Читать книгу Lo que todo gato quiere - Ingrid V. Herrera - Страница 8

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Capítulo 2

No todo lo que

maulla es un minino



A la mañana, Ginger se despertó con el agradable sonido de las gotas de lluvia que querían traspasar el cristal de su ventana.

Con eso y con otro sonido.

Cuando la señora Kaminsky no tomaba sus pastillas para los ronquidos antes de dormir, pues… roncaba; pero ¡santo cielo!, esa vez superaba el límite de los decibeles. El sonido era demasiado intenso y rasposo, parecía que roncaba con todas sus fuerzas pulmonares o que…

De pronto, Ginger se abrazó a la almohada y la aprisionó contra su pecho. Con lentitud, asomó la cabeza al borde de la cama. Había una sábana tirada en el suelo sobre la que se podían distinguir dos bultos extraños.

Con mucha cautela, tomó la sábana de un extremo y la jaló hacia arriba para descubrir dos largas, velludas, desnudas y fuertes piernas que sobresalían por debajo de la cama.

—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhh! —gritó Ginger y retrocedió sobre sus cobertores mientras se aferraba con las uñas a la almohada.

Sintió un golpe bajo en la cama que hizo levantar un poco el colchón del lado donde tenía su trasero. Se levantó tambaleante y trató de subirse a la cabecera de la cama. Parecía una damisela en una isla rodeada por tiburones.

—¡Auch!

Los golpes en la puerta la sobresaltaron.

—Ginger, ¿qué pasa ahí dentro? ¿Por qué gritaste? ¿Estás bien? —dijo Kamy con la voz amortiguada tras la puerta de madera.

—Ah… sí. Fue solo una cucaracha —tranquilizó.

Tremenda cucarachona, más bien.

—Ay, Ginger, pues mátala, corazón. Espero que no hayas despertado a tus padres, llegaron hace un par de horas.

—Está bien, yo me ocupo, Kamy.

Cuando los arrastrados pasos de Kamy se alejaron por el pasillo, Ginger volvió a asomarse por el borde de la cama, pero ya no había nada.

Era como si todo lo que sus padres le habían dicho sobre el «Coco» se estuviera volviendo realidad. Se asomó por las otras orillas, pero tampoco encontró algo.

Quería bajarse de la cama y salir corriendo por la puerta, pero tenía miedo de que, si lo hacía, alguien pudiera jalarle el pie y quisiera arrastrarla bajo la cama con quien quiera que estuviese ahí.

—¡Oh, no!

Sebastian.

¡Sebastian estaba ahí! Se lo habían comido.

—Oh, Dios.

Ginger se estremeció de solo pensarlo.

Logró saltar hasta una silla cercana y tomar una larga regla de madera entre sus manos a modo de arma blanca. Aunque no lograra verse peligrosa, porque las manos le temblaban como maracas, le daba algo de fuerza mental.

Subió a su escritorio; la puerta ya la tenía a un lado. Luego, bajó un pie después de otro y, despacio, pegó la mejilla a la alfombra para ver bien qué diablos era lo que habitaba bajo su cama. ¿Acaso sería una bestia?

Todo lo que su miope vista logró ver desde esa distancia fue un ovillo de piel humana que apenas cabía ahí debajo y que se sobaba la cabeza. Aprovechando que el humanoide no le prestaba atención, Ginger se acercó a rastras, con la regla en mano.

Cuando estuvo más o menos cerca para que su arma alcanzara a «esa» cosa, le picó las costillas con la punta.

—¡Ay! —el individuo dio un respingo y volvió a golpearse la cabeza con la base del colchón. Volteó y sus ojos se encontraron con los de Ginger, que enseguida se abrieron como dos platos de tamaño familiar.

Él salió de debajo de la cama y se movió hacia atrás con gran agilidad. Cuando se levantó, Ginger solo pudo verle de los pies hasta la mitad de las pantorrillas. Ella lo imitó y se levantó; no dio crédito a lo que tenía frente a sí.

