Читать книгу Secuestro historias que el país no conoció - Humberto Velásquez Ardila - Страница 10
CAPÍTULO 3
ОглавлениеPresencia subversiva en universidades: una realidad
CONTINUAMOS CON EL SECUESTRO y posterior rescate de un joven bogotano, a quien llamaremos John K., hijo de un acaudalado transportador y comerciante de inmuebles en Bogotá. John K., era un profesional que trabajaba con su padre en actividades inmobiliarias. Sin embargo, buscaba hacer negocios que le permitieran independencia económica. Un allegado a la familia vio la oportunidad ilícita de conseguir dinero y buscó contactos en el mundo delincuencial para planear y llevar a cabo el secuestro.
Transcurría el mes de enero de 1995, fecha en la que John K., fue engañado para que, en el desarrollo habitual de sus negocios, se desplazara cerca de los municipios de Villeta y La Vega para conocer unos predios para algún tipo de desarrollo inmobiliario. Los bandidos no la podían tener más fácil: paraje rural donde no habría testigos ni mayor resistencia. Una vez allí, el joven John K., es reducido, sometido y trasladado al lugar de cautiverio en un sector sur de Bogotá, desde donde comenzaron a pedir a su padre, una gran cantidad de dinero: veinticinco millones de dólares. Los métodos de comunicación eran novedosos y diversos; llamadas telefónicas que al ser rastreadas arrojaban números no asignados, cartas con sellos y códigos. Las pruebas de supervivencia eran preguntas que enviaba la familia, cuya respuesta solo sabía el plagiado. Esto demostraba que nos encontrábamos ante una organización fuerte, integrada por varias personas que tenían diversas funciones ilícitas.
Mi jefe nuevamente me asignó el caso para realizar labores de inteligencia. El contacto con la familia lo mantenían el comandante del Unase y el jefe de la unidad del DAS. Al analizar las rutinas que se presentaban en este caso y luego de permitir que la familia entablara una negociación ficticia con los captores, logramos determinar que, para enviar las misivas extorsivas y las pruebas de supervivencia, los secuestradores utilizaban tres puntos de atención de una empresa de mensajería muy conocida en Colombia: en las oficinas situadas en la avenida 19 con carrera 4.a, en el barrio Carabelas y en Santa Isabel, en Bogotá. El grupo de trabajo determinó que los secuestradores estaban empleando varios métodos de comunicación, ya que llamaban a diversas horas y de diferentes abonados telefónicos. Llegaban cartas firmadas por un supuesto grupo de brigadas rojas subversivas. No sabíamos si al secuestrado lo tenían en Bogotá o en algún lugar cercano de donde había sido plagiado. Lo único que teníamos para continuar con la investigación era vigilar los lugares desde donde estaban enviándose las cartas. Entonces, junto con dos compañeros del DAS, procedimos a cubrir los diferentes sitios desde donde provenían los paquetes, y la mejor manera de controlar la situación era trabajar infiltrados en los puntos de atención de la empresa de mensajería. El área de seguridad de la firma autorizó el trabajo y así llegamos a prestar nuestros servicios como empleados corrientes. A mí me correspondió la oficina que más movimiento tenía, la de la avenida diecinueve con cuarta y allí ingresé a trabajar recibiendo paquetes, pesándolos, empacándolos y haciendo todas las labores de atención al público; cumplía horario de trabajo de lunes a sábado. Durante más de treinta y cinco días, estuve pacientemente, con poco tiempo hasta para almorzar, llegando a las ocho de la mañana y saliendo a las ocho de la noche. Se revisaban todas las cartas que cumplieran con determinadas características. Nadie podía saber que éramos «tiras», como coloquialmente nos llamaban a los detectives. Ese era nuestro cargo en el DAS, detectives y solamente el responsable de ese punto de atención sabía cuál era mi actividad.
Dentro de la rutina diaria no había pasado nada, no habían vuelto a mandar cartas extorsivas y no había información de que fuera a llegar alguna nueva. Estaban pidiendo cincuenta millones de pesos por enviar una prueba de vida, ¡por Dios! Ante la falta de dinámica en el caso, el jefe determinó relevarme del punto de mensajería y mandar a un nuevo funcionario, por lo que tenía que estar pendiente al día siguiente para el cambio. Llegué temprano, como siempre, y trabajé en la mañana. En la tarde llegó el compañero. Yo ya casi iba de salida y él se quedaría en el lugar. Estaba explicándole cómo funcionaban las cosas, cómo se atendía, cómo se les colaboraba a los compañeros de la empresa y también indicándole qué era lo que buscábamos. ¡Sí, buscábamos a una persona de quien no teníamos ningún tipo de información! Se debía determinar quién ponía la carta con pruebas de supervivencia o extorsivas, teníamos que orientarnos por la dirección del destinatario (cerca de la 102 con 11), que tuviera determinado remitente, pues los secuestradores utilizaban algunos alias ya conocidos. Generalmente era un sobre de manila, delgado, con poco contenido.
