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VII

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Anita había terminado su turno y en realidad ya no tenía nada que hacer en la sala de la censura. Pero no acababa de decidirse a abandonarla. Se sentó al borde de un catre de campaña —somier de muelles, jergón destrozado, manta sucia— y miró al compañero que manejaba los papeles a la pálida luz del estrecho cono de la lámpara del escritorio. No podía hablar con ese joven español, estaba claro. Tenía una cara inexpresiva, sin interés, amorfa; no hablaba medianamente inglés ni francés; era un pequeño funcionario miedoso que leía las entradas del día a conciencia, buscando continuamente palabras en un diccionario malo. No se le pasaba por la cabeza hablar con Anita. Y ella no encontraba el modo de establecer contacto con él. Solo sentía su indiferencia frente al trabajo y su temor a todo. Ese de ahí era más extranjero que ella en la Telefónica. Observó cómo se sumergía su cráneo redondo en el haz de luz que borraba todos los rasgos y luego retornaba a la sombra, donde se le olvidaba por la poca vida que había en él.

En realidad, él no dejaba de pensar en cuándo les darían a él y a su hermana una plaza en un camión para poder trasladarse a Valencia. El Ministerio se había llevado allí a todos los funcionarios. Aquí ya no se podía trabajar, ya no funcionaba nada, la oficina improvisada en la Telefónica seguía unas reglas diferentes a las que él conocía, hasta el aire era diferente. No era un ordenanza el que hacía guardia abajo, sino un anarquista nervioso, las indicaciones del jefe de Valencia no llegaban con puntualidad y perdían su autoridad. La censura tenía nuevos trabajadores, como esa extraña extranjera... y no se sabía muy bien quién estaba detrás. Y además las bombas, las granadas, las masas en la calle, las nuevas autoridades, la certeza de que cualquier día o cualquier noche (quizá en ese preciso momento), Franco avanzaría de nuevo y atravesaría sus defensas y que entre el salvajismo de los moros y el salvajismo de los defensores uno sucumbiría; ¿cuándo, pero cuándo encontraría de una vez una plaza, cuándo abandonaría este Madrid el camión del Ministerio con las actas y las multicopistas? Aquí ya nada tenía sentido.

Anita olvidó que no estaba sola. Se dejó llevar y no intentó mantener sus pensamientos en orden. Todos los periodistas pensaban que hoy no pasaría nada, pero mañana sí… ¿Qué va a pasar mañana? Seguro que es cierto, se nota en los huesos. ¿Van a entrar las tropas de Franco? ¿Van a destruir la Telefónica y van a morir todos? ¿Será la confusión tan grande que resultará imposible trabajar? ¿Va a cambiar el estado de ánimo en Madrid? ¿La quinta columna? ¿Bombarderos?

No sabía qué hacer consigo misma. Le habría gustado asumir el turno de noche para poder quedarse en la sala de trabajo, dormir en esa cama miserable, poder pertenecer a la casa.

Pensó: el ventilador grande zumba como el motor de un avión. Si cae un obús aquí, al menos darán parte de inmediato; hay personas que comprueban quién es uno. Morir solo debe de ser espantoso. Da lo mismo, pero me da miedo. ¿Por qué de morir y no de quedarme lisiada? Siempre hay más heridos que muertos. Pero de lo que tengo miedo es de acabar. Yo. Ahora no es para tanto. Habría que tener al menos una persona de la que ser amigo. El amor es el miedo a estar solo.