Antes de que Ginger soltara la regla, que cayó con un rebote sordo sobre la alfombra, y se cubriera los ojos con las manos, lo vio; no hubo duda de que lo vio…

Había un hombre completamente desnudo del otro lado de su cama.

Por poco, ella se orina por el miedo.

—¡Dios mío! —exclamó. ¿Qué otra cosa podía hacer más que invocar a Dios?

—¡Lo siento! —el hombre retrocedió más y se topó con una cortina púrpura de diseño floral que usó como toga romana para cubrirse los atributos masculinos... esos que ya sabemos cuáles son.

—¿Quién diablos eres tú? —preguntó Ginger mientras se tapaba los ojos con una mano y con la otra tanteaba el piso en busca de la regla.

—¿Yo? ¡Yo soy yo!

—Ah, no me digas —dijo en tono sarcástico—. Pues será mejor que salgas de aquí antes de que te muela a palos —se acercó lo más amenazante que pudo y blandió la regla con ambas manos como si fuera un bate de béisbol.

El hombre, cuando vio que ella estaba más cerca, extendió una mano como escudo y suplicó por su vida.

—¡No, por favor!

—¿Por favor? ¿Cómo te atreves a decir «por favor»?

—Diablos. ¿Qué te pasa? ¿Tienes memoria de pez? ¡Soy yo! Recuerda, demonios. Me recogiste ayer. Soy Sebastian.

«Sebastian. Sebastian. Sebastian».

A Ginger se le paralizó la sangre, se le coaguló y luego se le secó.

Estaba petrificada.

Confundida.

Acorralada.

No estaba segura de poder creer semejante cosa; la parte racional de su cerebro se aferraba a negarlo y a salir corriendo para pedir por ayuda, sin embargo, Ginger era demasiado incrédula y fácil de influenciar.

Aun así, no había forma racional en la cual pudiera creerle a ese sujeto. No obstante, algo en el cerebro de Ginger hizo clic; una neurona se conectó con otra y en una milésima de segundo recordó el día de ayer.

La bola de pelos que huía del carnicero, la bola de pelos que la miró de forma penetrante, la misma bola de pelos que acarició, la que se le restregó en la pierna mientras ronroneaba, la que acogió en su casa de contrabando y le explicó todas aquellas cosas vergonzosas de la caja de arena: ¿Cómo le dijo? Ah, sí. Pis y poop.

Sus mejillas se encendieron y luego, jadeante, se fijó en la fina cadena de oro que colgaba de su cuello. El óvalo descansaba en el hueco entre sus dos clavículas.

«Sebastian».

—Soy yo —repitió.

Su profunda voz distaba mucho del maullido agudo con el que lo había conocido. Ginger levantó la vista y lo miró a la cara. Casi le da una segunda era de hielo en la sangre al ver lo embriagadoramente atractivo que era.

Aún lucía rasgos felinos, sobre todo, en la forma de sus ojos, en su intenso color azul —en el que cualquiera podría ahogarse feliz—, en la intensidad de su mirada y, principalmente, en el cabello: negro azabache, brillante a contra luz y de apariencia suave. Ginger se preguntó si sería igual que el pelaje del gatito si enterraba la mano en él.

La era de hielo se derritió y dio paso al calentamiento global en sus mejillas. Soltó la regla y se llevó una mano a la frente. Arrastró los pies hasta el borde de la cama, necesitaba sentarse para no desmayarse en el suelo.

—Eres tú —susurró con la vista perdida en algún remolino de la alfombra.

Sebastian observó en silencio el debate interno que tenía Ginger. Luego de un momento de pensamientos implícitos en el aire, ella levantó sus ojos verdes y lo miró. Dijo algo que dejó a Sebastian desconcertado.

—Yo que tú, me quito de ahí.

Sebastian frunció el entrecejo, confundido.

—¿Por qué lo dices? —preguntó, cauteloso de la respuesta.

—Porque todo Londres está viendo tu trasero.

