Читать книгу Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar - Страница 10
III
ОглавлениеAlas ocho de la tarde explotó una granada de mortero en el octavo piso. Nada digno de mención: una de 75 milímetros. Dio en la parte frontal del poyete de la ventana y explotó. Esquirlas de cemento y astillas volaron al interior de la habitación al mismo tiempo que el cristal de la ventana y los restos de metralla, algunos de los cuales taladraron la pared de enfrente, otros penetraron en los gruesos armarios de encina y otros cayeron al suelo sin fuerza suficiente para perforar nada. La habitación era una de las innumerables salas de la administración que ahora no se utilizaban y estaban vacías. Así que era una granada carente de interés.
El hombre de confianza del piso examinó los daños. Constató dos detalles no desprovistos de importancia que le permitieron suponer un cambio en el ángulo de tiro o la colocación de una nueva batería.
—Es el lado izquierdo del marco de la ventana —dijo al ordenanza—, han cambiado la dirección. Pero cómo se les ocurre lanzar a estas horas una sola granada. Será mejor que dé parte al comandante.
Hacía muy pocos días que Manuel García era responsable. Formaba parte de los encargados de la brigada de reparaciones. Pero desde el 6 de noviembre no habían tenido ningún servicio externo, al menos no habían prestado ninguno con regularidad. El poco material que quedaba en Madrid lo consumían las líneas militares y las nuevas centralitas de teléfono de las autoridades militares. El grupo de Manuel, compuesto por electricistas y mecánicos que tenían que encargarse de las reparaciones de la red telefónica de la capital, esperaba en vano el envío de material. Aunque por el momento todavía se podía sustituir ese servicio con trucos en la combinación de las líneas y con el conmutador. Pero no podía continuar así mucho tiempo. Además, Manuel no creía ser la persona adecuada para trabajar en la Telefónica, estaba acostumbrado al aire libre y al trabajo en grupo. Pero el Sindicato Libre, la UGT, le había destinado al octavo piso porque allí estaban la cancillería militar y la comandancia y no querían anarquistas. Buenos chicos, pensaba Manuel, pero nunca se sabe la que pueden montar.
Ahora tenía la tarea de comprobar a personas y cosas en toda la planta. Luego iría a ver a Sánchez. El comandante Sánchez resultaba un poco difícil de entender. Reservado y distante, a pesar de ser un viejo sindicalista. Un hombre capaz y nada cobarde —como muchos otros, habría podido largarse a Valencia el 7 de noviembre y se había quedado en Madrid por voluntad propia— pero le faltaba la amabilidad habitual. Siempre estaba muy tenso. Manuel suponía que sería inevitable que Sánchez tuviera serios problemas con Pedro Solano, el del Consejo Obrero. Pedro consideraba que el comandante no era un elemento de fiar porque cuando trabajaba en la vida civil antes de la guerra había sido jefe de sección e ingeniero en una fábrica, había formado parte del círculo que servía a los capitalistas.
Manuel tenía otra opinión. Pero no quería emitir ningún juicio definitivo hasta haberlo conocido mejor. Quizá también podría hablar con él de la situación internacional. Sánchez sabía más de eso que la mayoría y a Manuel le atormentaba la idea del fracaso de la solidaridad obrera y de la democracia. No puede ser, se repitió en voz alta y se puso a buscar entre los restos de metralla la espoleta que revelaría de forma inequívoca la procedencia del proyectil. La espoleta había volado a otra parte, quizá a la calle. Pero ahí había un fragmento con una marca de fábrica borrosa. Seguro que alemán, qué iba a ser si no. Pero el comandante lo sabría, era un viejo artillero.
