Читать книгу Lo que todo gato quiere - Ingrid V. Herrera - Страница 13

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Capítulo 7

¿Sexo, drogas y

rock and roll?



Sebastian observaba la puerta principal de la casa de Ginger desde la valla del vecino. El día anterior había llovido a todas horas, con mucha violencia. Sin embargo, en ese momento solo caía el rocío de una leve llovizna que dejaba gotitas diminutas en las hojas de las plantas.

Desde hacía varios minutos él esperaba que Ginger saliera. En su cerebro de gato la relacionaba con la comida y las caricias tras sus orejas. Su lado animal había formado la inquebrantable conexión mascota-dueño.

Ginger era su dueña.

Sebastian era de ella.

Cuando escuchó el chasquido del cerrojo de la puerta, él se levantó de un salto en sus cuatro patitas y enderezó las orejas, pendiente a cualquier señal de Ginger; pero lo único que vio fue a una anciana en pantuflas y con una bata estampado de un leopardo azul que mascullaba algo entre dientes y posaba una mano en la parte baja de la espalda mientras se agachaba para tomar el periódico.

—¡Ay, ay, ay! Esta vejez… Malditos reumas, me van a dejar como una lechuga… —Hizo una pausa para soltar una horrible tos cargada de flema—. ¡Ay, maldita tos! Me va a dejar como un perro enfermo… —Entró de nuevo a la casa y ahogó sus quejidos tras la puerta.

Posteriormente, llegó la mujer del correo quien, sin ninguna clase de disimulo, miró hacia la ventana donde Sebastian había tenido su «momento estelar». Él soltó un gruñido gutural al recordarlo. No conservaba todos los recuerdos de su mitad humana mientras era un gato… pero, por desgracia, ese no se borraría ni con un trasplante de cerebro.

Minutos más tarde, la puerta volvió a abrirse y vio salir a Ginger, pero… algo andaba mal, era diferente.

Esta versión de Ginger parecía mayor; su pelirrojo cabello estaba recortado con un moderno y elegante estilo que apenas le rozaba el mentón. Además, caminaba de forma refinada y decidida, maniobraba con los tacones de doce centímetros como una modelo y lucía ropa de corte profesional que se ceñía a las curvas maduras y proporcionadas de su cuerpo.

Tenía que ser la madre de Ginger, estaba seguro. Sebastian era gato, pero no tonto. Aun así, el parecido era extraordinario No pudo evitar seguir mirándola como un adolescente enamorado de su profesora hasta que la mujer se subió a un Mercedes Benz de color rojo y se perdió al doblar la esquina.

El padre de Ginger salió, un poco más tarde, empujándose el nudo de la corbata hacia arriba. Era un hombre delgado, de estatura media, con un bigote de esos que dan pinta de bonachón y unas gafas de montura cuadrada. Gracias a él se revelaba el misterio del origen de la miopía de Ginger: la había heredado de su padre. Y, menos mal, que fue lo único que heredó de él.

De repente, la suave llovizna se intensificó cuando Ginger salió. Sebastian se acercó y se escondió detrás de uno de los pilares que sostenían el techo del pórtico mientras la veía batallar con una sombrilla que no quería abrirse.

Cuando lo logró, el viento sopló con fuerza y arrastró a Ginger. La sombrilla se abrió más, hasta doblarse por el sentido contrario. Sebastian maulló y fue tras ella.

Ginger armaba todo un espectáculo acróbata, se aferraba al mango de la sombrilla, que ya ni la cubría, y sostenía el gorro de su impermeable rosa sobre su cabeza.

«Idiota, deja la sombrilla y sálvate», pensó Sebastian con impotencia por no poder hacer nada.

Sin ser visto, acompañó a Ginger en su atropellado trayecto hasta la estación del metro donde, antes de irse, ella maldijo a la condenada sombrilla defectuosa y la arrojó a la basura.


Sí, claro.

De alguna manera era predecible que Keyra no le dirigiría la palabra a Ginger si Sebastian no estaba pululando a su alrededor.

La normalidad volvió a reinar durante toda la semana en el colegio.

Ginger se sentía paranoica. Salía todas las noches al jardín, esperaba verlo arrojar piedritas a su ventana y se emocionaba cuando oía ruiditos en el cristal, pero su sonrisa se desdibujaba al comprobar qué solo se trataba de la lluvia que tamborileaba sobre el vidrio.

