Читать книгу Lo que todo gato quiere - Ingrid V. Herrera - Страница 7
ОглавлениеCapítulo 1
Un gato llamado
Sebastian
19 años después
Y los Escorpiones de Dancey High son campeones por
tercera vez consecutiva!
AJÁ. ESO ES.
¡NUESTRO EQUIPO ES EL MEJOR!
El campo de rugby de la preparatoria pública Dancey High estalló en vítores y en serpentinas de color rojo y amarillo, los colores oficiales de la escuela. Los corpulentos jugadores chocaron sus cuerpos y se embarraron en el sudor de la victoria. El entrenador les dio sonoras palmadas «varoniles» en sus espaldas de gorila y algunas porristas se acercaron a besar a sus novios, miembros del equipo, y otras se quedaron saltando mientras canturreaban la porra y agitaban sus pechos y sus pompones.
Los espectadores a favor de Dancey High chillaban en las gradas con excitación. Los perdedores de Abbott High tuvieron que salir discretamente para no ser abucheados, sin embargo, nadie se fijaba en ellos, todos estaban ocupados por los festejos.
Todos, menos la mascota del equipo.
La pobre persona dentro del pobre disfraz mal hecho, de un escorpión, corría por el campo mientras era perseguida por una horda de jugadores que querían lanzársele encima para festejar…
Oh, no. La persona que estaba ahí dentro no se la estaba pasando bien, nada bien, y no le hacía ninguna gracia que los gorilas quisieran matarla.
—Oh, parece que Escorpi no quiere un abrazo. ¡Vamos, animemos a Escorpi! —exclamó el locutor y su voz salió por los potentes altavoces distribuidos en las esquinas del campo.
Enseguida, la porrista capitana lideró la porra en contra de Escorpi.
Era una perra.
—¡ES-COR-PI, ES-COR-PI, ES-COR-PI!
En las gradas, la corearon. Eso era un complot, era alta traición.
Ese pobre disfraz de ahí…
La persona que corría por su vida a lo largo de todo el lodoso campo, la que ahora se encontraba en el suelo y a la que le aplastaban los jugadores, uno por uno…
Era la pobre de Ginger.
Todos estallaron en bulla y aplausos. Cuando Ginger pensó que ya no podía respirar más, que ya se estaba ahogando con su propio sudor y que el calor de los diez cuerpos la neutralizaba, oyó el silbato del entrenador.
—Ya basta, aléjense de ella. Déjenla respirar, fue suficiente: bien hecho, chicos.
Los jugadores se bajaron de Ginger y ella sintió cómo, de a poco, se reacomodaron sus órganos. Estaba enterrada en el pasto y en el lodo del campo. El entrenador Callahan tuvo que tirar de ella para sacarla mientras la chica tosía el pasto que se había tragado.
Él le zafó la cabeza de escorpión de un tirón, y encontró a una Ginger moribunda a causa del calor. Tenía el cabello pelirrojo apelmazado por la traspiración, sus pálidas mejillas estaban sonrojadas y los parpados inferiores se veían hundidos por la deshidratación.
—¿Estás bien? —le preguntó al tiempo en que le daba una palmada en la mejilla.
Ginger sintió dolor, pero sabía que eso era lo más delicado que el entrenador podía ser. Como no pudo contestar, porque tosió más tierra, asintió con la cabeza.
—Qué bueno —afirmó el hombre y se fue a festejar con sus chicos.
Pronto, la dejaron sola en el campo. Se sacudió la tierra y el pasto pegado de su disfraz de escorpión que, viéndolo de lejos, parecía más un camarón debilucho.
Ginger había aceptado ser la mascota porque quería estar cerca de los jugadores, bueno, en realidad, quería ser porrista, pero sabía que ni aunque Keyra y sus secuaces estuvieran drogadas y ebrias la aceptarían.
Solo bastaba con mirarla en el pasillo, frente a su sobrio casillero, cuando todos los demás estaban personalizados; bastaba con ver la forma en que llenaba sus delgaditos brazos con libros mientras que los demás no cargaban ni con el aire; tan solo bastaba con ver su forma de vestir, al estilo estereotipo de bibliotecaria, con lentes que se oscurecen con la luz del sol y con su cabello rebelde pulcramente peinado en una trenza francesa.
Ginger era la marginada tesorera de Dancey High, a la que, si se le caía un libro, se lo pateaban; si se le caían los lentes, se los rompían; si entraba a un salón bajo su función de tesorera escolar y decía «atención, por favor», hacían de todo menos escucharla. Incluso, solían robarle la tarea para copiarse y después la encontraba arrugada y manchada de vete a saber qué.