Manuel entró en el cuartito que simulaba el lujo de disponer de un dormitorio privado en la Telefónica y se pasó un peine por el rebelde pelo negro. En alguna capa de su pensamiento estaba redactando un informe para su comandante, pero en otra estaba calculando si el nuevo ángulo de tiro de la batería ponía en peligro su ventana. No, y tampoco a la comandancia. Pero nunca se sabía. Se miró al espejo, porque le daba mucha importancia al efecto que causaba su aspecto: cejas negras muy espesas, ojos alegres de un sorprendente color marrón claro, nariz potente y recta, boca ancha y fuerte, piel muy morena, mentón demasiado redondeado y carnoso. Su camisa azul oscuro le hacía parecer aún más moreno. Se gustaba y recordó vagamente los cumplidos de la rubia bajita —¡rubia oxigenada!—, que era tan divertida y se estaba convirtiendo en una especie de institución colectiva en la casa. Pensó realmente en la palabra «institución colectiva» y evitó la palabra puta, tan manoseada en estos casos; porque esa chica bajita y divertida enloquecía ante el miedo a no poder aprovechar su joven vida nunca más.
Una chica agradable, pero no para Manolo. ¿Y si había un bombardeo esa noche? El final de la tarde había sido extraño, sin que pasara nada, pero todo el tiempo con inquietud y disparos. Esas cosas se notan en los huesos. Bueno, primero iría a ver a Sánchez y después a comer, pero ya no a la cantina, era muy tarde para eso.
Cuando Manuel llegó a comandancia, el ordenanza lo retuvo. Ese ordenanza era un viejo obrero que no quería comportarse como un soldado, pero al mismo tiempo le embargaba el orgullo por la función de «su» oficina, de su superior, de su comandante y de su propia persona.
Agarró a Manuel del brazo y le explicó con diligencia:
—El camarada Agustín está ahora mismo en el sótano, el arquitecto quiere poner paredes de madera y hacer cuartos de baño para los refugiados de abajo. No sabemos cuándo van a poder ser evacuados. Pero quédate y espera, subirá enseguida.
Manuel conocía al viejo Pepe y sabía cómo era. Él sabía todo y tenía que contar todo lo que sabía. Pero si se le obligaba a mantener silencio, se podía confiar en que lo cumpliría a rajatabla. Manuel le preguntó como si nada, en respuesta al guiño travieso del viejo:
—¿Por qué crees que Sánchez va a subir enseguida? La inspección de abajo va a durar y entretanto podría irme a comer.
—Sí, Manolo, pero mira: la mujer de Agustín, Pepa, está ahora ahí con los dos niños. Es como una ametralladora; no me extraña que huya de ella. La conozco bien. Durante un tiempo subía aquí todos los días y le organizaba una escena porque no le daba dinero suficiente para cojines o el sofá y cosas por el estilo y porque está liado con Paquita. Incluso me ha preguntado si se acuesta con ella aquí, en la Telefónica; pero hasta ahora no lo ha hecho, una tontería por su parte, y se lo he dicho a Pepa. Pepa era una chica guapa, maja, pero ahora tiene la cara avinagrada. Es raro, las mujeres gastonas suelen tener otra cara, uno podría pensar que Pepa es tacaña si no supiera cómo es. Y es más tonta que una mata de habas. Así que puedes estar seguro de que Agustín subirá enseguida, no quiere saber nada de mujeres. Hace un momento ha echado a Paquita. Pero ella volverá, es tenaz y sabe que uno como Agustín no es fácil de encontrar. ¿Sabes que Miaja lo trata de tú?
—El general tutea a casi todo el mundo si le caen bien. Y tú también eres una ametralladora, Pepe, no haces más que ¡ra-ta-tá! Si estuvieras conmigo no serías ordenanza, ya te lo digo, no me gusta que lleven la cuenta de mis líos de cama.
—Diantres, Manolo, eres un grosero, vete a tomar por saco. Chico, ya sabes que no hablo de Agustín con todos, solo con los que lo respetan. Y si no lo respetas te rompo los dientes. Y además un hombre es un hombre, no es ninguna vergüenza, y…
—Y a mí me preocupan otras cosas, no solo tu Agustín. Déjame entrar en el despacho, le quiero dejar una nota. Si sigo escuchándote... Por cierto, lo de romperme los dientes no es tan fácil, míralos, ¡muerden! Vamos, que si sigo escuchándote se me olvida el informe.
En principio eso iba contra las normas, pero Manuel era el responsable de la planta, así que podía entrar en la habitación aunque el jefe estuviera ausente. No se sentó en la butaca de madera, en parte también porque los sillones de cuero eran mucho más cómodos. Es así como lo han amueblado los americanos, saben lo que es el lujo, pensó Manuel. Nosotros lo haremos de otro modo y también será bonito. Para ello construiremos una escalera más ancha y no solo lavabos y duchas, sino también un baño para los empleados, en cada piso si es posible.