En ese momento, de forma providencial, llegó un sujeto de mediana estatura, trigueño delgado, aproximadamente de unos treinta y ocho años. Pidió el servicio de mensajería para un sobre que cumplía con las características y descripciones que ya habíamos determinado. Al darnos cuenta de esto, le pedimos al jefe del punto de atención que por favor lo atendiera y lo demorara un poco mientras nos organizábamos para efectuar el seguimiento. Tan pronto salió el sujeto procedimos a seguirlo. Para tal fin yo llevaba en un morral pequeño algunos elementos (dos gorras y una chaqueta) que me permitieran cambiar de indumentaria, por lo menos para variar un poco la apariencia. Habitualmente me movilizaba en una motocicleta oficial, pero preferí dejarla, llamar al jefe para que la recogieran, ya que teníamos que irnos en transporte público o a pie para poder efectuar mejor el seguimiento. Era una oportunidad única que no podía desaprovecharse. El sujeto procedió a tomar una buseta que iba por la calle 19 y giró hacia el sur por la carrera 30. En el mismo vehículo nos subimos mi compañero y yo; él ocupó un puesto delantero y yo me senté en la parte de atrás. Eran las tres y media de la tarde. El recorrido duró alrededor de cuarenta minutos y no nos despegamos ni un solo instante del sujeto, pues si llegábamos a perderlo, o nos detectaba, se pondría en grave riesgo la vida del secuestrado John K. El hombre se bajó frente al barrio Santa Matilde, con mala suerte para nosotros porque estaba buscando apartamento y entraba y salía una y otra vez a diferentes inmuebles que tenían avisos de «Se vende» o «Se arrienda». Afortunadamente nos dimos cuenta de lo que hacía, y así no caímos en el error de tener una dirección errada. Lo seguimos por más de ocho sitios, y mi compañero por algún motivo lo perdió. Cuando me di cuenta de que estaba solo, mantuve discretamente la vigilancia, ya que en una ciudad tan grande como Bogotá era imposible esperar que llegaran apoyos de manera rápida desde el norte, donde funcionaba el Unase. Finalmente, casi a las seis de la tarde, el individuo ingresó a una casa del barrio La Igualdad. Salió una señora, lo saludó amablemente y por su apariencia consideré que era la mamá. Mantuve la vigilancia por cuarenta minutos o tal vez una hora más.
En mi mente, claro, quedaron grabadas las características y facciones de este sujeto. Era una persona que aparentaba tener un modo de vida medio, vivía relativamente bien, con una familia constituida. Ya con el lugar de residencia ubicado, di dos vueltas a la cuadra. Estaba feliz, «había quemado la casa» del secuestrador. El término «quemado» se refiere a haber logrado ubicar la vivienda donde reside algún objetivo; es muy utilizado en el argot de autoridades. Tomé transporte público hacia mi casa, ya que la moto se había quedado en el punto de trabajo. Desde allí llamé a mi jefe, le di la noticia de que al día siguiente era probable que llegara una carta extorsiva a la familia y que yo ya tenía el lugar donde residía el sujeto que la había enviado. Me citó y pidió que llegara al día siguiente al Unase (que funcionaba en ese momento en el batallón Rincón Quiñones). Él iba a transmitir el mensaje para estar alerta de la carta.
Descansé bastante, incluso me levanté más tarde de lo habitual y posteriormente tomé transporte hacia la oficina, donde casi todo el Unase me esperaba ansiosamente. Se haría una reunión de trabajo que conllevara a la nueva línea de investigación. Instantes después de haber llegado a la oficina, la familia nos comunicó que habían recibido la carta extorsiva, que tenía las características que nosotros habíamos informado y, por lo tanto, la persona que habíamos seguido era, efectivamente, uno de los secuestradores que estaban pidiendo la gruesa suma de dinero y que mantenían cautivo a John K. Procedimos a diseñar unas tareas que nos permitieran mantener la vigilancia sobre el inmueble. Permanecíamos en ese lugar dieciocho o veinte horas al día, participábamos la mayor parte de detectives del DAS, Unase Cundinamarca y un buen grupo de integrantes del Ejército Nacional, oficiales, suboficiales y soldados. Durante los primeros días yo era la persona que más estaba en el lugar, pues les mostraba cuál era la casa, quién y cómo era el objetivo. Nuestro sujeto salía antes de las ocho de la mañana, tomaba el transporte sobre la avenida Quito y se dirigía a diferentes lugares. En la carrera 30, cerca de El Campín, se encontraba con una amiga o novia, otras veces iba al cine. Detectamos que todos los días sobre las siete de la mañana caminaba para llevar a su pequeño hijo a un jardín infantil cerca de su domicilio. La orden era seguir la negociación, pero mantener vigilancia permanente, y así logramos saber que el sujeto había hecho un contrato de arrendamiento. Posteriormente, en un día festivo, se mudó al nuevo apartamento, aproximadamente a unas quince cuadras del otro domicilio. Diagonal al nuevo lugar había un sitio de impresión, no sé cómo llamarlo, como una pequeña imprenta de publicidad y allí pedimos el favor de que nos dejaran montar un puesto de vigilancia. Accedieron.
Periódicamente informábamos sobre el desarrollo de nuestra labor a la fiscal delegada ante el Unase y al comandante Flórez. Tomábamos fotos y rutinas de este sujeto, de la persona que al parecer era su novia, de cuando iba a dejar al niño al colegio, de la familia, de la señora madre, de todos los que integraban su núcleo familiar y de las personas que se encontraban con él. Estas vigilancias se mantuvieron durante un largo tiempo, tal vez de treinta y cinco a cuarenta días, en espera de que la familia diera el aval para que procediéramos a hacer algún otro tipo de movimiento. Paralelamente estábamos investigando quién había entregado al secuestrado, qué persona había dado la información, porque si bien es cierto que los veinticinco millones de dólares que pedían era mucho dinero, también es cierto que la familia estaba en capacidad de pagarlos.
Mediante las vigilancias efectuadas se estableció que este individuo era el negociador, era quien hablaba con la familia y quien llamaba. Entonces tocaba identificarlo. ¿Cómo lo haríamos? Diseñamos un retén militar en una calle por donde él pasaba antes de llegar a su domicilio y abordamos a muchas personas, principalmente hombres, a quienes les pedíamos la libreta militar. Entre los abordados estaba el negociador y así obtuvimos el nombre. ¡Íbamos bien! Ahora teníamos otra línea de trabajo para averiguar toda su vida partiendo del nombre obtenido. Descubrimos que era un ingeniero de sistemas que dictaba clases en varias universidades.