Todos los días le dejaba un tazón hasta el tope de leche y, aunque amanecía vacío, no estaba muy segura de que se tratara de Sebastian, bien podía tomársela otro gato.

Su corazón se encogía solo de pensar en Sebastian muriendo de frío, siendo atacado por una jauría de pitbulls rabiosos o al imaginarlo atropellado en medio de la carretera sin que nadie se dignara a levantar su cadáver…

Pronto, comenzó a hacerse la idea de que había sido la culpable. Sus malditos problemas existenciales alejaron a Sebastian y ni siquiera le había dado la oportunidad de hablar, de conocerse mejor, de ser amigos, de ser…

Cerró los ojos con fuerza.

«Bruta, tonta, torpe, estúpida, inmadura, idiota», se repetía como mantra constante, pues la única cosa que parecía buena en su vida se había desvanecido.

El peso de la culpa era igual al de cien ladrillos. Lo único que ella deseaba era volverlo a ver para pedirle perdón, aunque existía la posibilidad de que él no se lo concediera, de que él no quisiera verla nunca más.

Abrió los ojos y miró su reflejo en el espejo.

—Cariño, estás preciosa —la señora Kaminsky miró su reflejo con ojos brillantes.

Ginger apenas se reconocía. Había una extraña en su espejo que la miraba con fijeza. Se acercó más, hasta que la punta de su nariz chocó con la de la chica que reaccionaba exactamente igual que ella.

No, imposible… no podía ser ella.

—Oh, Dios, siempre supe que algún día te convertirías en una hermosa señorita y yo… y yo… —se le quebró la voz—, disculpa. —Se llevó una mano a la boca y jaló un pañuelo desechable de la caja.

Ginger, ajena al drama, le dio unas palmaditas en el hombro con aire distraído. Kamy se sorbió la nariz con fuerza.

—Voy por la cámara, ¡no te muevas!

Cuando estuvo sola, Ginger caminó vacilante al espejo de cuerpo completo que estaba anexo a una de las puertas del ropero. Se quedó perpleja, pasmada, anonadada, con la mandíbula desencajada.

Estaba… hermosa.

Sin dudas, Kamy había hecho un trabajo increíble con ella y le estaría agradecida de por vida.

Deslizó los dedos por su cabello recién alisado y tan brillante que, por primera vez, le encontró gracia a su color. El maquillaje alrededor de sus ojos los resaltaba intensificando la sensualidad en su mirada y el gloss rosa natural hacía que sus labios parezcan más gruesos…

Más «besables».

No pudo evitar sonrojarse.

Pero al descender la mirada por su cuerpo… ¡Santísima aparición! Se escandalizó de lo ceñidísimo y cortísimo que le quedaba el revelador vestido negro. ¿En qué diablos estaba pensando Kaminsky al hacerla vestir con una prenda tan escandalosa?

La tela era muy fina y se le pegaba a cada parte de su cuerpo haciéndola parecer que… pues, que tenía uno qué presumir. El largo le llegaba a medio muslo y permitía que luciera sus kilométricas piernas, además, los tirantes eran finos y obligaban a que centraran la mirada en un área en especial: los pechos. ¿¡De dónde habían salido!? Ginger no lo sabía, pero ahí estaban.

Las formas recatadas con las que la habían criado estaban siendo violadas y se sentía traicionera… pero solo por una noche tenía que mandar al diablo todo.

Se sentía bonita por primera vez en su aburrida vida. Ginger se sentía capaz de adueñarse de la noche, de bailar —si es que se las arreglaba para saber cómo hacerlo—, de coquetear con chicos —si es que no la terminaban intimidando— y de hacer que la víbora de Keyra se tragara sus venenosas palabras —si es que no la mordía primero y arrojaba el antídoto por el inodoro—.


La noche del viernes era fresca y despejada. La lluvia por fin se dignó a ceder y liberó a las estrellas de las tinieblas ya que las había mantenido como rehenes durante toda una semana.

