Читать книгу Secuestro historias que el país no conoció - Humberto Velásquez Ardila - Страница 9
CAPÍTULO 2
ОглавлениеPARA EL AÑO DE 1995, la presencia de las Farc en el departamento de Cundinamarca no tenía aún la dimensión que cobró en los años posteriores. El gobierno de Ernesto Samper no había cumplido un año cuando ya se veía que el periodo presidencial sería complejo. Para el caso que nos ocupa, la región del Tequendama se encontraba gravemente afectada por la presencia del Frente 42 de las Farc, denominado Manuel Cepeda Vargas, bajo el mando de alias “Giovanny”, “el Campesino” y ¨el Negro Antonio”, quienes delinquían y azotaban las poblaciones de municipios como La Mesa, Anapoima, Viotá, San Antonio, Tena, Tibacuy y Mesitas, entre otras. El municipio de Viotá se caracterizaba por tener una línea política del PCC (Partido Comunista Colombiano) muy fuerte. A pesar de existir diferencias entre los habitantes de la región con los cabecillas de las Farc que delinquían en esta zona, era un terreno abonado para que los bandidos mantuvieran allí a los secuestrados y exigieran el pago de extorsiones a los habitantes de la región e incluso de la capital de la República.
Comencemos con la historia de don Julio César, prestante político de la región, secuestrado por el Frente 42 de las Farc, el 7 de julio de 1995, en una finca de su propiedad ubicada en zona rural de Anapoima, cuando junto con su mayordomo recorría sus tierras. Fue abordado por hombres armados que lo obligaron a acompañarlos, y huyeron hacia la zona montañosa aledaña al municipio de Viotá. Aun cuando inicialmente se dijo que había sido plagiado para enviar un mensaje al gobierno nacional, días después comenzaron las llamadas extorsivas a su familia, entre ellas a su hijo, en las que exigían por su libertad la suma de diez millones de dólares.
El secuestro fue ampliamente repudiado por la clase política del país, ya que el señor tenía una amplia trayectoria como miembro del partido liberal, había sido ministro y senador y era líder político de la región del Tequendama. La comunidad organizó marchas pidiendo por su salud y por su libertad.
La competencia investigativa y judicial recaía en el grupo Unase Cundinamarca, integrado por el Ejército Nacional, la Fiscalía General de la Nación y el DAS. Yo apenas llevaba seis meses de experiencia en la actividad cuando mi jefe inmediato me asignó este delicado caso, «adelantar las labores de inteligencia para determinar la ubicación del secuestrado». Era una ‘misión de trabajo’ como se denominaban en nuestra institución. El contacto con la familia lo adelantaba el comandante del grupo y el coordinador de Policía Judicial del DAS. El fiscal y los investigadores nos dedicábamos a obtener la información y a realizar labor de inteligencia sobre el plagio. Siempre en un secuestro se manejan dos frentes de trabajo: un proceso de negociación que permite ganar tiempo y recolectar evidencias que serán utilizadas en procesos de judicialización posteriores, con las que también se busca adelantar procedimientos operacionales de rastreo de comunicaciones y ubicación de lugares desde donde provengan las llamadas extorsivas; el otro frente de trabajo lo conforman las actividades de inteligencia e investigación que permitan dar con la ubicación del secuestrado, su rescate y la captura de los responsables. Las comunicaciones extorsivas se hacían con radios de alta frecuencia HF que tenían que comprarse en los San Andresito de Bogotá y eran utilizados por radioaficionados. A través de un campesino de la región hicieron llegar una hoja escrita a mano con las claves a utilizar y las frecuencias y días en que se haría el programa de negociación. Cada una de las partes adoptaba un nombre ficticio; para este caso inicialmente se utilizaron ‘Pantera’ para el negociador de la familia y ‘Leopardo’ para los secuestradores. Aún no había equipos celulares.
