Читать книгу Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar - Страница 9
II
ОглавлениеEra una noche gélida y oscura, sin luna ni estrellas. La niebla de la tarde se había disipado, pero el aire aún estaba impregnado y teñido de ella.
En la habitación del comandante de la Telefónica no había ninguna luz encendida porque la ventana estaba abierta. Agustín Sánchez se inclinó sobre el antepecho e intentó mirar hacia abajo, hacia la Gran Vía. El ancho desfiladero que formaba la calle estaba sumido en una oscuridad tan impenetrable que creyó apoyarse en él como en un cuerpo.
Del frente más cercano llegaban los trallazos de fusiles en breves intervalos. Desperdicio de munición, nerviosismo, pensó. Las noticias sonaban mal, eran muy imprecisas. No debería haber llamado al Ministerio de la Guerra, tendría que haber ido él mismo. Hoy era un día relativamente tranquilo, así que no podía esperar que viniera el general. Y tendría que trabajar toda la noche y hacer pausas cortas para dormir, sin saber exactamente cómo estaba la cosa y hasta dónde se había acercado el enemigo. En realidad, le venía muy bien no tener tiempo de dormir, porque la incertidumbre hacía que el pesimismo se apoderase de él y en la cama le habrían torturado las pesadillas. Cuando conocía lo peor y veía que no era tan malo como sus miedos secretos, sentía que le invadía un valor casi alegre que los demás no llegaban a entender y que tomaban por una valentía especial. Quizá hoy sería también así si hubiera ido al Estado Mayor y supiera por qué reinaba tal silencio en el frente, en lugar de tratar de adivinarlo.
Y sin embargo, aunque hubiese tenido un par de horas libres, o incluso si no hubiera estado prisionero de ese trabajo, no habría querido abandonar el edificio de Telefónica. Aquí le eran familiares las escaleras incluso en la oscuridad. Aquí ya le habrían matado hacía tiempo si alguno de los cientos de trabajadores y empleados hubiera querido aprovechar la ocasión: así pues, aquí estaba seguro. Aquí estaba el trabajo que mantenía a salvo su cordura. Afuera le invadían el miedo y la furia, su ciudad se había convertido en algo extraño y las personas, en seres incomprensibles.
Todo esto es una locura, pensaba, y probablemente nos hundiremos todos. Pero los otros también. ¿Para qué trabajo como un loco, por qué no cojo mi pistola y mato a tiros a unos cuantos cerdos antes de que termine todo? Mi cobarde miedo de siempre a derramar sangre. ¡Qué crimen más grande es esto, con lo bonito que podría ser!
Ah, a la mierda, me sumo en mis pensamientos para poder escucharme a mí mismo, pero todo es distinto y mucho más difícil. Ya no entiendo nada del todo, hay que tener cuidado con los pensamientos. Solo que estoy tan cansado. Los del Consejo Obrero me van a dar mucho la lata. Sí y no, qué voy a hacer con ellos, a lo mejor tienen razón. Pero siempre estos anarquistas y comunistas. ¿Es que no tienen otras preocupaciones? Yo sí las tengo. Demasiado bien sé dónde está la nueva artillería que nos está disparando.
Era un obús hermoso. Como una rosa.
Espero que Paquita no se haya dado cuenta de que tengo media hora libre. Que no suba. No merece la pena. No me apetece. Tengo trabajo.
La pequeña del sótano, la de los refugiados de Carabanchel, tiene buenos pechos; seguro que está en celo, porque están de punta. Pero no me apetece. No tengo ni idea de lo que me pasa. Me gustaría acostarme con una, pero mi cerebro no quiere, así que no tengo ganas. Eso no es tan importante. Pero cuatro semanas... Nunca había estado tanto tiempo sin mujer desde entonces, desde que tuve la pulmonía. Paquita es un mal bicho, me lo pone difícil a propósito. Y desde hoy está también Pepita en el edificio. No debería haber consentido que viniera a la Telefónica. En su caso es la histeria total. Pero ¿qué iba a hacer?
Hoy están disparando de forma irregular. Muchos obuses, lo que quiere decir que están intentando afinar la puntería. El de ahí apuntaba mejor, si es que quieren darnos.