Por otra parte, al efectuar los seguimientos logramos detectar la central de comunicaciones desde donde se efectuaban las llamadas a la familia, ya que cada vez que se producía una llamada extorsiva, previamente este sujeto había llegado a ese lugar. Funcionaba en un tercer piso, frente a la plaza de mercado del barrio 12 de Octubre. Todos los días realizábamos alguna actividad, tomábamos más fotos y más información de personas que se encontraban con él. Regularmente nuestro objetivo ingresaba a la Universidad Nacional, también a la Universidad Antonio Nariño y mantenía reuniones con diferentes personas. Vigilábamos igualmente a varios hombres que salían de las reuniones cuando se producían las llamadas a la familia para pedir el dinero. Uno de ellos era ya mayor, tez trigueña, delgado y de baja estatura. Se retiró del lugar antes que los otros, así que con un compañero lo seguimos; abordó un bus de servicio público hacia el centro, se bajó en la calle 19 con carrera 8a y caminó hacia el norte. Ingresó a una pequeña cafetería donde se encontró con un individuo de similar edad, quien lo esperaba. Le dije a mi compañero que continuara la vigilancia mientras yo conseguía un fotógrafo o una cámara para tomarles una fotografía y averiguar quiénes eran esos personajes. Me desplacé hasta un lugar cercano donde tomaban fotografías, me identifiqué con el encargado del local, le pedí que me ayudara con esa labor porque era para una investigación. Sin embargo, por temor no quería autorizar, pero finalmente uno de los empleados me acompañó y logramos tomar dos fotografías que pagué con mis recursos. Fotos que al día siguiente reclamé y envié con mi jefe para que se las mostraran al padre del secuestrado. Con sorpresa total, me informaron que el segundo sujeto era el tío del secuestrado, hermano del papá. Era casi un hecho que él lo había entregado. ¡El tío!
Por otra parte, la situación de la familia de la víctima era de total indecisión, no querían poner en riesgo la vida del secuestrado, el temor era muy alto, y hasta donde tengo entendido solamente el padre dio el aval para diseñar el operativo final que conllevaría al rescate de su hijo. Puedo decir que nos mandó razón para que continuáramos con los diferentes pasos investigativos y operativos mientras le dábamos tiempo a negociar.
Eran muchas las personas a las cuales estábamos siguiendo, quizá algunos amigos ocasionales de nuestro objetivo negociador y también a personas que estaban involucradas en el plagio. Una vez estructurado el organigrama inicial de la organización criminal, pudimos determinar que, a quien seguíamos, era uno de los mandos del grupo secuestrador, no era un participante común, no iba al sitio donde mantenían al secuestrado. En un secuestro extorsivo hay una división de tareas: unos entregan la información, otros hacen la inteligencia sobre el objetivo, otros levantan, unos cuidan, otros dirigen, unos financian, otros negocian, etc. Pero ¿cuál era el siguiente paso? Estábamos ante una organización grande, personas que ante cualquier tipo de amenaza o cercanía de las autoridades no iban a pensar dos veces en hacerle daño al secuestrado y en perdérsenos del radar. ¡El dinero que estaba en juego era una fortuna!
Diseñamos entonces un esquema de presión psicológica que pudiéramos emplear, en un futuro, sobre alguna de las personas que abordáramos. Sin embargo, nuestro mayor conocimiento era sobre el sujeto que puso la carta el primer día; teníamos todo sobre él, así que definitivamente era el elegido.
Y así es como muy temprano, a las seis y media de la mañana de un martes de abril de 1995, elegimos los mejores hombres que en ese momento integraban el Unase militar, tanto del DAS como del Ejército. Situamos dos carros en la ruta por la cual se movía el sujeto para llevar a su hijo al colegio, un camión carpado y otro vehículo campero que tenía una reacción más rápida. Los grupos Unase eran bastante integrales, después de que lograban estabilizarse daban frutos muy buenos. Era gente muy comprometida, gente que tenía claro que el objetivo era sacar con vida a una persona que estaba cautiva en calidad de secuestrado. A las seis y cuarenta y cinco el objetivo salió de su nueva residencia para llevar a su pequeño hijo al jardín infantil, lo entregó a la profesora, se despidió y no se devolvió a su casa, sino que tomó hacia la carrera 30 o la avenida NQS de Bogotá. La suerte estaba echada para él, para nosotros… y quizás para el secuestrado. Aquí la decisión era halar la punta del hilo para que nos condujera al final. Si nos equivocábamos el riesgo era inmedible para el secuestrado. Nosotros éramos autoridad, andábamos armados, teníamos un empoderamiento muy grande, casi imbatibles. Un oficial, dos suboficiales, un soldado y dos detectives del DAS (yo uno de ellos) procedimos a abordar a nuestro objetivo. El sujeto sabía que andaba en malos pasos, pero opuso resistencia y gritó que le íbamos a causar daño. En pocos instantes ya estaba dentro del camión donde se había acondicionado una caja grande oscura para trasladarlo a otro lugar, hacia las afueras de la ciudad. Llegaríamos a una zona boscosa con el objetivo, todo estaba milimétricamente calculado. No podíamos permitir que se comunicara, no podíamos dejar que mandara una sola señal porque nos mataban al secuestrado. Ya en marcha, se le dijo que se calmara, que saliera de donde estaba metido, que se sentara, pero seguíamos todos dentro del camión. Junto con un teniente estábamos acompañándolo, le indicamos cuál era la situación. Lo teníamos identificado. Tenía un carné de docente por horas de la Universidad Nacional y otro de la Universidad Antonio Nariño. Era claro que el sujeto había perdido y nosotros, como Unase, le íbamos ganando la partida. Tocaba aprovechar esa ventaja para lograr sacar el caso adelante.