En ese momento, recién llegado al grupo, junto con otro compañero del DAS, nos dedicamos a hacer la inteligencia. El objetivo era determinar el lugar donde tenían al secuestrado, quiénes lo tenían y demás datos que pudieran encaminar de manera efectiva el rescate. En poco tiempo ya sabíamos que estaba en manos del grupo terrorista Frente 42 de las Farc y que debía permanecer cautivo en el sector denominado Peñas Blancas, en la zona rural de Viotá. Era un secuestro complejo y el enemigo era fuerte.
Acudimos a la Dirección General de Inteligencia del DAS, que funcionaba en el emblemático edifico de Paloquemao en Bogotá, sede a la que en las comunicaciones cifradas que utilizábamos como detectives siempre nos referíamos como «La fábrica» o como «23 América». Allí mantenían reclutadas muchas fuentes humanas y había colaboradores en diversos lugares. Así que ante la necesidad de esclarecer este caso se hizo contacto con el grupo de Fuentes Humanas de esa Dirección, a quienes se recomendó buscar informantes que tuvieran acceso a ese blanco y a esa región. En menos de dos días nos llamaron para presentarnos a dos personas del sector y al agente de control. En las reuniones iniciales no mostraban el rostro, siempre se tapaban con pasamontañas. Tenían acceso a la región, conocían muy bien el terreno y les proveían alimentos a los guerrilleros, pero nunca habían visto al secuestrado. Llevaban productos como queso, pan y leche. Sin embargo, no estaban seguros de poder llegar a la ubicación del plagiado.
Las fuentes humanas, que comúnmente se conocían como informantes, eran colaboradores que brindaban información a la institución, relacionada con hechos que afectaban la seguridad ciudadana o la seguridad nacional. Eran manejados siempre por un oficial de inteligencia, o máximo dos. Se reunían en lugares externos, no acudían a oficinas de la entidad y generalmente solo entregaban datos a los agentes de control, ya que les tenían confianza y sabían que con ellos no corrían riesgo de fugas de información. Sobre estos colaboradores civiles que no tenían ninguna relación laboral con el Estado, se adelantaban procesos de selección y se les verificaba su confiabilidad. También tenían una ficha biográfica abierta y contaban con un código alfanumérico que los identificaba. Sus aportes siempre les generaban el pago de dineros que estaban contemplados en el presupuesto de la entidad. Así mismo, cuando se les asignaba una misión, se les daban recursos que les permitieran cubrir los gastos normales de manutención, transporte e incluso actividades de recreación como jugar billar, tomar alguna cerveza o trago, ya que en estos ambientes era donde se obtenía la mayor parte de la información.
Es así como con los bajos recursos que en ese momento contaban los Unase, y luego de que presentáramos a las dos fuentes humanas ante el comandante del grupo, se les dio algún dinero para que se fueran a la región, con unas instrucciones muy precisas. En lo posible debían volver con la ubicación del secuestrado. Tenían que saber cuál era la capacidad de los secuestradores, dónde lo tenían cautivo, cuál era la mejor ruta de acceso, quiénes eran los cabecillas, quién negociaba, averiguar cómo estaba su salud y todos aquellos pormenores que pudieran llegar a afectar una operación de rescate.
De manera paralela se venían trabajando otros casos, y por esto se coordinó otro operativo en un lugar de la región del Sumapaz. Se trataba del caso de un ciudadano transportador que era mantenido en la zona rural del cañón del Sumapaz, entre Pandi e Icononzo. Este operativo se realizó e infortunadamente, por las condiciones del terreno, los secuestradores del Frente 25 de las Farc lograron llevarse al secuestrado. No obstante, un guerrillero cayó muerto en el enfrentamiento, pero no se consiguió el objetivo del rescate. Estando allí, en pleno cañón del Río Sumapaz, me encontraba junto al mayor Flórez, cuando le avisaron que era importante hablar con los informantes del caso de don Julio, porque ya tenían la forma de llegar al sitio donde él se encontraba cautivo y que su situación de salud no era la mejor.