Sebastian apretó más la cortina contra su cuerpo y miró por encima de su hombro.

Tras de sí, había una ventana. No, no era una ventana. ¡Era un monstruoso ventanal del infierno y su trasero estaba pegado al cristal como una mejilla!

Alarmado, lo primero que hizo fue mirar hacia la banqueta. Sus pulmones se desinflaron de alivio cuando comprobó que no había moros en la costa: ni autos ni personas ni nada…

Hasta que dirigió la mirada hacia las escalinatas de la casa y vio a la mujer del correo con la mandíbula desencajada, con los ojos salidos de sus órbitas y con la correspondencia suspendida en el aire, a medio camino de entrar en el buzón.

Sebastian se dio la vuelta hasta quedar enrollado en la cortina. Merecía el premio mayor a la vergüenza.

Ginger intentó con todas sus ganas contener la risa, pero no la pudo controlar y se convirtió en una carcajada que trató de amortiguar contra una almohada.

Sebastian gruñó y soltó un par de palabrotas.

—Maldición, no puedo vivir así —murmuró para sí mismo— ¿No tienes ropa que me prestes? No sé, de algún hermano, padre, novio…

Ginger hizo una mueca al oír esa última parte... «Novio»: era la palabra que más le gustaba y la que menos usaba, porque no tenía.

¡Qué mundo tan cruel!

—Veré que puedo hacer, pero eres más alto que mi papá, así que no prometo la gran cosa.

—Sí, sí. Lo que sea, pero que sea ahora… por favor.

Ginger sonrió enternecida.

Sebastian era grande y delgado, pero musculoso. Tenía una espalda que parecía entrenada para patear traseros en el rugby. Además, su apariencia era la de un chico malo, de esos que dicen: «Tú. Yo. A la salida. Te espero. Madrazos» y, sin embargo, era indefenso como un gatito.


Después de dejar a Sebastian cambiándose en el cuarto y advertirle, de nuevo, que no se le ocurriera siquiera mirar fuera del pasillo, Ginger bajó a desayunar.

Al pie de la escalera la esperaba Honey, meneaba la cola con ahínco, aunque adoptó una actitud más cautelosa al olfatear su pierna. De seguro debía notar el olor gatuno que desprendía la piel de Sebastian.

—Chist, no vayas a delatarme Honey. —Le dio unas palmadas en la cabeza y entró en el comedor.

Adentro, sus padres ya estaban sentados a la mesa, cosa que no le sorprendía porque así era su ajetreado ritmo de vida: trabajar mucho, dormir solo dos segundos, desayunar, trabajar y adiós.

Su padre estaba en la cabecera del comedor, frente a la chimenea, oculto por el Times y bebiendo de su taza de café. Su madre, por otro lado, enviaba mensajes de texto donde de seguro avisaba de que llegaría en quince minutos a la cirugía programada que tenía en el hospital.

No notaron a Ginger hasta que arrastró la silla para sentarse.

—Buenos días, cielo —dijo su madre con una sonrisa dulce.

Su padre bajó el periódico un momento y la saludó con un gesto que hizo al levantar su taza de café tamaño familiar.

—Vaya, ya era hora de que la bella holgazana se despertara. —Entró Kamy con una bandeja plateada y le ofreció a Ginger un plato con melón y miel—. ¿Pudiste eliminar a la cucaracha?

Ginger casi se atraganta con el pedazo de melón:

—Cuca... ¿cucaracha? —repitió—. Ah, sí. Debiste verla, era enorme.

—Kamy, ¿hay cucarachas en la casa? —preguntó la madre de Gin con la cara horrorizada.

—No lo creo, nunca me he topado con ninguna.

—Loren, tranquilízate, no te van a comer viva, pero en todo caso llamaré a un exterminador —dijo su padre en tono distraído sin bajar el periódico.

—Derek, ¡no es cualquier cosa! ¿Qué tal si uno de esos bichos muerde a Ginger? Todavía no supera todas sus alergias...