Si él nos colaboraba, nosotros podríamos ayudarle. Era un gana-gana. Inicialmente estaba totalmente cerrado, no nos decía nada, solo que él no era, que estábamos cometiendo un grave error. Comenzamos a mostrarle fotos donde se encontraba con diferentes personas, incluso de su vida familiar. Hicimos que escuchara algunas grabaciones de la negociación donde le dejamos claro que era quien estaba negociando… y aun así negaba.
Ante esta actitud pasamos a aplicar «métodos» no tan convencionales. Era simplemente jugar todas las cartas que nos quedaban. Le mostramos las fotos de los seguimientos y le preguntamos por quienes allí aparecían. Él decía «este es un amigo», «esta es una persona que estudia conmigo», «este es un alumno»… Diferentes evasivas que buscaban sostener su fachada de docente. Las siguientes fotos que le mostramos incluían a su señora madre, a su amiga, incluso a su pequeño hijo cuando lo llevaba hacia el colegio. Ahí su perturbación fue infinita y su miedo, insostenible. Se dio cuenta de que teníamos localizada a su familia, de que teníamos ubicados a los seres que más quería y que negarse a colaborar y a aceptar los hechos era casi un suicidio.
¿Pero qué teníamos que hacer? Plantearle un acuerdo, una negociación, hasta que nos dijo:
—Yo no sé dónde está el secuestrado. Yo formo parte de una nueva estructura de brigadas dependientes del ELN y nos han puesto en Bogotá para organizar un grupo urbano que permita realizar algunas acciones de impacto a favor del ELN y que sea autosostenible. Los veinticinco millones de dólares que estamos pidiendo son para eso, no son para mí, yo soy un integrante más, un ideólogo más de este grupo, pero no sé dónde está el secuestrado.
¿Quién sabe...?
Dentro de todas las fotos llamaba la atención un sujeto que solamente llegamos a ver en la Universidad Nacional, alto, mechudo, joven, blanco, a quien nos señaló como el verdadero jefe de la estructura:
—Este es el jefe, él es mi punto de contacto, si necesito una prueba de supervivencia él la trae, se demora poco en conseguirla, por ahí dos días y sobre cualquier cosa recibimos instrucciones de esta persona.
¿Cómo lo ubicábamos?
¡El reto era grande! Alrededor de las nueve de la mañana aún estábamos en un sector boscoso alejado de la ciudad. El sujeto, a quien ya conocíamos como Mateo, nos plantea:
—Yo se lo ayudo a ubicar, pero dejen quieta a mi familia y a mi novia, no se metan con ellos, es la primera condición... Yo soy consciente, la embarré y si tengo que pagar por eso voy a hacerlo, pero no se metan con mi familia ni con mi novia.
Dialogamos entre nosotros… analizamos… era claro, su novia —o su amante— era una más de los subversivos. Él tenía una esposa, la mamá de su hijo, quien era una señora que permanecía generalmente en su casa, pero su amiga o novia, a quien identificó como Cristina, sin duda era otro integrante del grupo y teníamos que tomar decisiones. El tiempo corría, el hilo que estábamos halando estaba entrabado. El liderazgo que yo ejercía en el grupo, en ese momento, era grande.
La investigación se orientó gracias al seguimiento efectivo sobre la persona que colocó la carta, de ahí partimos. Cualquier señal que el capturado lograra enviar sería mortal para el secuestrado, lo perderíamos todo. Ante esta disyuntiva le garantizamos que su familia no iba a tener ningún problema con nosotros y le dijimos que su novia Cristina tendría un día a partir del momento en que se definiera la situación para que «se perdiera» y no se dejara encontrar por nosotros, esa era la negociación. Llegamos al punto en que le permitimos llamar a su novia y ponerle una cita en un sitio público, el cual estaría controlado por nosotros. Allí llegamos, era una cafetería normal y Mateo se sentó a esperarla. En el lugar había una mesa donde se ubicó el objetivo, y a su alrededor se encontraban cuatro mesas ocupadas por más de diez funcionarios del grupo Unase. No tenía escapatoria. Él nos estaba colocando a otra integrante del grupo delictivo, a otra responsable, pero teníamos que cumplir, no era capturar a una persona, era rescatar con vida a un secuestrado.
Al poco tiempo llegó Cristina, venía muy contenta, hasta que su novio comenzó a contarle todo lo que estaba pasando. Vimos cómo a ella le cambió el semblante, se puso a llorar y al cabo de cinco minutos ya no sabía cómo reaccionar, miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaban totalmente rodeados. Procedimos a pedirles a los dos que nos acompañaran a un sitio cercano, a una casa de seguridad que teníamos. No querían, pero no tenían alternativa. Estábamos moviéndonos por barrios como La Esmeralda, Teusaquillo, La Magdalena, lugares muy centrales y conocidos en Bogotá, cercanos a la Universidad Nacional. Finalmente accedieron a acompañarnos, la situación para ellos era de mucha tensión, y más cuando los separamos, pues cada uno fue subido a un carro diferente. La ventaja de trabajar con Ejército es que los grupos son muy grandes y las tareas pueden dividirse. En el vehículo principal nos movíamos en una burbuja protegida por todos los compañeros. Si alguien hubiera querido abordarnos no habría podido hacerlo, pues inmediatamente habría sido controlado por la seguridad que nos rodeaba, ni siquiera la policía podría pararnos. Ingresamos al lugar escogido, cerca al sector denominado ‘Park Way’, que estaba semivacío. Nuestros capturados no sabían que los teníamos en el mismo sitio.