Salimos de este operativo y el comandante del Unase procedió a organizar la entrevista con las fuentes humanas. Participé en ella y quedé con la total convicción de que estaban diciéndonos la verdad. Eran personas maduras y proyectaban seguridad y seriedad en sus respuestas. Nos indicaron que el grupo que custodiaba al secuestrado era de doce guerrilleros, pertenecientes al Frente Manuel Cepeda Vargas de las Farc. La cuadrilla que lo custodiaba estaba bajo el mando de alias “el Campesino”, quien mantenía contacto con los cabecillas del frente, los encargados de la negociación. Tenían muchos víveres en el lugar, lo cual hacía pensar que pensaban demorarse allí. Habían instalado un cambuche con carpas y plásticos en un cafetal junto a una casa de un campesino de la región, y siempre dormían ahí y no en casa. Sobre armas, solamente habían visto que portaban pistolas y subametralladoras pequeñas, tipo Uzi.
Finalmente se dispuso todo para ingresar a la zona en la noche del 5 de agosto de ese año, cuando no había trascurrido ni un mes del secuestro. El planeamiento fue milimétrico, refuerzos con tropas especiales de Ejército, personal del DAS, armas, uniformes, chalecos blindados, raciones de campaña, rutas, etc. Nada podía quedar al azar, cada uno de nosotros sabía qué tenía que hacer y cómo reaccionar ante las diferentes circunstancias que se llegaran a presentar. No había necesidad de mostrar la foto de don Julio César era una persona por todos conocida.
El día indicado para iniciar la marcha se comenzó la movilización en dos camiones tipo NPR, semicarpados. Por el lado llevaban canastas de cerveza, de tal forma que no pudiera verse que iban tropas o personas dentro de ellos. Viajaba un comando élite bastante fuerte del Ejército Nacional, también un grupo de choque del Unase, soldados, y del DAS nos desplazábamos cinco detectives. Salimos del batallón Rincón Quiñones de la Brigada 13 del Ejército Nacional, con sede en Bogotá, tomamos hacia el sur, aproximadamente a las ocho de la noche. Avanzamos en silencio; nos movilizamos de la manera más encubierta posible; salimos por la Autopista Sur con destino a la región indicada, cercana al municipio de Silvania. Hicimos un breve alto en el camino para terminar de diseñar el ingreso y finalmente llegamos a un desvío que se encuentra en la carretera principal, para tomar por la vía que conduce a Tibacuy, pasando Silvania a mano derecha. Entrábamos a una zona con presencia guerrillera donde cualquier cosa podía pasar, una emboscada, o que nos salieran al camino, lo cual no convenía, pues podría frustrar los planes de rescate.
Los camiones iban distanciados; luego de recorrer una hora, en un sector más adelante de Tibacuy, en una trocha destapada, sector denominado Cumaca, procedimos a lanzarnos del vehículo para quedar escondidos en la vegetación mientras llegaba el otro camión. No recuerdo cuántos hombres integraban esta comisión, sin embargo, éramos cerca de cincuenta. Pocos hablaban, la tensión era extrema y la recomendación de permanecer en silencio era permanente. Una vez llegó el segundo grupo, muy bien armado y mimetizado, el mayor y junto con el coordinador, tenían dispuesto quiénes irían en el grupo de choque y quiénes quedarían en la retaguardia o en seguridad en áreas perimetrales. Solamente hasta allí vine a conocer el rostro de los dos guías, ya que en las entrevistas iniciales lo tenían cubierto. Eran campesinos, humildes trabajadores que quizás buscaban contribuir con la seguridad del país, pero también obtener algún tipo de ganancia por la colaboración que estaban prestando.
