Читать книгу Lo que todo gato quiere - Ingrid V. Herrera - Страница 9

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Capítulo 3

Agua



Era poco más de mediodía y la señora Kaminsky había salido a hacer unas compras, por lo tanto, Ginger estaba sola.

Con Sebastian. Que era un chico.

Un chico.

Le gustaba pensarlo y hacer gestos desdeñosos frente al espejo.

—Oh, ¿Qué dices Keyra? ¿Qué mi «novio» está más bueno que el tuyo? —Se abanicó con la mano—. Ji, ji, ji. Pues sí. Está más bueno que un chocolate caliente.

—Ginger ¿Irás a tardar mucho? —la voz impaciente y amortiguada de Sebastian sonó al otro lado de la puerta del baño principal y la sobresaltó.

—No. ¿Por qué? ¿Quieres entrar? —preguntó.

Ay, Dios. Mejor tendría que haber dicho: «¿quieres entrar después de mí?».

—No, pero es que… ¡Auch! Tu perro no deja de amenazarme de muerte.


La situación estaba así: tratar que Sebastian saliera de la casa era como intentar meter a un gato en la bañera.

Y, en ese momento, tenía las manos aferradas al umbral de la puerta con mucha fuerza.

—Sebastian, esto es ridículo, los vecinos están mirando hacia acá —regañó Ginger—. Sal de una vez. ¿Acaso no estás aburrido de estar encerrado todo el día en mi habitación?

—¿Estás loca? ¿Qué tal si llueve? ¿Eh?

—Acaba de llover. No volverá a pasar hasta dentro de muchas horas —tranquilizó.

—Solo mira esa nube. —Señaló una gigantesca masa irregular de color gris que estaba en el cielo.

De pronto, Ginger se acordó de algo que no le había preguntado antes y se sintió desconsiderada por no haberlo hecho antes.

—¿Te duele al cambiar?

Él la miró por encima del hombro:

—No, creo que no… —respondió—. No lo sé, ni siquiera me doy cuenta hasta que noto que todo me queda a dos metros de distancia sobre la cabeza.

Eso debía ser muy raro.

Ginger estaba detrás de Sebastian y, detrás de Ginger, estaba Honey. El perro aprovechó que Sebastian zafó un brazo del umbral para lanzarse sobre su dueña con sus dos patas delanteras. Por inercia, Ginger chocó con la espalda de Sebastian y lo hizo caer por las escalinatas… arrastrándola a ella también.

Ginger quedó apretada entre un charco que le mojaba la espalda y el pecho de Sebastian.

—¿Qué pasa contigo? ¿Por qué siempre tienes que ser tan agresiva? —cuestionó él.

—¡Fue Honey! Además, yo no soy… —Sebastian se movió un poco, solo un poco, pero fue lo justo para que Ginger sintiera toda la firmeza de su cuerpo.

Se mareó.

Honey comenzó a ladrar con aire burlón. El corazón de Ginger latió a tal velocidad que sabía que él lo podría notarlo a través de la ropa.

Ella colocó las manos en los hombros de Sebastian y le dio empujones.

—Quítate, ¡quítate!

Él se apartó mientras se sobaba la parte baja de la espalda, luego le tendió la mano a Ginger para ayudarla a levantarse. En algún pequeño lugar, dentro de sí misma, estaba harta.

Harta. Harta. Harta.

Harta de que cada cosa que pasaba con Sebastian la hiciera perder la conciencia, el control de sí misma. Le molestaba porque era terreno desconocido para ella: la chica genio se sentía estúpida por primera vez en su vida.

La mano de Sebastian era como un guante para la mano de Ginger. Encajaban como las dos últimas piezas de un rompecabezas. Tenía el tamaño justo: la de él era grande y cubría por completo a la pequeña mano de ella.

Él carraspeó y se soltó para luego meter las manos en los bolsillos del pantalón y caminar hasta la banqueta.

—Bien, ya estoy afuera, ¿y ahora qué?

Ginger regresó por la correa de Honey, y tras cerrar la puerta con llave, caminaron por la acera.

La casa de Ginger estaba sobre la calle Downing. El palacio de Buckingham estaba tan cerca que su familia y la reina Isabel II eran vecinas. Aunque, claro, nunca tocaban a la puerta del otro para preguntar si tenía una taza con azúcar que prestarse, ni le dejaban encargado a Honey cuando la familia salía de viaje, ni invitaba a su madre a tomar el té de las cuatro mientras se pasaban los chismes de la loca duquesa de York.

