Читать книгу Te quiero pero voy a matarte - Ingrid V. Herrera - Страница 5

Оглавление

Capítulo 1

Héroe

Michael Blackmoore amaba su trabajo.

Y era en serio.

Su parte favorita era el contacto directo con la naturaleza, el aire fresco, los animales, las plantas y, sobre todo, la paga. ¡Oh, la paga era asombrosa! Tan asombrosa que podía permitirse rentar un pequeño departamento cerca de Notting Hill y mantener a un perro mestizo que había recogido en la calle. Aunque, Pimienta, una extraña cruza de labrador y algo que se parecía a un gato egipcio por su escaso pelo, nunca le agradecía su solidaridad.

Para él, el zoológico de Londres era un lugar estupendo para trabajar. ¡Yupi! Excepto por un pequeñísimo y minúsculo detalle: la mierda. Hizo una mueca muy a su pesar, sacó una carretilla y una pala del depósito, y pensó en las toneladas enteras de la apestosa popó salvaje que tendría que recoger, toda rodeada de moscas muertas de hambre.

—¡Eh, Mike!

—¿Qué hay, Jake? —le devolvió el saludo a su compañero con una sonrisa de lo más radiante.

En cuanto se volteó, continuó empujando la carretilla y su sonrisa se desvaneció de golpe. Había llovido tan fuerte en las últimas horas que seguramente lo que recogería sería un caldo de lo más aguado.

Como era uno de los que tenía que hacer la limpieza, debía recorrer quince hectáreas de terreno, recoger los «pastelitos» de más de dieciséis mil especies diferentes y regresar a guardar todo.

No olía precisamente a Hugo Boss.

Ya había experimentado de todo. El primer día, los simios treparon a los árboles y le arrojaron el estiércol, que se suponía debía recoger, en la espalda, mientras, gritaban y saltaban en son de burla; una alpaca le escupió una baba viscosa llena de porquería en la cara y, más tarde, resbaló con una hoja y cayó sobre el excremento cremoso de los elefantes.

Oh, sí. Fue revitalizante.

Para Michael, había mierda de muchos tipos, unas eran más asquerosas que las otras. Verdes o cafés, grandes o pequeñas, duras o caldosas, apestosas o superextraapestosas.

Se detuvo frente a la entrada exclusiva para el personal del recinto de cristal de los periquitos australianos y tomó el pesado llavero con más de treinta llaves diferentes que colgaba de su grueso cinturón de cuero. Allí tenía compartimentos en dónde guardaba un desodorante, un arma del tamaño de un revólver cargada con dardos tranquilizantes —por si acaso—, comida para arrojar a animales pequeños y esa clase de cosas.

En cuanto abrió la puerta metálica, una treintena de periquitos de diferentes colores se despertó y comenzó a revolotear sobre su cabeza. Michael sonrió y frunció los labios para silbar una canción. Los periquitos le respondieron y, poco a poco, se tranquilizaron y se posaron en las ramas de los troncos artificiales. Aprovechó y comenzó a limpiar el excremento de las aves que no le resultaba tan desagradable ya que para los desechos de los periquitos solo tenía que usar un par de guantes.

Michael había aprendido que el tamaño de los animales era directamente proporcional al grado de inmundicia y al de asquerosidad de sus excrementos. Solía sentirse intelectual al explicarles eso a las turistas que se acercaban a fotografiar a los animales cuando él hacía su trabajo dentro de las jaulas. En serio, no entendía a las extranjeras. Parecía que cuanto más sucio, sudado y apestoso estuviera, más sexi lo encontraban. Había días en los que él terminaba siendo la atracción principal. Incluso, siempre querían tomarse fotos a su lado, fotos que seguro acababan en cuentas ajenas de Facebook. Ah… Qué vergonzoso.

Por otro lado, Michael también podía decir que el excremento de los elefantes era el más pesado y grande, pero no el más asqueroso. Oh, no. Sin duda, ese premio se lo llevaban las bestias felinas. Se llenaban de larvas con facilidad, las moscas pululaban sobre los restos de carne podrida y sin digerir, y el hedor hacía que los ojos de Michael lloraran como si se estuviera bañando con agua de cebolla.

La mierda se había convertido en la parte más dura a la que se tenía que enfrentar. Ya no lo era el peligro que significaba estar entre una manada de leones. Los animales lo entendían y él a ellos en una forma que nadie más comprendía. Su jefe le decía que la empatía era un don y que, por eso, había sido elegido para limpiar el estiércol. No corría riesgo de que las fieras le mordieran el trasero ni de que el zoológico tuviera que pagar su seguro médico. Michael creía que se estaba burlando de él, pero no debía morder la mano del que le daba de comer a él y a su perro bastardo.