Sebastian ronroneaba mientras daba lengüetazos al tazón con leche. Era deliciosa, lo hacía sentir como en el paraíso gatuno. Levantó la cabeza cuando escuchó el repiqueteo de unos tacones en las escalinatas y se dirigió hacia ahí con parsimonia, arrastrado por su naturaleza curiosa.

—Vuelve antes de que tus padres lo hagan. No olvides llamar en cuanto llegues. Ah, y mucho cuidadito con lo que tomas, Ginger Vanderbilt.

— Sí, sí, ya lo sé Kamy.

Sebastian se asomó entre los arbustos. Reconocía esa voz, tenía que tratarse de… Ginger.

¿Esa era Ginger?

¿¡Esa era Ginger!?

Sintió que algo le molestaba en el pecho, como si fuera un aleteo. Soltó un gruñido amortiguado e inclinó la cabeza para tratar de morderse la zona afectada, pero no tenía nada. No eran pulgas y tampoco garrapatas.

Su gatuno y diminuto corazón estaba latiendo a la velocidad del aleteo de un colibrí. Como si acabara de esconderse del carnicero que siempre le quería dar caza.

—Miauu —exclamó.

Ginger se detuvo en seco justo cuando abría la puerta del taxi que aguardaba frente a su casa. Miró a ambos lados y luego se quedó quieta, mirando al vacío.

—¿Sebastian? —susurró tan bajo que solo ella se escuchó. Pestañeó confundida y subió al taxi.

Sebastian observó cómo se alejaban las luces rojas del vehículo.

—¿Miauuu?

Se sentó sobre sus cuartos traseros y comenzó a maullar, quería que Ginger lo escuchara y volviera. ¿A dónde había ido? ¿Por qué lo dejó solo? ¿Iba a regresar? Muy en el fondo tenía la sensación de que sabía exactamente donde había ido. Pero ¿dónde? ¿Dónde era? Eso no lo podía recordar.

Pasó un buen rato plantado ahí, maullando y maullando lastimeramente hasta que la señora Kaminsky salió con aire exasperado. La mujer se agachó, se quitó una pantufla del pie y la arrojó a Sebastian con vaga puntería.

—Gato estúpido, ¡cállate de una vez! ¡Algunos tratamos de ver el noticiero!

Sebastian siseó mostrando todos los dientes y acto seguido desapareció, no sin antes orinar el poste del buzón: todo un rebelde sin causa.


—Creo que ahí es —dijo Ginger por enésima vez mientras se encaramaba en el espacio entre los asientos delanteros y le señalaba al conductor la mansión que estaba al final de una elegante calle.

—Señorita, lleva diciendo lo mismo desde las últimas veinte casas… —mencionó el chofer—. La verdad, ya hasta perdí la cuenta. Si quiere la llevo de regreso a…

—No, no es necesario, ahí es —afirmó ella.

El taxista puso los ojos en blanco y giró el volante para aparcar frente a la casa. Ginger le pagó la tarifa, que fue endemoniadamente alta, y bajó del auto mientras se estiraba la falda del vestido hacia abajo, con torpeza. Ya no estaba tan segura de sí misma. Se había dado ánimos mentales durante todo el recorrido, pero se olvidó de ellos cuando el motor del taxi dejó de ronronear en la lejanía.

Miró hacia el lugar de donde provenía el golpeteo amortiguado de la atronadora música. La casa de Keyra era una mansión distribuida en dos alas laterales que se conectaban a una central. El exterior estaba tapizado con piedra color arena que se iluminaba tenuemente con la luz que emergía de las múltiples ventanas en arco que le daban vista a cada una de las habitaciones.

Ginger caminó con las rodillas temblorosas a causa de su incompetencia para caminar con tacones de plataforma alta. Se sentía una bestia ya que de por sí era demasiado alta como para agregar más centímetros a la cuestión.

A lo largo de la acera estaban aparcados un montón de autos, Ginger reconoció todos los de los jugadores de rugby e hizo una mueca. Realmente esperaba no encontrase con ninguno de ellos cara a cara.

En el centro de la glorieta descansaba una fuente que escupía agua. Cuando Ginger llegó ahí, escuchó algunas risitas y murmullos tras los arbustos: no se quería imaginar qué estaban haciendo detrás de ellos.

