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PRELUDIO DEL TIEMPO PASADO

Existe una diferencia entre pensar y ver, y es una diferencia significativa. Occidente, que da mucha importancia al pensamiento, le ha llamado «filosofía», es la ciencia del pensamiento conceptual; en Oriente llamamos a la misma ciencia «darshan»,

que significa ‘ver’, ‘vivenciar’.

Hay una gran diferencia entre vivir y pensar.

Osho Rajneesh

De las imágenes encadenadas que forman parte de mis ensueños de infancia, la primera que aparece siempre es la de un niño que desde un alto observaba, en una calurosa hora del mediodía, la enorme extensión de unos campos dorados que se movían ondulándose con formas muy diferentes, formando figuras espectaculares que cambiaban constantemente sin poder predecir el sentido del cambio.

Eran como el vuelo de miles de estorninos en el cielo que parecen todos conectados por un cierto automatismo, reflejo instintivo que los aúna en polimorfas construcciones —pero en este caso la escena se producía cuasi a ras de suelo—; las formas parecían perderse en el horizonte, difuminarse en una especie de neblina que provocaban el polvo, el viento, el calor y la distancia. Al final se parecía al espejismo de un desierto en el que se pueden proyectar súbitamente imágenes de lo más inverosímil. El dilema es si me dirigía hacia el paisaje y me sumergía en él o bien me quedaba contemplándolo en la distancia; en medio había un espacio hondo y lleno de obstáculos, con el consiguiente riesgo de que al atravesarlo se perdiera el encanto.

Esta es una de las imágenes clave de mi vida, de mi infancia, algo proyectivo que se pierde en el infinito, sin contornos, sin nada definido, pero que me atrapa con cierta frecuencia enganchando todos mis sentidos. Estos, después de un tiempo, se disuelven en el paisaje y yo desaparezco con ellos en la profundidad del horizonte, en un espacio vacío del cual no caben descripciones. Al final todo desaparece y me reencuentro en el inicio de la escena, inmóvil, mirando con la fijeza de los ojos de un halcón algo lejano, allí donde yo sin alas no puedo volar, pero sí puedo repetir la escena a voluntad, una y otra vez, cuasi compulsivamente. Parece un castigo extraído de la mitología, aplicado al descendiente de un dios menor alado que traicionó su condición y quiso ser un niño.

Era un espectáculo grandioso. Esta imagen, para el niño que yo era se convertía en algo muy impactante y en ocasiones contactaba con un sentimiento vago de vulnerabilidad, de inconsistencia, que solía acabar en algún tipo de miedo o inquietud también inespecífico. ¿Por qué ocurría esto, cuando veía tanta naturaleza, tanta belleza, tal armonía en el movimiento de las cosas?

Ahora pensamos en términos actualizados, pero entonces, ¿a quién contabas eso que te ocurría? A tus padres, o quizá, en aquella época, al sacerdote. A veces, convencía a otros niños de mi reducido grupo para que vinieran con otros amigos a hacer este tipo de «visualizaciones». Era un consuelo: algunos entraban; sin embargo, siempre salía el contrafóbico de turno diciendo: «Esto son tonterías, vamos a hacer otras cosas más divertidas…», y ahí se perdía la placidez del encanto y la potenciación de la visión compartida.

Para los niños, las sensaciones de vacío, de infinito y todas sus múltiples analogías pueden llegar a ser ciertamente angustiantes, pese a que algunos probablemente ni se lo planteen o ni siquiera se detengan a pensar en ello o ni se lo permitan a sí mismos.

En mi entorno, en general, todo lo que se alejaba de la cosmovisión reduccionista de la época, lo que no estaba lleno de figuras antropomórficas de omnipotencia y omnipresencia absolutas era «engañoso». Cuando preguntabas a muchas de las figuras de autoridad en la materia, su respuesta era que se trataba de algo diabólico, o delirante; por lo tanto, acababas por no preguntar y lo vivías como podías en tus silencios.

De alguna forma y desde la noche de los tiempos, parece que en nuestra genética llevamos asociada a la oscuridad, o a algunas mezclas peculiares de vacío y oscuridad, la imagen de la bestia, que a los pobres humanos sin visión nocturna y con escasas posibilidades de huida o confrontación nos dejaban en la más absoluta indefensión, de tal forma que nos podía cazar con suma facilidad.

De ahí, posiblemente, estas figuras fantasmagóricas o monstruosas sin contornos concretos. Que, sin un cierto entendimiento, aunque a veces este también las desvirtúa al hacer que la oscuridad del espacio, o del propio viaje por el tiempo, las convierta en enormes fantasmas o monstruos de todas las categorías, de los que hay que huir como de una pesadilla.

Sufrimos y perdemos, con ello, la posibilidad de aprendizaje que se deriva de confrontar la sombra con los arquetipos, o simplemente de salir de los constructos fóbicos que los niños —también los adultos— realizamos con los elementos que nos rodean y que no resolvemos porque nos resultan conflictivos, pero con los que acabamos envolviéndonos en distintas carteleras de películas muy diferentes a la nuestra y nos acaban llevando al pensamiento mágico y al pasaje de ciertos miedos.

Aunque también sucede que en algunos casos es un pensamiento simbólico necesario, lleno de insight*, que son peculiares de la persona, que tienen como función reconectar partes desencajadas de nuestras escenas esenciales, pero que, al revestirse de esos velos, nos alejan de su solución.

Con algunos de estos y otros ingredientes voy a intentar articular un viaje en el tiempo nada fantástico, pero sí tintado con todos los caracteres que nos ayuden a darle contenido a la cronología en la que el tiempo parece fugarse por los descosidos de los ropajes con los que transitamos precipitados el escenario de la vida y en otros parece hacerse eterno y se estanca en una abulia que parece exenta del fluir vital. Por fortuna o por merecimientos, en otros casos se produce una aceptación tácita de que todos los acontecimientos duran lo que duran… y que la propia vida es en sí misma una sucesión de acontecimientos dentro de las etapas del desarrollo humano, que necesitan un nexo dentro del continuo de conciencia.

Espero que sea un paseo por el despertar sin expectativas, caminar por la vida instrumentándola desde el sentido de pertenencia y la intuición, con una atención consciente de lo importante de nuestra existencia efímera en la evolución de todo lo que nos rodea. Con pasos decididos hacia el torbellino sensorial, perceptivo y afectivo que podemos vivir en cada momento y que, tras un bostezo, nos abren cada vez más a la vida, encendiéndola desde la luz del espíritu con una congruente continuidad transcendente. Aunque también hablaré de algunos aspectos que podemos denominar más carnales y perecederos, pero que forman parte de nuestro legado humano. Todo ello trataremos de ligarlo con historias interconectadas en nuestra conciencia sin límites.

El tiempo fugaz a través de mi ventana

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