Sonó el teléfono, Pepe asomó la cabeza y dijo:
—Contesta tú, Manolo, conoces mejor a la gente. —Manuel se estiró la camisa de estilo militar y cogió el auricular. Al principio no se enteró bien, pero no quería que se notara su torpeza. Sin embargo, luego entendió con suficiente claridad—: Se acercan cuatro junkers y seis cazas. ¡Hay que dar la alerta!
Y ahora volvía a suceder. Llamó a la centralita de la casa y pronunció la contraseña que tenía que conocer por ser uno de los responsables. Y al hacerlo puso en marcha toda la maquinaria de las alarmas en el enorme edificio sin preguntar al comandante. Pero se trataba de una emergencia. Apagar todas las luces. Solo las linternas y en algunos sitios las luces de emergencia de un azul mate. ¡Y cuidado con las linternas! ¿Qué tenía que hacer él en la planta? Salió a toda prisa y llamó a Pepe. Este se enjugó la frente y propuso ir al sótano a buscar al comandante.
—Pues vete si tienes miedo —dijo Manuel—. Yo me quedo aquí. Alguien tiene que atender el teléfono. Pero espera a que haya mirado en las demás habitaciones.
Hizo la ronda a toda velocidad. Las pocas personas que trabajaban en el octavo piso estaban ya en el descansillo. Sirenas de alerta. Ruido de mucha gente en la escalera. Manuel volvió a la comandancia, donde Pepe le estaba esperando. El pasillo estaba oscuro, el vestíbulo sin ventanas, negro, la linterna no iluminaba lo suficiente. Se golpeó contra esquinas y bordes y se sintió abandonado hasta que oyó la voz del viejo:
—¡Hola, Manuel!
Se encendió una luz mate de linterna (la pila de Pepe está gastada, se le va a acabar de un momento a otro y escasean las pilas, pensó); entonces Pepe gritó con voz ronca:
—Agustín ha llamado, sube ahora. Dice que no me quede si hay alguien de confianza aquí arriba. Me voy, no puedo soportar los junkers, me ponen el estómago del revés.
—Vete, demonios, viejo cerdo —replicó Manuel, seriamente irritado y nervioso. Prestó atención a los pasos que se alejaban tropezando por el largo pasillo, después se adentró en la comandancia con fuerza de voluntad. Intentó orientarse: Esto es la butaca grande, esto el borde de la mesa y esto una ventana. Si apago la linterna, puedo abrir esta ventana y escuchar. Seguro que es una estupidez no bajar al sótano. Pero por lo menos quiero oír a qué distancia están los aviones. Y ¿dónde están nuestras defensas antiaéreas?
Miró hacia la oscuridad agobiante de afuera, en la que solo se reflejaba un cielo mate. No vio ningún bombardero, pero ¿cómo iba a verlos entre los jirones de nubes? El ruido de motores se aproximó, era un zumbido que atravesaba todo, pero no retumbaba. Manuel tensó todos los nervios tratando de escuchar y soportar la primera explosión. Cuando de pronto restalló un cañón antiaéreo justo al lado de la Telefónica, casi se llevó una desilusión. Vaya defensas más malas, solo algo mejor que una ametralladora, pensó Manuel, y se sentó porque estaba cansado de estar en cuclillas. En ese momento entró alguien que apagó de inmediato la linterna —¡la ventana abierta y sin cortinas!— y dijo tajante:
—¿Hay alguien ahí?
—Aquí Manuel García, mi comandante —dijo el otro—. Perdona, me he quedado aquí porque tú mismo has dado permiso a Pepe para que bajara y alguien tenía que quedarse por el teléfono.
—Cierra la ventana, camarada Manuel —dijo Sánchez con tranquilidad. Cuando estuvo corrida la cortina negra (una labor difícil sin luz), encendió una linterna muy grande que parecía el faro de un coche—. Siéntate ahí, camarada Manuel. ¿En tu planta está todo en orden? —No esperó a la respuesta, sino que dijo—: La cosa está difícil con las chicas desde el último bombardeo de ayer. Entre ellas hay demasiadas que ya han visto muertos. La mayoría están enloquecidas por el miedo.