—Y ahora, señores, ¿cuál es el paso siguiente? —El tiempo transcurría y no podíamos dejar que llegara la noche. Ya les habíamos dado nuestra palabra, estábamos dispuestos a cumplir, sin embargo, alias “Mateo” nos preguntaba cómo íbamos a garantizarle la seguridad de su familia y la libertad de su novia. Lo garantizamos con nuestra palabra.
—Usted dice que nos entrega al jefe de la banda, que él sabe dónde está el secuestrado, y nosotros respetaremos la palabra empeñada. —Qué reto tan grande, pero no tenía otra opción que confiar en nosotros.
—A las tres de la tarde tengo cita con el cabecilla en el interior de la Universidad Nacional, en una plazoleta muy conocida llamada Che Guevara. Allí nos encontraremos para ultimar detalles de la negociación, ya que se está presionando porque no hay dinero y se va a recibir un anticipo de quinientos millones de pesos —manifiesta el capturado Mateo.
Procedió a describirnos al cabecilla, incluso nos dijo que se movía en un automóvil Mazda con placa terminada en 727.
De inmediato convocamos a una reunión de crisis, urgente, presidida por el comandante del Unase y el coordinador DAS. ¿Qué hacemos? No tenemos otra opción que creerle, y permitir que cumpla la cita. ¿Qué pasa si no cumple la cita? Entre los miembros de estas organizaciones están establecidos los que se llaman «métodos de comunicación» o «automáticos». Si no se cumple una primera cita en un lugar que ha sido pactado, se acudirá a una siguiente en otro sitio más seguro. Todo está hablado entre ellos previamente y si no se asiste a la segunda reunión, hasta ahí llega todo, la negociación se rompe, se daña el hilo conductor.
Imagínese el Ejército Nacional y el Unase entrando a cubierta a la Universidad Nacional, junto con el DAS, el organismo de inteligencia del Estado, amado por muchos, odiado por otros, entre ellos por un vasto sector de juventud y de estudiantes que no entienden su trabajo y no apoyan sus métodos.
Nuevamente acudí a Inteligencia del DAS para pedir que nos pusieran en contacto con colaboradores o agentes de la institución que laboraran como infiltrados en esa universidad. Estábamos muy cerca y la situación era urgente. Me contactaron con dos compañeros, una pareja, muchachos muy normales, pasaban fácilmente como estudiantes. Él tenía pelo largo y cola de caballo, y ella era muy joven. Les puse cita en una panadería, cerca de la iglesia del Milagroso de Buga que queda en el sector. Solo fui con una compañera, pues confiaba plenamente en mis colegas del DAS. Les comenté que teníamos que hacer un trabajo en la plaza Che Guevara y eventualmente sacar a dos personas hasta la calle 26 o Avenida Quito, y les pregunté que cómo estaba la situación, que cómo veían la operación. Creo que les gustaba la acción, pues de una vez ofrecieron colaborar. Nos informaron que la presencia de grupos guerrilleros era fuerte, principalmente por parte de “elenos” (pertenecientes al ELN), pero que en esos días la universidad estaba calmada y que, si queríamos, ellos estarían allí en la plazoleta para avisarnos si veían movimientos raros. Así quedamos. Nuestros compañeros encubiertos se despidieron y se dirigieron a hacer la vigilancia en la plazoleta de la universidad, donde iba a hacerse la reunión.
Inmediatamente retornamos al punto de concentración y continuamos la charla con el capturado, alias “Mateo”, y le dije:
—Señor, vamos a llevarlo al sitio, usted va a entrevistarse con el cabecilla en el interior de la universidad. La prenda de garantía es su amiga, quien se quedará con varios funcionarios en algún lugar de Bogotá, y cuando usted cumpla su cita y vuelva, nosotros cumpliremos nuestra palabra y le daremos libertad a su amiga Cristina.
Sin embargo, el capturado presionaba para que la dejáramos ir ya, que él iba a cumplir. Es obvio que no podíamos acceder a eso, había mucho en juego y no podíamos dejar cabos sueltos. Es eso o nada. Ella se fue con dos soldados y un funcionario del DAS hacia otro lugar, mientras se desarrollaba la cita.
El tiempo era muy corto y por eso ya estaba organizado el siguiente paso. Íbamos para la Plaza Che Guevara de la Universidad Nacional, en uno de los taxis que teníamos a nuestro servicio. Ingresé a la plazoleta junto con soldados de similar apariencia, jóvenes, con cortes de cabello muy normales, y una vez allí divisé a la pareja de compañeros de inteligencia que estaban apoyándonos a cubierta. Me sentía seguro de que íbamos a ganar.
Nos comunicamos con el grupo de afuera y les informamos que todo estaba listo, que dejaran pasar a Mateo, quien entraría custodiado de manera discreta por dos suboficiales del ejército. Las instrucciones eran claras, tenía que esperar la llegada del cabecilla y hablar con calma, caminando y tratando de llevarlo hacia alguna de las puertas de la universidad. Afuera teníamos cuatro carros que reaccionarían prontamente para sacarnos a los cinco detectives que estábamos adentro.
Los compañeros del DAS nos indicaron que no veían gente diferente a la habitual y que la situación estaba controlada. Por su parte, Mateo tenía que tratar de sacar al cabecilla a un sitio que nos facilitara capturarlo y subirlo a un vehículo. Teníamos aún bajo nuestro control a la mujer, que era la prenda de garantía, y por eso tenía que cumplir.