Sí, a su jefe le encantaba tratarlo de tonto, pero, entre ellos, había tácito reconocimiento. Muy en el fondo, el viejo sabía que Michael era su mejor empleado. ¿Y qué lo había lanzado a la cima? Sí, la mierda.

Así es. Michael era el único que hacía ese trabajo sin rechistar o poner caras. Haber crecido en una granja y haber ayudado en los trabajos duros le daba ventaja y experiencia sobre los demás empleados: como resultado su paga era un poco más glamurosa.

Miró fijo a un chimpancé que tenía la cara somnolienta y pensó que se parecía a su tío Duffy en su lecho de muerte. Rebobinó sus últimas y sabias palabras y se sumió en los recuerdos. Era una tarde calurosa a principios del verano y Michael se acercó despacio al borde de la cama en donde vería morir al buen Duffy. El hombre hizo un movimiento débil con la mano huesuda para que se acercara todavía más. Michael obedeció, bajó la cabeza e inclinó la oreja sobre los labios resecos de su tío. Primero, se sintió tentado a echarse hacia atrás a causa de su aliento a mueble viejo y, luego, en el momento de mayor tensión, Duffy reunió el último soplo de aire que le quedaba para hablar con una voz rasposa. En vez de decir «Mikie, el oro está enterrado en...» y morir con la lengua fuera antes de terminar la frase, el tío lo asió con fuerza del cuello de la camisa y le dijo con contundencia:

«¡Escúchame bien, Michael Arthur Phillip II Blackmoore! ¡Sal de aquí y has algo de provecho con tu vida, porque el día en que la mierda valga algo, los pobres nacerán sin culo!».

El joven Mikie se sorprendió por la brusquedad de los movimientos de su tío que estaba a tres segundos de morir. Sí, tres. Porque después de que habló, lo soltó, le dio un paro cardíaco y murió. Ese día memorable, Michael decidió entrar a trabajar en el zoológico a alimentar y recoger la porquería de los animales.

Para cuando terminó de atender el estaque de los flamencos, aún era temprano y no había muchos turistas. Salió y soltó un resoplido de cansancio. Se miró el uniforme y trató de encontrar un trozo de tela que no estuviera tan sucio como para limpiarse las manos. Fracasó, no había ni una sola fibra sin mugre.

Musitó una maldición y se pasó el antebrazo por la frente para apartarse los mechones de color bronce oscurecidos por el sudor. Asió las barras de la carretilla y se dirigió a la peor parte de su día: la casa de los felinos.

La entrada era un arco de piedra artificial bordeado con musgo, con enredaderas y con plantas trepadoras. Al ingresar, debía cruzar un corto túnel que simulaba ser el comienzo de una cueva que tenía las paredes cubiertas con manchas de sangre falsa, huellas rojas y con zarpazos letales del mismo color.

El lejano rugido de una de las bestias reverberó en las paredes de hormigón de la cueva. Al salir, se encontró en un espacio abierto, decorado con motivos selváticos y con altavoces ocultos entre el follaje de los árboles que emitían sonidos ambientales de la jungla, pero como no encenderían el audio hasta que el zoológico se llenara, ahora, reinaba un tenso silencio que era roto solo por los ocasionales bufidos de los «gatitos».

Los tucanes volaban libres por el espacio que tenían limitado por un domo de red. En el centro, se encontraba un área de descanso. Había bancas de piedra prehistórica —falsa— y en el medio una imponente fuente de granito que escupía chorros de agua dentro de un cuenco de gran tamaño. El agua salía desde las fauces abiertas de tres felinos salvajes —un león, un tigre y una pantera— que estaban agazapados sobre la base, como si estuvieran preparados para matarse entre ellos por un trozo de carne. Menos mal que solo eran estatuas.

La casa de los felinos estaba dividida en tres secciones que agrupaba a los tigres, a los leones y a las panteras.

Michael prefería empezar con los leones porque eran los más perezosos y difícilmente notaban su presencia cuando realizaba su trabajo. Los tigres aumentaban la lista de peligrosidad, pues, una vez que entraba en acción, no le quitaban la vista de encima.

Para él, el verdadero problema eran las panteras negras.

Ágiles, elegantes, silenciosas, letales. Poseedoras de la mandíbula más poderosa en el mundo de los felinos. Dominantes. Sin depredadores naturales. Unas completas devora-hombres.

A pesar de que Michael presumía de su control y de su entendimiento sobre los animales, las panteras le alteraban los nervios. La mayoría de las veces, la reducida manada lo observaba con recelo y rondaba cerca de él, con insistencia, cuando realizaba sus labores como su mayordomo y recogía todos sus desastres. Procuraba lanzar miradas furtivas cada diez segundos para comprobar que permanecieran a cierta distancia de él. Después de eso, se tomaba una Coca-Cola bien fría para recuperar el color y agradecía que su trasero siguiera entero con él.