Debería bajar a ver cómo se ha acomodado Pepita con los niños. Seguro que mal, como siempre. Pero no puedo hacer nada más. Y no quiero que se me vuelva a colgar del cuello. La excita aún más y yo ya no quiero. Las mujeres tienen que entender de una vez por todas que no puedo y no quiero y que hay guerra. Aunque sea una excusa por mi parte. ¿O no? Ya no sé nada, no entiendo nada, no sé qué va a ser de mi vida. Pero es lo mismo, porque todos vamos a morir.
—Moriremos todos —dijo Agustín en voz alta, y se echó a reír. Porque nunca tuvo miedo a la muerte, pero sí al dolor y a la suciedad.
Hoy ya había trabajado catorce horas intensamente. Tenía un trabajo infinito ante sí, y muy poco que pudiera pasar a su suplente. Toda la administración militar de Telefónica estaba a su cargo mientras su superior, el coronel, siguiera en Valencia. Agustín estaba empezando a comprender lo grande que era su responsabilidad. Estos cables de teléfono eran los únicos hilos que llevaban desde el Madrid sitiado al mundo exterior. El sabotaje siempre era una posibilidad. El Estado Mayor tenía su puesto de observación en el piso superior del edificio. El espionaje siempre era una posibilidad. Sabotaje y espionaje: todos los empleados de Telefónica estaban poseídos por el miedo a estas dos magnitudes desconocidas.
La Telefónica tenía trece pisos y dos sótanos. En lo más profundo de la tierra estaban los refugiados de los suburbios y de los pueblos de los alrededores de Madrid. En el piso trece estaba el puesto de observación de la artillería. En medio, apretujada en las habitaciones de doce pisos, la maquinaria de la red telefónica para toda España y al mismo tiempo un corte transversal en el Madrid del asedio: otros refugiados; obreros; policías; milicianos; puesto de Primeros Auxilios; empleados; los oficiales de observación del Estado Mayor, evitando con temor cualquier contacto; como si fueran cuerpos extraños, aislados, los empleados de los capitalistas americanos, que eran dueños de las líneas telefónicas y tenían el monopolio en España, aunque desposeídos en ese momento por el control del Estado; la oficina militar, instancia superior de la administración del edificio, y en la que solo estaba Agustín; una cantina espaciosa; camas de campaña en todos los espacios posibles para la gente del turno de noche; un ejército de telefonistas que en parte dormían en el edificio para no tener que ir de o al trabajo bajo una lluvia de proyectiles; en el cuarto piso los periodistas de la prensa extranjera; en el quinto, la censura de prensa, departamento del Ministerio de Asuntos Exteriores, y la censura de teléfonos, el comité de los empleados de Telefónica; en medio máquinas y más máquinas, valiosas y casi insustituibles; luego las habitaciones de los sindicatos, el Consejo Obrero y sus instituciones; los carteles de la organización; los materiales para reparaciones; la vida técnica, la vida política, la vida militar, máquinas de escribir y telescopios de tijera. Y, atravesando el edificio, los cinco enormes huecos de ascensor y la estrecha escalera, tan peligrosa si cundía el pánico. Todo eso estaba en el punto de mira de los cañones y de los bombardeos de los fascistas.
Tienen razón al querer destruirnos, pensaba Agustín. Somos una de las centrales nerviosas de Madrid. El cerebelo. Aunque probablemente los señores periodistas se consideren el cerebro. Vaya una pandilla más fatua y ridícula; se les deja demasiada libertad. ¿Por qué tienen que vender primicias a nuestra costa? Estos extranjeros son todos iguales, estos extranjeros; no es más que negocio. La censura no vale para nada. Está claro que es un negocio repugnante. ¿Cómo se llama el censor bajito, grasiento, ese al que le falta un diente? Son tal para cual. El jefe es un hombre mayor y honrado, pero es demasiado bueno. Los corresponsales hacen lo que quieren con él. Tendré que intervenir un poco. Los censores de teléfonos son unos burros. No entienden la mitad de las cosas y siempre me vienen con sospechas cuando se trata de algo inofensivo. Y por supuesto, se les pasa lo más peligroso.
Vuelvo a estar normal, pensaba Agustín. Si las historias de mujeres no me calientan la cabeza y consigo no pensar en lo que significa todo aquello, esta noche no se me dará mal el trabajo.