Cielos, ¿las cucarachas mordían? Ginger no lo sabía, pero la verdad era que no le tenía miedo los bichos; es más, hubo un tiempo en que los coleccionaba, muertos, bajo su cama. Si su madre se hubiera enterado: bienvenida, Tercera Guerra Mundial.

La tenían encerrada en una bola de cristal, esterilizada y al vacío, que funcionó mientras era una niña, pero ahora, con casi dieciocho, le acarreaba problemas.

Todavía no había dado su primer beso, todavía no tenía novio, todavía era virgen y todavía no podía encajar en ningún lugar ni sentarse en una mesa de la cafetería con alguien a quien considerara su amigo.

Entonces recordó al tipo que escondía en su habitación.

A Sebastian.

Tenía muchas preguntas que hacerle y no sabía por dónde empezar. ¿Cómo es que se evoluciona de gato a humano en una sola noche? ¿Los humanos vendrían del gato y no del mono?

Cielos, vivía engañada. Maldita escuela.

Mientras pensaba en todas las posibilidades sobre el origen del mundo y la inmortalidad de las cucarachas, Ginger se sobresaltó. Su madre le dio un beso de despedida en la frente y su padre le revolvió el cabello como si fuera un niño. Con algo de suerte, no los vería hasta la mañana siguiente, tenía tiempo suficiente para pensar en qué hacer con el chico que estaba en su habitación.

Momento…

¡Había un chico en su habitación! ¡Uno de verdad! ¿Por qué no lo había pensado antes? Impulsivamente, se miró el pecho; todavía llevaba puesta su enorme pijama rosa de los Care Bears. Alargó el cuello hasta verse en el espejo que estaba sobre la chimenea y se horrorizó con lo que vio.

Su cabello era un desastre. De un lado, parecía que tenía un nido de avestruz y, del otro, parecía que la había lamido un

camello.

Se levantó de un salto y dejó el melón a medias, luego, corrió al baño más cercano. Sabía que no conquistaba ni a su perro, pero no podía permitirse que un chico tan guapo como Sebastian la viera en esas fachas.

Trató de alisarse el cabello con un poco de agua del grifo, se sonó la nariz, lavó sus dientes hasta que las encías se le enrojecieron y, como no podía subir a su habitación vestida de esa manera, corrió al cuarto de lavado. Revolvió con frenesí la ropa limpia que estaba en el cesto hasta que dio con unos pantalones de mezclilla ajustados, con una blusa de tirantes de color azul y con un suéter rosa con el cierre en la parte de adelante.

Ginger se escabulló en la cocina donde Kamy tarareaba London Bridge is Falling Down y logró rescatar el melón que no se había comido del refrigerador.


—¿Qué haces?

Sebastian la miró por encima de su hombro, tenía un bigote de leche embarrado en la cara. Luego se giró y dejó ver el tazón que Ginger le había dejado la noche anterior, bajo la cama.

—Me moría de hambre —explicó.

Ginger cerró la puerta tras su espalda y sonrió con ternura, seguía pareciendo un gato hasta por la forma que tenía de encoger los hombros.

—Eso no es comida. Mira —le extendió el plato con melón—, traje esto para ti.

Sebastian se acercó con un caminar lento, felino, elegante, preciso. Tomó el plato, lo olisqueó un poco y lo aceptó.

—Vamos, no seas quisquilloso.

—No lo soy, me cuido de no comer cosas envenenadas —al notar la ofensa en esas palabras, añadió—. No digo que esto esté envenenado, es solo que —se embutió un pedazo de fruta y habló con la boca llena— me ha tocado comer ratones envenena…

Al ver la cara de horror que puso Ginger, se detuvo a media frase. Sebastian se sentó en una silla, con asiento de peluche de color rosa, que contrastaba de forma ridícula con su masculinidad.

Ginger se tumbó en la cama, sobre su estómago, y recargó su barbilla en las manos. Lo observó atiborrarse de comida, tan fascinada como si estuviera contemplando los fuegos artificiales de Disneyland.