En los barandales de las escalinatas estaba recargado un grupo de chicos que reía de manera socarrona y bebía cerveza en enormes vasos desechables. Ginger tuvo que soportar los comentarios, los silbidos, las insinuaciones, las miradas lascivas y el aliento alcohólico de cada uno de ellos cuando pasó por en medio para internarse en la casa.

El recibidor era un pasillo bastante glamuroso con el piso de mármol en blanco y negro. En ambas paredes se exponían cuadros de la familia de Keyra, con efecto de haber sido pintados al óleo y caracterizados como si estuvieran en la época Victoriana. La música iba subiendo de tono conforme Ginger se acercaba al final del pasillo que terminaba en unas enormes puertas dobles de vitral, cuyas formas constituían un caleidoscopio multicolor.

Se podían distinguir siluetas difuminadas que se movían de un lado a otro y podía sentir el «boom, boom» de las bocinas que retumbaba dentro de su corazón.

Ginger asió ambos picaportes —que juntos parecía que formaban un bigote francés—, le quemaban en las palmas; no sabía si podía hacerlo, nunca en su vida había ido a una fiesta de esas. Miró por encima de su hombro el trecho que había recorrido, los chicos de la entrada la seguían mirando y se reían de algo; parecían hienas en celo.

Regresó la atención a sus nudillos, blancos por la fuerza que aplicaba a los picaportes. Cerró los ojos. Respiró profundo.

Todavía más profundo.

«Date tu lugar».

«Demuestra cuánto vales».

«Si Sebastian estuviera aquí, todo sería más fácil de afrontar», pensó con pesar.

Por ella, y por él, Ginger giró los picaportes hacia adentro y abrió la puerta justo en el momento en que el DJ paraba la música para pasar a la siguiente. En ese pequeño lapso, que duró dos segundos, se hizo el silencio y las cabezas se giraron en dirección a ella.

Una animada canción comenzó a sonar y sirvió para ahogar las exclamaciones de los chicos que dejaron de arrimarse a sus novias solo para mirar a Ginger con curiosidad. Primero, ellos se preguntaron de qué juguetería había salido esa muñeca; luego, miraron a su alrededor para asegurarse de que ningún idiota viniera con ella y, como no traía a nadie, sus desatadas mentes comenzaron a formular un malvado plan para deshacerse de sus novias y llevarse a Ginger a algún cuarto del piso superior. En ese momento, se quemaron más neuronas que en un examen de matemáticas.

Ginger no soportaba estar en su propia piel de lo incómoda que se sentía. Llamaba demasiado la atención, malditos tacones.

Buscó una desesperada escapatoria y sus ojos encontraron un rincón despejado junto a un ventanal con vistas a la colosal piscina donde la fiesta también se extendía. Caminó hasta ahí y se resguardó en las sombras como una vampira que se quema al contacto con la luz… y con la fiesta.

Maldijo el día en el que creyó que sería genial asistir a una fiesta. No veía a ninguno de los integrantes del club de ajedrez ni a los miembros del club de lectura.

¿Pues cómo no? Si ella fue la única marginada social a la que habían invitado.

No tenía otra cosa para hacer más que lamentarse y observar la forma en que todos parecían divertirse.

Se encontraban en un salón enorme, coronado por un candelabro de araña cuyos cristales brillaban cuando se movían. Las escaleras centrales eran una hermosa obra de arte que se dividían en dos a cada extremo y flanqueaban toda la habitación hasta unirse de nuevo en un pasillo superior. El DJ se encontraba tras su equipo de mezcla en lo alto de ese pasillo. Era un chico de piel pálida, con el cabello cubierto de rastas y un colorido gorro hippie en la cabeza. No obstante, y de manera contrastante, vestía de traje y corbata.

—¡Muy bien, hijos de papi, es hora de rayar el piso de Keyra! —gritó el disc jockey con un perezoso acento de estereotipo de hippie.

Todos contestaron con un grito de excitación y levantaron los brazos con vasos de cerveza en mano.

Las luces se apagaron y fueron reemplazadas por otras de colores que se movían por toda la habitación al ritmo de la canción que subía de volumen.

Ginger estaba relativamente entretenida observando bailar a todos los alumnos atractivos de la escuela reunidos en un solo lugar. Estaba atenta a una pareja que bailaba, uno muy pegadito al lado del otro, en perfecta sincronía con una canción de Britney Spears.