Cerró la ventana y corrió con cuidado la tela negra de algodón de la cortina antes de encender la débil luz de la lámpara de la mesa, cubierta de azul. Sonó su teléfono: el arquitecto del edificio tenía que hablar con él sobre la adaptación de los baños para los refugiados.
Cuando estaba fijando una reunión para la mañana del día siguiente, apareció Paquita en la habitación, sin llamar ni saludar. La saludó con la cabeza e hizo una pregunta técnica al teléfono, sin pensarla, al buen tuntún. Se estaba imaginando la inevitable escena que iba a producirse: él, atareado y amable, ella, insistente y fuera de control. Tan apasionada que él casi claudicaría y, sin embargo, sentiría un profundo rechazo. Un cansancio indolente lo paralizó. Había que evitar a toda costa que pasara algo, de una manera o de otra. Algo tenía que cambiar, sí, pero en ese momento no quería saber cómo o cuándo.
La voz del arquitecto sonó sorprendida al teléfono. Porque por suerte el comandante Sánchez en otras ocasiones era muy claro en lo referente a las cuestiones técnicas. Empezó a explicarse en exceso.
Entretanto, Paquita caminaba por la habitación. Caminaba despacio moviendo las caderas conscientemente, como hacía siempre desde que había descubierto que a él le gustaba ver sus claras líneas curvas y que esta manera de andar le excitaba. Sabía que su cara —de líneas grandes, carnosas y regulares con grandes ojos redondos muy abiertos— no le atraía especialmente. Lo que Agustín tenía que ver era su cuerpo. Tenía que contemplarlo. ¿Por qué tenía él esa cara de mártir atormentado, con las aletas de la nariz tensas, largas sombras bajo los pómulos y en las sienes y una boca tan severa?
Se sentó en la butaca con brazos, que le pareció una especie de barricada frente a Paquita: era de una madera tosca e imposibilitaba cualquier intento de aproximación. Pero la seguía con la mirada. Ella lo notó y continuó caminando por la habitación, pegada a las paredes, toqueteando los libros y dando pasos muy cortos. Eso le permitía impulsar el movimiento curvilíneo. Y la escasa luz suavizaba la rudeza atrevida de sus rasgos.
Agustín soltó una risa algo burlona, pero los músculos de su barbilla huesuda y angulosa se tensaron. De repente gritó al teléfono:
—Lo mejor es que suba un momento ahora mismo. Así tendré tiempo de bajar con usted al sótano antes de que pongan la conferencia desde Valencia.
Y colgó.
Paquita se apoyó en la librería y dijo:
—Lo que se va a alegrar tu mujer cuando la vayas a ver. Así no tendrá que subir en mitad de la noche a buscar dinero. Y después de la conferencia tendrás tiempo de dormir en la salita. Solo tengo turno hasta las dos. Luego voy a verte, ¿vale?
Era muy directa porque sabía que tenía poco tiempo para conversar y notaba desde hacía días que Agustín se le escabullía. En realidad ya hacía seis meses que lo venía notando y luchaba contra ello como podía. Pero hacía un mes que iba en serio. En todo ese tiempo no se había acostado con ella. Tampoco con otras, desde luego; ella podía controlar su vida al milímetro. Él afirmaba que ahora no podía tener vida privada. Pero ella no le creía, porque la mayor parte de los hombres que la rodeaban iban más con mujeres durante la guerra porque querían disfrutar de la vida. El que la mujer de Agustín, Pepa, estuviera en el edificio desde ese día, era un motivo más para conseguir acostarse con él, porque si no, al final lo haría con Pepa. Con su hambre. Porque tenía hambre de mujer. Lo veía, tenía buena vista. Seguro que tenía fuego en el cuerpo, como ella, Paquita. O se iría con alguna de las muchas chicas que había en la casa. Todas querían, las muy putitas. Pero ella jugaba con ventaja: él hablaba con ella una y otra vez; con las otras, no. Resultaba curioso lo que parecía significar esto para él, ese hablar y ser comprendido, y sin embargo era totalmente secundario. Pero así era él, así que había que hacerle hablar antes de que llegara el maldito arquitecto. Porque él todavía no le había dicho que fuera esa noche.