Ah, y encima quería ser porrista, pero era la mascota.
No importaba. De esa manera, podía estar cerca de los jugadores y las porristas.
Estaba todo bien.
En serio…
Tal vez.
Ginger puso la cabeza de Escorpi bajo su brazo y caminó cojeando hacia el exclusivo vestidor de las porristas que era uno de los privilegios —en realidad, el único— que gozaba: entrar en la sede de lo fashion, las minibragas y los cuerpos talla cero.
Cada vez que Ginger entraba en ese lugar, las demás se callaban de golpe como si estuvieran hablando de ella, no obstante, desechó la idea porque eso sería un honor. No hablaban de ella, se burlaban de ella. Le metían el pie cuando pasaba o le esbozaban muecas de náuseas, como si fuera un cubo de basura al tope de moscas. La repelían.
Sin embargo, esta vez habían llegado lejos.
Al abrir su casillero, Ginger no encontró su ropa.
Con creciente alarma, notó que ni siquiera estaba su mochila. Y si no estaba su mochila, no estaba su cartera, y si no estaba su cartera, no tenía dinero, y si no tenía dinero, no podría tomar el metro.
Tenía que caminar de regreso a su casa. ¿Y si llovía? Era un hecho que llovería ¿Y si se hacía de noche? Bueno, ya era de noche. ¿Y si la asaltaban? Qué diablos, no podrían hacerlo porque no llevaba nada más que su virginidad, por lo tanto, podrían…
—O-oigan chicas —murmuró.
Nadie le hizo caso, todas estaban admirando la talla de sostén que utilizaba Keyra Stevens.
—Disculpen… ¿han visto mi…?
Terminaron de vestirse y entre fuertes carcajadas salieron azotando la puerta. Dejaron a Ginger sola con su alma.
Todo lo que quería era quitarse el disfraz, pero no podía irse en ropa interior… sí, así es, todo lo que traía puesto era su ropa interior.
Sin más retraso, salió del vestidor y se metió en los pasillos, empujó las puertas de cristal de la salida. La masa de alumnos se congregaba en el aparcamiento y todos comenzaron a irse en sus autos, listos para celebrar y hacer escándalo en otro lado. Ginger se vio tentada a pedir aventón, pero ¿a quién? No tenía amigos.
Mientras caminaba por la calle Baker, mantenía la cabeza gacha, aunque eso no evitaba que los transeúntes la miraran con desconcierto y los más pequeños la señalaran:
—¡Mira, mami, un camarón!
No había par de ojos que no se torciera hacia ella. Las miradas la ponían nerviosa y la hacían caminar más aprisa.
Ginger zigzagueaba para evitar los charcos de la lluvia anterior. Había llovido durante el partido y, aun así, eso no impidió que siguieran adelante, lo cual no fue favorecedor para ella porque Escorpi terminó oliendo como perro mojado.
Una gota explotó en su respingona y pecosa nariz. Miró al cielo y divisó unas grandes nubes grises que contrastaban con la oscuridad parcial que antecede a la noche. La gente ya se disponía a cerrar los locales, cuando Ginger cruzaba por una zona de callejones.
Comenzó a sudar con solo imaginarse la clase de maleantes que podrían estar a la espera de una víctima, tras los mugrosos contenedores de basura, y pensó en todas las señoritas que fueron víctimas de Jack el Destripador. Ginger estaba en una situación parecida a la que estuvieron todas ellas antes del crimen, salvo que por el disfraz distaba mucho de parecer prostituta.
Un estrepitoso ruido detuvo su corazón y, luego, lo hizo latir muy rápido. Sonó como si varios baldes metálicos cayeran al suelo.
Una mancha negra pasó como una exhalación por los pies de Ginger, seguida por un hombre gordo que salía a tumbos por la puerta trasera de un callejón mientras agitaba una escoba en el aire.
—Maldito bicho, ¡vuelve a meterte con mis carnes y te convertirás en una hamburguesa! —masculló el hombre que vestía un mandil blanco manchado de sangre y grasa.
El carnicero se limpió el sudor de la frente con su peludo y gordo brazo y se embarró de sangre. Después, miró a Ginger de arriba abajo tratando de descifrar de qué diablos iba disfrazada.
—Oye niña, si ves a esa mascota del demonio, tráemelo, ¿entiendes?
Ginger asintió enérgicamente con la cabeza y siguió su camino con rapidez. Antes de llegar a la esquina, en la entrada de otro callejón, vio que un gato de pelaje negro y brillante le daba la espalda.