Efectivamente llegó el sujeto; ya lo conocíamos, era alto, joven, apariencia intelectual; ahora tenía barba. Llegó directo, abordó a Mateo sin ningún temor ni prevención. Buscamos si alguien lo acompañaba y no detectamos a nadie; se sentía muy confiado en la universidad, era un terreno que conocía. Comenzaron a hablar y a caminar, pero infortunadamente no teníamos la tecnología para escucharlos y habían pasado más o menos diez minutos. Nos dimos cuenta de que algo no andaba muy bien, que quizás nuestro individuo estaba hablando más de la cuenta y eso estaba poniendo en grave riesgo la operación. ¡Había que pensar rápidamente! Pedí que trajeran los carros lo más cerca posible, llamamos dos camperos para que se parquearan frente a la puerta de la carrera 30, cerca del puente curvo que ingresa al barrio La Soledad.
Los vehículos permanecían encendidos y allí teníamos a otros cuatro compañeros más, éramos siete personas. Los agentes de inteligencia ya no estaban, habían apoyado desde el inicio, pero ya se habían retirado y nosotros estábamos como a diez metros de la puerta. Le dije a mi compañero:
—O lo sacamos y nos lo llevamos… ¡o esto se jodió!
Y es así como en un momento, en un instante, uno de los sargentos que me acompañaba se encargó de inmovilizar al primer objetivo, y junto con un soldado nos le fuimos encima al cabecilla, lo inmovilizamos y lo botamos hacia la calle, donde lo abordaron tres compañeros más, que lo subieron a uno de los camperos. Mateo fue montado en la cabina de un furgón que teníamos cerca y se alejaron del sector hacia un lugar seguro que teníamos dispuesto. Por otra parte, cuando el cabecilla reaccionó, ya estaba en un carro, tendido en el piso con cinco personas que lo controlaban. El vehículo arrancó a gran velocidad hacia el siguiente punto de encuentro.
En el sitio se quedaron dos integrantes del grupo, quienes nos informaron cuál había sido la reacción de la gente, principalmente de los estudiantes de la universidad. Algunas personas llamaron a la policía, y desde lejos observamos cómo la policía empezó a moverse, abordó el otro carro del Ejército que había quedado allí, y retuvo a dos compañeros por espacio de veinte minutos aproximadamente, para verificar si era cierto que estaban efectuando una captura, si tenían documentos que lo demostraran. La situación estaba así preconcebida, no tenían nada, llevaban las armas normales y tenían todo el tiempo del mundo para dar las explicaciones, mientras nosotros nos alejábamos del lugar. Ya habíamos establecido un punto de control cercano a la sede del Unase, al batallón Rincón Quiñones. Hasta allí nos dirigimos.
Alias “Mateo” iba con dos custodios en el furgón; sin embargo, por su nerviosismo, intentó fugarse y se lanzó del vehículo, pero fue recapturado de inmediato por el sargento que lo llevaba; finalmente llegamos a la casa de seguridad y los ubicamos en diferentes esquinas, a Mateo y al nuevo capturado. Inmediatamente se impartió la orden:
—Dejen ir a la mujer que está en garantía. Díganle que tiene veinticuatro horas para que organice sus cosas, desaparezca del radar y que no ponga en riesgo la operación.
Quienes la custodiaban procedieron a subirla nuevamente a un taxi de nuestro uso, y fue acompañada hasta un lugar cercano a la plaza de toros, en La Macarena.
El grupo de choque y los jefes del Unase nos quedamos con el negociador y el cabecilla, y ahí comenzó una nueva conversación disuasiva con los capturados. El segundo objetivo aceptó ser el cabecilla y formar parte del frente urbano que delinquía en Bogotá. Su formación académica le permitía ser uno de los ideólogos que les reportaba a los cabecillas principales de esta guerrilla. Bajo su responsabilidad estaba la conformación de una nueva estructura del ELN en Bogotá, a la cual denominaban ‘Brigadas Rojas’, y tenían que conseguir recursos para su creación y sostenimiento. Estas instrucciones provenían directamente del Comando Central del ELN. Sobre el secuestro nada decía.
El cabecilla era uno de los estudiantes «eternos» de la Universidad Nacional, pertenecía a la facultad de Ciencias Sociales y estaba estudiando hacía más de nueve años sin culminar carrera. Su domicilio lo alternaba entre las viejas residencias universitarias situadas cerca de la universidad y una casa en el sur de la ciudad. Tenía aproximadamente treinta y cinco años, hablar pausado, barba escasa y gafas pequeñas claras, vestía ropa oscura con un gabán largo y delgado. Era una persona estructurada, inteligente y calculadora.
Junto con un teniente del Ejército entablamos charla con el sujeto, le dijimos que teníamos al negociador y a la novia del negociador —lo cual ya no era cierto—, que lo mejor era entrar a negociar, que ya estaban perdidos y que no iban a ganar un peso. Seguía callado, pensativo. Pidió hablar a solas con Mateo, el negociador, lo cual se le permitió en el mismo salón grande donde los teníamos. Al terminar la conversación se dirigió a nosotros y nos manifestó que el secuestrado John K., estaba en una casa al sur de la ciudad, que ese lugar estaba acondicionado con explosivos y que si irrumpíamos allí se activarían. Pidió llegar a un buen arreglo, porque incluso estaba dispuesto a pagar con cárcel y no decir nada.
Para esa época ya existían los celulares y teníamos las fuentes en las empresas de telefonía que nos suministraban los listados de llamadas, con inmediatez. Era una carrera contra el tiempo y la división de tareas era imprescindible. En menos de media hora ya estábamos analizando las llamadas que había efectuado el cabecilla desde su celular, nos concentramos en la ubicación del equipo durante las horas de la noche y en las llamadas efectuadas o recibidas de teléfonos fijos, lo que serían buenos indicios. Este análisis nos permitió obtener cinco direcciones de inmuebles en el sector de Bosa y de Kennedy, donde eventualmente podrían tener al secuestrado. Ya no dependíamos solamente de lo que nos dijeran los capturados, habíamos dado un paso muy grande. Si teníamos que allanar todas esas viviendas lo haríamos, esa era la decisión.
