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Prólogo

El epicentro de esta historia es la sierra de Arteaga, una región montañosa y agreste del noreste de México situada en la Sierra Madre Oriental, al sureste de Coahuila, y con extensión hacia Nuevo León. Ocupa un área de 1 285 kilómetros cuadrados y la surca una serie de cañones de Norte a Sur. Su altitud es variable y supera en su mayor parte los 2 000 metros, con algunas cimas que se elevan por encima de los 3 600 metros. El clima predominante es semiárido templado, y en las zonas más altas aun las noches de verano pueden ser gélidas. En la sierra de Arteaga hay áreas con vegetación tipo chaparral, pero predominan los bosques de coníferas y encinos. Entre las coníferas más elegantes se encuentran los abetos Douglas o acahuites y los oyameles blancos o huallames. Estas especies, en el marco del paisaje montañoso, han dado a la sierra de Arteaga el calificativo de La Suiza de México. Su fauna comprende, entre otras especies, el oso negro, el venado cola blanca, la zorra gris, el aguililla cola roja, el halcón peregrino y la cotorra serrana.

Vista y sentida en su conjunto, la sierra de Arteaga constituye un lugar inigualable, donde se puede disfrutar de la naturaleza aún salvaje, donde se puede caminar por bosques sombríos cubiertos de musgo y adornados con hongos multicolores, donde se puede escalar las rocas y hacer rappel, donde es posible explorar cuevas ocultas y bañarse en pequeñas cascadas de arroyos perdidos.

Desde algún puerto de la sierra de Arteaga aparecen, a lo lejos, rumbo al Oriente, los picos escarpados de la sierra que corresponde a Nuevo León. En especial llama la atención una montaña que se bifurca en dos picos, como los Cuernos del Diablo de la deliciosa historia El tesoro de los cóndores de Gérard Le Roux. Hacia el norte y hacia el este de la sierra de Arteaga continúan esas escarpadas y misteriosas montañas de riscos inaccesibles y profundos cañones, con manantiales, ríos y cascadas; se dibujan así paisajes contrastantes que van desde los típicos de las regiones frías hasta los espacios matizados de ambientes tropicales y húmedos.

Al oeste del epicentro de nuestra historia, al otro lado de Saltillo, se extiende el desierto. Éste parece yermo, árido y desolado, pero está repleto de vida, y también de misterios. Al recorrerlo podemos encontrar, en las rocas de las crestas de las lomas, dibujos ancestrales. Son los petrograbados y las pinturas rupestres, testimonio silencioso de la presencia prehistórica de los indios nómadas, los chichimecas, los hombres del desierto.

Para amar y respetar ese desierto, habrá que caminar por él, saborear tal vez el agua que se juntó en el hueco de una roca en la última lluvia, aspirar el aroma de las flores del huizache, acampar a la luz de una fogata de leña de mezquite y mirar un cielo cuajado de estrellas.

Es en estas regiones donde gira nuestra historia. Gira como el tiempo de los chichimecas, que transcurría a través de los ciclos de la lluvia y de la sequía, de la floración de los nopales y luego la presencia de tunas, de las noches que se acortan hasta el solsticio de invierno, y se alargan hasta el solsticio de verano. Todo ello da vueltas como un remolino que pareciera interminable, como un remolino que puede ser, a su vez, parte de algo más grande que también gira.

El Remolino

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