carabineros, porque estaba en su propiedad y no podía permanecer allí si él no quería. A mí también me entró la rabia y le dije: “Que te creís, coño chucha de tu madre, que me podís echar así no más” y agarré una barra de acero y me le fui encima. El coño salió arrancando, llamando a su hermano y a otra gente para que me sujetara, y yo detrás de él blandiendo mi barra. Afortunadamente, la sangre no llegó al río. Me calmé y negociamos mi salida. El sindicato estaba constituido legalmente y por lo tanto permanecería. A mí me cancelaron el sueldo y una indemnización por el despido. Y… volví a Immar, donde de nuevo me recibieron con los brazos abiertos.
¡Lo que son las cosas de la vida! Muchos años más tarde, cuando, en Santiago, estaba clandestino durante la dictadura de Pinochet, me volví a topar con los hermanos Diez. Resulta que un vecino con el que había establecido buenas migas me contó que trabajaba como contador en una empresa metalúrgica en San Miguel y me preguntó qué hacía yo. Maestro soldador, le respondí. Entonces me ofreció ir a su empresa a dar un examen, pues, según él, si sabía soldar bien, iba a quedar porque necesitaban maestros. Después me dijo que los dueños eran los hermanos Diez. Me preocupé pero aposté a que era difícil que yo les recordara a ese muchacho furibundo que los perseguía con una barra de acero, después de los años pasados y los cambios físicos que traen consigo. Tuve suerte. Me vieron en el examen y no me reconocieron, les pareció bien mi técnica de soldar y quedé con la pega. El problema era que no podía darles mi nombre, porque ahí, sí relacionaban mis datos, lo más probable es que la cosa pasara mucho más allá de un simple despido; incluso, podía llegar a las manos de la CNI (Central Nacional de Informaciones). A mi amigo contador le dije que había perdido la libreta del SSS (Servicio de Seguro Social), que me pagara sin contrato, sin cotización previsional y así sacaba un poco más de sueldo. Él lo hizo por cuatro meses y siempre insistiendo en la regularización del contrato. Al final le agradecí e inventé que me había salido algo mejor y ya no era necesario firmar el contrato. Aunque a ellos probablemente no les guste mucho, la verdad es que el buen sueldo que recibí de los hermanos Diez durante cuatro meses me sirvió durante el tiempo de la clandestinidad y, precisamente, en un periodo en que enfrentábamos una situación de crisis en las finanzas partidarias.
El 21 y 22 de mayo de 1960 hubo una conferencia regional del Partido a la que fui invitado en mi calidad de secretario regional de la Juventud. Se hacía en la casa de una camarada, en una población llamada Las Ánimas, en el sector norte de Valdivia. Del Comité Central, participaba Víctor Galleguillos, que al año siguiente sería elegido diputado comunista por Antofagasta. Discutimos distintos temas del trabajo partidario y una de las tareas centrales, en esos días, era la solidaridad con los obreros del carbón de Lota y Coronel que estaban en huelga. El 21, poco después de las seis de la mañana, hubo un terremoto en las cercanías de Concepción que causó mucho daño. No sabíamos si la huelga iba a seguir o iba a ser suspendida, pero acordamos mantener las tareas de solidaridad, que servirían, de todos modos, para los obreros en huelga o para los damnificados del terremoto. Habíamos terminado nuestra reunión como a las dos de la tarde y mientras una comisión designada para redactar los acuerdos trabajaba en una pieza en el segundo piso, el resto esperábamos el almuerzo que estaban preparando allí mismo, para ir después a nuestra última plenaria. Y en eso estábamos, cuando empezó a temblar.
Nos mirábamos, asustados, sin atinar a reaccionar todavía (uno siempre espera que sea un temblor no más y se resiste a ser el primero en arrancar), cuando los de la comisión redactora llegaron corriendo desde el segundo piso. La casa, de madera, se movía entera; sonaba, más bien, crujía, por todas partes. Recuerdo que Víctor Galleguillos, mirando la chimenea de ladrillos y concreto, agarró de un brazo a la dueña de casa tirándola para un lado y la libró, casi milagrosamente, de ser aplastada por la chimenea. Ahí nadie más se las dio de valiente y salimos rápidamente para afuera.