Yo tenía veintiocho años, los cumplía al día siguiente, 6 de agosto, y esperaba que mi regalo fuera el rescate sano y salvo del secuestrado don Julio César. Esas satisfacciones, esas alegrías siempre las llevaría dentro de mi corazón. Estaba dentro de los más jóvenes, por lo menos del grupo del DAS, y junto con mi compañero Marentes fuimos designados en el grupo de choque. Los demás compañeros que integraban el operativo tomaron posición para cumplir diferentes misiones.
Llegó el momento de comenzar a caminar. Eran más o menos las once de la noche, la visibilidad era muy poca, no se podían utilizar linternas, el terreno era bastante quebrado y en ascenso. Desde el lado de la montaña donde nos encontrábamos había que atravesar toda la cima y posteriormente bajar hasta unos cafetales de la vereda San Gabriel con destino al municipio de Viotá. La marcha, muy fuerte, se hizo silenciosamente. Cada rato nos caíamos, a veces perdíamos contacto visual ya que todos utilizábamos camuflado y ropa oscura; prácticamente íbamos agarrados uno del otro, nunca se hizo una escala larga, no nos detuvimos, siempre íbamos caminando pues aspirábamos a llegar a las cuatro de la mañana al sitio donde mantenían al secuestrado. Durante el recorrido era normal que las personas se afectaran por calambres, náuseas y sofocación, ya que la caminata era extenuante. Coronamos la cima de la montaña de Peñas Blancas a las cinco y media de la madrugada; el día empezaba a clarear y el objetivo inicial no lo habíamos logrado, no logramos llegar a la casa de cautiverio a la hora planeada cuando aún la noche o la penumbra nos permitiera tener un efecto sorpresa.
El comandante de la operación se reunió con los jefes de cada grupo para decidir si continuábamos, esperábamos hasta el anochecer o definitivamente nos devolvíamos para no poner en peligro la vida del secuestrado. Quince minutos después recibimos la orden: íbamos a continuar. Estábamos como a una hora del objetivo y no podíamos perder la oportunidad de quitárselo a los guerrilleros. ¡Era ahora o nunca! Ya había amanecido y comenzamos a descender por cafetales de mediana altura. Treinta minutos después ya se había corrido la voz de que teníamos que cambiar el esquema y solo continuaría el grupo de choque. Quedamos únicamente dos DAS, Marentes y yo, junto a un nutrido grupo de soldados. Proseguimos la marcha. Ya cuando uno lleva más de ocho horas de camino va perdiendo la fe… «Aquí no se hizo nada, ya nos detectaron, lo único que esperamos es que nos embosquen y nos saquen de estas cavilaciones y pensamientos a punta de bala…».
Estábamos cerca; nos explicaron que era una casa campesina rodeada de cafetales, con un patio de tierra. No estábamos seguros del lugar donde tenían al plagiado, si era en la casa o en un cambuche o toldo cercano. Desde lo alto alcanzaba a divisarse el techo de la vivienda, una casa normal no muy grande, donde —según nos dijo la fuente— ocasionalmente vendían algunos productos alimenticios a los habitantes de esa región.
De un momento a otro comenzaron a sonar las ráfagas de las armas de fuego. El soldado que iba en la punta del pelotón de choque, con una ametralladora de gran capacidad, había hecho contacto con los bandidos que cuidaban al secuestrado. El cabecilla, alias “el Campesino”, reaccionó tirándose por un cafetal y disparando un arma semiautomática, debió haber sido una subametralladora. El soldado disparó, pero no se impactaron. Entramos en contacto armado intenso. Caían hojas de los árboles que eran atravesados por proyectiles. En esos momentos surgen liderazgos espontáneos, quizás derivados de la necesidad de sobrevivir. Hablé con los soldados y les dije:
—Tenemos que coronar la vivienda, debemos llegar a ella, porque si no, matan al secuestrado o se lo llevan.
Aquel día, con gran habilidad y destreza, jugándose la vida, los soldados se enfrentaron a los delincuentes. En medio del fuego les ganamos posiciones a los guerrilleros, los hicimos retroceder… y salieron huyendo.