—Camarada Sánchez —dijo Manuel, cambiando la forma de dirigirse a él—, hace un rato quería comunicarte que por la última granada que ha caído en este piso he podido comprobar que los fascistas han cambiado el ángulo de tiro.
—Sí, ya me ha dado parte la planta trece. Gracias, Manuel.
Manuel aguzó el oído para escuchar el zumbido de motores que ahora era más difuso. Se sintió un poco decepcionado por haber llegado tarde con su parte. De forma inconsciente, al igual que Agustín, se mantenía fuera del foco deslumbrante de la linterna, que estaba encima de la mesa y proyectaba la luz sobre la puerta.
—Esta vez no se nos han acercado ni han lanzado ninguna bomba —dijo Agustín. Luego ambos guardaron silencio. Estaban esperando. Agustín tenía mal sabor de boca por el encuentro con su mujer. Durante la alarma no se había alterado; consideraba que el sótano era completamente seguro para ella y los niños, y en otros no pensaba. Pero había querido retener a Agustín, no porque temiera por él, sino... «No puedes dejarme sola, soy tu mujer».
Y luego, en la escalera, el momento en que el foco de la linterna había iluminado la cara de Paquita. Ella no era cobarde, tenía un gesto de enfado, no descompuesto como muchos otros. Pero al seguir con los ojos el haz de luz y reconocer a Agustín, había exclamado: «¡Tinito, ven, ayúdame, me voy a caer!». Y había cambiado el gesto por otro de desamparo. Qué extraño poder verlo con tanta exactitud en ese haz de luz tan exageradamente intenso e impreciso. Mejor no pensar en ello, sino en los otros. En las dos muchachas de la quinta planta que se habían quedado junto al cuadro de la centralita para que no se interrumpiera el servicio. En ese Manuel que estaba ahí sentado y esperaba.
—¿Quieres una copa de coñac, Manolo?
El funcionario se sorprendió, sobre todo por el apelativo cariñoso.
—¡Pues claro, hombre!
Iba a añadir algo cuando sonó el teléfono. Por el sí y el no del comandante no pudo sacar ninguna conclusión. En el reflejo mortecino de la lámpara vio cómo se endurecían los rasgos de Agustín. Este meneó dos veces la cabeza y las finas aletas de su nariz se movieron.
—Sí. —Colgó y se giró hacia Manuel—. Van a volver. Todavía no ha terminado. Van a atacarnos. No puedo hacer nada. —Empezó a maldecir en todos los tonos, a lanzar juramentos violentos y bárbaros, pero era una explosión artificial que no lo alivió. Sacó una botella de coñac del escritorio y sirvió dos copas pequeñas, una para él y otra para Manuel—. ¡Al diablo con los alemanes!
El teléfono sonó de nuevo. Él volvió a maldecir y descolgó. En el aparato:
—Hola... —extranjero—, ¿comandante Sánchez? —una mujer de voz grave. Pronunciaba su nombre con «s», «Sanches»—. ¿Habla usted francés?
—Sí, ¿qué quiere? Hay alerta aérea —dijo Agustín con poca amabilidad. Seguro que era prensa extranjera.
—Es por la alerta por lo que le llamo —dijo la mujer extranjera con voz muy fría y suave—, soy la encargada de la censura de la prensa extranjera.
—Ahí no hay mujeres.
—Desde hoy sí, comandante Sánchez —dijo la mujer en su francés lento y correcto—. Quisiera que me diera la información con respecto al ataque aéreo, para que se lo pueda comunicar a los corresponsales, si procede. Estoy oyendo en este momento que han tirado una bomba. Mientras hablaba se había producido aquella explosión sorda y la vibración de las ventanas que anuncian una bomba a una distancia moderada.
—¿No puede ser más tarde? Ahora no tengo ganas de dar informaciones a la prensa.
—Estoy de servicio, camarada comandante, para transmitir las noticias sobre el bombardeo. Por eso me he quedado aquí arriba. No debería negarse a colaborar conmigo. No se trata de un asunto privado.