Respiró hondo y trató de rezar una plegaria en su mente; pero como no recordó ninguna, lo mandó al diablo. En cuanto se acercó a la primera barda de contención, supo que algo andaba o muy mal o muy bien.

Todas las panteras estaban dormidas, esparcidas y acurrucadas en el fondo, cerca de un par de árboles artificiales que tenían la corteza surcada por marcas profundas de sus garras.

Michael soltó un suspiro de alivio. Se echó un costal vacío y la pala al hombro, y pasó una pierna por encima de la pequeña barda de malla metálica que servía para mantener la distancia entre el público y los gruesos barrotes de acero que mantenían a las bestias recluidas en su hábitat. Recorrió una larga distancia junto a los barrotes hasta llegar a la pesada puerta metálica que le daba acceso directo al matadero de raza humana con animales dispuestos a morderle los...

¿Pero qué...?

Se detuvo en seco y ahogó un sonido de exclamación. Retrocedió sobre los últimos cinco pasos que había dado.

«¡Maldición! ¡Por el diabólico aliento del tío Duffy!», pensó a gritos y sintió que su piel palidecía, que el estómago se le encogía al tamaño de un cacahuate y que las pupilas se le contraían hasta ser tan pequeñas como la punta de un alfiler. Dejó que el costal y la pala se resbalaran por su hombro hasta caer al suelo y sus brazos colgaron con un rebote lánguido a sus costados.

Lo que vio ahí no tenía nombre. No, sí lo tenía y era «suicidio». De reojo, le pareció ver un destello blanco, pero, gracias a su visión panorámica, notó que parecía la piel de una persona.

De una chica.

Una chica que se levantó, se agazapó entre las panteras y se deslizó sigilosa hasta los árboles. Avanzó con todos los músculos tensos, alerta a cualquier movimiento que los animales pudieran mostrar. Oculta tras un tronco, comenzó a mover la cabeza en todas direcciones y examinó el lugar en busca de una salida.

El corazón de Michael latió al mil por cien y arrojó la presión sanguínea contra sus oídos. ¡Jesucristo crucificado! ¿¡Qué diablos hacía ella ahí!? ¿Acaso estaba loca?

Pensó en pedir ayuda a la oficina central por medio del walkie-talkie que cargaba enganchado a su cinturón; pero, en vez de hacer lo más razonable e inteligente, se encontró haciendo lo más estúpido e imbécil que se le ocurrió: metió la cara entre los barrotes todo lo que pudo y susurró:

—¡Psst! ¡Oye, tú! —Como no parecía escucharlo, gritó—: ¡Voltea!

La chica giró la cabeza en su dirección con brusquedad y Michael vio reflejado en sus ojos su propio miedo.

—¿Qué diablos haces? —Agitó los brazos, desesperado, dentro de los barrotes—. ¡Sal de ahí!

Ella abrió los ojos de forma desmesurada y, angustiada, propinó frenéticos golpecitos con uno de sus dedos contra los labios, mientras, lanzaba miradas furtivas a la manda dormida. Le urgía que Michael se callara.

—¿Qué está haciendo esta tipa? —musitó exasperado, sin entender el gesto de ella—. ¡Muévete de una jodida vez! —chilló con tanta vehemencia que se arrojó contra los barrotes como un gorila rabioso.

De hecho, la chica y él parecían estar llevando a cabo un extraño ritual de apareamiento, como si fueran dos monos. Ambos hacían aspavientos con los brazos, la cara y sus gestos, y emitían gemidos que pretendían ser palabras. Al final, ella golpeó el suelo terroso con el pie, frustrada, soltó un gemido y puso los ojos en blanco. Echó una última mirada a las panteras y caminó rápido, pero silencioso, hasta donde estaba Michael.

«Vaya, ¡qué mujer! Qué forma de caminar. Está desnuda»

«Está...»

Estaba...

¡Madre de los gansos desplumados!

Michael perdió la capacidad del habla y sintió que se le salían los ojos hacia adelante como si fueran dos resortes. La sangre que llenaba sus pies salió impulsada como un cohete y subió hasta sus mejillas. Incluso se le cortó la respiración y perdió el aliento.

La chica que se acercaba hacia él, con paso determinado y firme, no tenía ni una prenda encima. Su espesa cabellera, larga y salvaje, caía como una cascada negra y pura que, de forma conveniente, le tapaba los pechos. Michael se mareó.

Santísima aparición. Se veía tan segura, que parecía la mismísima Eva desterrada del Edén. Su piel era muy blanca en comparación a su cabello de comercial que publicitaba algún champú caro. Él no pudo evitar que su boca se entreabriera cuando sus ojos treparon con lentitud por aquel par de largos, esbeltos y bien torneados pilares que tenía por piernas.