Ingresamos a la vivienda… ¡y ya no estaba el secuestrado ni la guerrilla! Había un gran depósito de víveres, comida para mucho tiempo y una central de comunicaciones bastante moderna, aunque pequeña. A un lado, como a unos quince metros, tenían el cambuche con toldos donde dejaron equipos de campaña y más comida. Al revisar el lugar encontramos armas cortas, uniformes militares usados, cuadernos, manuscritos y muchas cartillas de adoctrinamiento marxista; también hallamos cerca de un millón de pesos que los secuestradores tenían para su sustento diario.
Luego seguimos revisando todo. Encontramos a una familia de campesinos de edad avanzada… ¡pobre gente!, soportar tanto tiempo a la guerrilla sin poder protestar. No sé si eran afines ideológicamente o por conveniencia, miedo o presión, pero de todas maneras eran personas de bastante edad; no era justo que anduvieran en esa situación.
Cuando iba a ingresar a la casa, escuché a mi lado un radio portátil. Era un «Yaessu dos metros», por el cual estaban comunicándose los secuestradores. Lo cogí, y junto con uno de los soldados, ya que aún no llegaban los oficiales, procedimos a escuchar lo que decían. Efectivamente, estaban dándose instrucciones… y mencionaron que llevaban al secuestrado.
Ahí nos dimos cuenta de que estaban muy cerca, que estaban mirándonos, no llevaban armas largas, ni armas fuertes, y buscaban llegar al sitio donde las tenían enterradas, para poner a salvo al secuestrado. Saber esto nos motivó y seguimos tras ellos para quitarles al plagiado, salvarle la vida era nuestro propósito. Si nos observaban significaba que estaban en la parte alta, que huyeron a la cima de la montaña, pero aún no la habían superado. Uno de los bandidos decía que estaba solo con el secuestrado, cuidándolo, pero que iba bastante ahogado, asfixiado por el esfuerzo, caminando muy lentamente. Los demás aún no hacían contacto, no sabíamos cuántos eran ni conocíamos más del estado de salud de don Julio César. Nuevamente, con empuje y valentía, los soldados, los detectives del DAS y del Unase, reorganizamos el equipo y comenzamos a ganarles espacios y a tratar de entender lo que ellos manifestaban por el radio. En un momento dado escuchamos:
—Se me están acercando y yo no puedo moverme, el secuestrado no puede andar más.
Con esa información persistimos en ubicarlos; continuamos la marcha hacia la parte alta. Desde allí continuaron disparándonos y hostigándonos, buscando proteger la huida junto con el plagiado. La vegetación era muy densa, cultivos de café, de plátano y otros comunes en la zona, poseedora de un clima medio bastante agradable.
De pronto escuchamos por el radio a uno de los sujetos quien, en voz baja, le comunica al cabecilla que el secuestrado se le había fugado.
—Se tiró por un barranco, se me botó por una loma.
Comenzaron los disparos. El sujeto quería impactar al secuestrado al ver que había logrado huir. Todo nuestro esfuerzo y nuestra marcha fracasarían si lo conseguía. Nos dirigimos hacia el sector de donde provenían las detonaciones, a unos ochocientos metros, y a partir de ahí las comunicaciones que escuchamos fueron muy pocas. Cada uno de los guerrilleros trataba de salvar su integridad. El bandido que estaba a cargo, alias “el Campesino”, quien era el tercer cabecilla del frente, fue el primero que huyó.
Quince minutos de marcha lenta, cuidadosa, expectante… De pronto, uno de los soldados logró hacer contacto y… ¡encontramos a don Julio César! La felicidad fue indescriptible. ¡Habíamos logrado el objetivo, teníamos con nosotros al secuestrado! Estaba muy agotado, por supuesto. Agitado, respiraba con dificultad, vestía un buzo verde de lana y botas pantaneras. Con las medidas de seguridad necesarias lo resguardamos, le dimos agua e hicimos que descansara sentado a un lado del camino veredal. Mientras tanto otro grupo reportó que tenía a uno de los secuestradores, a uno de los bandidos de las Farc.