La mujer seguía hablando en un tono frío, pero su voz se había vuelto más grave y un poco ronca —seguro que estaba furiosa. una voz interesante—, alemana, desde luego. Agustín desconfiaba, pero se sentía entre la espada y la pared.
—Señorita (a una desconocida de abajo no la voy a llamar camarada), voy a bajar a hablar con usted. Está en el quinto piso, ¿no? Se tiene que identificar.
Agustín colgó y se volvió hacia Manuel, que había intentado en vano entender alguna palabra.
—Camarada García, quédate junto al teléfono y, si hay algo, me llamas a la censura de prensa a la quinta planta. Hay una mujer extranjera nueva y quiero verla de cerca; no las tengo todas conmigo.
Tres estrechas escaleras, negras como el carbón, atravesadas por el haz de luz de la linterna, un largo pasillo, puertas, tanteo de paredes hasta que se enfoca la linterna correctamente, habitaciones vacías, una linterna pequeña, una mujer difusa, luz de foco en su cara:
—¿Acaba de hablar conmigo, señorita?
La mujer tenía los ojos muy claros —probablemente grises— y sus pupilas se empequeñecieron rápidamente. Tenía las cejas duras y una boca pálida —al menos sin pintar— muy recta. No era nada guapa. Tanto mejor.
—Aquí no debería llamar a nadie «señorita», comandante —dijo la voz fría y tranquila—. Y, para variar ¿no podría sujetar la linterna de otro modo, aunque sea un momento, para que pueda examinar su cara? —Su boca severa se hundió y se transformó en una alegre sonrisa de camaradería muy parecida a la mueca de un muchacho. Tenía labios carnosos: esa boca no era dura. Agustín la miró con interés porque le pareció un fenómeno propio de un juego de luces y sombras.
Pero enfocó la linterna hacia otro ángulo, de modo que los dos pudieran verse bajo una luz tenue y dijo con irritación:
—De acuerdo, ¿quién es usted? ¿Sabe que el sótano es más seguro durante la alarma?
Ella se sentó. Él vio que ella era lo que él denominaba cuadrada, muy musculada, probablemente deportista. De treinta y tantos, no estaba mal de tipo, demasiado masculina para él, sobre todo la expresión de su cara y el comportamiento. Tomó asiento junto a ella a la mesa rebosante de papeles. Ella vio las sombras bajo sus pómulos y en las sienes, sus largas extremidades, las finas aletas de la nariz, el cansancio. Muy español, una raza susceptible, muy nervioso, probablemente muy decente e hipersensible, todo llevado al extremo, juzgó ella. Se propuso conseguir su colaboración.
En ese momento entró Morton, el corresponsal del New York Telegraph. Agustín lo conocía y lo despreciaba porque lo había visto a menudo en los bares de la Gran Vía en plena y asquerosa borrachera de whisky; lo consideraba un fascista y una masa de carne poco apetitosa. Agustín no podía seguir la conversación en inglés, pero vio cómo la censora leía y daba el visto bueno al manuscrito en un lapso de tiempo que se le antojó demasiado breve. Eso no le gustó y volvió a helarse en su interior. Sonó el teléfono.
Por lo visto es para usted, camarada comandante —dijo la mujer, y le tendió el aparato. Manuel comunicó que se habían alejado los bombarderos, pero que había que mantener la alerta otro cuarto de hora, que la bomba de antes había caído en Vallecas: siete muertos, dieciséis heridos, fabricación alemana. Además, otra bomba que no había explotado.
—¿Es usted alemana? —preguntó Agustín a la mujer cuando el periodista hubo salido de la habitación.
—Sí —notaba que resurgía la hostilidad.
—¿Cómo se llama? Enséñeme sus credenciales.
—Me llamo Anita Adam y aquí tiene mis documentos del Ministerio de Estado —dijo ella con cierta aspereza—. Llegué anoche de Valencia y a partir de ahora tengo turno de noche en la censura.