Nuestro objetivo era sacar con vida al secuestrado y por eso la primera opción era que el cabecilla capturado colaborara. No pensábamos soltarlo, eso no estaba en negociación, pero si hubiera posibilidad de llegar a algún acuerdo, sería lo mejor. El sujeto aceptó saber el lugar donde estaba el secuestrado y quiénes lo cuidaban. Además, nos informó que él era el jefe, por lo que podía dar una orden en cualquier sentido: libérenlo, háganle algo, mátenlo, muévanlo, etc.
Inmediatamente varias patrullas de inteligencia que se movilizaban en taxis y motocicletas comenzaron a desplazarse hacia el sector sur de la ciudad. Cada una llevaba una dirección y algunos datos para orientar la búsqueda. La capacidad investigativa, de inteligencia y de choque que tenían los Unase en gran parte estaba afianzada en la vocación de compromiso y sacrificio de sus integrantes, Ejército Nacional, DAS, CTI y Fiscalía. Al poco tiempo, un compañero que se movilizaba en una motocicleta, y que conocía muy bien la ciudad, nos informó que habían ubicado un carro con características similares al usado por el capturado. Estaba en un parqueadero abierto, como a cinco cuadras de dos de los inmuebles que ya teníamos vigilados. Correspondía a un Mazda Asahi, cuyas placas concordaban con las conocidas. El vigilante del estacionamiento describió al propietario con características muy similares al cabecilla “eleno” capturado. Se ordenó mantener control sobre el vehículo y estar atentos por si alguien llegaba a moverlo.
Entonces el sujeto planteó que dejáramos en libertad a todos los involucrados, incluso a él, al negociador y a quienes estaban cuidando al secuestrado, y que nos lo entregaría sano y salvo, negocio que no nos servía. ¡Para nada! No podíamos llegar con un secuestrado que nadie cuidaba, que nadie negociaba, no podíamos llegar a decir que lo encontramos solo perdido en el sur de Bogotá. Estábamos dispuestos a ceder y a cumplir… pero tampoco así.
Para ese momento la fiscal del Gaula, Dra. Elisa la dama de hierro, nos buscaba por cielo y tierra. Sabía que nosotros habíamos lanzado el operativo del caso que ella investigaba y no conocía pormenores de la operación, pero ante tanto trámite judicial y burocrático era engorroso llevarlo por ese lado y, por lo tanto, nos metimos por la parte operacional directa. Era una flagrancia y no creíamos que la Fiscalía nos fuera a autorizar o apoyar para ingresar a la universidad como ya lo habíamos hecho. Lo hecho, hecho estaba.
El sujeto manifiesta:
—Hay ocho personas cuidándolo, son gente joven. Hagamos esto: yo llego a la casa, ingreso, hablo con ellos, ustedes me cumplen y dejan salir a cuatro. Además, de esos cuatro necesito que le den la libertad a la profesora.
La profesora Cristina era la amiga —o novia— del negociador, y ya la habíamos dejado libre. Era un buen negocio. Quedábamos con cuatro capturados en el sitio, cinco con el cabecilla, seis con el negociador. También había posibilidad de judicializar a otros implicados que cumplían otras labores, como el familiar que lo había entregado y otro sujeto que era el enlace entre la banda delictiva y la estructura guerrillera que lo mantenía. ¡Aceptamos!
Nos dirigimos al sitio. No estábamos cerca y por la ruta que tomamos pude determinar que la casa adonde íbamos estaba ubicada en un barrio denominado Bosa La Paz, de estrato bajo, dos quizá, con problemas de violencia y de inseguridad. Seguíamos indagando al secuestrador… ¿qué pasa con los explosivos?, ¿cómo está el secuestrado?, ¿quién lo entregó? No dijo nada. Algo seguía planeando… ¡No podíamos descuidarlo!
Todo estaba listo. Doce comandos llegarían con el cabecilla hasta la puerta, solo dejaríamos salir a dos de los cuidadores y luego… ¡adentro! El lugar de cautiverio señalado por el capturado correspondía a una de las casas que estábamos vigilando en ese barrio, cerca de un caño de aguas contaminadas, con calles destapadas y bastante movimiento de población. El sujeto sacó las llaves de la puerta principal para entrar. Tendríamos solamente dos minutos para ingresar, e íbamos a cumplir en parte, pues en los dos minutos dejaríamos salir solo a dos individuos. En esos momentos de extremo riesgo nadie se acordaba de los supuestos explosivos. ¡Los comandos querían meterse y salir de dudas!
Antes de ingresar el sujeto nos dijo:
—Aquí está el secuestrado. Yo ingreso y les garantizo que no va a pasarle nada, saldrá sano y salvo.
Él también cumplía, siempre insistía en que él era el responsable. Fue acompañado hasta la puerta, se le permitió que abriera con las llaves, pero no que cerrara la puerta y se le ratificó que tenía solo dos minutos para organizar las cosas. Al cabo de un minuto salieron dos niños, dos muchachos de quizás doce o trece años, que formaban parte del grupo que estaba cuidando el lugar y que vestían uniforme de un colegio distrital cercano. Instantes después sale otro que cuando mucho habría cumplido dieciocho años.
