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Capítulo III 1961-1965: de obrero a dirigente (Valdivia, Nacimiento, Laja y Concepción)

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Estela Canales no se llamaba Estela. Se llamaba Ester pero yo la he llamado siempre Estela. No tenía nada que ver con la Juventud o el Partido. Esta vecina de la casa del primo donde yo vivía de allegado me deslumbró. Vivía con su madre, separada, y con otras cuatro hermanas. Trabajaba en una peletería cercana. Era muy simpática y tan hermosa que incluso había sido candidata a reina de La Cisterna, la comuna donde vivíamos. Empezaron las conversas, las invitaciones, los besitos y parece que enganchamos los dos, no solo yo, porque cuando le propuse que nos fuéramos a vivir juntos, aceptó. Así que arrendé una casita, ahí mismo en La Cisterna. No le propuse matrimonio, vivimos juntos no más, “arrejuntados” como se decía. Pero que yo viviera “arrejuntado” no significaba que iba a dejar mis actividades políticas y sindicales.

Recuerdo que participé en varias actividades apoyando la Revolución cubana, seguramente relacionadas con la invasión de Bahía Cochinos, dirigida, organizada y financiada por EE.UU., como después fue de público conocimiento. En los inicios trataron de presentarlo como una rebelión de los propios cubanos, incluso como una supuesta rebelión de su Fuerza Aérea, sin embargo, los aviones pintados con los colores cubanos partieron de una base yanqui en Centroamérica a bombardear el aeropuerto de La Habana.

Estábamos en una de esas manifestaciones en apoyo a Cuba, en la Plaza Italia, con un grupo de puros jóvenes comunistas, cuando un tipo empezó a gritar lemas provocativos y a tirarles piedras a los pacos. Nos pareció raro porque no era nuestra política. Lo tomamos entre varios y le empezamos a preguntar qué estaba haciendo y por qué lo hacía. Nuestro interrogatorio no era muy suave, más bien amenazante, y al final nos mostró su “tifa” (tarjeta de identificación como funcionario policial) y reconoció que cumplía una tarea encargada por sus propios mandos. Me acuerdo de esto porque ahora, en el 2011, cuando veo a los encapuchados tirando piedras, haciendo barricadas, ensuciando el extraordinario movimiento que han logrado desarrollar los estudiantes, no me cabe la menor duda de que entre ellos está la acción provocadora y premeditada de los aparatos de inteligencia del sistema actual.

Esta convicción no es solo por esas experiencias antiguas, o las peores de la dictadura; me consta que disfrazar a los carabineros de civiles sigue siendo una política actual. No hace mucho, el sobrino de un vecino que es carabinero vino a hacer un curso de inteligencia por unos meses y se alojó en su casa. Aunque el vecino me contó nada, pude ver que el sobrino y sus amigos andaban siempre de civil; jamás los vi de uniforme. Claro, se puede justificar esta práctica para infiltrarse en las bandas de traficantes de drogas, pero no me cabe duda de que también la utilizan con otros objetivos.

Pero volviendo al 61 y a mis actividades, como les contaba, seguía trabajando en la producción, en lo político y en lo sindical. En esto último también tuve éxito. Logré formar el sindicato de la Maestranza Lo Espejo, donde trabajaba como soldador. Aunque me lo propusieron, no podía ser dirigente porque en ese tiempo se necesitaba tener 21 años, la mayoría de edad, y yo no los tenía. Y pasó lo que suponía que podía pasar: me despidieron del trabajo (por los aprendizajes que me dio la vida, después de cumplir los 21 años, siempre fui dirigente, tuve el fuero sindical y no me pudieron echar de las pegas).

Yo ganaba bien, algo había ahorrado, pero necesitaba encontrar trabajo luego, porque la Estela estaba esperando guagua. Y lo conseguí, me tocó trabajar en la ampliación del Hospital Barros Luco. Allí estaba cuando, el 7 de diciembre, nació mi primera hija. La inscribimos como Tránsito Jacqueline Arcos Canales, pero para la familia siempre fue, y sigue siendo, la “Tato”. No cuesta mucho adivinar que lo de Tránsito es por mi madre y lo de Jacqueline es por…, sí, por la Jacqueline Kennedy. No fue idea mía, pero en esas materias me considero un comunista flexible, y acepté la proposición de Estela. Reconozco que fui un papá chocho.