Por respeto y por dignidad quiso taparse los ojos, sin embargo, olvidó cómo parpadear y, en vez de hacer lo correcto, se encontró enarcando las cejas con una perdida admiración. Podría sonar muy extraño, pero le resultó fascinante la pequeña depresión de su ombligo en medio de su angosta y curvilínea cintura. Por un momento, nada ajeno fue capaz de reclamar su atención.

Cuando ella estuvo lo bastante cerca, él levantó la vista hacia su cara y encontró un par de ojos azul zafiro oscurecidos por la furia. Era el rostro de una muñeca arisca.

«Oh, no».

Michael dio un paso atrás por inercia, pero la chica pasó sus delgados brazos a través de los barrotes. Alcanzó el cuello de su camisa con una mano y lo arrastró de manera violenta hacia delante. Luego, lo hizo girar hasta ponerlo de espaldas a ella, le tapó la boca con una mano y con el brazo que le quedaba libre lo rodeó por el pecho como un cinturón de contención.

Él abrió los ojos de par en par, sorprendido por la de fuerza de esos bracitos.

—Se te cae la baba, ¿eh? —susurró, mordaz, a su oído. Por la tensión en su voz supo que estaba apretando los dientes—. ¿Qué es lo que tanto me ves, imbécil? —Le propinó un puntapié en la pantorrilla y Michael ahogó un gruñido contra su palma. Se había ganado una buena tortura—. ¿Acaso me cuelgan tres pechos o qué? ¿Nunca has visto a una mujer desnuda en tu maldita vida?

Michael se revolvió entre sus brazos. Le ardía la cara y se la notaba caliente, en especial en ese punto sensible tras la oreja donde ella le hacía cosquillas con su aliento.

—Te estaba diciendo —continuó ella y masculló sus palabras, furibunda— que no gritaras, ¿quieres ver cómo me comen esas cosas y...?

Un espeso sonido —gutural, animal y vibrante— la interrumpió. Michael sintió el delgado brazo tensionarse en torno a él. Ella ahogó un grito y lo soltó de inmediato. Él aprovechó la oportunidad para girarse y protestar, pero las palabras huyeron de vuelta al interior de su garganta cuando vio a Garra, la pantera hembra, de pie más allá. Había bajado las orejas hasta pegarlas a su enorme y redondo cráneo, tenía el puente de la nariz crispado y los labios del hocico echados hacia atrás. Mostraba una larga fila de dientes manchados de rojo desde las encías: eran los restos de la cena. Hilos de saliva escurrían de su feroz mandíbula y soltaba un tenebroso vaho con cada resoplido.

La chica emitió lo que bien podía ser un sollozo, un gemido o ambas cosas. Miró a Michael, sus ojos estaban inyectados en pánico. Cerró los dedos alrededor de los barrotes y trató de sacudirlos sin mucho éxito.

—¡Sácame de aquí! —chilló. Toda ella, incluso su voz, temblaba.

De no ser por esa mirada que gritaba una súplica, él seguiría plantado como una zanahoria, entumecido por el terror. Nunca en su vida había tenido que enfrentarse a una situación como esa.

Se estremeció y miró cómo el animal se acercaba, lento pero seguro, hacia su presa. Él se aproximó todo lo que pudo hacia la chica y puso las manos encima de las de ella sobre los tubos, como un gesto tranquilizador.

—De acuerdo, escucha. —Las palabras salieron disparadas y a pesar de que intentaba controlarse, su voz también temblaba y sus dedos nerviosos tanteaban el cinturón en busca de la pistola de dardos—. Voy a abrir la puerta de allá. —Apuntó con la barbilla el extremo derecho del recinto y ella asintió, angustiada—. Cuando yo te diga: agáchate. Agáchate tan rápido como puedas, ¿me oyes? Tienes que estar atenta.

Maldición. No sabía lo que estaba explicando, solo trataba de improvisar un plan de salvación.

La fiera rugió e hizo que los barrotes vibraran bajo sus manos sudorosas.

—¿Y si no lo hago rápido? —chilló ella y se estremeció—. Saltará sobre mí antes de que yo tenga oportunidad de... Dios, ¡sácame de aquí de una maldita vez!

Michael atisbó una lágrima que se acumulaba en el rabillo del ojo de la chica y, con un terrible estremecimiento interno, se dio cuenta del problema en el que se estaba metiendo. Tendría que arrancarse la camisa para dejar ver el traje imaginario de «Súper Michael» que siempre llevaba debajo, volar a la puerta, sacarla en brazos y ser un héroe con un cabello que ondeaba sin la necesidad de viento... Eso o sería la última lágrima de la joven.