Interrumpió el silencio con su voz ronca y grave:
—Tinito, ¿estás muy cansado? ¿O es que estás enfadado porque esos señores de Valencia no te mandan los recambios? ¿Qué te pasa?
Agustín tenía claro que hablaba demasiado con Paquita, le contaba demasiadas cosas. Pero había sido la telefonista de su despacho; sabía mucho de él y sobre él y a ella le interesaban sus asuntos. Al contrario que a su mujer. Y además Paquita le quería mucho, se decía.
Solo le respondió:
—Déjalo, niña. —Ella se le acercó de inmediato, porque la voz de él no mostraba reservas, como en otras ocasiones—. ¿Sabes que hoy hemos tenido que retroceder otros doscientos metros en la Casa de Campo? Ya no entiendo cómo va la línea del frente, en zigzag. Nos han metido muchas cuñas en nuestras posiciones y tengo miedo de que nos aíslen por completo.
No debería decírselo, pensó al mismo tiempo. Pero estoy tan cansado. No se puede estar siempre solo. A lo mejor sí que me voy hoy con ella a la salita. Alguna vez me alcanzará una granada y solo seré un amasijo de jirones de carne. Por lo menos ella piensa en mí. Solo me tiene a mí. Al menos no hay que portarse mal con otros. Los niños... no quiero pensar lo que Pepita ha hecho de mi vida.
Permitió que le acariciara los cabellos, cosa que normalmente no le gustaba, porque siempre lo hacía con un gesto de posesión. Paquita vio cómo cedía. Tenía su oportunidad, pero no tenía ni idea de la verdadera naturaleza del hombre con el que llevaba acostándose tres años y que se había confiado a ella durante cinco años. Daba por seguro que estarían juntos esa noche si podía enardecerlo un poco más, y al mismo tiempo pretendía aprovechar su estado de ánimo para el siguiente objetivo:
—Tinito —dijo—, aquí estás haciendo el idiota para los mandamases: estás atrapado en la trampa y ellos en territorio seguro. No tengo ganas de morirme de hambre en Madrid cuando nos aíslen por completo. Ya has sacrificado bastante. Puedes conseguir que te trasladen. Anda, vayamos a Alicante, allí estaremos bien.
Le pasó la mano por la cabeza y luego empezó a acariciarle la parte interna del muslo.
Agustín sintió de repente un enorme vacío en el estómago. Su cansancio se transformó en una náusea repentina. No seas tan interesada, niña, no me gusta ver que intentan seducirme, pensó. Tomó la mano de ella con una presión neutra e indiferente, la alejó de su cuerpo y la posó sobre la mesa como si fuera un objeto muerto. Por un momento estuvo a punto de decirle que era evidente que ella no entendía cómo sentía él Madrid y esta guerra, y por qué tenía que quedarse esperando la muerte. Pero en ese preciso instante tuvo la certeza inequívoca de que durante años no había estado hablando con una persona, sino a una persona. Que no había visto su incapacidad para comprender porque no había sido sometida a prueba. Y que jamás podría restaurar esa ilusión de que tenían algo en común.
En la Telefónica se puede mentir y engañar peor que en la vida normal, pensó, pero ese pensamiento le pareció pueril.
—Ahora vete, Paquita. Tu turno está a punto de empezar. Mañana me tomaré un café contigo si me da tiempo —dijo, tan fríamente que ella se encolerizó y una ira desesperada inundó su cerebro. Él vio venir el estallido, se levantó, pasó junto a ella y se dirigió a la puerta antes de que pudiera romper a llorar a lágrima viva, de esa forma que él odiaba. En el vestíbulo se quedó junto al ordenanza hasta que Paquita salió de la habitación y bajó por el pasillo sin mirarlo, meciendo con exageración sus hermosas caderas.
Habían calculado bien el tiempo. En ese momento el arquitecto salió del ascensor y Agustín lo agarró del brazo con afecto. No tenía nada que esconder. Sus confusos conflictos privados le resultaban más irreales y ajenos que la necesidad absoluta de las cuatrocientas mujeres, niños, enfermos y ancianos a los que tenía que proteger de las bombas después de haber escapado de los moros.