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CAPÍTULO II

FUENTES DEL BUSHIDO

Puedo comenzar con el Budismo. Proporciona una sensación de colmada confianza en el Destino, una tranquila sumisión a lo inevitable, una calma estoica a la vista del peligro o la calamidad, un desdén por la vida y una amistad con la muerte. Un gran maestro de esgrima, cuando vio a su pupilo dominando totalmente su arte, le dijo: “A partir de este punto, mi instrucción debe dejar paso a la enseñanza del Zen.” “Zen” es la palabra japonesa equivalente a Dhyâna, que “representa el esfuerzo humano para alcanzar a través de la meditación zonas de pensamiento que están más allá de la expresión verbal”.3 Su método es la contemplación, y su intención, hasta donde yo lo entiendo, estar convencido de un principio que subyace en todo fenómeno y, si es posible, del Absoluto en sí mismo, y ello para ponerse en armonía con este Absoluto. Definido de este modo, la enseñanza era más que el dogma de una secta, y quien alcance la percepción de lo Absoluto se eleva a sí mismo sobre las cosas mundanas y despierta a “un nuevo Cielo y una nueva Tierra”.

Lo que el Budismo no podía dar lo ofrecía el Sintoísmo en abundancia. Tal lealtad al soberano, tal reverencia a la memoria ancestral y tal piedad filial no enseñadas por ningún otro credo fueron inculcadas por las doctrinas sintoístas, imponiendo pasividad al, por otra parte, arrogante carácter de los samuráis. La teología sintoísta no tiene lugar para el dogma del “pecado original”. Por el contrario, cree en la bondad innata y en la pureza divina del alma humana, adorándola como al sanctasanctórum desde el cual se proclaman los oráculos divinos. Todo el mundo ha observado que los santuarios sintoístas están visiblemente vacíos de objetos e instrumentos de culto, y que un simple espejo colgado en el santuario conforma la parte esencial de su mobiliario. La presencia de este artículo es fácil de explicar: tipifica el corazón humano, que, cuando está perfectamente plácido y claro, refleja la verdadera imagen de la Divinidad. Por tanto, cuando uno se sitúa frente al santuario para rendir culto, puede ver su propia imagen reflejada en su superficie brillante, y el acto de culto equivale al antiguo mandato délfico “Conócete a ti mismo”. Pero el autoconocimiento no implica, tanto en la enseñanza griega como en la japonesa, el conocimiento del aspecto físico del hombre, su anatomía o su condición psicofísica; el conocimiento tiene que ser de calidad moral, la introspección de nuestra naturaleza moral. Mommsen, comparando a griegos y romanos, dice que cuando los primeros rezaban levantaban sus ojos hacia el cielo, pues su rezo era contemplación, mientras que los últimos cubrían su cabeza, pues era reflexión. Esencialmente, como la concepción romana de la religión, nuestra reflexión otorga preeminencia no tanto a la conciencia moral del individuo, sino a la nacional. Su culto a la naturaleza nos hizo querer de un modo entrañable al país, mientras que su culto a los antepasados, que pasaba de un linaje a otro, hizo de la familia imperial el origen de toda la nación. Para nosotros, el país es más que la tierra y el suelo en los que buscar oro o cosechar grano, es la morada sagrada de los dioses, los espíritus de nuestros antepasados; para nosotros, el Emperador es más que el gran Condestable de un Rechtsstaat, o incluso que el patrocinador de un Culturstaat, es el representante del Cielo en la tierra, que combina en su persona el poder y la piedad de aquél. Si lo que dice M. Boutmy4 de la realeza inglesa es cierto, que “no sólo es la imagen de la autoridad, sino la autora y símbolo de la unidad nacional”, como creo que es, doblemente y triplemente puede afirmarse lo mismo de la realeza en Japón.