Estábamos en lo más alto de la montaña. Apenas seis personas conformábamos el grupo que logró llegar al secuestrado. Uno de mis compañeros, hábilmente, consiguió un burro y en él subimos al rescatado, a quien se le puso un pasamontaña y una ruana para que no se dieran cuenta de que ya lo teníamos y que estaba con vida. Don Julio César estaba tan asustado que no recuerdo que nos hubiera agradecido. Era una persona mayor y lo comprendíamos. Los soldados que sabían de primeros auxilios le tomaron los signos vitales y se dieron cuenta de que estaba bastante delicado; necesitaba descansar. Montamos la seguridad, pero luego de diez o quince minutos de descanso, el mismo rescatado nos presionó para que abandonáramos el lugar, y bajáramos, porque temía mucho que volvieran por él. Comenzamos la marcha y en pocos minutos hicimos contacto con los demás soldados y el comandante del grupo y ahí sentimos que les habíamos ganado la partida a los bandidos. Fue una de las primeras partidas en las que participé del triunfo. Les ganamos a los secuestradores, a los bandidos que solo querían lucrarse y hacer daño.
Llegamos a la casa y allí encontramos niños de la vereda, muy curiosos al ver a los soldados. Recuerdo que yo llevaba pesadas raciones de campaña en los bolsillos del camuflado: bocadillos, panelas, lecheras, tamales. Empecé a regalar todo a los niños de la vereda, ya que para ellos estos productos eran novedosos y maravillosos; otros soldados hicieron lo mismo. Luego revisamos todo, se decomisó el material de intendencia y la comida que tenían los guerrilleros, se tomaron fotos del lugar. Con las debidas medidas de seguridad nos comunicamos por radio con las bases cercanas del Ejército. El mayor pidió que nos sacaran, que mandaran helicópteros, ya que a pesar de todo aún continuaban los disparos desde la parte alta. Ya estaban reorganizándose y rearmándose para atacarnos.
Al poco tiempo empezó a sobrevolar un helicóptero; según se nos informó era un aparato artillado que no venía a sacarnos, sino a disuadir con su presencia. Aunque nuestro grupo era grande, de alrededor de cincuenta integrantes de la fuerza pública, había que evitar que intentaran coparnos (hacernos prisioneros por sorpresa). El helicóptero disparaba ráfagas esporádicas sobre la vegetación, hacia la parte alta.
Así estábamos cuando recibimos la comunicación de que el helicóptero para el transporte de la tropa ya venía en camino. ¡Qué buena noticia! Teníamos que bajar aproximadamente cuatro kilómetros, a un lugar más despejado donde pudiera descender el helicóptero. Comenzamos a caminar y llegamos a una tienda; les dije a los soldados que pidieran gaseosa, pan, embutidos, papas, de todo… ¡Compramos casi toda la tienda! Pagué trescientos veinte mil pesos con la plata de las Farc, esa misma que tenían para sostener al secuestrado y a los custodios.
Llegamos al sitio, donde los soldados comenzaron a hacer humo para que las aeronaves se orientaran. Una hora después empezaron a sobrevolar dos helicópteros, uno de seguridad, artillado, y el otro de carga para llevar tropas. Este último bajó a tierra, el otro quedó en el aire prestando la seguridad. Cuando estaba casi por tierra, la sorpresa fue que venía con unas ocho o diez personas, oficiales del Ejército de alto rango y un fiscal, quienes llegaron a participar de las glorias de los demás. En cuestión de segundos algunos de ellos se bajaron, saludaron al comandante y en actitud displicente solamente hicieron una seña hacia nosotros y subieron a don Julio César. El fiscal Lemus descendió también y se dirigió a todos, nos saludó de mano y nos felicitó por ese muy importante éxito operacional. Cada rescate significa salvar una vida. Gracias a Dios, al planeamiento, a las fuentes, a todos. El fiscal estaba tan emocionado que cuando giró hacia el helicóptero, este ya iba a media altura y lo había dejado.