Soy una estúpida. Hay que ver cómo tengo la formación literaria pegada al cogote. Citas. Y, ¿por qué no? Hay otra cita parecida de Storm: «Aguanta, al final de la vida solo te tienes a ti mismo». Es cierto, pero no quiero que sea cierto. Que sea cierto… qué raro es que ahora piense en frases gramaticalmente perfectas. Cuando uno se escucha a sí mismo, siempre se piensa en frases. O en signos de estenografía. Es cierto que ahora quiero aferrarme a algo que tenga una forma clara. Tengo miedo de estar sola. Por eso trabajo así. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué tengo que estar aquí? No me deja marcharme, no puedo irme aunque quiera. Quiero pensar que pertenezco a este lugar. Pero seguramente es absurdo. Lo importante es… ¡La censura de prensa! Pero hay que hacer que los de fuera sepan lo que ocurre aquí. Que se lucha. Para que no sea en vano. Lo terrible es que sea en vano. ¿O no? Ya no sé muy bien. Hay que hacer lo que uno considera bueno y justo. Hay que vivir y morir como se quiera, con sinceridad. Pero ¿qué significa sinceridad? Ya no quiero pensar en términos políticos. Pero existe algo como la libertad y la dignidad. ¿Es que ahora te das discursos políticos, querida? ¿Porque estás sola? Y sin embargo tendría que sentir que Georg piensa en mí, que tengo a una persona. Intenta imaginarse a su marido y pensar en él con ternura. Pero era un pensamiento voluntario. De pronto le pareció que él pertenecía a aquella otra vida ajena a la de Madrid. Se dijo: «Cariño, querido muchacho, no te enfades conmigo, te quiero mucho, piensa en mí…», pero eso no le dio calor, era un esfuerzo demasiado consciente, como si hubiese querido envolverse en el afecto tan familiar de su marido a modo de manto protector. Se asustó de la frialdad de su distanciamiento y de repente dijo en voz alta sin darse cuenta: ¡No, así no, no!

El censor levantó la vista sorprendido. La extranjera estaba sentada en la cama, hundida en su abrigo grueso y feo. No le veía la cara, lo prefería; no tenía nada que ver con ella y ella debía irse a su casa cuanto antes. Pensó una frase en francés que no fuera difícil de pronunciar y por fin dijo:

—Madame, ¿le da miedo volver sola al hotel?

Anita se sobresaltó como una colegiala y respondió:

—Yo... No tengo miedo, solo estoy descansando antes de ir a la reunión con el comandante Sánchez.

Ahí estaba. Pero en ese mismo momento se sintió ridícula, y eso le devolvió la alegría y la tranquilidad interior. Se quedó sentada despreocupadamente unos minutos y se centró en la reunión con el español. Estaba bien que tuviera todavía esa tarea por delante, el hombre no estaba mal, al menos estarían al mismo nivel. No como con los periodistas, que en realidad estaban todos de parte de los enemigos por temor a perder la imparcialidad.

Bueno, ahora quería primero arreglarse un poco y parecer humana. Empolvarse la nariz, lavarse las manos. Qué ridículo resulta buscar el lavabo en un país extranjero. Le preguntó al censor, pero no le entendió muy bien. No importaba, de todos modos iría al piso octavo.

Anita se deslizó rápidamente por el estrecho pasillo, pasó de largo junto a un ordenanza apenas reconocible que estaba roncando, encontró la pequeña puerta lateral y de pronto se encontró a oscuras en la escalera. Tuvo que volver a abrir la puerta para poder orientarse y no adentrarse en una nada negra. Luego fue subiendo a tientas guiándose por la pared con la cartera apretada bajo el brazo. Arriba se abrió una puerta, unos pasos descendieron por la escalera e inesperadamente un rayo de luz atravesó la oscuridad como una lanza. Se quedó pegada a la pared y dejó pasar a un hombre del que solo pudo ver una linterna, una mano, una manga. Por un instante la luz le dio directamente en los ojos. Se sintió completamente indefensa.

Aquí hay que tener una linterna. Esta escalera no me gusta. Un revólver… No, qué tontería, nada de romanticismos heroicos.

La Telefónica estaba vacía y en silencio. Los ruidos de máquinas no rompían el silencio, sino que más bien lo acompañaban y lo hacían más opresivo. El ventilador zumbaba, uno no se podía hurtar al sonido. Un ascensor se puso en movimiento, resonaba por los elevados huecos. Anita se dio la vuelta y bajó por las escaleras a tientas, sin ver, para volver al quinto piso. Se sintió aliviada cuando entró en el vestíbulo en penumbra. Esta era su planta y aquí había gente: una mujer mayor sentada en un taburete en un rincón, vestido negro, cabello blanco, cansancio paciente, sonrisa adormilada, como la señora del guardarropa de un teatro. Entonces, ¿dónde estaban los aseos? ¿Cómo se decía aseo en español? ¿O retrete?

