Читать книгу El tiempo fugaz a través de mi ventana - Ignasi Beltrán Ruiz - Страница 5

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Dedicado con afecto a todos los que quieran leerlo

Navegué por muchos mares y siempre temiendo su

profundidad,

pero no pude resistirme a las olas, a las mareas,

a las tonalidades del cielo en el espejo de sus aguas.

Subí a muchas montañas, a pesar de mi respeto a las alturas,

pero, ¿quién dejaría de ver esos paisajes?

Y respirar de tan cerca el perfume de las nubes.

Ahora camino las llanuras,

me marean las olas y me dan vértigo las alturas.

Ya no tengo interés ni en viajes, ni en otra geografía

que la del espacio que habito.

Salgo a pasear sin rumbo,

siguiendo pisadas que cuidadosamente piso, pasos, huellas,

ya no busco nada,

tengo suficiente con lo que encontré,

y las pocas cosas que necesito,

las voy encontrando en mis paseos,

aunque sean a través de mi ventana.

INTRODUCCIÓN

Entonces, el tiempo nació con el cielo para que,creados juntos,

se disolvieran juntos, suponiendo que su disolución pudiera alguna

vez ocurrir; y fue de hecho según el modelo de la naturaleza eterna,

pues el modelo, él mismo, es de toda la eternidad.

Pero el tiempo, se dice en todo momento que ha sido y que será.

Así pues, solamente de la eternidad podemos decir que es.

El tiempo nunca es.

Platón (extracto del Timeo)

Siento que he tardado mucho en ponerme a escribir un relato lúcido del pasado, en ver y mostrar desde mi propia experiencia de autoindagación cómo podía reactualizarlo incluyéndolo y revitalizándolo con una renovación activa de los recuerdos, y hacer que esta fuera atenta y continua, sin irme hacia extremos, buscando el equilibrio del «camino medio*», no desde el conocimiento, sino a partir de mi intuición que, aunque pudiera parecer azarosa, seleccionaba a propósito de determinados capítulos o trozos de escenas clave de mis vivencias, que he ido superponiendo en periodos sin límites ni cronologías al uso.

Mi propósito es que el impulso vital salte de forma natural y espontánea de unos episodios a otros desordenando mi propia vida, fuera de lo que entendemos habitualmente por un orden lógico.

Ha sido como coger partes de una película íntegra sobre mi vida, con algunas escenas ciertamente descoloridas o debilitadas en la fuerza de sus contenidos, confiando profundamente en el sistema de elección, que creo ha sido básicamente desde la inducción de mi propia conciencia. Todo ello lo he remasterizado y unido en un solo relato, que se construye con las propias opiniones y también con algunas otras experiencias que creo de gran valor.

Las múltiples interrelaciones que aparecen con la excusa de mirar el paisaje desde una gran ventana, pretendo que puedan ser decisivas para unir zonas desubicadas de mis propias escenas en sus planos originales, y exponer así una cierta pedagogía, que en mi caso ha supuesto una gran ayuda a la renuncia al ser, al mostrar, al aparentar, aceptando la posibilidad de desaparecer; que me ha permitido, después del despliegue, un silencio profundo donde se abre otra pantalla sin pretensión alguna, sin nombre, sin búsqueda: todo estaba allí y a la vez parecía vacía.

Este trasiego nos lleva y nos trae por los variados paisajes de una vida tomada como un conjunto que abarca desde la infancia hasta la jubilación (en mi caso). Una vida cargada de valores simbólicos que, aunque parezcan separados, han conformado en mi interior un continuum de conciencia, y un método exploratorio de mí mismo a través de la nueva oleada perceptiva que he dado a los recuerdos, mi propia vida y las de las otras personas que encontré en el mismo tránsito.

Si lo hacemos así, transcendemos con ello los aspectos analíticos del pensamiento, agudizamos al extremo un cambio perceptivo y cognitivo-experiencial de la persona y nos lleva en una completud más armónica hacia el futuro posible, que se va formando consecuentemente en la medida que traemos como un hallazgo genuino al presente el pasado reintegrado, repito sin análisis, simplemente con una nueva carga perceptiva y una combinación de sentimientos que lo revitalizan en su conjunción con el ahora en una renovada conciencia de la propia persona, al menos sin tantas fronteras y en algunos casos afortunados sin ninguna.

