Читать книгу Entre tantos otros del montón - Ignacio Nazapatto - Страница 11
Justicia en el país
de los limpiaparabrisas
ОглавлениеEn las oficinas ocupadas del terrible microcentro porteño, hace añares que se repite la misma rutina. Tanto es así que, en una oficina de mediano tamaño, donde dos viejos amigos, escribanos ambos, manejan con estrategias similares su compartido negocio y su amistad, un día todo se reventó inesperadamente.
Los dueños de la firma habían discutido. Nadie sabía por qué, nadie. Muy pocos metros cuadrados de una oficina repleta de empleadas y empleados, y nadie sabía nada. Los rumores volaban como microbios en plena tos, chisme y contrachisme, algunos durísimos, otros eran mentira, unos pocos muy graciosos e ingeniosos.
Por un mes, nadie oyó una palabra salir de la boca de ninguno de los escribanos. Apenas se los veía ingresar y egresar de las oficinas escoltando a un tercer traje vestido de hombre, que también caminaba muy serio.
Llego el día que nadie esperaba, incluso, tal vez alguien hasta ese momento solo deseaba terminar esa jornada y dejarla en el pasado, pero nunca nadie se olvidaría jamás de la reunión más agresiva, alguna vez llevada a cabo, en aquel recinto.
Esto es lo que sucedió: el barullo comenzó a las siete de la mañana, puntual, me refiero al sonido ambiente de una oficina. Siete y cuarenta y cinco, en sus habituales caras, los asociados y su escolta se hacían paso a través de la muchedumbre y desaparecían detrás de la puerta, ahora giratoria. El ruido del portazo limpió de toda expresión a los rostros de la oficina entera, dejando rastros de tensión en las facciones y preocupación en los ceños fruncidos. Después del portazo, se escuchó el ruido de un maletín contra lo que sonó como el escritorio, y finalmente se oyó esto:
—Bueno, ¿Y qué selló?
—¡¿Qué sé yo?! Solo sé que sellé todo lo que yo tenía para sellar.
Se escuchó un disparo. Todos se preocuparon. Cuando se abrió la puerta para dejar pasar a los paramédicos y posteriormente al forense, se dejó ver que el difunto era el siempre escoltado mediador que habían contratado los socios para darle fin a su disputa.
Entró el oficial a cargo de la investigación como pudo y se acercó a la forense, quien ya estaba terminando de examinar al ensangrentado hombre y dijo:
—Es muy difícil encontrar una conclusión en este momento, es necesario un procedimiento más detallado; sin embargo, a simple vista podría, hipotéticamente hablando, llegar a ser un suicidio.
El oficial la miró, ella lo miró en respuesta y, entonces, el empezó su corto desfile de interrogaciones, del cual solo vale rescatar el siguiente fragmento épico:
—Así que se suicidó, ¿eh? Escribano, acérquese, por favor, ¿usted qué vio? —dijo el policía.
—Fue suicidio —respondió uno de los escribanos.
—No diga más, está corroborado entonces, me voy a tomar un café, con permiso.