Cuando estaba allí titubeando, llegaron unas telefonistas por el pasillo con sus batas negras y los auriculares todavía en la cabeza. Pasaron charlando junto a Anita, escudriñándola sin disimulo. Cambio de turno: iban a lavarse. Anita las siguió. Entonces descubrió que la señora mayor en realidad era algo así como una señora de la limpieza de los aseos (qué complicaciones más tontas suponían esos detalles importantes cuando se estaba en un país extranjero con una lengua extranjera) y se encontró en un lavabo alicatado en blanco.

Ya en el aseo fue sacando despacio, para calmar los nervios, la toalla, el peine y la polvera, todo bajo un fuego cruzado de miradas insolentes y poco amables. Todas las mujeres le estaban pasando revista a la extranjera. Las telefonistas se habían quitado las batas negras y habían cogido sus neceseres de las taquillas de metal que estaban en el cuarto de al lado. Aunque ahora todas se iban a dormir, se maquillaban. Observaban a Anita desde el espejo.

Anita intentó sinceramente encontrar entre ellas a una simpática y amable, pero no lo consiguió. Era consciente de que no agradaba a estas españolas, de que les parecía un animal extraño. Lo que no sabía era que les resultaba completamente carente de atractivo. Y no tenía idea de la preocupación con que la miraban las más jóvenes para averiguar si al final esta extranjera iba a poseer unas armas desconocidas y peligrosas; porque los hombres a veces persiguen a cosas raras.

Por su parte, a Anita le hubiese gustado explicar a esas españolas, con cuyos ojos se encontraba en el espejo, que ni tenía ni quería ninguna oportunidad con sus hombres, con los que les gustaban a ellas. Leyó clarísimamente el rechazo en sus miradas. Era un frente cerrado contra ella.

Buscó en vano una pequeña camarada entre todas esas caras de gesto duro. No tuvo una sensación más cálida o humana con ninguna de ellas. Le parecían todas similares. Casi todas tenían rasgos regulares, algunas hasta bonitos. Todas llevaban el mismo peinado: muchos ricitos tiesos en la nuca, una raya lisa, las orejas al descubierto, una espléndida forma de cabeza. Todas tenían unos bellos ojos grandes de gacela. Todas tenían el pelo castaño oscuro y pegado como con cola. Había dos mujeres algo mayores con la cara amarga y de enfado, pero este mismo rasgo de dureza ya se veía en las jóvenes. Una chica jovencísima era muy guapa, pero se había pintado una boca ridícula con forma de corazón y uno se olvidaba de su cara en cuanto dejaba de verla.

«Dios, ¿no estaré siendo injusta porque hay mujeres más guapas que yo?», se dijo Anita. Yo no soy así. Pero esas de ahí no me gustan, eso es todo; no tienen matices, tienen la voz ruda y cuerpos estirados con movimientos de seducción aprendidos. Anita se entregó a un rechazo primitivo, mezclado con la decepción por la desconocida antipatía que despertaba aquí.

Entonces entró una que era algo distinta; se movía muy bien, aunque consciente de ello, como un pavo real, tenía la cara pálida y demasiado maquillada, con rasgos toscos, muchos gestos, ojos grandes, inquietos y exigentes y una boca insatisfecha y carnosa. No carece de interés ni es tonta, pero es un mal bicho, opinó Anita.

Paquita rozó con una mirada lenta a la extranjera, luego echó un vistazo rápido a sus tranquilos ojos grises (no deja de hacer la competencia, a pesar de la primera impresión, pensó Paquita) y empezó con su ritual de maquillaje y depilación de cejas. Colocarse el pelo, los rizos y los tirabuzones exactamente en su sitio con el peine mojado le llevó unos minutos. Aunque en el fondo sabía que hoy había perdido la batalla diaria con Agustín, podría encontrárselo en el pasillo por casualidad. O si había alerta. Siempre tenía que tener cuidado. Eso la cansaba y la enfadaba.