He ensayado, sin querer convencer (porque rompería la naturalidad y el vitalismo del proceso), un tomar conciencia del nexo del todo, del conjunto integrado —insisto— he destacado el papel del cambio de percepciones en relación con el sentido del tiempo y la concepción que este puede tener con respecto a la conciencia de las personas, unida a una conciencia mucho más amplia y con una proyección que podríamos llamar espiritual o transcendente, también incluida, creo que por naturaleza, en nuestro propio proyecto vital, pues con diversos nombres, algunos puede que engañosos, nos llevan «más allá» o quizás no lo hacen, o son apariencias, pero finalmente ambos son extremos.

Por tanto, busquemos en este caso algo que esté en medio, que descienda a la tierra y ascienda al cielo, aunque finalmente la conciencia nos haga entender que un lugar con nombre en su definición no es el lugar, es un concepto y en él se pierde la transcendencia.

El texto no pretende ser ningún intento autobiográfico de mi personaje, aunque lo pueda parecer. Mi personaje es más bien una excusa de tránsito por algunos aspectos más allá del crono, como un continuum intrínseco a la duración de un periodo de la vida de cada persona que condiciona las vivencias del siguiente y así sucesivamente, hasta el ahora o ad infinitum.

Todo este continuum lo concibo ligado a la espiritualidad profunda y genuina de la persona; no pretendo decir que esté únicamente ligado a su cosmovisión en particular, ya que creo que el núcleo espiritual posee, en su aspecto sutil, una relación sin fisura alguna, de la persona con todo el universo sin dualidad.

Por tanto, no quiero o, más bien, no me parece adecuado plasmar solo con teorías o con relatos literarios proyectados sobre otros algo que forma parte de mis aciertos y errores, en definitiva, de mis excursiones por la vida. Creo que, sin la subjetividad y la experienciación personal, en una secuenciación temporal profundamente interconectada con el relato vívido de algunas partes de lo esencial, todo quedaría un tanto en la ontología del conocimiento, nada interesante si queremos escapar del análisis y entrar en valores epistemológicos del proyecto de vida, y en los aspectos que tácitamente nos conecten al guía interno de nuestras acciones y a su fluir vital impregnado de una fuerza espiritual transcendente, que lo une todo.

No pienso que se trate, en principio, de obviar las polaridades de la vida, en absoluto. En este ensayo voy a intentar ahondar en aspectos más allá de la negación o aceptación, sin preguntas, asistiendo a la crisis de la conciencia humana y a un proceso interno que ponga en marcha la transformación sin pretensiones, concebida como un automatismo de lo que nos va humanizando.

Posiblemente el retraso en ponerme a escribir este libro se debe —entre otras cosas— a que coincidió con mi dedicación a trabajos para la docencia e investigación, que tenían como modelo el posicionamiento humano, la postura corporal y la relación de interdependencia que paralelamente se producía en todo ello, al integrarlo con los demás sentidos y sus percepciones interrelacionadas, en un posicionamiento acorde y armónico con el entorno envolvente, de forma absolutamente unipersonal, pero habitualmente en el seno de una colectividad.

Una parte importante de este conjunto tiene una estrecha relación con lo que denomino sistema oscilatorio frecuencial humano, ya que se relaciona recíprocamente con las percepciones sensoriales, emocionales y el tono muscular y anímico. Finalmente, todo ello condiciona al conjunto: nihil est sine ratione.

En definitiva, todo este amplio sistema se expresaría en una forma de vivenciar la realidad envolvente y relacionarse con uno mismo y el entorno sensorial en el ahora, con unos referentes del pasado que se solapan continuamente reactualizados, y son condicionantes de un posible camino de futuro, en el que se realiza el ahora. En el proceso estaría incluido un sentido temporal diferente, formado por una suma de etapas, en relación con la conciencia y el impulso vital, el nullus effectus sine causa.

Aunque el Buddha —que estará presente en todo el texto— se niega a divinizar la razón y resta silencioso como veremos, pese a ello deja encendida una tenue lámpara y un cuenco con la medicina para el sufrimiento de las personas.