Alrededor de ella se encontraba el parque de St. James, el Big Ben, el legendario puente de Londres, la abadía de Westminster y un puñado de jardines, teatros y museos; pero a pesar de todos esos lugares, Ginger no sabía a dónde ir con un chico.

Doblaron en la calle King Charles hasta entrar en el parque St. James donde Ginger soltó a Honey para que olfateara con libertad.

Mientras Sebastian lo veía alejarse con la nariz pegada a las hojas caídas, deseó en silencio que se perdiera y nunca volviera: los perros lo ponían nervioso y huraño. Honey no era la excepción.


Sentado en el lado más seco de una banca, Sebastian esperaba.

Había pasado una semana entera. Con sus siete días y seis medianoches. Una semana entera como un gato. Y, bueno, ¿qué esperaba? No paraba de llover y llover y llover… y llover.

Bien, tampoco era para quejarse, estaba más que acostumbrado, pero ¿en qué estaba pensando? ¿Dejar que una desconocida con disfraz de camarón lo recogiera como si fuera un peluche abandonado?

¿Por qué simplemente no la atacó como pensaba hacerlo al principio? ¿Por qué no saltó y la arañó en la cara? La respuesta era sencilla: quería que lo sacara de ahí.

Abrió los ojos, hasta ese momento los había mantenido cerrados; la luz que se colaba de manera intermitente entre las hojas de los árboles lo cegaba. Un poco más allá, vio la espalda de Ginger. Ella hablaba con el dueño de un carrito de hot dogs. A pesar de ser alta, su complexión era muy menudita y parecía que su pelirrojo cabello la quemaba como fuego en su piel de fantasma.

Sebastian pensó que era muy flacucha y que daba tropezones constantemente con cualquier diminuto relieve en el cemento demostrando su grado de arritmia. Además, casi no tenía pechos —sí, hasta en eso se fijó—.

Pero hace un rato…

Y en la mañana…

—¿Un hot dog?

Sebastian parpadeó cuando se dio cuenta de que frente a su nariz se extendía el alargado alimento. Ginger se hizo espacio en el lado seco del asiento empujando un poco la cadera de Sebastian con la suya. Luego apuró una mordida en su hot dog.

—Mmm... El tuyo tiene mostaza. Espero que te guste la mostaza. El mío es de salchicha vegetariana y no tiene mostaza porque soy alérgica a ella —comentó—. Bueno, la verdad es que soy alérgica a la mayoría de los alimentos y debo visitar seguido al nutricionista. Lo odio, no me deja comer nada y ni siquiera puedo hacer deportes porque me desmayo, por eso estoy exenta de esa clase en la escuela, lo que es genial; pero, por desgracia, no puedo ver a los jugadores y…

Sebastian se presionó ambas sienes.

—¿Siempre haces eso?

Ginger lo miró desconcertada con el hot dog a medio camino de su boca.

—¿Hacer qué?

—Hablar y hablar cuando te emocionas.

—Yo… —tuvo que desviar la mirada a su regazo, los ojos de Sebastian estaban cegadoramente más azules a la luz natural— es que… es agradable hablar con alguien y saber que te escucha. —Su voz se fue apagando, sospechó que había dejado entrever el suicidio social que había sido su vida.

—¿Te refieres a que no tienes amigas como esas que se cuelgan en el teléfono hablando horas y horas?

Ginger sacudió la cabeza:

—No solo no tengo de esas, es que no tengo de ningún tipo —admitió.

Sebastian no pudo evitar sentir pena a causa de esa declaración. Deseó haberla conocido antes para poder ser su amigo; pero, contra el pasado, no se podía hacer nada.

Sintió que era el único que podía darle consuelo. Apoyó su mano en la de ella y dijo:

—¿Y yo qué? ¿Acaso no cuento como amigo? —sonrió.

Ginger no podía procesar esas palabras.

—¿Tú? Pero… te acabo de conocer, hace un día.

—Un día, dos segundos, veinte años, eso no importa. Para ser amigos no hay reglas, Ginger.

Los ojos de Ginger ardían por las lágrimas que no entendía por qué querían salir tan de repente. Hizo un enorme esfuerzo por mantenerlas a raya y sonrió hasta que sus labios se ensancharon del todo. Sebastian experimentó una sensación extraña que lo pasmó. Fue como si la sonrisa de Ginger fuera capaz de iluminar todo Londres en la noche.

Durante el camino de regreso a casa, Ginger encontró a Honey y le volvió a colocar la correa: ese acto irritó a Sebastian. Ambos, perro y humano, se fulminaron con la mirada como los eternos enemigos que eran.