Pero venía echando mucho de menos Valdivia, así que después de que nació mi niña fui preparando las condiciones y el año 62 volvimos a mi ciudad. Eso sí, después del mundial de fútbol. Yo no era muy fanático del fútbol, pero aprovechando la estadía en Santiago fui a ver un par de partidos en los cuadrangulares o hexagonales que organizaban por esos años en el verano. Eran tan distintos de los actuales. Jugaban equipos nacionales, el Colo-Colo, la U, la Universidad Católica e invitaban a algunos extranjeros, el Santos de Pelé, y también selecciones como las de Checoslovaquia o Alemania Oriental (que aprovechaban de entrenarse contra los jugadores latinoamericanos en el invierno de ellos). No había barras bravas. Se llenaba el Estadio Nacional con hinchas de los tres equipos nacionales y a nadie se le ocurría agredir al otro. A lo más algunas tallas y las risas que estas causaban. Y en uno de esos partidos tuve la suerte de ver al Rey Pelé, que me deslumbró.

Por eso postergué un poco mi regreso a Valdivia hasta después del campeonato mundial. No porque pensara ir al Estadio a ver los partidos (era demasiada plata para el presupuesto familiar), sino porque se iban a trasmitir por televisión, que recién había llegado a Chile, y solo se podrían ver en Santiago. El Mundial del 62 tal vez no alcanzó a ser “una fiesta universal” como decía la canción, pero sí lo fue para todos los chilenos. Y éramos muchos los que nos juntábamos en las casas de los afortunados que tenían tele a disfrutar de los partidos. Dudo que haya algún chileno de aquellos años que no recuerde el combo que le pegó Leonel a un italiano o el gol de Eladio Rojas a Yashin, el arquero del seleccionado soviético, considerado el mejor del mundo. Y recuerdo que ese partido, Chile contra la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), me encontró en el mejor de los mundos. Francamente tenía mi corazón dividido. Pero si ganaba Chile, mi patria, estaría feliz. Y si ganaba la URSS, la primera república con la clase obrera en el poder (eso creíamos), también sería motivo para celebrar. Ganara quien ganara, yo no tenía por dónde estar triste.

En Valdivia estuve como un año, un poco más o un poco menos. Nos instalamos en la casa de mi madre. Otra vez me dieron trabajo como soldador en Immar y, en la Jota, volví a ser nombrado secretario regional. Ahí “encargamos” a nuestra segunda hija, Liliana Jeannette Arcos Canales, la Nany, que llegó el 27 de mayo del 63. Un poco antes, el 18 de marzo, Estela y yo nos habíamos casado por el civil. Sin embargo, los sueldos en Valdivia, tal vez debido a la debilidad de la industria local después del terremoto, estaban muy bajos. Y con mis experiencias en Concepción y Santiago sabía que podía ganar más. Por eso dejé a mi familia en Valdivia, me fui a Nacimiento, donde estaban construyendo la planta de “la papelera” (Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones), y después de dar unos exámenes prácticos me contrataron como soldador.

En Valdivia, la Tato me echaba tanto de menos que le dio eso que llamaban “pensión”, se enronchó entera. Como ya estaba ganando buen dinero, pude arrendar una casa en Nacimiento y llevar a la familia. A la Tato se le pasó de inmediato, en un día. Era mi regalona y lo sigue siendo, porque colaboró conmigo y por lo que tuvo que pasar por mí.