Sabía que en cuanto se acercara, lo asustaría y el animal saldría corriendo hacia recoveco más cercano, por lo que trató de amortiguar el sonido de sus pasos. A pesar de sus esfuerzos, las puntiagudas orejas del gato comenzaron a girar y retorcerse como una antena que trata de sintonizar la señal. Cuando encontró la «frecuencia» de los pasos, miró sobre su espalda y la enfocó.
Ginger se detuvo en seco y se quedó congelada, sin mover un solo músculo, no quería que saliera huyendo. El gato fijó su felina y afilada mirada en ella. Tenía unos impresionantes ojos azul turquesa que parecían realzarse en 3D sobre su pelaje negro.
Con la arrogante elegancia que suele caracterizar a los gatos, se levantó y giró hacia ella agitando la cola de un lado a otro.
Oh, no. Ginger no era tonta, veía demasiado Animal Planet como para saber que la mirada fija y la cola danzante eran gestos equivalentes al de una serpiente que hacía sonar su cascabel.
El gato adelantó una pata. Ginger retrocedió un pie y después, con mucho cuidado, rodeó al minino para poder pasar como si de un precipicio se tratara. El gato giró la cabeza en su dirección y la siguió con la mirada.
Con un estremecedor escalofrío, Ginger cruzó la siguiente calle, ya se encontraba más cerca de su casa.
—Miauu.
Ella reprimió un grito y dio un respingo. El carnicero tenía razón. Tal vez sí era la mascota del demonio.
Ahí estaba esa bola de pelo negra, mirándola directo a los ojos. Ronroneaba y movía lentamente la cola, de derecha a izquierda. Se acercó con parsimonia hacia ella. Ginger tenía miedo de pensar que, si corría, él se le engancharía en la pierna.
—No, no, no. No te muevas —le suplicó mientras ella retrocedía los pasos que daba el gato— gatito, lindo gatito… ay, Dios, me das miedo.
Tras su espalda, escuchó el pitido de los autos. Había llegado hasta el cordón de la calle y no podía seguir retrocediendo o la aplastarían como a un sapo.
El gato se acercó tanto a ella que casi se podían tocar. Levantó el lomo y se enroscó en la pierna de Ginger: restregándose.
Ella soltó el aire que había acumulado en su interior. Después de todo, no iba a morir asesinada por un gato.
Se puso en cuclillas y le extendió su mano con la palma abierta hacia arriba. El animal la olisqueó un momento y luego restregó su sonrosada nariz y su mejilla contra ella. Ginger rascó tras sus orejas y le deslizó la mano sobre el lomo provocando que el gato se arqueara.
Gin se rio.
—Eres muy lindo —afirmó.
Él maulló, como diciendo «lo sé», y cerró sus preciosos ojos azules mientras ella le rascaba el cuello. Su pelaje estaba mojado, pero era muy suave.
Pronto, Ginger tocó algo extraño bajo el pelo de su cuello.
—Vaya, ¿qué tienes aquí amigo?
Se agachó un poco más y sus dedos jalaron una enredada cadena, pero de delicados eslabones, dorada.
—¡No puede ser! ¿Cómo es que tú tienes cosas de oro y mis padres solo me dan… plástico?
El gato protestó porque ella había dejado de acariciarlo y Ginger le frotó la barbilla con una mano mientras que, con la otra, le daba vueltas a la cadena y sentía la vibración de su ronroneo bajo los dedos.
Se encontró con un pequeño óvalo dorado que tenía un escudo grabado en una cara y un nombre, en la otra.
—«Se… Sebastian» —leyó—. ¿Te llamas Sebastian?
—Miau.
—No te ofendas, ¿quieres? Pero normalmente a los animales se les pone nombres ridículos como Skipie, Pulgas, Manchas, Rex o algo así, pero ¿Sebastian? ¿Quién es tu dueño? ¿Paris Hilton?
Un trueno golpeó el cielo, un relámpago lo iluminó y las nubes soltaron la lluvia.
—Ay, no.
Ginger no lo pensó ni dos veces: tomó la cabeza de Escorpi con una mano, a Sebastian, el gato, con otra y se echó a correr. Sus pisadas salpicaban el agua de los charcos.
Al llegar a su calle, sintió que las fuerzas le faltaban y la lluvia le borraba el camino a su de por sí miope vista.
Subió las tres escalinatas de la entrada y, antes de aplastar la yema de su dedo contra el timbre, se acordó del gato que llevaba rebotando bajo el brazo.
El pobre se había empapado de nuevo y sacudía la cabeza haciendo tintinear su collar. A Ginger no se le había ocurrido qué diablos era lo que iba a hacer con él.
Sus padres no la dejarían tener otra mascota y, menos, un gato. Su madre les tenía alergia porque soltaban demasiado pelo.