Me costó la fusión, sin más, no veía claramente cómo desarrollarla hasta que llegué a impregnarme profundamente de vivencias personales y encajarlas en mi interior. Las secuencié una y otra vez (en muchos casos me costó recuperarlas) pero al final ya tenía una panorámica del fondo, tan solo quedaba reflotarlas para intuir y comprobar en mí mismo, en la pantalla de mi mente, cómo mi pasado, y el pasado en general, forma un entretejido con el presente y el futuro posible, que condicionan frecuentemente un solapado secuencial del cual es interesante hacerse consciente (miré mucho la tenue lámpara hasta quemar lo que pude de mi ego, lo hice imitando a las mariposas de la noche girando sin parar a su en derredor hasta pulverizarse en la luminosidad del fuego, mientras bebía continuamente del cuenco de mendicante*).

Siento en mi interior que esta suma de periodos superpuestos formando espirales ascendentes y descendentes es activa, evolutiva y tiene una progresión positiva (en frecuentes ocasiones) y, a la vez, nos une más profundamente al entorno sensorial y afectivo desde otra vertiente más acogedora, comunitaria y humana.

Finalmente, nos suele conectar con un sentido profundo de pertenencia al mundo y diría que también al infinito entorno cósmico, posiblemente en evolución perpetua. Todo unido en una interacción: la de una entidad viviente sin número uno, sin centro y sin periferia, en la que todo tiene una razón de ser nihil sine ratione.

Pero también es cierto que en otras ocasiones puede convertirse en un lastre que, parcializado, arrastramos como una pesada carga de la cual no tenemos conciencia y que no nos permite avanzar, llevándonos a una inoperancia ciertamente frustrante y desalentadora. Sin embargo, no suele ser tan frecuente como pensamos, a veces basta con saltar nuestra sombra y mirar detrás y, en otras ocasiones, basta con cambiar la mirada hacia el objeto perturbador y ver que no se trata de un pesado fardo de contenido incierto, sino que es una parte de nuestra vida, un conglomerado de escenas no resueltas, condicionadas por el título de nuestra película, que no están en absoluto integradas entre sí. Con sinceridad, tendríamos que decir que, obstruida su visión por los tupidos velos emocionales y distorsionadas en su imagen, no queremos mirarlas desde un posible revanchismo que nos convierte en esclavos de nuestra propia carga.

Si miramos de ligarlas con la escena que forma la base sobre la que se apoyan, y esta con la siguiente y así sucesivamente, el objeto de carga inicial desaparece absorbido por la corriente de vida que tiende a la completud, que va a ayudarnos en la progresión del camino personal y a quitar los obstáculos con la instrumentalización cordial y reconciliadora que ello requiere y el concurso de la conciencia unificadora.

Todo lo evolutivo en nosotros, todo el proyecto vital de mímesis con el universo en el que estamos incluidos, pienso que se ilumina con el mismo espíritu del niño, con su intuición y la potencia de su flujo vital. Un niño o niña, que en su día se alimentaron del seno de una madre y que buscaron con sus manitas el contacto no solo de sus labios, sino también la fusión con su piel, continuum a su vez de la piel del mundo y de la sedosidad indefinible de la esfera celeste.

Visto desde esta perspectiva, es algo iniciático, brillante, sin necesidad de palabras que lo definan. Todas las personas tenemos un inmenso tesoro, a veces sin saberlo, bajo nuestros pies, y sobre él construimos el resto. Podemos hacerlo tapándolo hasta el punto de perderlo o construyendo con la Conciencia de la Clara Luz* la contingencia de un vehículo de naturaleza transitoria para un trayecto finito o infinito; el propio trayecto solventará la dialéctica de la dualidad.

De todas formas, no puedo evitar decir que, aunque lo olvidemos también con cierta frecuencia, la Clara Luz siempre está ahí, preparada para ser la clave de la fusión amorosa con todo lo demás, incluidos nosotros mismos como personas integradas. Este aspecto está íntimamente relacionado con otro que podemos denominar lucidez natural, espontaneidad, intuición, que nos ayuda a reunir lo aprehendido, a concienciarnos del descubrimiento inenarrable de percibir sin concepto alguno el flujo imparable del río que nos lleva a todas las personas y a conservar paralelamente la capacidad de sorprendernos de la novedad del paisaje, del nuevo aprendizaje que se produce, cada vez que te giras a mirar sin crítica ni conceptos la alteridad y a la vez unidad de todo lo que nos rodea.

No hay que dotar a nada de fundamentalismos, ni posiblemente buscar una razón última, una razón a la razón, como diría Heidegger.