¿Esa extranjera era la nueva de la censura? Entonces seguro que tendría que tratar con Agustín. Pero era demasiado poca mujer para él… probablemente. Tenía los labios pálidos, llevaba el pelo peinado hacia atrás sin ningún cuidado, igual que las estúpidas niñas de las organizaciones juveniles revolucionarias, que piensan que eso es comunista, y como las viejas solteronas con intereses intelectuales. Y ahora la extranjera se estaba pasando una vez más el peine seco por el pelo espeso que se quebraba (¡Qué seco tenía que estar, qué mujer más torpe!), se empolvó la nariz, se limpió las uñas (¡Sin pintar!)… Y eso fue todo. Abrigo de soldado y cartera de oficina —pero sí que parecía lista y enérgica—. Bueno, ya se irá, aquí va a hacer el ridículo, pensó Paquita. Pasó junto a Anita mirándola de reojo y se dirigió al dormitorio de las chicas del turno de noche. Allí dijo:

—¿Habéis visto cómo anda la extranjera? Como si no tuviera caderas. Y encima es vieja, gorda y torpe. Vaya…

Cuando Anita entró en la antesala de comandancia en el octavo piso —había subido en ascensor para evitar la escalera—, el ordenanza le dijo algo incomprensible de lo que solo pilló al vuelo la palabra «comandante». Intentó explicar su asunto en español:

—Sí, el comandante dice yo venir ahora.

—No, no, no —respondió Pepe, y volvió a empezar un largo discurso, pero esta vez más despacio y con gestos dramáticos. Anita logró entender que una mujer —Doña Pepa— estaba con el comandante y que ella tenía que esperar. Le llamó la atención el «Doña» y la mueca del viejo, sobre todo porque mientras tanto a ella, Anita, le sonreía y la llamaba «camarada». Así que se sentó y sonrió a Pepe con tanta cordialidad y naturalidad que él decidió que se trataba de una mujer simpática y buena: ¿Cómo voy a entretenerla mientras esa otra, Pepita, está con Agustín haciéndole pasar las de Caín?

Se acordó del agujero que había hecho la granada de mortero en el octavo piso; a lo mejor ella no había visto nada así. Se levantó, dijo algunas palabras muy alto, como a una sorda, hizo señas con la mano, se rio y al final la agarró de la mano. Ella también se rio, comprendió la palabra granada gracias al francés y se dejó guiar por ese primer español amable que le había traído el día. Olvidó su contrariedad por no haber podido hablar con Sánchez de inmediato y que una de esas españolas le pondría mala cara cuando volviera a su despacho. Una mujer con ese hombre tan severo..., qué lástima.

Pepe llevó a Anita a una habitación oscura con los cristales de las ventanas rotos, húmeda y fría. Él le volvió a coger la mano y se la puso en el lugar en que el marco de la ventana y el muro de ladrillos estaban dañados. Encendió por un momento su linterna con mucho cuidado pegándola al suelo para enseñarle los restos de ladrillo y de metralla.

—Esta tarde —dijo. Ella le entendió, había visto el despacho, levantó un trozo de acero y pasó el dedo por las muescas.

—No hombres —dijo en tono de constatación—. No muertos, bien. —Pepe estaba muy satisfecho. Esa mujer mostraba un interés razonable, imparcial, sin exageraciones. Después de que ella dijera «gracias» esmerándose en la pronunciación, ambos volvieron a la antesala como buenos amigos y allí tuvieron una conversación muy animada. Pepe empezó a explicarle que la mujer de ahí «no era buena», pero que el comandante era «muy bueno». Anita quería saber qué era él, pero no consiguió entender cuál había sido su profesión en la vida civil. Obrero, obrero cualificado, eso estaba claro. De la UGT, por la insignia. Un viejo sindicalista, como los buenos amigos de su país. No le resultaba extraño. Le estaba tan agradecida que se concentró en intentar que él percibiera algo de su personalidad en las frases españolas entrecortadas y ridículamente erróneas que pronunció, así como con sus gestos. No supo la impresión tan grande que le causó y de qué forma tan incondicional la aceptó el viejo obrero español.