Cuando detuvieron a los máximos dirigentes de la Coordinadora, en el 81, se nombró un comité ejecutivo subrogante encabezado por Miguel Vega, reemplazando a Manuel Bustos en la presidencia, y por mí en lugar de Alamiro Guzmán en la secretaría general. Le pedí a la Tato que me ayudara en las tareas de secretaría, y allí estuvo conmigo, sin importarle los difíciles momentos que vivíamos. Después, en el 85, cuando yo estaba en Alemania (en la RDA) por motivos de salud, y ella ya tenía un hijo, dos agentes de la CNI la secuestraron a la salida de su trabajo. Tato era secretaria en Microsistems, una empresa que se dedicaba a los microfilmes (alguna vez me contó que todas las fichas que estaban en la enorme bodega de los archivos del Servicio de Seguro Social, al ser microfilmadas cupieron en 8 cajas del tamaño de las cajas de zapatos, lo que nos parecía inconcebible en esos tiempos). Iba saliendo por la calle José Miguel de la Barra cuando dos fulanos la agarraron, la metieron, a la fuerza en un taxi y se la llevaron tendida contra el suelo. Antes de sacarla la encapucharon y luego la metieron en una casona grande y, en una de sus piezas, la desnudaron, la amenazaron, la manosearon –me indigna solo recordarlo- y le hicieron de todo para averiguar dónde estaba yo (cosa que ella no sabía). Eso que tuvo que pasar, de lo cual uno se siente en alguna forma responsable (aunque los responsables reales son los de la CNI), fortalece aún más el lazo de afecto que naturalmente se da entre padres e hijos.

Pero volvamos a Nacimiento. Yo trabajaba en la construcción de la papelera y junto con trabajar, aprendía. Había técnicos canadienses que se desempeñaban en la construcción y tenían conocimientos mucho más avanzados que los nuestros, y también herramientas que no conocíamos. Sin embargo, eran muy generosos en compartir ambas cosas con los que mostrábamos interés (lamentablemente no fuimos muchos). Aprendí harto. Si comparo mis conocimientos de soldador con una profesión universitaria, el trabajo en la papelera, en Nacimiento, me significó el equivalente a un master o hasta un doctorado. Tanto fue así, que después de eso quedé a cargo del taller de reparaciones y construcción.

En la actividad política, como en Nacimiento no había organización de la Jota, me integré al Partido, donde llegué a ser miembro del Comité Local y también del Comité Regional de Los Ángeles. Pero no me desvinculé de las Juventudes Comunistas. En un congreso de la Jota me eligieron miembro de su Comité Central y me integraron como miembro de su comisión ejecutiva. Mal que mal, los comunistas se identificaban con los intereses de la clase obrera y yo era el obrero más famoso de la Jota (probablemente porque era el menos tímido o, para decirlo derechamente, el más “patudo” de los obreros dirigentes de la Jota) y era un orador más o menos bueno, o por lo menos hacía buenas intervenciones, planteando visiones diferentes a las habituales. Con todos esos cargos, me llevé viajando todos los fines de semana. Uno a Los Ángeles, otro a Santiago, cuando no me tocaba ir a Concepción o a Valdivia para cumplir las tareas de la Comisión Ejecutiva.

Y aquí, otra digresión. Mis buenas intervenciones no eran porque yo fuera un gran teórico. Me interesaba la teoría, leía los materiales que circulaban en el Partido, pero estaba lejos de entenderlos bien, con todas sus implicancias. Discutía, pero con oídos abiertos, escuchando y tratando de analizar, tomando en cuenta lo que otros opinaban, lo que no me impedía decir lo que pensaba con toda claridad y sin medias tintas.

Por ejemplo, en la dirección regional de la Juventud en Valdivia nos atrajeron los planteamientos de Mao Tse Tung (como se escribía en esos tiempos), nos impresionó bastante eso de que “una chispa puede incendiar una pradera” y trasmitíamos mucho con él. Tanto, que en el Partido y en la dirección de la Jota se plantearon reuniones de conversación sobre nuestra identificación con Mao. Recuerdo que viajó a Valdivia Mario Zamorano, en ese entonces secretario general de la Juventud, a discutir con nosotros. También lo hizo Bernardo Araya, miembro del CC del Partido, aprovechando un viaje. Tuvimos varias conversas, y seguimos manteniendo nuestras ideas, pero lo que me convenció, y después me ayudó a convencer a los otros dirigentes de la Jota, fue un comentario para nada teórico de Bernardo Araya. Más importante que los escritos de Mao, nos dijo, eran los problemas que había en Chile, que teníamos que dedicarnos a estudiar y pensar cómo los arreglábamos. Eso me hizo sentido porque como Juventud en Valdivia salíamos mucho a terreno, vendíamos incluso más ejemplares de El Siglo que el Partido, teníamos una enorme vinculación con la población y, gracias a ello, un gran conocimiento de sus problemas. Por eso mismo, para nosotros era fácil comprender que, si no éramos capaces de ayudarla a organizarse y a pelear por la solución de sus problemas, nuestras discusiones “teóricas” no servían para nada. Eso era un elemento clave de mi “análisis político” y guiaba todas mis intervenciones.