Se imaginó bailando así con Sebastian, pegados uno a lado del otro…

Y se sonrojó.

De repente, un chico se acercó a ella y recargó el antebrazo en la pared, junto a su cabeza. Ginger salió de sus ensoñaciones con brusquedad y volteó hacia el chico que estaba muy, ¡muy!, cerca de ella. Casi podía sentir su respiración en la cara y olfatear su aliento alcohólico. No distinguía bien su rostro en la penumbra, pero sí veía un brillo peligroso en sus ojos.

—Hola, muñeca, ¿estás sola?

«No, con mi abuela. Claro que estoy sola», pensó Ginger, ajena a las técnicas de ligue que estaban siendo implementadas con ella.

No obstante, reconocía esa voz rasposa. La escuchaba todos los días. Era la segunda voz más horrible después de la de Brandon Winterbourne, o sea, era la del mejor amigo de Brandon: Kevin Taylor.

Ginger se estremeció y comenzó a apartarse cuando Kevin la tomó del antebrazo y la jaloneó.

—Oye, oye. ¿A dónde vas, linda? ¿No quieres estar conmigo?

Ginger forcejeó.

—No, en realidad, lo siento —dijo, como siempre, demasiado formal para la ocasión, pero con algo de censura en la voz.

—¿Qué dices? Ven aquí —Kevin puso una mano en su espalda y la acercó a él hasta que la parte frontal de sus cuerpos se tocaron. Ginger trató de apartarse de él y metió las manos entre ellos para empujar su pecho. Era obvio que él no sabía quién era ella, no la reconocía o estaba demasiado borracho como para darse cuenta.

—No… —chilló Ginger.

—¿Kevin? —preguntó alguien—. Maldito bastardo, ¿qué haces?

Ginger volteó, agradecida con la interrupción, y vio a Keyra de pie frente a ellos con los brazos cruzados sobre su pecho, enfadada.

Keyra estaba increíble, vestía una blusa ajustada de color blanco que mostraba su firme abdomen y la perforación brillante que decoraba su ombligo. Su falda era tan pequeña que, en vez de falda, parecía un cinturón grueso que apenas la cubría. Además, su maquillaje era fuerte y destacable, pero Keyra era Keyra, ella podía enredarse con una bolsa para basura y seguiría luciendo espléndida.

Kevin hizo una mueca:

—¿Qué no estabas cogiendo con Brandon? —escupió.

—¿Qué no estabas buscando tu cerebro? —devolvió.

—Perra.

—Golfo.

Se fulminaron con la mirada y Kevin se fue mientras prorrumpía en una sarta de groserías.

En cuanto se alejó, Ginger sintió la mirada inquisitiva de Keyra sobre ella. Su compañera de instituto la miraba con creciente curiosidad, de arriba abajo; tenía una mano sobre su hombro y con la otra giraba el contenido dorado de su copa.

Luego de una tensa evaluación, enarcó una perfecta ceja en un gesto desdeñoso y dijo:

—¿Escorpi?

Ginger solo logró asentir sin contacto visual.

—Madre mía. —Se acercó hasta situarse junto a Ginger y entrelazó su brazo con ella, ¡Ginger no lo podía creer!—. Bromeas, ¿verdad? Tú no puedes ser Escorpi. —Soltó una estúpida risa de bruja y dio un sorbo a su bebida—. Bueno, como sea, ¿dónde está tu amigo? —preguntó mientras se paseaba con ella por el centro de la pista hasta el otro extremo donde estaba el barman sirviendo brillantes tragos multicolores.

Keyra le puso a Ginger una bebida en las manos sin preguntarle y esperó a que diera un sorbo.

Ella vaciló, se suponía que no debía tomar, aún no sabía si era alérgica al alcohol: un sorbo en falso podría matarla, pero Keyra la estaba observando. Se encogió de hombros y acercó el vaso a sus labios. El líquido endulzó su lengua y corrió de forma placentera por su garganta dejando un suave calorcillo a su paso.

No estaba mal, nada mal.

—No pudo venir, él tuvo… cosas que hacer.

Ginger captó la decepción en los perfectos rasgos de Keyra y notó que ya no la miraba con tanto interés.