—He querido saber, si no te molesta contestar…

Sebastian puso los ojos en blanco:

—Ya deja de ser tan formal, por favor, siento que me está hablando la reina.

Ginger se lo tomó como un cumplido y se sonrojó; pero prosiguió:

—Está bien… Emm, amigo. —Esta vez habló como una chica «mala» y le dio un puñetazo a Sebastian en el brazo.

—Demasiado informal… y agresiva. Solo sé tú misma.

Ginger tomó aire y lo volvió a intentar:

—¿Qué haces cuando no estás ocupado cazando ratones? Me refiero a cuando eres humano... ¿Dónde vives? ¿Con tus padres?

Él se adelantó a patear una piedra que sabía que Ginger no vería y que podría lastimarla, aunque, de todas formas, ella se golpeó el dedo con otra. ¡Sebastian no podía contra las fuerzas oscuras de las piedras del mundo!

—Nunca he sabido nada de mis padres —dijo mientras intercambiaba lugares con Ginger, el suyo estaba menos infestado de piedritas—. La señora Lovett me rescató cuando tenía cinco años.

—¿La señora Lovett? ¿La que tiene cincuenta gatos viviendo en su casa y que falleció hace unos años?

—La misma. En ese momento yo tenía el tamaño de un gato bebé, pero ya había abierto los ojos y podía caminar más o menos bien. Cuando me secó con una secadora para el cabello y volví a ser humano…

—¡Te botó de nuevo!

—No, ¡qué va! Me adoró como si fuera un dios gato egipcio. Mi condición no la sorprendió. Hasta creyó que todos sus gatos eran iguales a mí, los bañaba todos los días porque esperaba que se convirtieran en humanos; pero esa es otra historia, créeme, no quieres saber. Los terminó por matar a todos de un resfriado.

Ginger se rio, muy a pesar de los gatitos.

—Todo el mundo cree que está loca —siguió Sebastian—, pero no es cierto… bueno, un poco tal vez… Sin embargo, es una buena persona. Se encargó de mi educación, aunque debo decir que no asistía mucho a la escuela porque siempre llovía y su sombrilla tenía varios hoyos. —Suspiró—. Sin embargo, aprendí que es más fácil ser un vago cuando eres un gato, tienes menos necesidades.

A Ginger le dolió que, de cierta manera, reconociera que le gustaba ser un animal. Tal vez, quisiera irse pronto y regresar a su vida de antes, dejándola a ella sin…

Sin un amigo.

Una gota cayó en la nariz de Sebastian y se alteró.

—Ay, no. No otra vez —se pegó a una pared y miró al cielo.

—¿Qué pasa?

—¡Va a llover! —el terror y la angustia se reflejaron en sus ojos.

Ginger alzó la barbilla al cielo y sacó la lengua, como si quisiera capturar alguna gota.

—Claro que no. Solo estás un poco…

Un trueno hizo vibrar los cristales de las casas y, de inmediato y sin previo aviso, se soltó una lluvia torrencial.

—Diablos. —Ginger se apresuró a sacar las llaves de su casa y se agachó hacia su perro—. Honey, como te enseñé. ¡Toma las llaves y corre lo más rápido que puedas a la casa! ¡Corre!

El perro, obediente, salió disparado con las llaves que tintineaban en su hocico. Ginger se apresuró a quitarse el suéter y se lo puso a Sebastian sobre la cabeza.

—Olvídalo, ya es tarde.

—Ni loca. —Le tomó la mano y se la apretó con fuerza para luego jalarlo—. Agacha la cabeza y corre, yo te guío. Confía en mí.

Ginger corrió como una desesperada. Le había dicho a Sebastian que confiara en ella, pero ella no podía confiar en su vista… Se le había metido agua en los ojos y eso le impedía tener una visión clara.

Tuvo que guiarlo con los ojos cerrados; al menos ella se sabía el camino de memoria. Logró parpadear y deshacerse un poco del agua. No estaban lejos de la casa, pero ella ya iba demasiado empapada. La blusa se le transparentaba y sus zapatos crujían mientras emitían un sonido de succión por el agua que había dentro de ellos.

Era Sebastian el que ahora le apretaba la mano a ella con mucha fuerza.

—Ya casi llegamos, solo aguanta…

Faltaban tres casas para llegar y Ginger pasó de sentir calor a tener los dedos fríos por la lluvia. Se detuvo en seco. Las gotas caían más cargadas, con más furia. Miró su mano vacía y luego miró por encima de su hombro.

Sebastian ya no estaba.

Lo que todo gato quiere

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