No podía quedarse parado y esperar para recoger su cadáver. Si es que, al menos, quedaba algo para recoger…

Con la determinación en sus ojos, Michael asió con fuerza la empuñadura de la pistola. Acercó la cabeza hasta casi meterla entre los barrotes y quedó tan cerca de la chica que sus narices respiraban el mismo aire y lo único que había en su campo de visión eran esos empañados ojos zafiro.

—No mires —pidió.

Ella enterró la cara entre las varas de metal, a la altura del hombro de Michael, y le apretó la mano tan fuerte que sabía que le tenía doler, sin embargo, el terror eclipsaba al dolor.

De repente, escuchó un chasquido. Él le dijo que no mirara, pero ella no le hizo caso y vislumbró el brillo metálico del arma. Notó cómo la introducía con lentitud entre la reja y que apuntaba hacia adelante. Sintió un cosquilleo sobre su hombro: la estaba usando como apoyo.

—¿¡Qué...!?

La pantera volvió a rugir con una violencia extraordinaria e hizo que la chica se crispara de pies a cabeza. Ella cerró los ojos con fuerza y se aferró con más firmeza a la mano de Michael.

—Quédate quieta. No te muevas por nada del mundo, yo te diré cuándo hacerlo —articuló con cuidado y puso mucho énfasis en cada palabra. ¡Dios! Deseaba con desesperación tener la fuerza suficiente para poder doblar los tubos con sus propias manos y sacarla de ahí de una vez por todas—. No te asustes si escuchas el disparo en tu oído. Yo voy a correr hacia la puerta y si llego a decirte que corras... —Ella empezó a temblar y él le sacudió la mano para llamar su atención—. Escúchame, por favor, escúchame. Entiende lo que te digo. Si te digo que corras...

—Correré —finalizó con la voz estrangulada.

Michael respiró hondo y apuntó al cuello del animal que se acercaba cada vez más lento. Estaba agachado, preparado para lanzarse. Solo de verlo, le dio una punzada de vértigo. Sintió que se tambaleaba y estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para que el cañón no lo hiciera. El sudor le resbalaba por la espalda y por el pecho. Tenía la camisa pegada en cada surco de su atlética anatomía. Su pulso le retumbaba con potencia en las sienes, le pitaban los oídos y de tanto enfocar la vista comenzó a ver borroso. Si había una sensación incluso más horrible que la de sentir a las entrañas huir por los poros a causa del pánico, él no la conocía.

Tragó la bilis amarga que subía en su interior y suspiró. Miró de soslayo una última vez a la chica y clavó sus ojos en la melena oscura que ocultaba un rostro sobre su hombro. Le susurró al oído:

—Michael —dijo él y le acercó su mano.

—Reby —respondió ella.

Se apretaron la mano mutuamente, como un saludo o tal vez una despedida. Era un pésimo momento para presentaciones, pero al menos tenía que saber qué nombre debía grabar en la lápida... por si no podía ser un héroe.

—A la cuenta de tres —murmuró Michael.

Reby se aplastó contra los barrotes y sintió el contacto frío del metal en su carne desnuda.

—Uno...

A pesar de que ella estaba de espaldas a la bestia, sus demás sentidos percibían la vitalidad animal que la acechaba. Su percepción aguda del peligro hacía que su cerebro gritara enloquecido de terror y trataba de que la pantera no oliera su miedo, pero no podía evitarlo.

Le tocaba ser la humana.

—Dos...

«Corre. Escóndete. Huye. Grita. Sálvate», decía su conciencia, pero algo muy elemental e instintivo le ordenaba a su cuerpo que hiciera otra cosa: «Defiéndete. Pelea. Desgarra. Muerde. Araña. Ruge. Caza. Mata».

Reby pudo sentir al animal que se acercaba; podía escucharlo pensar: «Matar. Comer. Lamer».

Entenderlo le daba más miedo que perder su vida. Sabía lo que era sentir esa necesidad de atacar, porque eso la cegaba hasta llegar a relamerse los labios con la punta de la lengua. En su mundo todo tenía forma de corderito indefenso y el único propósito que tenía era matar a la presa: comer su carne y limpiar sus huesos.

Sintió una sensación de regocijo al morderse la lengua con los caninos, pero, entonces, el dolor y sabor de su propia sangre le hizo recordar quién era el corderito indefenso en esta ocasión.

—¡Tres! ¡Agáchate!

La bestia rugió como si le enfureciera que Reby cayera al suelo. Sin dudarlo, tomó impulso y empezó a correr.

Ella volteó de repente y vio a una bestia negra de noventa kilos de pura brutalidad cernirse sobre ella. Parecía un ataque definitivo, el felino tenía las patas delanteras extendidas y sus garras fuera de las fundas.