Agustín abrió la puerta de golpe y gritó:

—¡Pepe, una copa de vino!

Tenía el pelo revuelto y la cara temblorosa. Anita tuvo la desagradable sensación de que allí dentro se había desarrollado una de esas escenas de amor que afean a los protagonistas. Lo lamentó profundamente. Hubiera preferido no ver así a ese hombre. Para poder irse sin llamar la atención, guardó absoluto silencio y confió en la penumbra y el despiste del comandante.

Pero había entendido todo mal. Agustín estaba desesperado y asqueado y precisamente quería impedir que su mujer diera rienda suelta a sus sentimientos y volviera a insinuarse tan abiertamente. Buscó una excusa y abrió la puerta para llamar a un tercero, a Pepe, como testigo ecuánime. Vino ya tenía en su armario. Cuando vio a Anita sentada en una esquina sintió que le redimían. Eso ya no era una excusa, era realmente una necesidad objetiva. Tenía que hablar con esa alemana, la había llamado él. Era tan tranquila y clara que incluso Pepa tendría que interrumpir su escena. Así que Agustín se acercó a Anita con la mano extendida:

—Naturalmente, camarada, ¿por qué no ha entrado antes? Pepe, qué burro eres, ¿por qué has hecho esperar fuera a la camarada?

Anita se levantó. Había perdido cualquier gusto por esa conversación.

—De todos modos, ya me iba. Tiene usted visita.

—No, no, solo es mi mujer. La estaba esperando a usted.

Claro que no había pensado en la extranjera durante la última hora, pero en ese momento se le antojaba que realmente la había estado esperando como si representara un saludable rato normal de trabajo. El martirizante carrusel de su mujer —dinero, acostarse, celos, dinero, celos, acostarse, tontería, dinero— había acabado. No notó el retraimiento de Anita, estaba tan ansioso que ella no tuvo más remedio que seguirle.

Ahora estaba en la habitación y veía la luz difusa que iluminaba a una mujer pequeña, flaca y oscura con una nariz recta, una boca muy fina y las comisuras de los labios hacia abajo. Estaba claro que formaba parte de las del quinto piso, pero parecía más tonta y mucho menos guapa que el pérfido pavo real de antes. ¿Y esa era la mujer de ese hombre? Lástima, qué lástima. Anita se volvió hacia Agustín con una mirada tan interrogante y sinceramente afligida que a él le hubiera encantado decir en voz alta: Sí, por desgracia es efectivamente mi mujer.

Pepita preguntó con su voz desmesurada, que sonaba tan áspera como tajante:

—Bueno, ¿así que recibes a una mujer?

Agustín no le respondió, sino que presentó a ambas en francés (Pepa solo entendió el gesto de la mano) y dijo a su esposa con brusquedad:

—Es la nueva censora. Tenemos que hablar de asuntos serios, no me molestes; y compórtate.

—¿Me tengo que ir para que te puedas quedar solo con ella? ¿Es eso lo que quieres decir con no molestar? Como si fuera idiota. Además, Agustín, esta mujer es peligrosa para ti.

Pepa había notado con qué amabilidad había acompañado su marido a la extranjera; oyó un nuevo tono en su voz desconocido para ella... eso solo podía significar una cosa.

Él volvió a no responder, pero la miró con ojos duros e inexpresivos. La alemana, la camarada Anita, quizá entendiera más español del que decía.

Pero Anita ya estaba insistiendo:

—Mañana hablamos, comandante, hoy no tiene usted tiempo. Además, estoy cansada.

No quería seguir contemplando esa expresión triste y enfadada en la mirada del hombre y los celos ansiosos y amargados de la mujer. Quería pensar en el trabajo y en la lucha, era más limpio.

Pero Agustín creía que tenía que hablar con Anita ese mismo día, porque si no se iba a perder algo importante.