Pero había otro elemento. Yo tenía una idea, una convicción, que no había sacado de ningún libro marxista, sino que era una creencia mía muy de fondo: la idea de que los mineros y los metalúrgicos eran la base de la clase obrera. Y en consecuencia me nutría de las visiones que ellos tenían de los problemas y sus posibles soluciones. Para mí, la opinión de los mineros era muy importante, porque sabía que eran hombres que arriesgaban su vida cada vez que entraban a la mina y por eso, creía yo, no iban a andar mintiendo. Yo aprovechaba cada vez que podía de visitar a un cuñado minero que vivía en Coronel. Él no militaba pero decía que era comunista, socialista y evangélico. En la mina, muy querido y muy sociable, conversaba con todos, sintetizaba sus visiones y me las contaba. La visión de los metalúrgicos la recogía yo mismo en el trabajo y en mis actividades sindicales. Entonces estas visiones de los mineros y de los metalúrgicos eran el segundo elemento que consideraba en todas mis intervenciones.

Esta creencia en la fuerza y sapiencia de los mineros y metalúrgicos era tan grande que cuando supe que Nikita Kruschev había sido obrero metalúrgico y había trabajado en las minas, se transformó en mi ídolo. Además, durante esos años los éxitos de la URSS en la carrera espacial (el Sputnik y Gagarin), su confianza en superar económicamente a los EE.UU., su apertura a debatir públicamente con Nixon, su combinación de la coexistencia pacífica con el derribamiento del avión espía U2, y hasta su golpeteo de zapatos en la ONU me daban la idea de que llegaba un aire fresco, una fuerza nueva al comunismo en el mundo. Si me analizan bien, de casi maoísta a admirador de Nikita, está claro que lo teórico no era mi fuerte, mi único fuerte era el compromiso con mi pueblo.

En Nacimiento, en el 64, yo seguía trabajando a cargo del taller durante la semana y en mi calidad de soldador recorría toda la planta conversando con quien quería. Me fue relativamente fácil ir convocando a los compañeros para constituir un sindicato. Aunque de nuevo me podían echar del trabajo, esto no me preocupaba porque, la verdad, me estaba aburriendo de la pega en el taller: todo era un poco monótono y las mismas cosas se repetían semana tras semana. Echaba de menos el tiempo de la construcción de la planta y el aprendizaje con los canadienses. Así que cuando supe que estaban por hacer una ampliación de la planta de celulosa en Laja, me preparé para dejar Nacimiento e irme para allá. Pero antes de irme, aprovechando que ya estaban los contactos y las conversas con los compañeros, constituimos el sindicato de la papelera en Nacimiento. Me eligieron presidente y esa fue la primera vez que tuve un cargo de dirigente sindical.

Me sentí sumamente orgulloso, pero ya estaba en mi cabeza la planta de Laja. Así que, una vez establecido el sindicato y logrado su reconocimiento por la empresa (la CMPC tenía experiencia con sindicatos y prefirió la conversación antes que la guerra), y tranquilizados y fortalecidos los otros dirigentes y socios, conversé con la directiva para ver cómo me remplazaban porque yo me tenía que ir. Después de algunos dimes y diretes, todo se resolvió bien y pude avisar que tenían que buscar a un reemplazante para el cargo de jefe de taller. Esa fue una de las pocas veces –si no la única – que me fui de una empresa, habiendo formado un sindicato, dejando a los trabajadores “empoderados”, como dicen ahora, y sin haber sido despedido por la Dirección.