Y es que, lo era todo.

Cada gesto que hacía, por más pequeño que fuera, Dios, era como ver a una pantera. La forma en la que se lamía el labio superior para limpiarse los restos de melón, su mirada de satisfacción y de concentración al comer, la…

De pronto, notó que la ropa le quedaba un poco corta, en particular, la camisa de manga larga.

Oh, la lá.

La tenía ceñida a los músculos de los brazos, a los hombros anchos, al pecho, al six-pack del abdomen, a todo. Solo le faltaba ver qué tal tenía la espalda. Ginger rio por su pensamiento, probablemente, estaba muy bien…

¡Y no! Ya basta.

Ginger sacudió la cabeza. Se estaba distrayendo con cosas que jamás hubiera pensado que su mente era capaz de proyectar.

Sebastian terminó de comer con una felina sonrisa en sus sonrosados labios y dijo:

—Gracias, es lo más delicioso que he probado desde… pues, desde siempre.

Se palpó el estómago como si estuviera a punto de reventar cuando en realidad lo notaba más plano que nada.

—Sebastian, he querido preguntar —comenzó en un tono demasiado formal, muy típico de Ginger—. ¿Cómo es que tú…? Bueno, ya sabes…

—Al grano, Gina…

—Ginger —corrigió.

A ella la invadió la vergüenza y Sebastian notó que era muy tímida. Él se levantó de su silla y caminó hacia el ventanal. Sí, así es, hacia el ventanal. No le guardaba rencor, después de todo.

—¿Quieres saber por qué era un gato, pero amanecí como un humano? —preguntó mientras miraba al exterior, ahora transitado. Quiso ahorrarle a Ginger el sufrimiento de tener que hablar.

—Sí —contestó en voz débil. Temía que él no quisiera contestar en caso de que la historia fuera desagradable o que el pasado lo hiciera llorar.

Sí, como no. Ni que fuera ella.

Él se recargó contra el helado cristal y cruzó los tobillos de manera perezosa. Ginger ganó una vista panorámica de su trasero y pensó que estaba como para comérselo.

¡Santo Dios! ¿En qué estaba pensando? Inevitable, pero cierto.

Se obligó a prestarle atención mientras él contestaba.

—Solo sé que ha sido así desde siempre —empezó con un rastro casi imperceptible de nostalgia en la voz.

—¿No lo recuerdas?

Sebastian negó con la cabeza y volteó hacia ella, sus ojos destellaron con el reflejo de la luz.

—No lo entiendo —dijo Ginger un poco más suelta—. ¿Por qué cambias? ¿Tiene que ver con la luna? ¿Alguna fecha en especial? ¿Es tu cumpleaños? ¿El calentamiento global? ¿Es la maldición de los doce horóscopos chinos? ¿Eres un transformista?

Sebastian no podía entender nada de lo que decía a causa de lo rápido que hablaba. Al final, no pudo contener la risa y agitó la mano en un gesto de negación.

—¡Pero qué imaginación! No, no, nada de eso —respondió cuando ella hizo silencio—. Me tomó casi toda la vida descubrir lo que me hacía cambiar. Pensé en todo lo que has dicho, pero, al final, solo es una cosa. —Miró al exterior, al cielo, donde las nubes lloraban y sus lágrimas caían sobre la banqueta—: Es el agua.

Ginger no dio crédito. De todas las cosas vudúes que se le habían ocurrido, ¿el agua era la respuesta? Ay, por favor, eso era… ¡Ridículo!

Hizo un gesto escéptico.

—¿Cómo puede hacerte eso? Si es tan…

—… inofensiva —concluyó él.

Ginger se sentó al filo de la cama, expectante. Nunca esperó que Sebastian la imitara y se acercara a la cama para sentarse junto a ella. Estaban tan cerca que sus muslos se rozaron. Ella sintió que su espacio estaba siendo violado, jamás de los jamases un chico se le había aproximado de esa manera; no sabía que el simple roce de la tela de su ropa con la de Sebastian pudiera desatar semejante cóctel de sensaciones dentro de su cuerpo.