Los papeles estaban en orden, pero eso no le decía mucho. Aquí estaban en Madrid, no en Valencia. En muchas cosas el Ministerio seguía estando en manos de antiguos intrigantes. La censura de prensa era un departamento del Ministerio de Estado. Pero Madrid estaba en guerra, la responsabilidad era de las autoridades militares, y aquí, en la Telefónica, suya por el momento. El bueno de Hilario Goma, ya mayor y jefe de la censura, no le ofrecía suficientes garantías para vigilar el trabajo de esa alemana. Se veía que era inteligente y enérgica. ¿Por qué estaba en España?
Lo preguntó como lo pensaba:
—¿Qué hace aquí en Madrid?
Anita no entendía su desconfianza. Hasta entonces solo se había topado con la cordialidad espontánea de los chóferes y la cortesía ampulosa de los funcionarios del Ministerio con respecto a la periodista extranjera y, además, con su fanática voluntad de trabajar y su larga trayectoria de actividad política, creía tener carta blanca en la España republicana.
—¿Que qué hago aquí? No le entiendo bien, comandante. Lo único que veo es que está cuestionando mi función. Naturalmente que estoy aquí como todos nosotros, como socialista y antifascista, o como quiera llamarlo. En cualquier caso, como camarada que quiere ayudar.
—¿No tenía nada que hacer afuera?
—Oh, sí, camarada, perdone: si alguna vez decido no volver a llamarle camarada tendrá un significado que no quiero conceder a esta conversación, al menos por ahora. Así que seguiré llamándole camarada. Sí, tengo trabajo afuera. Pero ahora no hay nada tan importante como España. Y quiero imaginar que puedo y tengo que hacer una labor útil aquí. ¿Por qué me ha hecho esa pregunta?
Él no estaba preparado para esta respuesta. La miró: sus labios volvían a ser finos y fruncía las cejas. Tenía que estar muy enfadada. No importaba. Tenía que darse cuenta de que su autoridad se miraba con lupa precisamente por ser extranjera.
Se fijó en sus dedos sin querer. Tenía unas manos muy suaves, pequeñas y femeninas.
Agustín estaba tan terriblemente cansado que no reparó en el tiempo que tardaba en responder y lo fácil que era seguir su mirada. Anita dijo con su voz más fría (y eligió ese registro conscientemente):
—Está claro que no quiere aquí ni extranjeras ni mujeres. Por desgracia hablo algunos idiomas y conozco la situación de la prensa internacional, conocimientos que al parecer aquí brillan por su ausencia. —Es una putada, pero es cierto, pensó él. Tanto más peligrosa es ella. Pero de repente su desconfianza se le antojó exagerada—. Trabajo aquí, al igual que luchan mis amigos de la Columna Internacional.
No habría debido decirlo, lo notó enseguida. Él era español. Su reacción era completamente lógica, pero dolía. Su silencio después del reproche indirecto resultó violento. No era un buen comienzo para trabajar.
Entretanto, se le entremezclaban pensamientos contradictorios. La Columna Internacional… legión extranjera. No, eso no. Además de aventureros hay también revolucionarios… y nuestros milicianos se han largado. Pero los bombarderos alemanes y las bombas… esta es una aventurera ambiciosa, pero si es honesta le he hecho daño… contesta bien, lo malo es que no tenemos españoles formados para este trabajo… su mirada es sensata, a lo mejor se puede hablar con ella. Es ella la que asume la función ahora… la conferencia con Valencia va a caer de un momento a otro, lo mejor es acabar y subir.
—¿Por qué está usted sola aquí arriba? —preguntó inesperadamente en otro tono mientras se sentaba en el borde de la mesa, lo que suele ser una señal de desarme interno.
Anita sopesó el nuevo tono de voz y llegó a la conclusión de que él la consideraba valiente.
—He enviado al ordenanza al sótano, tenía que quedarme aquí. Me parece que las noticias de bombardeos son muy importantes para hacer propaganda a nuestro favor y que en esto hay que prestar todo el apoyo a la prensa. —Ella también cambió el tono, sabiendo muy bien el efecto que producía.
—Puede decir a los corresponsales que la bomba de hace un rato cayó en Vallecas, siete muertos, dieciséis heridos, la bomba era de fabricación alemana. Ha caído otra que no ha estallado.