Los principios del Sintoísmo cubren las dos características predominantes de la vida emocional de nuestra raza: Patriotismo y Lealtad. Arthur May Knapp dice: “En la literatura hebrea es habitualmente difícil decir si el escritor habla de Dios o de la Comunidad, del Cielo o de Jerusalén, del Mesías o de la Nación”.5 Una confusión similar puede advertirse en la nomenclatura de nuestra fe nacional. He dicho confusión, porque así la calificará un intelecto lógico a causa de su ambigüedad verbal; sin embargo, al ser un marco del instinto nacional y de los sentimientos raciales, nunca pretende pasar por una filosofía sistemática o una teología racional. Esta religión —¿o sería más correcto decir las emociones de la raza que esta religión expresó?— imbuyó completamente al Bushido de lealtad al soberano y de amor al país. Éstos actuaban más como impulsos que como doctrinas, pues el Sintoísmo, a diferencia de la iglesia cristiana medieval, apenas prescribía a sus seguidores ningún alejamiento de fama y riquezas, proporcionándoles al mismo tiempo agenda de un tipo claro y sencillo.

En cuanto a las doctrinas estrictamente éticas, las enseñanzas de Confucio fueron la fuente más prolífica del Bushido. Su enunciación de las cinco relaciones morales entre señor y siervo (el gobernante y el gobernado), padre e hijo, marido y mujer, hermano mayor y hermano menor, y entre amigo y amigo no fue sino una confirmación de lo que el instinto racial había reconocido antes de que sus escritos fuesen introducidos desde China. El carácter calmado, benigno y sabio de sus preceptos político-éticos era particularmente adecuado para los samuráis, que formaban la clase dirigente. Su tono aristocrático y conservador se adaptaba bien a los requerimientos de estos estadistas guerreros. Después de Confucio, Mencio ejerció una inmensa autoridad sobre el Bushido. Sus teorías concluyentes y a menudo demasiado democráticas eran muy atractivas para las naturalezas benévolas, y se consideraron incluso peligrosas y subversivas para el orden social existente, por lo que sus obras estuvieron censuradas durante mucho tiempo. A pesar de ello, las palabras de su mente magistral hallaron alojamiento permanente en el corazón de los samuráis.

Los escritos de Confucio y Mencio formaron el principal libro de texto para los jóvenes, y la mayor autoridad en las discusiones de los adultos. Sin embargo, una mera aproximación a los clásicos de estos dos sabios no era tenida en gran estima. Un proverbio muy común ridiculiza a aquel que sólo tiene un conocimiento intelectual de Confucio como a aquel estudioso pero ignorante de las Analectas. Un samurái típico llama a un erudito literario borracho que huele a libro. Otro compara el aprendizaje con una verdura maloliente que debe hervir y hervir antes de estar lista para ser comida. Un hombre que ha leído poco huele un poco a pedante, y uno que ha leído mucho huele mucho más; ambos son desagradables. Con esto, el escritor quería decir que el conocimiento se convierte en verdadero cuando es asimilado por la mente del estudioso y se muestra en su carácter. Un especialista intelectual era considerado una máquina. El intelecto en sí mismo era considerado un subordinado a la emoción ética. El hombre y el universo se concebían como algo espiritual y ético por igual. El Bushido no puede aceptar el juicio de Huxley según el cual el proceso cósmico es amoral.

El Bushido no tomaba muy en serio el conocimiento como tal. No se perseguía como un fin en sí mismo, sino como un medio para alcanzar la sabiduría. Por tanto, el que no alcanzaba ese fin no era tenido en mayor consideración que una máquina útil, que podía producir poemas y máximas a petición. Así, el conocimiento era considerado idéntico a su aplicación práctica en la vida; esta doctrina socrática halló su máximo exponente en el filósofo chino Wan Yang Ming, que nunca se cansaba de repetir: “Saber y actuar son uno y lo mismo.”