Un trueno volvió a viciar el sonido de la lluvia que repiqueteaba en la calle adoquinada y Ginger tomó su decisión: ella no tenía corazón para dejarlo ahí afuera en la tempestad. Quizá si lo escondía muy bien, en algún rincón de su habitación, su madre no se daría cuenta. Además, recordó que ese día tenía que hacer guardia en el hospital donde trabajaba y que su padre tenía una cirugía programada para altas horas de la noche, así que…
Metió la bola de pelos en la cabeza de Escorpi, consciente de que no estaría cómodo. Sebastian siseó irritado.
—Shh, cállate solo será un momento.
Pulsó el timbre repetidas veces, sabía que con una bastaba, pero a ella le daba placer irritar a toda su familia mientras lo hacía.
Del otro lado de la puerta, se oyeron pasos apresurados acompañados por el repiqueteo de pezuñas y varios ladridos.
—¡Honey, perro malo, no arañes la puerta! … ¡Gin! Santo Dios. ¡Mira cómo vienes cariño! Entra, qué esperas. ¿Que llegue Navidad?
La señora Kaminsky, o Kamy, la empujó dentro del calor de la casa. Ella era su niñera desde tenía uso de razón y, con los años, la señora se convirtió en parte de la familia.
A Ginger le fascinaba llegar a su casa y tener como recibimiento el olor dulzón de las galletas de mantequilla que se cocinaban en el horno, sentir el calor proveniente de la chimenea encendida en la sala y que «la hora clásica» saliera del viejo radio de su padre. En ese momento, sonaba la canción de Frank Sinatra, Singin’ in the Rain, que era muy apropiada para la ocasión.
Mientras Kamy subía las escaleras en busca de una toalla caliente, Honey, el perro labrador de la familia que tenía su nombre por color miel de su pelaje, olfateó a Ginger frenéticamente. Debía percibir el olor de Sebastian.
Sebastian, a su vez, debía percibir a Honey porque los pelos de su lomo se erizaron y el perro comenzó a gruñir por lo bajo.
Cuando Kamy bajó con la toalla, trató de despojar a Ginger de su «uniforme».
—¡No! Es decir, no te preocupes. Yo me encargo, subiré a cambiarme.
—Como quieras —dijo Kamy con una mirada perspicaz—, pero no te vayas a resbalar, Ginger, por favor, tus padres ya tienen suficiente trabajo en el hospital como para atender otra pierna rota.
Ginger salió de cambiarse y, al abrir la puerta de su habitación, se encontró con Sebastian que estaba empapando el hermoso edredón rosa que cubría su cama. El gato se acicalaba tras las orejas con una pata que ensalivaba.
—Gato malo, bájate de ahí. —Lo ahuyentó con las manos y él fue hacia el piso.
Sebastian la observaba mientras ella iba de un lado a otro buscando en los cajones trapos viejos o rotos, sin embargo, solo que encontró viejas bragas agujeradas.
—… y, por favor, por ningún motivo quiero que salgas de esta habitación. ¿Entiendes?
...
¿Qué se suponía que iba a entender? Era un gato y no entendía la mayoría de las palabras humanas.
—… porque si mi madre te llega a ver, Dios, no sé ni lo que pueda pasar. —Se detuvo contemplativa—. No, sí sé. Estallará la Tercera Guerra Mundial —exclamó haciendo un ademán de explosión con sus manos.
Encendió la calefacción empotrada cerca del suelo y se arrastró con dificultad bajo la cama. Estaba claro que no servía para el ejército, pero tenía que cumplir con la peligrosa misión de hacer una camita para el gato con el montón de bragas.
Luego, llenó un tazón con leche y otro con agua y, por último, trajo una misteriosa caja de zapatos.
Se agachó frente a Sebastian y le inclinó la caja para que asomara la cabeza. Estaba llena de arena medio mojada y tenía una que otra hierba del jardín.
—Escucha: esto —señaló dentro de la caja con un dedo— es para que hagas tus necesidades. Ya sabes, eres un gato y los gatos escarban —hizo ademán de escarbar sin tocar la tierra— para hacer pis o hacer poop —Se levantó y volvió a escabullirse bajo la cama para colocar la caja—. Lo dejaré aquí y espero que recuerdes todo lo que te he dicho.
Sebastian pareció no entender una sola palabra, pero caminó cauteloso a la braga-cama, olisqueó el detergente con el que estaban lavadas, escarbó un poco para ahuecarlas, dio un par de vueltas alrededor de sí y se hizo un ovillo ronroneante y negro al envolverse con su cola.
Ginger lo observó un momento hasta que sus párpados pesaron como el plomo y se metió en la cama.