No era solo un temblor, era terremoto y tan grande que no podíamos sostenernos en pie, teníamos que hincarnos. Y veíamos cómo se movían y crujían las casas frente a nosotros. De madera, la mayoría de ellas resistía, pero las rejas, también de madera, se ondulaban y después saltaban palos para todos lados. Y se movía y se movía, como si nunca fuera a terminar. Apenas se calmó un poco, se suspendió la conferencia y nos dijeron que fuéramos a ver la situación de nuestras casas y familias, y al día siguiente tratáramos de contactarnos, porque parecía que era necesario reorientar las tareas de la solidaridad, ya no hacia los mineros y los damnificados de Concepción, sino hacia los sectores más afectados de nuestra propia ciudad.
Volvimos a Valdivia. Teníamos que atravesar el puente del Calle-Calle, pero lo encontramos caído como un metro o metro y medio. Los vehículos no podían utilizarlo, pero, por suerte, todos andábamos a pie, así que era cosa de bajar, cruzar y subir al otro lado. Se veía una inmensa destrucción en todas partes: grietas enormes en muchas calles, parte del hospital regional en el suelo, un desastre con mayúsculas. Cuando llegué a mi casa, pude ver que sus dos pisos seguían en pie, pero más inclinados que la Torre de Pisa. Con Delfín y algunos amigos de la población le pusimos unas vigas para apuntalarla y evitar que se nos cayera. Seguía temblando de cuando en cuando. Los de mi casa, y todos en la población, sacamos las camas y ropas para dormir afuera. Nadie se sentía seguro al interior de su vivienda.
Esa noche salimos, con los cabros de la Jota de la población, a recorrer la ciudad para tener una idea de los daños. Eran tremendos. Tal vez lo único bueno del terremoto fue que, por un tiempo al menos, se borraron las diferencias de clases. En la plaza estaban juntos ricos y pobres, todos con sus camas, toldos y fuegos para calentar las comidas. También todos juntos viviendo con los miedos que nos causaba esa enorme fuerza incontrolable de la naturaleza. Al día siguiente, los jóvenes comunistas de Valdivia nos pusimos a las órdenes de los militares en la escuela Nº 1, para ayudar en las tareas de repartir comida en los albergues donde estaban los más damnificados.
En el aspecto productivo, el desastre en Valdivia fue terrible y peor en Corral, que sufrió lo central del maremoto. Nuestra empresa, Immar, quedó en pie pero con enormes daños en su interior. Lo mismo pasó con toda la industria valdiviana. No había trabajo, salvo de reparación, y lo más malo era que no se veían proyectos ni perspectivas de futuro. Cundía la desazón y el desaliento.
En un avión llegaron (porque los caminos y vías férreas estaban muy dañados) periodistas del norte a reportear lo ocurrido. Entre ellos venía un comentarista radial de temas políticos muy conocido, Luis Hernández Parker. Recuerdo que participó en una asamblea con jóvenes y nos levantó el ánimo. De nuevo nos abrió a la esperanza. Nos contó que en Santiago había un movimiento solidario muy fuerte con todos los terremoteados. Si no había trabajo acá, podíamos ir allá; seguro que encontraríamos trabajo, y más todavía si teníamos alguna calificación laboral.
La situación en la casa no era buena: mi madre con un montepío mínimo; Delfín con un trabajo, la joyería, que no tenía demanda; Immar con sus labores suspendidas, y el aporte de la sobrina que no era muy grande. Con este panorama me fui a Santiago para conseguir algún trabajo y poder enviarle algo de dinero a mi familia.
Me instalé como allegado con un primo que arrendaba una casita en La Cisterna y pronto conseguí trabajo como soldador en la construcción de unos galpones para la Fuerza Aérea. Cuando terminó esa pega me contrataron en la Maestranza Lo Espejo. Y apenas solucionado el tema de casa y trabajo, me vinculé al Partido.
En el trabajo partidario llegué a ser encargado de organización del comunal La Granja-La Cisterna. Trabajaba con los camaradas Guillermo Labaste y Atilio Gaete. Recuerdo que el secretario en La Granja era Pascual Barraza, quien después llegaría a ser alcalde de la comuna y más tarde ministro de Obras Públicas de Salvador Allende. Aquí, por primera vez, tuve la experiencia del trabajo con los pobladores. Se habían constituido como un frente muy activo a partir de las tomas de terreno, como la de la población La Victoria, y recuerdo que nos tocó colaborar con la toma en la población San Rafael.
En eso estaba, entre el trabajo y el Partido, cuando me enamoré de la que sería mi esposa, Estela Canales.