Ruego permiso para una breve digresión mientras consideramos este tema, pues algunos de los más nobles tipos del Bushi fueron fuertemente influidos por las enseñanzas de este sabio. Los lectores occidentales reconocerán fácilmente en sus escritos muchos paralelismos con el Nuevo Testamento. Dejando a un lado la terminología particular de cada enseñanza, el pasaje “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura” transmite una idea que también puede encontrarse en casi todas las páginas de Wan Yang Ming. Uno de sus discípulos japoneses6 dice: “El señor del cielo y de la tierra, de todos los seres vivos, que mora en el corazón del hombre, se convierte en su mente (Kokoro); por eso, una mente es algo vivo y siempre luminosa”; y de nuevo: “La luz espiritual de nuestro ser esencial es pura, y no está afectada por el deseo del hombre. Surgiendo espontáneamente de nuestra mente, muestra lo que está bien y lo que está mal; entonces es llamada conciencia; es incluso la luz que procede del dios del cielo.” ¡Cuánto se parecen estas palabras a algunos pasajes de Isaac Pennington u otros filósofos místicos! Me inclino a pensar que el espíritu japonés, tal y como se expresa en los sencillos principios de la religión sintoísta, estaba particularmente abierto a la recepción de los preceptos de Yang Ming. Llevó su doctrina de la infalibilidad de la conciencia hasta un extremo trascendentalismo, atribuyéndole la facultad de percibir no sólo la distinción entre lo bueno y lo malo, sino también la naturaleza de los hechos psíquicos y de los fenómenos físicos. Fue tan lejos, si no más, como Berkeley y Fichte en idealismo, negando la existencia de las cosas fuera del conocimiento humano. Si bien su sistema tenía todos los errores lógicos achacados al Solipsismo, también tenía toda la eficacia de la convicción intensa, y su importancia moral en el desarrollo de la individualidad del carácter y la ecuanimidad del temperamento no puede ser negada.

Así, cualesquiera que fueran las fuentes, los principios esenciales de los que bebió el Bushido y asimiló para sí fueron pocos y simples. Aún siendo así, eran suficientes para proporcionar una conducta de vida segura incluso en los días más inseguros del período más turbulento de la historia de nuestra nación. La naturaleza sana y sencilla de nuestros antepasados guerreros obtuvo abundante alimento para su espíritu de un conjunto de enseñanzas fragmentarias y comunes, recogidas en las avenidas y senderos del pensamiento antiguo, y, estimulada por las demandas de la época, formó a partir de ello un tipo de hombres nuevo y único. Un agudo estudioso francés, M. de la Mazelière, resume así sus impresiones sobre el siglo XVI: “Hacia la mitad del siglo XVI, todo es confusión en Japón, en el gobierno, en la sociedad, en la iglesia. Pero las guerras civiles, las costumbres volviendo al barbarismo, la necesidad de cada uno de ejecutar la justicia por sí mismo, formaron hombres comparables a aquellos italianos del siglo XVI de quienes Taine alaba ‘la vigorosa iniciativa, el hábito de las soluciones súbitas y las empresas desesperadas, la gran capacidad para hacer y para sufrir’. En Japón, igual que en Italia, ‘las rudas maneras de la Edad Media’ hicieron del hombre un soberbio animal, ‘totalmente militante y totalmente resistente’. Y es por esto que el siglo XVI muestra en su mayor grado la principal cualidad de la raza japonesa, la gran diversidad que uno encuentra allí tanto entre las mentes (esprits) como entre los temperamentos. Mientras que en India e incluso en China los hombres parecen diferir principalmente por el grado de energía o inteligencia, en Japón difieren también por la originalidad de su carácter. Ahora bien, la individualidad es el signo de las razas superiores y de las civilizaciones ya desarrolladas. Si utilizamos una expresión de cara a Nietzsche, podemos decir que en Asia hablar de humanidad es hablar de sus llanuras; en Japón, como en Europa, se representa sobre todo por sus montañas.”

Dirijámonos ahora hacia las características dominantes de los hombres sobre los que escribe M. de la Mazelière. Comenzaré con la Rectitud.

3 Lafcadio Hearn, Exotics and Retrospectives, pág. 84.

4 The English People, pág. 188.

5 Feudal and Modern Japan, Vol. I, pág. 183.

6 Miwa Shissai.

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