—Ah, es una pena. —Volvió a su modo «mírame y no me hables»—. Bueno, ya será en otra ocasión, pero asegúrate de traerlo, ¿quieres, Gina?

—Ginger… —corrigió, pero Keyra ya se había ido.

La fiesta siguió.

Canción tras canción.

Sorbo tras Sorbo.

Ginger terminó con su bebida y pidió otra. Cuando acabó con la segunda sintió que se relajaba de forma considerable. Se sentó en un taburete y pidió al barman que le volviera a rellenado su vaso. Él empleado, que era guapo, le sonrió y sirvió el trago hasta el tope.

Ginger se lo tomó todo mientras marcaba el ritmo de la música con el tacón de uno de sus zapatos y tamborileaba en la barra con la mano.

—Oye, Henry —llamó de nuevo al barman agitando su vaso en el aire—, llénalo, por favor.

Se lo acabó.

Y al cabo de un rato:

—Yujuuuu, Henry, mi amor…

Vaso tras vaso sintió que se acaloraba y algo en su interior se encendía, clamando por liberarse.

—Uff, ¿hace calor aquí o son mis nervios? —Se estiró un poco el escote del vestido y se abanicó los pechos con la mano.

Sí, así es: estaba borracha hasta los pelos.

Se levantó de su asiento y caminó medio tambaleante entre los cuerpos de la pista. Una mano anónima emergió de la multitud y le dio un pellizco en el trasero, ella solo dio un respingo y soltó un gritito. Luego se rio, agitó su cabello y siguió su camino hasta salir al jardín donde los bikinis de dos piezas y los torsos desnudos se adueñaban del jacuzzi y de la piscina.

Los tacones de Ginger se enterraban en el césped, así que optó por quitárselos y arrojarlos lejos. Con una bebida en su mano, caminó hasta una mesa de jardín y con torpeza subió un pie en ella y luego el otro. Se tambaleó y casi cae, pero no soltó el maldito trago.

Cuando encontró el equilibrio y estuvo totalmente de pie sobre la mesa, levantó ambos brazos, con el vaso en mano, y gritó llena de ciego júbilo:

—¡Está es la mejor fiesta del mundooooo!

Los que se encontraban afuera llamaron a los de adentro para que salieran a ver a la borracha que saltaba, giraba y bailaba sobre la mesa.

Alguien corrió el rumor de que esa chica era Escorpi —Keyra por supuesto— y sacaron sus celulares para inmortalizar el momento por toda la eternidad.

Pronto, el jardín parecía un concierto gracias a las docenas de lucecitas de celulares que filmaban y tomaban fotos.

El DJ paró la música, era más que evidente que le habían quitado el trabajo de animador.

Un micrófono inalámbrico fue pasado de mano en mano hasta que llegó a Ginger, quien lo tomó encantada de la vida.

—¡Hey, Escorpi, di algo! —gritó un chico del público que hacía un megáfono con las manos alrededor de su boca.

Todos asintieron con exclamaciones y con silbidos. Ginger no se acordaba quién demonios eran todos esos y menos cómo había llegado hasta ahí, pero ¿qué más daba? Le habían dado la palabra por primera vez en toda su existencia y la iba a aprovechar.

—¡Son todos unos bastardooooooooooooos! —gritó al micrófono con un acento pastoso y señaló a todos los presentes. Cada uno de ellos se quedó atónito.

—Por eso… —soltó un hipido y se tambaleó— losh odio a todosh.

Silencio mortal.

Parecía que Ginger se había quedado dormida de pie, porque cerró los ojos y no reaccionaba; sin embargo, sorprendió a todos cuando abrió y agitó los brazos bruscamente, de derecha a izquierda, en ademán animador.

—¡Vamos, canten conmigo! —pidió—. ´Cause this is thriller, thriller night, and no one´s gonna save you from the beast about to strike.

Los jugadores de rugby, las porristas, la gente popular, todos estaban siendo testigos del mejor suicidio social que la élite de Dancey High hubiera visto en toda su historia.

—You know it´s thriller, thriller night!

Si antes tenían razones para burlarse de ella, o al menos se las inventaban, ahora sí que las tenían de sobra para abastecerse y atormentarla por el resto de su patética vida. Keyra saboreaba la humillación de Ginger en los labios.

Lo que todo gato quiere

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