Estela no estaba muy feliz con la vida que le daba y era muy comprensible. Dejó su casa para llegar a un pueblo chico, Nacimiento, donde no conocía a nadie. Yo pasaba todo el día trabajando, algunas tardes en reuniones del Partido y los fines de semana viajando para acá y para allá por tareas de la Jota. La dejaba sola, así que era como para no estar muy contenta. Además, no le gustaba que gastara tanto de mi salario en los viajes del Partido y la Jota. Me lo planteó antes del viaje a Laja y poco después del nacimiento de nuestro primer hijo varón, Humberto Salvador, el “Chicho”. Pero la actividad política y sindical siempre había sido lo central en mi vida y nunca se lo había ocultado, jamás le había prometido dejar esas actividades para dedicarme a la familia. Y en la casa nunca faltaba nada, teníamos más de lo que nunca habíamos tenido con mis padres, con quienes, a pesar de todo, habíamos sido capaces de ser felices. Así que le planteé separarnos (en la buena, sin odios ni rencores). Yo siempre seguiría manteniendo económicamente y visitando a la familia. Hizo un escándalo. Después vino la reconciliación, pero a partir de entonces nos fuimos distanciando afectivamente (a pesar de que legalmente seguimos casados hasta el día de hoy y de que tuvimos tres hijos varones más). Yo no fui capaz de darle lo que ella esperaba ni ella de comprender lo que esperaba yo.

Partí a Laja, hice las pruebas prácticas como era habitual y me contrataron como soldador. Justo al término de mi primer día de trabajo se había convocado a una asamblea para constituir el sindicato. Era una asamblea inmensa, con alrededor de 3.500 trabajadores, en una cancha deportiva. Con la experiencia de haber formado otros sindicatos me di cuenta de que si no estaba presente un inspector del trabajo o un notario, el sindicato no iba a ser legal, iba a quedar en nada, y los que habían convocado serían despedidos.

Yo estaba en las últimas filas de los asambleístas. Levanté la mano y saqué el vozarrón más fuerte que pude: “Compañeros, están formando mal el sindicato…” y expliqué las exigencias legales y la importancia de cumplirlas. Los que dirigían la reunión me preguntaron: “¿Y usted, quién es, compañero?”. Les respondí: “Soy Humberto Arcos Vera, soldador, también conocido como el zurdo en Immar, la CAP, la Maestranza Lo Espejo y varias otras empresas en las que he trabajado”.

De la asamblea salieron unas voces pidiendo que pasara adelante. Yo les dije: “Pero es mi primer día de trabajo en la empresa”, y alguno de los que dirigían la asamblea me preguntó, un poco desafiante: “¿Eso es problema para usted, compañero?”. Respondí con el mismo vozarrón: “No, compañeros, para mí no es ningún problema. He ayudado a formar otros sindicatos e incluso fui presidente en la planta de Nacimiento”. Me paré y caminé hacia el estrado donde estaban los que dirigían. La asamblea me aplaudió y salieron voces para que yo fuera el presidente, lo que fue recibido con más aplausos. Así que apenas llegué arriba tomé la dirección de la asamblea, pedí que fueran a buscar al inspector del trabajo y, mientras tanto, propusieran nombres para los otros miembros de la directiva. Y así, a mano alzada, eligieron a otros cuatro dirigentes, y todo se oficializó cuando llegó el funcionario de la Dirección del Trabajo.

Los otros dirigentes elegidos resultaron ser de la DC, el secretario; simpatizante del PC, el tesorero; un independiente, y un trotskista. Este último era el que más había trabajado para convocar a la asamblea y quedó un poco resentido, porque esperaba ser el presidente. Igual pudimos trabajar bien y, consultando a la gente, a los tres meses pudimos presentar nuestro pliego de peticiones (como se llamaban entonces). Pedíamos un reajuste de salarios y lo novedoso para esos tiempos –hoy una cuestión generalizada en casi todas las empresas contratistas– era que solicitábamos el pago de los pasajes y de un bono para los días que visitábamos a nuestras familias (ya que éramos trabajadores de distintas partes del país y juntábamos los días de permiso para poder viajar). La empresa no aceptó e hicimos la primera huelga que tuvo la CMPC en Laja.