Cerró los ojos y pensó que era una manera justa de morir. No porque fuera digna, sino porque, muy en el fondo, sabía que era horrible. Y morir de una forma espantosa era lo que se merecía: se lo había ganado a pulso. El cielo no podía ser más justo con su expediente y ella lo aceptaba con resignación.

Michael le gritó algo, pero solo escuchó a su potencial asesino rugir. Luego, percibió un golpe sordo que provocó que el suelo bajo ella vibrara por un segundo. Si le hubieran dicho que morir era hermoso, nunca lo habría creído. Comprobó que no le había dolido nada. Solo sentía que su cabeza se bamboleaba de atrás hacia adelante.

Sus hombros estaban siendo sacudidos con fuerza.

—... ¡Corre!

Escuchó el eco de una voz y cuando abrió los ojos vio una doble masa negra en el suelo, no muy lejos de sus pies.

—¡Reby, reacciona! ¡Tienes que correr!

Era Michael, era...

Una segunda pantera los observaba con una atención casi mortal. No parecía muy amigable.

Ella dejó de parpadear y sus ojos se abrieron de par en par. Al final, no pudo seguir fingiendo que era un maniquí desnudo. Sus rodillas se doblaron hacia adentro y se levantó. Sacó fuerzas de un lugar que desconocía, se plantó en la tierra y empezó a correr como si no hubiera un mañana por ver.

Como un venado que escapa, podía sentir a su depredador pisándole los talones: la tierra temblaba bajo sus poderosos pasos.

La mente de Reby estaba bloqueada. Solo tenía un pasamiento: Correr. Correr. Correr. Correr y correr.

Hasta que su pie aplastó una rama y la hizo crujir. De pronto, una larga astilla se hundió en el centro de la planta de su pie y un ensordecedor grito de dolor salió disparado con fuerza desde la herida hasta su boca. Trastabilló y cayó de espaldas con un golpe sordo.

—¡Reby, corre! —chilló Michael, desesperado.

La bestia respondió al grito y mostró sus dientes largos, curvos y afilados. Se agazapó, meneó el trasero preparada para saltar, rugió llena de furia y ahogó el propio grito de Reby. Cuando el animal tomó impulso y se encumbró en el aire, ella se convenció de que quedarse quieta era una excelente opción suicida, por lo que giró hacia un lado y logró incorporarse en cuatro patas. Hizo una mueca de dolor, pero se levantó del suelo y ahogó un alarido de dolor antes de echarse a correr.

Michael no dejaba de gritar que huyera, parecía pensar que sus palabras le darían más potencia. Ella se movía a tal velocidad que le fue imposible frenar al llegar a la pesada puerta de metal, por lo que se azotó contra el acero. Un dolor punzante emergió desde su clavícula y, también, volvió a ser consciente de la astilla enterrada.

Reby estaba empapada en sudor frío, nunca se había sentido tan congelada en su vida. Con los pulmones encendidos y la respiración jadeante, miró hacia atrás. El animal estaba lo suficiente cerca como para captar el hedor dulzón y nauseabundo de la sangre en su aliento. La pantera era inmensa, aún más grande que la anterior. Reby observó que sus silenciosas patas eran del tamaño de un balón de fútbol. Un solo zarpazo y terminaría como una piñata reventada.

Ella sabía cómo funcionaban las cosas. Primero, se atacaba directo a la cabeza de la presa y luego se profería un mordisco fatal en dónde los colmillos atravesaban el cráneo y alcanzaban al cerebro.

—¡Michael, abre! ¡Por el amor de Dios, ábreme ya! —imploró y aporreó la puerta.

Echó un vistazo al depredador. Estaba a menos de cinco metros, la escuchaba, la acechaba, era consciente de que cada uno de sus movimientos. A ella le pareció escuchar el sonido de un cerrojo que se deslizaba contra el metal.

El ruido alteró de lleno al animal que se lanzó sin más contemplaciones. Reby pudo ver el interior de su boca llena de colmillos y observó con claridad su garganta antes de sentir que una mano la agarraba del brazo y la jalaba hacia atrás como a una muñeca de trapo.

Lo último que vio, fue el otro lado de la puerta después de cerrarse y escuchó el porrazo de la cabeza de la pantera contra el metal, como resultado de haber saltado sobre Reby.

En ese momento, pudo haber muerto por decapitación, pero solo terminó desmayada en los brazos de un héroe.


Michael la llevó en brazos hasta la fuente del recinto e ignoró su desnudez de una forma muy profesional. La recostó en una banca, formó un cuenco con las manos y empezó a arrojarle agua en la cara, con cuidado de no ahogarla. Sin embargo, el líquido se le metió en la nariz y despertó con un ataque de tos.

