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EN LUGAR DE UNA DEDICATORIA

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Acabo de leer en el periódico la noticia de la entrega de Madrid. Las tropas del general Franco han entrado en la ciudad. Las mujeres y los niños han mendigado pan a los soldados, los hombres, cigarrillos. Han izado la bandera de la España nacional en lo más alto del edificio de la Telefónica, el rascacielos que durante los años de asedio fue el más bombardeado y tiroteado... algo así decía el escueto comunicado.

Delante de mi habitación se extiende un césped verde que una niebla fina y suave empieza a envolver. Un tordo se ha posado en la valla. En el seto alborota un coro de pajarillos. Los cálices amarillos de las campanillas de primavera ondean en silencio. Estoy en Inglaterra. Pero el zumbido de motores de avión se oye más que el chisporroteo de la madera húmeda de la chimenea. Tres pájaros negros surcan en un vuelo bajo y lento el apacible horizonte. ¿Aviones de maniobras o la fuerza aérea? Aquí tienen tiempo de formar a los pilotos porque Madrid ha resistido hasta ayer, no se rindió hace dos años y medio.

Pronto no se entenderá cómo fue. Surgirán leyendas que ocultarán a los hombres vivos o ya muertos que no quisieron someterse y no se entregaron porque no les parecía justo. En aquellos meses yo vivía en la Telefónica de Madrid. Quiero intentar hacer vivir a estas personas —no la verdad oficial sino la verdad interior de todos nosotros— en un libro, tal y como se han adueñado de mí: por eso no veo el sentido de dedicarles este libro.

***

Los feos edificios de Madrid se transforman en una ciudad espléndida cuando la tarde luminosa los hace relucir como bloques fantásticos delante de los montes en el ocaso, o cuando el sol blanco del mediodía los dibuja como superficies lisas y estridentes con finos bordes umbríos sobre la campana centelleante del cielo de un intenso color azul.

Entonces ese rascacielos americano que es la Telefónica pierde sus ridículas molduras y sus torrecillas y se convierte en la torre vigía de esta ciudad de ensueño.

La Telefónica era la atalaya y el símbolo de Madrid en aquellos primeros meses de sitio, cuando la gente, sobreponiéndose a sus pequeños miedos y a los pequeños actos de valor de sus vidas individuales, se convirtió en un solo pueblo en lucha. Este destino común de vida y muerte al que nadie podía sustraerse creó una cálida unión en el interior de los elevados muros de hormigón de la Telefónica, porque los que trabajaban y vivían allí se sentían como la avanzadilla de la muerte. Y sin embargo, nadie murió durante esos meses en la Telefónica de Madrid, y el edificio sobrevivió con cientos de impactos de granadas en el cuerpo.

Sus ventanas miraban al frente. A sus pies se amontonaban sacos de arena. Y por las tardes, antes de que llegase la oscuridad total y empezasen los combates nocturnos, veíamos brillar a nuestro Madrid torturado y destrozado por la batalla desde la torre de la Telefónica, como si fuera una fortaleza incorpórea y atemporal.

ILSA BAREA

Hertfordshire, 29 de marzo de 1939

Telefónica

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