Sebastian puso las manos hacia atrás, enterrándolas en el colchón, y miró las molduras del techo que estaban alrededor del pequeño candelabro de la habitación de Ginger.

—Sucede cada vez que llueve y yo no me refugio. ¡Puff! En un momento estoy comiendo un hot dog —ahuecó su mano con la forma de un hot dog invisible— y al otro… —inclinó la mano, como si dejara caer el hot dog— estoy en cuatro patas sobre un charco.

Ginger se fascinó con la escena que se formó en su mente. Se imaginó a un Sebastian pequeño convirtiéndose en un gatito indefenso que no podía caminar, con los ojos cerrados, sin que se le hayan abierto aún, arrastrándose por algún callejón mugroso y húmedo.

Miró su ancha espalda y tuvo el desesperante impulso de frotar una mano en ella para consolarlo por todas esas veces que había llovido. Hasta donde sabía, Londres era la ciudad más lluviosa del mundo, lo que significaba un montón de transformaciones a lo largo de su vida.

—Si el agua te hace cambiar cómo regresas a… ser tú.

—¿Tú que crees? —preguntó.

Giró los ojos hacia ella, tenía la mirada sensualmente afilada y una sonrisa en los labios. Dios, ella no lo pudo soportar. A Ginger se le nubló la conciencia por un momento.

Se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo y torció la boca, algo que siempre hacía durante los exámenes de matemáticas.

—Veamos, si el agua te moja, te conviertes. Y lo contrario…

—Ya estás cerca —dijo él, como si pudiera oler lo que ella estaba pensando.

—Lo seco.

—¿Cómo dices? —inquirió.

—Vuelves a tu forma humana una vez que te secas —respondió.

Los ojos de Ginger brillaban de emoción, la misma emoción que le producía ser la primera en resolver los dichosos problemas de matemáticas… que después le copiaban como buitres de carroña sobre un bisonte muerto, claro.

—Por eso, anoche, cambiaste porque… —miró la calefacción empotrada entre la pared y el piso—, porque yo encendí la calefacción y te secaste más rápido —culminó enarcando una ceja—. ¿No es así?

Ambos bajaron la vista y se dieron cuenta de su posición. Mientras Ginger hablaba, no se dio cuenta de que, de forma inconsciente, se inclinó más y más sobre Sebastian. Lo dejó al borde de estar tumbado sobre la cama.

Movido por la inercia, sus ojos aterrizaron justo en los labios entreabiertos de Ginger y cuando su cerebro logró entender lo que su cuerpo quería hacer se disparó la alarma contra incendios que se imaginaba había en su interior y retrocedió.

—Vaya… eres… —carraspeó— muy lista.

«Muy bonita», pensó.

Ginger tardó más tiempo en reaccionar y, cuando lo hizo, se sonrojó hasta el cuero cabelludo. Se levantó de un salto, buscó sus gafas con la idea de ocultar su rostro. Luego, comenzó a ordenar con torpeza el basurero que era su habitación, como si así pudiera construir un escudo protector entre ellos.

Porque él la afectaba.

Su mirada profunda la afectaba como no tenía idea.

—Y dime —pronunció Ginger mientras se retiraba un mechón de la cara al agacharse para recoger una camiseta—; si sabes que el agua te hace ser gato, ¿por qué no te compras una sombrilla o tratas de evitarla?

En ese momento no veía la expresión de Sebastian, pero pudo sentir que su rostro se torció con una mueca.

—No es tan fácil. Tarde o temprano también tengo que bañarme, ¿no? Eso no es algo que me guste hacer. Si las cosas fueran diferentes para mí, sería sencillo quedarme horas bajo una ducha, por el simple placer de que el agua caliente relaje mis músculos… Pero no lo son, así que odio el agua, tanto como los gatos de verdad.

Lo que todo gato quiere

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