Michael la ayudó a sentarse y cuando Reby logró respirar con normalidad, lo miró. Él estaba hincado sobre una rodilla y tenía la otra pierna flexionada. Uno de sus brazos estaba recargado sobre un muslo y su otra mano colgaba, temblorosa.

Se centró en sus ojos, eran de un verde pálido que tendía al color miel, y reflejaban una profunda preocupación.

Reby apretó un puño y con la otra mano le asestó una fuerte cachetada en la mejilla. El ruido del golpe hizo que los tucanes salieran volando asustados.

El golpe hizo que la cabeza de Michael se girara con brusquedad. Se quedó un momento petrificado y sin quererlo ofreció la vista de su impecable y bien marcado perfil. Sus pestañas aletearon al parpadear desconcertadas y, con lentitud, volvió su rostro que mostraba una mezcla homogénea de sorpresa y de enojo en sus ojos. Reby observó con cierta satisfacción la marca roja que su mano dejó.

—¿Por qué hiciste eso? —exclamó Michael, con la mandíbula apretada, y se puso de pie de forma abrupta. Estaba claro que le dolía, pero evitó sobarse frente a ella a toda costa.

Reby se levantó para encararlo, sin embargo, le quedó claro que él era muchísimo más alto e imponente, de modo que ella adoptó una pose desafiante para compensar la desventaja.

—Asqueroso pervertido. —Le enterró un dedo en el pecho. Pero, demonios, ¡era durísimo!—. Es por haberme visto desnuda.

Michael se había olvidado de que ella «seguía» desnuda. Y ahora que lo mencionaba, lo hacía demasiado consciente de ello. Para colmo, estaban muy cerca el uno del otro.

—¿Y? ¡Te salvé la vida! —espetó y le rogó a sus ojos que no bajaran la mirada más allá del rostro de Reby.

«Cooperen conmigo, chicos. Máximo, pueden llegar al cuello. ¡Máximo! Un poco más abajo y les juro que los arrancaré de las cuencas».

Reby se sonrojó como un tomate furioso y Michael se preparó para recibir otro porrazo.

—¡Pues, gracias! —escupió.

—¡De nada, cuando quieras! —repuso él, furioso.

—Seguro —contestó, lacónica—. ¡Me largo!

—¡Que tengas un lindo día!

Sin embargo, ella miró a ambos lados y, luego, hacia la pechera de Michael. Soltó un suspiro de derrota y se quedó ahí.

—¿No te largabas?

—Estoy desnuda.

—Ah...

Michael se rascó la cabeza como si aquello fuera mucho para su cerebro. De pronto, la música ambiental empezó a subir, las bocinas habían aumentado el volumen y el eco de las voces de los turistas se comenzó a escuchar en el túnel de entrada. Ambos pegaron un respingo.

Él miró sobre su hombro y vio a lo lejos que el primer grupo de una visita guiada entraba haciendo gestos de exclamación al reparar en la decoración. Los primeros flashes de las cámaras iluminaron el comienzo de la excursión por el recinto.

—Maldición —masculló Michael que se puso de espaldas a Reby.

Lo vio mover las manos frente a él y, un momento después, la camisa se deslizaba por sus hombros. Los ojos de Reby se agrandaron al ver músculos, músculos sudados de espalda de hombre.

—¿Qué haces?

Él se sacó la camisa de la cinturilla de los pantalones y se la ofreció sin mirarla.

—Póntela rápido, yo te cubro.

Reby observó la prenda con asco. Estaba como para ir de campamento a las cloacas y olía a...

—Ese trapo está asqueroso.

—Que te la pongas o me voy y aquí te dejo.

Reby la terminó aceptando. Usó sus dedos como pinzas y la sostuvo por una esquina. Se la puso a regañadientes. La camisa estaba caliente, húmeda de sudor y de otras cosas que no quería analizar. Abrochó los botones y comprobó con alivio que le tapaba el trasero y le llegaba hasta la mitad de sus muslos.

—¡Puaj! Huele a caca de...

—¿Terminaste?

—Por desgracia... ¡Oye!

Michael la tomó de la muñeca y empezó a arrastrarla fuera de ahí. Reby se mordió el labio inferior cuando sintió que la astilla le perforaba más el pie. Ella no tuvo que decir nada para que él se diera cuenta de su dolor. Sin consultar, él la levantó del suelo y caminó con ella en brazos hasta la salida.

—¡Oye, bruto animal salvaje! ¿Qué te...?

—Con permiso, gracias —dijo él con amabilidad al pasar entre medio de un grupo de varias turistas ancianas que se quedaron con la boca abierta al ver a un tipo, musculoso y sin camisa, cargar a una zarrapastrosa damisela. Tarzán nunca había sido tan real hasta ese momento, por lo que algunos flashes saltaron sobre ellos.