La huelga se alargó y algunos en el sindicato empezaron a flaquear. Entonces se me ocurrió hacer otro sindicato con los puros soldadores, que éramos como quinientos, los más indispensables en la ampliación de la planta y los mejor pagados. Se formó el sindicato y presentamos el mismo pliego. Con los demás tomamos un acuerdo: ellos podían reintegrarse al trabajo y, por tanto, recibir sus salarios; nosotros, con su apoyo, mantendríamos la huelga. Como seguramente la empresa iba a tratar de reemplazarnos trayendo otros soldadores, su tarea era impedir que esos soldadores pudieran trabajar. Y así lo hicieron. Los soldadores que llegaron no duraban más de un día porque el resto de los trabajadores los insultaba, los amenazaba, les tiraba piedras. Al final ganamos el pliego.

Pero la empresa no se quedó de brazos cruzados y buscó deshacerse de la directiva del sindicato. Por una parte, nos negaba el acceso a la planta y, por otra, utilizó la estrategia de lo que llamaban “comprar el fuero”, que consistía en pagar a los dirigentes una gran cantidad de dinero para que se fueran de la empresa. Eso les permitía desarmar el sindicato y desprestigiar a los dirigentes diciendo que organizaban todas esas luchas solo para llenarse los bolsillos. Mis compañeros se aburrieron y vendieron sus fueros. Yo me quedé. Me pagaban el sueldo, todas las conquistas ganadas en la huelga, más cuatro horas semanales adicionales por sobretiempo, pero no me permitían entrar a la empresa.

Afuera organizaba algunas reuniones y pudimos reestructurar el sindicato para que siguiera funcionando cuando yo me fuera (aunque nunca tuvimos una asamblea tan grande como esa primera) y, a la vez, formé el sindicato interprovincial de soldadores de Biobío y Concepción, en el cual fui elegido presidente. Después de eso, me marché de la empresa sin vender mi fuero.

Había que “parar la olla” así que dejé a Estela y a mis hijos en Laja para buscar un lugar donde pudiéramos radicarnos. Me fui a Santiago a dar examen de soldador en la empresa Foran Chilena. Salí aprobado y me mandaron a trabajar en la planta de ENAP en Concepción. Pero allí ya conocían mis antecedentes políticos por mi paso anterior y trataron de despedirme de inmediato. Al ser dirigente del sindicato interprovincial de soldadores, fui a la Inspección del Trabajo y conseguí que dieran la orden de reincorporarme. Me echaron varias veces, pero todas me tuvieron que reintegrar. El problema del trabajo estaba solucionado.

En el plano político, me reintegraron al Comité Regional de la Juventud Comunista, que tenía muchas actividades. En el plano sindical, trabajaba en dos frentes. Por un lado, mi sindicato, el interprovincial de soldadores, estaba afiliado a la Asociación de Sindicatos Cristianos (la Asich) y funcionábamos en su sede, cerca de la estación de ferrocarriles en Conce. Y, por otro, fui elegido secretario de organización de la CUT en Concepción. Para mí esto no era problema. En la Asich habían unos cabros cristianos súper buenos, vinculados a la Iglesia y muy consecuentes con los trabajadores. Siempre he pensado que los trabajadores somos trabajadores y tenemos que unirnos en función de nuestros problemas y no preocuparnos por lo que cada uno piensa o cree. Yo entendía que la CUT no se afiliaba a ninguna de las tres grandes centrales internacionales precisamente para no abanderizarse con una central y su ideología y dar cabida a todos los pensamientos en función de los intereses comunes.

En el plano familiar, traje a la familia desde Laja a Concepción. Yo era ordenado con las platas, ganaba bien y ahora tenía menos viajes. Eso me permitió ahorrar. Al poco tiempo compramos un terreno y unos meses más tarde adquirimos una casa prefabricada. La primera casa propia de mi familia fue la de Concepción.

Autobiografía de un viejo comunista chileno

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