No salen más… e irrumpimos en la vivienda, un primer piso sin comunicación con el segundo. Allí, al fondo en una mesa de comedor junto a libros, múltiple propaganda subversiva, radios de comunicación y otros elementos, estaba el cabecilla que habíamos dejado entrar, sentado tomando agua, muy preocupado. No nos había dicho toda la verdad. Aparte de él solo había otro sujeto responsable de cuidar al secuestrado. Consiguió que dejáramos libres a tres y nos entregó uno solo. Como yo lo decía, era una persona inteligente, no estaba improvisando.
Ingresamos a un cuarto que se encontraba cerrado. Un sargento y yo lo abrimos con una barra metálica. Allí, en un colchón en el piso, se encontraba John K., llorando y rezando, sin imaginar qué estaba pasando y sin saber si ese era el último día de su vida o si quizás fuera el primero de la nueva libertad. Nos abrazó, no pronunció palabra. Le informamos que íbamos por él, que en pocos instantes iba a estar libre. No estaba amarrado, lo habían ubicado en un cuarto totalmente hermético, húmedo, con una puerta cerrada, un colchón, una grabadora y algunos libros; se encontraba en relativo buen estado de salud, podía movilizarse solo y hablaba de manera coherente.
El área estaba controlada. Inspeccionamos y se encontraron las llaves del automóvil de los sujetos; revisamos y no había nada interesante o relacionado con la investigación. La capacidad del Ejército para el control de área es importante para trabajar con seguridad y no correr mayores riesgos en las diligencias de levantamiento de planos e informes de campo. Estas labores siempre eran apoyadas por la patrulla de Criminalística del DAS, a quien llamábamos para que nos ayudara. Interrogamos al segundo sujeto, un bandido más sin poder de decisión solo cumplía las órdenes que le daba el hombre que nosotros detuvimos en la universidad. ¿Dónde están los explosivos? Afortunadamente era mentira, la casa no estaba dispuesta para que explotara. Sin embargo, los grupos antiexplosivos del DAS llegaron al lugar para acompañar el rescate que en ese momento realizábamos.
Procedimos a efectuar uno de los actos más emotivos que uno vive en un rescate de estos: llamar a la familia para que el secuestrado pueda saludarlos y darles tranquilidad. Contestó don Arquímedes, su padre. Increíbles sentimientos encontrados, llanto, alegría y total alboroto al otro lado de la línea. Dialogó con su mamá y con su esposa, todos desbordantes de júbilo. Luego llamamos a la fiscal y le informamos que habíamos logrado ubicar al secuestrado. Algo enojada nos felicitó por el éxito, reprendiéndonos por no haberle avisado, y de inmediato se dirigió al sitio para hacer lo que le correspondía. Era una mujer muy trabajadora y conocedora de su labor.
Una vez terminadas las diligencias judiciales, sacamos al secuestrado del lugar y nos llevamos a los capturados además de los elementos incautados, el vehículo, la propaganda y la literatura subversiva afín al ELN. A la hora de hacer cuentas, los capturados que quedaron eran el cabecilla, el negociador Mateo y uno de los que cuidaba al plagiado. Nos quedamos con tres secuestradores y, lo más importante, el secuestrado vivo. Además, había una casa y un carro incautados, algunas armas menores y propaganda guerrillera. Lo más importante es que logramos nuestro principal objetivo: sacar con vida a Jhon K. Y capturamos al principal cabecilla de este grupo de brigadas incipientes en el interior de la Universidad Nacional, patrocinadas por el ELN.
Aquí logramos rescatar, de un grupo terrorista, a una víctima inocente. Salvamos su vida y evitamos que entraran veinticinco millones de dólares que alimentarían la inseguridad de la capital de la República, dinero con el cual, en esos años, 1995 y 1996, esta guerrilla se habría fortalecido bastante y causaría muchos más daños a la sociedad.
Pero la investigación no quedó ahí, teníamos que ir por más. Al siguiente día allanamos el inmueble frente a la plaza de mercado del barrio 12 de Octubre, al occidente de Bogotá, desde donde se hacían las llamadas y se elaboraban las cartas extorsivas. Era una pequeña central de comunicaciones con sofisticados equipos programados para impedir que fueran rastreados, pues podían hacer ver como si el origen de la llamada fuera otro, por eso hablaban con mucha tranquilidad. En ese lugar se capturó a un sujeto profesional en ingeniería electrónica.
De igual manera, la fiscal llamó a imputación de cargos a las diferentes personas que teníamos identificadas, como al tío del plagiado, al mensajero que llevaba razones entre ellos, a la profesora Cristina —que nunca apareció—, entre otros. A los seis meses, desde la cárcel nos informaron que el cabecilla y otro de los capturados habían intentado fugarse por las cañerías de la cárcel nacional La Modelo, pero que afortunadamente habían sido detectados y se había frustrado la fuga. Y allí siguieron por un largo tiempo.
Fue un gran operativo, donde triunfó la sagacidad de los investigadores, en el que cualquier error habría conllevado a un desenlace fatal y donde venció la persistencia en sacar con vida a un secuestrado. ¿Cuánto perdió la guerrilla? No lo sabemos. Imagínese el riesgo tan grande con este operativo, no solo físico, sino jurídico y mediático. Todo esto pasa en la investigación y rescate de un secuestrado.
Las historias que he contado —y otras que contaré— son la forma como se mueve un rescate, como se asumen riesgos, se llega hasta el límite; hay una incertidumbre grande de pérdida… o de ganancia.
El secuestrado retornó sano y salvo a su hogar, con su padre, con su señora madre, con los suyos. Nos hicieron un agasajo, una misa, luego una comida espectacular, y alguno que otro reconocimiento, pero el premio más grande fue el triunfo moral, el triunfo interior que nadie puede quitarnos, el haber salvado una vida, evitando así que unos bandidos lograran su cometido. Eran épocas de Ramiro Bejarano como director DAS.