—Gracias, camarada. Pero habría que dar la marca exacta del fabricante y el número de serie si es posible, y hacer una foto si se puede. Mire, hay que alimentar a los de los periódicos con noticias reales. —Hablaba con pasión, toda su cara se movía.
¿No se dará cuenta de que es una vergüenza para todos los alemanes lo que ocurre aquí o es que le parecerá que no es una de ellos?, se preguntó él. Vaya personaje más extraño, pensaron los dos casi al mismo tiempo. Pero lamentaron que Johnson les interrumpiera precipitándose en la sala.
Ese inglés con el pelo de color arena era amigo de la mujer, constató Agustín de inmediato. Ella le contó la noticia que acababa de recibir y estaba claro que se alegraba de verlo. El inglés empezó a hablarle sin cesar, preocupado, probablemente quería enviarla al sótano. Agustín estaba molesto por no entender inglés. Rechazó la lógica suposición que habrían asumido todos sus paisanos de que se trataba de una relación amorosa. No, era amistad; si es que podía haber amistad entre un hombre y una mujer, lo que él no creía. Él, Agustín, conocía a los hombres y a las mujeres, le pareció que el inglés estaba tímidamente enamorado de la mujer, pero ella no. Él se inclinó sobre ella, pero ella se echó hacia atrás con una sonrisa amable. Agustín observó cómo le cambiaba la boca; en sus comisuras apareció un pequeño signo de interrogación. Le gustaba esa boca, pensó que sería agradable besarla. Solo eso, nada más.
Cuando Johnson se fue, titubeando e insatisfecho por dejar a Anita en esa oscura inseguridad de la Telefónica y en esa extraña misión, Agustín se levantó. Se había quedado más tiempo del que pensaba y sin embargo le hubiera gustado seguir hablando con ella. Anita le explicó quién era Johnson, el importante periódico inglés de tendencia moderada que lo había enviado allí y añadió:
—Es un buen tipo, lo conozco desde que una vez trabajó con mi marido en una agencia internacional de noticias.
Así que estaba casada. Pero ¿dónde estaba el marido? No parecía casada, pero tampoco una mujer insatisfecha. Ojalá no estuviera buscando aventuras de guerra con esa boca. Solo faltaría eso. En cualquier caso, tenía que dejar claras algunas cosas:
—Oiga, ahora no me da tiempo, luego le explico lo que las autoridades militares quieren de la censura. Tendrá que trabajar conmigo y con el Comisariado de Guerra. En los asuntos que conciernen al edificio y al servicio telefónico, soy yo la persona a la que se tiene que dirigir. Además, para un extranjero es imposible entender la psicología española, y como se trata de nuestra guerra, no debería olvidarlo nunca. Aquí no puede usted tomar decisiones según sus normas. Evite los errores habituales de los extranjeros. Es usted lo bastante inteligente. ¿Dónde duerme?
—En el Hotel Gran Vía —dijo ella casi con timidez, y lo miró insegura. Le había leído la cartilla con total amabilidad, sin la aspereza hiriente del primer cuarto de hora. Le había dado a conocer sus límites de una forma tan clara que de pronto cayó en la cuenta sin la menor duda de lo sola que estaba y de que allí era una extraña.
—Entonces, para poder explicarle las normas militares con respecto a la censura, venga a mi despacho al piso octavo antes de cruzar al hotel. Haré que la acompañe mi ordenanza a la vuelta y le comunicaré las últimas noticias para que todavía pueda hacer un favor a sus amigos periodistas si pasa algo que se quiera difundir. ¿Tiene miedo? —preguntó Agustín interrumpiéndose.
—Sí, desde luego —dijo ella—, pero no demasiado. Una no es tan importante como creía antes. En cualquier caso, gracias por el ordenanza. Estaré en su despacho a las dos. Es que aquí no conozco nada ni a nadie.
Le tendió la mano y Agustín entendió correctamente el ademán; era algo más personal que el gesto convencional. Ese apretón de manos creó un remanso de encuentro.
—Buenas noches, camarada. No creo que vuelvan los junkers esta noche. Adiós.
Cuando estaba avanzando a tientas por el pasillo, se llenaron de luz las pocas lámparas tapadas con papel azulado y las primeras personas abandonaron la escalera. Había terminado la alerta.