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PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

Hace unos diez años, mientras pasaba unos días bajo el hospitalario techo del distinguido jurista belga el finado M. de Laveleye, durante uno de nuestros paseos nuestra conversación se dirigió hacia el tema de la religión. “¿Quiere decir”, preguntó el venerable profesor, “que no imparten instrucción religiosa en sus escuelas?” Al responderle negativamente, se detuvo súbitamente sorprendido, y con una voz que no olvidaré repitió “¡No enseñan religión! ¿Cómo imparten la educación moral?” En ese momento, la pregunta me desconcertó. No podía dar una respuesta rápida, pues los preceptos morales que aprendí en los días de mi infancia no se enseñaban en las escuelas y hasta que no comencé a analizar los diferentes elementos que conformaban mi noción de lo correcto y lo incorrecto no me di cuenta de que era el Bushido el que los infundía en mí.

La creación de este pequeño libro se debe a las frecuentes preguntas hechas por mi esposa acerca de los motivos por los que algunas ideas y costumbres prevalecen en Japón.

En mis intentos por dar respuestas satisfactorias a M. de Laveleye y a mi esposa, hallé que sin la comprensión del feudalismo y el Bushido las ideas morales del Japón actual son un volumen cerrado.

Aprovechando un reposo obligado tras una larga enfermedad, puse en el orden ahora presentado al público alguna de las respuestas dadas en nuestras conversaciones domésticas. Fundamentalmente, consisten en aquello que se me enseñó en mis días de juventud, cuando el feudalismo continuaba vigente.

Teniendo a Lafcadio Hearn y a la Sra. Hugh Fraser por un lado y a Sir Ernest Satow y al profesor Chamberlain por otro, es realmente descorazonador escribir sobre algo japonés en inglés. La única ventaja que tengo sobre ellos es que puedo adoptar la actitud de un acusador particular, mientras que estos distinguidos escritores son, como máximo, abogados y procuradores. A menudo he pensado: “Si tuviera su don para la lengua, ¡presentaría la causa japonesa en términos más elocuentes!” Pero quien habla en un idioma prestado, debería dar gracias si consigue hacerse inteligible.

A lo largo de todo el discurso, he intentado ilustrar todos los aspectos con ejemplos paralelos de la literatura e historia europeas, en la creencia de que ello ayudaría a acercar el tema a la comprensión de los oyentes extranjeros.

Si alguna de mis alusiones a temas religiosos y a trabajadores religiosos se considera despreciativa, confío en que mi actitud hacia el Cristianismo no será cuestionada. Es hacia los métodos eclesiásticos y las formas que oscurecen las enseñanzas de Cristo, y no hacia las enseñanzas en sí mismas, que siento poca simpatía. Creo en la religión por Él enseñada y que ha llegado a nosotros a través del Nuevo Testamento, así como en la ley escrita en el corazón. Más aún, creo que Dios hizo un testamento que puede llamarse “antiguo” para todos los pueblos y naciones —gentiles o judíos, cristianos o paganos. Por lo que respecta al resto de mi teología, no debo abusar de la paciencia del público.

En la conclusión de este prólogo, deseo expresar mi gratitud a mi amiga Anna C. Hartshorne por sus muchas y valiosas sugerencias.

I. N.

Bushido

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