Hay una invitación implícita a confiar y nadar en el sentido de la corriente y sentir que, al final se produce la unión con el inconmensurable mar cósmico de todo lo viviente. Dejemos, por tanto, que nos engulla sin miedo alguno, con el placer de volver a la fuente de origen que evoluciona continuamente en su profundidad, en el mismo sentido que nosotros en la nuestra.

Con todo ello, somos partícipes de nuestra vida y de todas las vidas, de nuestra muerte y de todas las muertes, en unas memorias personales y universales con una finalidad evolutiva que transcienden cualquier intento descriptivo, y que tampoco hay necesidad alguna de hacerlo, solo de experimentarlo. Parece claro que nuestras vidas observadas desde la conciencia integradora son un aprendizaje que nos permite iniciarnos, desde la naturalidad y el vitalismo, en ese viaje irrepetible hasta que, llegados a un punto o quizás al final, también este se diluye.

Participemos en una relatividad activa, revolucionaria, pero sin fundamentos, si no es de la mano de la conciencia no dual.

Si a pesar de ello vamos a la contra (decisión, por lo demás, libre de cada persona), vagaremos por los submundos infernales, lejos del espíritu que nos humaniza y quizás algún día, si nos podemos perdonar, podremos resurgir como el ave fénix. Sin embargo; en este caso, la utilización de la imagen de un mito puede ser solo un caramelo que saboreas y te produce una engañosa ebriedad. Cuando cierras de nuevo los ojos de la conciencia, tus pies rozan ya el precipicio sin darse cuenta de la hondura de la nueva caída.

Añadiría mi convencimiento de que, en el interior de los niños, de todos nuestros niños y niñas, están intactas, contenidas aún a flor de piel, las conexiones con la chispa de vida y sus coordenadas, y ese impulso se manifestará indudablemente en nuestros adultos.

Si lo permitimos, el respirar de forma solidaria con los demás, el conectar con todas las manifestaciones de la vida animada y las que en apariencia son inanimadas, en definitiva, con todo lo que nos rodea, ya sea cercano o esté a años luz, produce un tránsito importante de la oscuridad a la luz de un nuevo personaje sin edad y sin proyecto, que no sea el de su propia naturaleza de ciclos y tránsitos, abocada a la impermanencia entrópica y generatriz.

En definitiva, es el mismo espíritu que nos gestó y le dio energía al holograma vivo de nuestra existencia determinada en potencia, en el curso de un calendario infinito escrito in aeternum entre una miríada de estrellas, que ni tan solo imaginamos, en un lugar que puede que sea insignificante dentro de la inmensidad, pero es a la vez un precioso y preciado intervalo del mismo. Ahí estamos las personas, sin el imaginario del cuerpo y sin singularidad alguna.

Solo se nos pide hacer algo meritorio para nuestro crecimiento y la progresión de lo más cercano que podemos abastecer, olvidándonos del ego; el resto no necesita nada, se conjuga en infinito y luego, tras largos periodos de navegación, habitamos cuerpos humanos.

No quiero entrar en sobrevaloraciones, pero es tan importante el intervalo del que disponemos, el flujo vital y el impulso de nuestras vidas, que se dice con sabiduría, y creo, con cierta ironía desde la cosmovisión budista, «que es tan difícil encontrar un precioso cuerpo humano en el que manifestarse como que una tortuga ciega consiga en su trasiego por los mares encontrar una anilla concreta para sacar por ella su cabeza a la superficie». Vamos, pues, a realizar ese «precioso cuerpo humano» tan buscado… Pero ahora sí, con conciencia de lo que eso supone.

Nos puede ayudar a ello el hecho de que el espíritu del niño lleva en sus ojos, ávidos de aprendizaje, la observación de lo más pequeño y de lo más inmenso que lo envuelve todo y relaciona sin ponerle nombre alguno, sin hacer taxonomías. Cada instante es un descubrimiento pleno de extraordinarios matices y contrastes, aunque también con zonas nebulosas inmensas que en su grandiosidad oprimen, estrujan y vulneran lo más hondo de su sensibilidad.

