Читать книгу El tiempo fugaz a través de mi ventana - Ignasi Beltrán Ruiz - Страница 7

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PEQUEÑO PREÁMBULO SIN TÍTULO

Recuerdo las imágenes de una calle antigua, de aceras tan estrechas que tenían un sentido de subida y otro de bajada, que aprendíamos de niños.

Siempre me sorprendieron los profundos surcos que las ruedas metálicas de carros y herraduras, carretas y tránsitos de todo tipo dejaron como guías sinuosas y profundas en su superficie de rocas y piedras.

Con la luz del disco solar, pasado el mediodía del verano, se proyectaban sobre el suelo infinidad de haces de fuego, que parecían fundir la relativa tridimensionalidad del espacio en una imagen plana e ígnea. Por un instante, la sensación óptica hacía que pareciese que se evaporara la parte central de la calle: si mirabas con perspectiva, estaba enmarcada por zonas en las que aparecían todos los matices de rojos, naranjas y amarillos, en una dimensión semejante a un extraño halo de humos o vapores tintados, mezcla curiosa de reflejos de luz y calor, o un puro espejismo.

El suelo, en ese momento era un horno de piedras apretadas y solidarias que ahora, sin otra posibilidad, se rendían a la evidencia de los ciclos solares, adaptándose al del fuego, cuando unas horas antes, lo habían hecho al alba, y su tacto refrescante… Creo que, durante un rato, intentaron proteger los frescos restos de la humedad nocturna, que se habían dejado caer sobre su superficie y habían penetrado sus resquicios. Portaban diluidas en sus ínfimas gotas las historias que se explicaban las estrellas mientras la Luna, con su alargada silueta falciforme las observaba en silencio durante las luminosas y fugaces noches de verano, y, en la Tierra, la noche se llenaba de cánticos de grillos y lechuzas.

Los secretos del alba se evaporaron con rapidez, en un suspiro y los que no quedaron escondidos entre las piedras se volatilizaron a su origen celeste antes de desaparecer consumidos en una sedienta superficie ardiente, que ahora se resignaba hasta que avanzara el atardecer, la aliviara y refrescara paulatinamente, como a unos labios resecos y una boca sedienta de dialogar con el sol, que esperan que los venga a hidratar el chorro de agua de una fuente compasiva.

Las mariposas de la noche se escondieron en frescos y obscuros rincones, mientras las del día, con la bellísima policromía de sus alas, se quemaban en la levedad de sus pocos días de vuelo, que las transformarían de nuevo, pasando ahora de efímeras flores voladoras a diminutas cenizas incoloras.

Antiguas calles empedradas, manuscritos silenciosos de historias que susurran al mediodía con una suerte de polifonía hecha de crujidos o puede que de lamentos.

Mientras tanto, la siesta alejó hacia el reposo a los humanos de oídos curiosos, pero no preparados para escuchar sus sutiles mensajes, ahora sus ojos cerrados sueñan lo que no se permitieron ver.

Silencio de siglos, en la hora en que el cuerpo evita transitar calles desiertas con incontables historias de idas y venidas en cientos de épocas, que la atemporalidad del espíritu solapa y conjuga en un solo tiempo que se escapa a cualquier medida.

Cuando esto escribo, mi piel recuerda un tacto de fuego con olor a mediodía y una fragancia de noches y de lluvias.

Mientras todo esto sucede, un niño lo contempla extasiado, un hombre sentado se adormece en la sombra y un anciano observa con añoranza desde el fondo de su ventana, para contar historias a quien las quiera oír, aunque solo le rodean paredes que todo lo convierten en eco trémulo.

Recuerdos de calles alfombradas de hojarasca, que a ratos preludiaban con silbidos de otoño la llegada del viento del Norte, como cánticos de extrañas tierras que hieren la sensibilidad laxa de largos días cálidos, provocando un repentino escalofrío.

Llovió toda la noche. El tamborilear constante de las gruesas gotas parecía que quisiera entrar por las tejas y penetrar en el espacio interior. La noche se hacía eterna y dejaba un espacio inmenso a policromadas fantasías, que se enganchaban unas con otras, queriendo dar cierto significado a unos sentidos que querían adormecerse.

Abro los ojos y, en la penumbra, busco en los rincones mínimos y en la fantasmagoría de las sombras creo ver algo, que resulta ser nada; al final el cansancio me rinde y entro en un sueño agitado.

La lluvia se intensifica y con celeridad recorre los canales de piedra de la calle, yendo a buscar la complicidad de un pequeño torrente que hay al final de su pendiente antes de llegar a los caminos que atraviesan los campos.

Las piedras que recibieron las caricias de la Luna y se refrescaron con el rocío, que ardieron al sol, se sostienen entre ellas apretadas para aguantar el caudaloso discurrir del agua que pretende arrastrar pisadas y recuerdos que no se borran, que resisten.

Una mujer insomne mira por la ventana: si pudiera, desviaría el caudal del agua y lo llevaría a su pensamiento para que marchara disuelto en ella, o si pudiera, perdido el miedo se deslizaría con ella y flotaría al final en la corriente del río. Sin embargo, resta como estatua tras las cortinas llorando su pena.

Un niño, aún despierto, piensa en sus botas de agua, nuevas, coloridas; cuando pase la noche, retará y pisoteará los charcos del día siguiente. Mientras, el anciano enganchado a sus añoranzas echa otra manta sobre la cama, sus huesos se resienten de frío y la humedad, quizá ya conoció muchos inviernos y piensa que agotó las historias para poder contar.

Al contar de inacabables noches, sueños y deseos, nace una nueva primavera y así sucesivamente pasan para algunos volando las estaciones y para otros con cadencia eterna que parece no tener fin.

Todo sucedió en un lapso indefinido de tiempo o fue una fantasía y no sucedió nada, pues tantos ciclos se sucedieron y entrelazaron, tantas escenas llegué a ver que finalmente, perdidas las cuentas, en un instante se condensaron todos los días y las noches. Luego hay una parada brusca, en la que miras con atención y parece haber desaparecido el tiempo y el espacio. Percibes diferente, todo acaba por manifestarse condensado en una pequeña estrella que se pierde tras la ventana en el infinito que nos rodea a todas las personas, ahora sin noche ni día, sin protagonista alguno, es un espacio vacuo en el que todo aparece como ilusorio y desaparece como una ilusión fugaz.

El tiempo fugaz a través de mi ventana

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