En el primer viaje del helicóptero viajó el comandante de la operación, el rescatado, dos oficiales más y el resto de los que venían allí. Los demás nos quedamos ahí, con la firme promesa de que el helicóptero iba, los dejaba y regresaba por nosotros. Había silencio y tensión. Gracias a la muy buena disciplina de los soldados nunca bajamos la guardia. Los disparos ya eran muy pocos, los guerrilleros sabían que habían perdido. Hablamos, comentamos la experiencia. Ya sobre las tres y media de la tarde, junto con el fiscal, le pedimos al oficial a cargo que comenzáramos a bajar a pie, ya que no iban a sacarnos y no podíamos dejar que la noche nos cubriera. Alistamos todo para marcharnos, sin embargo, los soldados seguían presionando por los radios para que mandaran el helicóptero, ya que el rescate del secuestrado se había dado, pero no podíamos permitir que se produjeran muertes entre la tropa, entre nosotros, porque se desdibujaría la operación. De pronto volvió la alegría: ¡el helicóptero regresaba! Eran las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde y bajaba a sacarnos de allí, de la vereda San Gabriel de Viotá, donde le habíamos propinado un duro golpe a las finanzas guerrilleras. Nos subimos sintiendo una alegría inmensa… descanso… felicidad. Pensábamos cuánto éxito significaba esta operación. Ese día era mi cumpleaños, 6 de agosto de 1995. Cualquier otro año habría sido un día desapercibido, pero en este recibí un premio, un triunfo, un gran regalo de cumpleaños: rescatar a un secuestrado.
Nos desembarcaron en Bogotá, carrera 7.a con calle 106, Escuela de Caballería. Allí un oficial nos dio las gracias. —Muy bien muchachos…— ¡y chao! Junto con dos compañeros del DAS, en camuflado, embarrados de pies a cabeza, nos encontrábamos en plena carrera Séptima, más parecidos a guerrilleros que a representantes de la autoridad. Por supuesto yo había entregado el dinero que habíamos encontrado en la operación, así que no teníamos ni un peso para movilizarnos y ya todos estaban celebrando. Total, alegría de muchos —por no decir del pueblo colombiano— por el rescate. Lo veíamos en las noticias, todos los medios lo decían: ¡Don Julio César fue rescatado!
Nadie se imaginaba que los tres hombres sucios y llenos de barro que estaban botados en la séptima formaran parte de ese gran grupo que horas antes le había propinado un duro golpe a la guerrilla en Cundinamarca, al arrebatarle el principal secuestrado que en ese momento mantenían cautivo. No hubo de otra, cogimos un taxi, pedimos que nos llevara al barrio Teusaquillo, donde funcionaba el Unase, y con monedas más lo que pudo prestarnos un sargento, pagamos el taxi y terminamos durmiendo sobre viejos sofás que teníamos en la oficina.
Posteriormente se efectuaron las capturas, se vincularon otras personas, y don Julio César trató de recuperarse de ese golpe tan fuerte. Anímicamente estaba muy mal. Volví a verlo en alguna reunión, obviamente él no recordaba que habíamos estado en su rescate. Pasado un tiempo supe que había muerto en Anapoima. Muchas versiones se tejieron sobre su muerte… cómo murió, por qué murió… prefiero no comentar sobre ello sin estar seguro. Más bien eran chismes.
Desde ese momento quedé inmerso en el grupo antisecuestro Unase que, junto con el Ejército Nacional, la Fiscalía, el DAS, el CTI y la Policía Nacional, redujo en más de noventa y cinco por ciento el secuestro en Colombia. Logramos que Colombia pasara de ser el primer país secuestrador del mundo a tener una cifra manejable de secuestros.