—No, no sabemos si habrá tiempo mañana, ¿sabes? —Ni siquiera se dio cuenta de que se había pasado al tú—. Mañana se esperan grandes ataques aéreos y avances en todos los frentes. Va a ser un día terrible. Tal vez tengas que trabajar en la censura todo el día y toda la noche porque pareces ser la única que de verdad habla inglés. Pero te va a resultar difícil no hacer tonterías. Eres demasiado amable con los periodistas y te crees todo lo que te dicen, eso se ve. Quiero que me describas ahora mismo con toda exactitud tus primeras impresiones sobre ellos y que me expliques además en qué principios te basas para censurar.

Mientras hablaba, pensó en la posibilidad de que esa mujer fuera una espía, pero solo lo pensó como una posibilidad teórica, sin tener ninguna sensación de realidad. Por detrás de lo que decía y de lo que pensaba se cruzaron en su conciencia la sorpresa de desear poder confiar en esa extraña y una expectativa risueña.

Esa sorpresa, ese deseo y esa expectativa lo dominaron durante las dos horas completas que duró la intensa conversación. Los dos, tanto Anita como él, habían superado el límite del cansancio y estaban más que despiertos. Ambos se esforzaron en exponer sus ideales con respecto a la prensa, la propaganda, la agitación y el espionaje. No se dieron cuenta de la frecuencia con la que utilizaban las mismas expresiones para conceptos distintos, sino que por el contrario estaban sorprendidos de la frecuencia con la que decían lo mismo. Cuando esto ocurría, el que estaba hablando se interrumpía y miraba con afecto al otro. En varias ocasiones estuvieron discutiendo hasta la saciedad sobre un punto concreto hasta que al final resultaba tratarse de un malentendido entre ambos. Y una y otra vez pensaba uno del otro: ¿Cómo es posible que hayamos sentido el mismo miedo, la misma pregunta, el mismo entusiasmo?

Los dos tenían en el fondo una sensación idéntica que era difícil de explicar, y no se trataba del pensamiento. Pero como cada uno de ellos había sentido su propia soledad y diferencia con respecto a los demás de manera tan profunda y dolorosa, bastaban esos puntos en común para construir el principio de algo en común. El siguiente día iba a ser muy duro: les pareció bien prepararlo al menos en ese estrecho ámbito. Les sentaba bien poder hablar por una vez sin segundas intenciones.

Pepita estaba sentada en silencio con cara amarga. Intentaba escuchar el tono, observaba las miradas, solo era capaz de entender que se había puesto en marcha algo nuevo y hostil hacia ella. Ni siquiera sus celos, siempre al acecho, pudieron descubrir algo que sonara a traición —tanto peor y más peligroso—. Se sintió desvalida. Aquí la que estaba fuera era ella, no la extranjera.

Cuando Anita se levantó y Agustín la ayudó a ponerse el tosco abrigo sin especial cortesía, Pepita les siguió en silencio. Agustín tomó nota de ello inclinando la cabeza sin prestarle atención, pero con amabilidad. Llamó a Pepe para que acompañara a Anita al otro lado de la calle sacándolo de su duermevela y dijo a su mujer: Vete a dormir y mañana no salgáis del sótano, ni tú ni los niños.

Pepa se encontró en el ascensor sin poder replicar, junto con el ordenanza —odiaba a Pepe— y esa extranjera a la que empezaba a temer.

No dijo una sola palabra, tampoco cuando se separaron, y bajó corriendo las escaleras del sótano. Por lo menos ahí abajo había luz. Pero no se podía quedar mucho tiempo en ese edificio, no debería haber ido allí. Agustín tenía que marcharse, marcharse, marcharse...

Anita saludó a los centinelas, saludó al manco, le habría encantado saludar a la Telefónica. Porque se daba cuenta de que cuando volviera al trabajo al día siguiente ya no sería una extraña. Sabía que al día siguiente sentiría la vida y las fuerzas con el triple de intensidad precisamente en el trabajo duro y corriendo un gran peligro.

Desde la otra orilla de la calle vio emerger de la oscuridad con una palidez fantasmagórica los muros blancos y lisos y la estrecha torre de la Telefónica.

Telefónica

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