Pero de ello nada nos enseñaron. Hemos aprendido aritmética, geografía, los límites de nuestro país, nuestra familia, el yo y el otro, e innumerables listas de cosas y conceptos, y en ese afán de dar conocimiento se ha producido una fractura en los aspectos ontológicos, que en muchas personas produce un anhelo continuo, incluso una honda necesidad de algo que intuimos transcendente y que nos convirtió desde la noche de los tiempos, en seres simbólicos, atentos a un latido que nos guía más allá de lo conocido: la intuición animal llevada al máximo nos humaniza, nos provoca también una sed intensa. Y la sed busca propiamente agua, aunque sea simbólicamente, pero aun saliendo del nihilismo, el algo buscado nos aleja del que busca, y la parte que busca es la sed del buscador, separada a su vez de la esencia del agua; la tensión de esta encrucijada de caminos troncha por su eje central el vástago que nos une a la fertilidad más allá de cualquier tópico.

Es posible que olvidemos, o dejemos de lado, las enseñanzas clave que tienen que ver con el nexo común de nuestras conciencias, justo aquello que reúne en sociedades y nos da la perspectiva y el coraje de mirar en la oscura profundidad ignota, intuyendo una luz universal. Simplemente, siento que es importante hacerlo en cualquier caso, o situación, sin excusas, como un método natural de aprendizaje, de poder ver y acercarnos a los demás y darnos cuenta de que, cuando rechazamos la alteridad, partimos de un conflicto atávico que la enculturación introdujo con cierta beligerancia en nuestro interior y que rompe con el continuum que relaciona las escenas superpuestas de nuestras propias vidas, desintegrándolas en un calendario temporal ajeno a los paralelismos sine diem, de todos los hechos que nos acontecen.

Los restringidos paisajes lógicos del adulto son para los niños parajes gigantescos y los pequeños constructos, a veces, bajo las sombras de la noche son polimorfos gigantes que no parecen nada amigables, los arroyos son profundos ríos y los ríos amplios mares. Eso forma parte de la magia de la mirada del niño y su forma de construir su realidad, y los posibles traumas son el correlato reduccionista de la razón conceptualizadora que forma parte de un adusto padre cultural hipercrítico, con su lógica añeja o quizás sea simplemente un ignorante y distanciada del lazo cálido existente hacia el niño o la niña que fue.

Puede que lo adecuado en los adultos sea agacharnos sin reparos, adoptar una perspectiva temporo-espacial diferente y bajar la medida a la altura media buena para todos. La mirada del adulto sería más humilde y la del niño conectaría con una proporción más acorde con la construcción de su cuerpo-mente y la de padre-madre que nos nutren tendría la perspectiva integrada.

Es posible que, en nuestra evolución, pese al bipedismo que nos llevó al homo sapiens sapiens, tal vez no hayamos encontrado la altura de miras adecuada a nuestra condición pretendidamente humana y sabia.

Por tanto, cuando hablamos de algo que tiene que ver con el crono, la historia personal y lo que nos humaniza, hay para medir, con una especie de metro particular, de retorno automático, que podemos extender hacia delante o retraer —como cualquier otro— en lo que es un proyecto de medida de cada uno, que en este caso siempre está sometido a la más absoluta relatividad, aunque la medida pretendamos sea precisa.

Podemos optar por no medirlo y dejar correr la imaginación o conceptualizaciones en variados sentidos, haciendo conjeturas de lo que nos parece o pretendemos abarcar. Pero es frecuente que lo estiremos al límite, o no lo mantengamos con suficiente firmeza por alguna pretensión oculta (es posible que sin darnos cuenta) y cuando ya creemos tener la medida que nos cuadra o nos acercamos a ella, de golpe se nos escapa brusca y estruendosamente, chocando de forma enérgica contra un tope, cayéndose al suelo y quedando sumergido en el fondo oscuro de su carcasa; incluso ocurre que, por el camino, en alguna ocasión «nos pilla los dedos hiriéndonos».

En cuanto al tema que iniciamos, no hay nada que medir, en ningún sentido, es un film que discurre por los caminos de la vida, si lo dejamos que ruede en su frecuencia de giro genuina, no es necesario que sea la que yo relato, sino la de cada persona; seguro que las secuencias nos irán llevando, a través de algunos de sus propios paisajes, a secuencias comunes a muchas personas.

Como el metro que citaba anteriormente, si lo tensamos en exceso desde la razón, se rompen los fotogramas que dan continuidad al film; lo hacen por el cambio brusco de ritmo o la parada súbita y rodamos sin control en la oscuridad de la sala de proyección, perdiendo el rumbo, sin poder proyectar las imágenes relacionadas que dan sentido a nuestras experiencias y con todo nuestro proyecto vital enredado en una enorme maraña mental.

El tiempo fugaz a través de mi ventana

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