—¿A dónde me llevas? —preguntó ella sin más remedio que agarrase fuerte a su cuello.

—A sacarte esa cosa del pie.

—No, ya has hecho suficiente.

—Y a someterte a un riguroso cuestionario sobre qué diablos hacías en la jaula de las panteras y —continuó—, por amor a tu trasero al aire, dónde está tu ropa.

Reby apretó los puños tras el cuello de Michael.

—No es de tu incumbencia.

—¡Claro que lo es! Es «mi» área de trabajo. «Mi» responsabilidad. Tú entraste en ella y te conviertes en «mi» responsabilidad, por lo tanto, eres de «mi» incumbencia —espetó y puso mucho énfasis en los «mi».

—No voy a decirte nada, porque no sé nada, ¿de acuerdo? No sé cómo acabé ahí.

—Ya, claro. Te parieron las panteras.

Michael se esperaba una contestación ingeniosa por parte de ella, pero Reby se quedó callada.

—Y qué dices sobre tu ropa, ¿eh?

—Me parieron las panteras —respondió, mordaz—. ¿O a ti los monos te parieron vestido?

Michael se aguantó una carcajada con todas sus fuerzas, pero al final no pudo contenerse y se rio.

Reby apretó los labios hasta que se le pusieron blancos, sin embargo, tampoco pudo soportarlo y se echó a reír sin límites. Su cuerpo se relajó poco a poco, hasta que fue consciente de todo: el pecho duro de Michael pegado a su costado, sus brazos fuertes —uno bajo sus muslos y otro en torno a su cintura—, sus propios dedos aferrados al cabello que nacía en su nuca...

De inmediato, retrajo los dedos, cohibida y antes de que su incomodidad se prolongara, escuchó una voz familiar. Creyó ver una cara conocida por encima del hombro de Michael.

—¿Reby?

Michael se volteó como si lo hubieran llamado a él y ella tuvo que girar la cabeza para volver a ver al individuo.

Se estudiaron un breve momento con la mirada y el rostro de Reby se iluminó de alegría.

—¡Allan! —Forcejeó para que Michael la bajara, pero él la apretó más contra su cuerpo cuando Allan se acercó.

Su conocido llevaba a un niño pequeño de la mano, pero ella apenas lo recordaba. A juzgar por el parecido, supuso que debía ser Jamie, su hermano menor.

—Reby, esto es increíble, creí que estabas en... ¡Dios, no puedo creer que de verdad seas tú! —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja que iluminó sus ojos oscuros.

—¡Lo sé, yo...! —Hizo una pausa y volteó hacia Michael—. Maldición, ¿quieres bajarme de una buena vez?

—Eh, amigo… —Allan pareció reparar en Michael por primera vez—. ¿Por qué la cargas?

—Tiene una astilla muy enterrada en el pie —informó mientras la bajaba con cuidado. Ella se detuvo en un pie, tambaleante.

Allan la miró y arrugó la nariz.

—Auch, debe de doler.

—Algo.

Reby perdió el equilibrio y se fue de bruces. Cayó en los brazos de Allan, pero, sin hacer ademán de moverse, se quedaron así. Ella terminó por abrazarlo, él sonrió y apoyó la barbilla sobre su cabeza: le devolvió el abrazo.

—¡Qué asco! —exclamó el hermanito de Allan, escandalizado, y los observó con horror.

Michael no sabía para dónde mirar. Para su incomodidad, las turistas no quitaban sus miradas hambrientas de su torso desnudo.

Entonces, carraspeó.

—Bueno, si nos disculpas —empezó a decir y jaló a Reby de la camisa, «su» camisa—, hay una astilla que tengo que sacar.

Reby frunció el ceño, sin soltarse de Allan.

—Te agradezco mucho, pero será mejor que la lleve a un hospital —se apresuró a decir Allan.

Michael agitó una mano, despreocupado.

—No hay problema, corre por cortesía de la casa.

—En serio, no tienes por qué molestarte —insistió Allan que mantenía un tono cordial—. Vine en auto y el hospital no está lejos.

—Sí, sí, pero...

—Por el amor de Dios, Michael, ya cierra el pico —intervino Reby y los dejó perplejos por la brusquedad—. Me voy con Allan. Gracias de todos modos y hasta nunca.

Le pasó un brazo por encima de los hombros a su amigo para que la ayudara a avanzar ya que cojeaba con un esfuerzo lastimoso. Allan le lanzó una mirada de disculpa a Michael antes de darle la espalda. Él los observó marcharse, hasta que a medio camino se detuvieron. Reby lo miró por encima del hombro e hizo que regresaran.

Cuando estuvo de nuevo frente a Michael, extendió la palma hacia arriba. Él la observó sorprendido.

—Dámela.

—¿Darte qué?

—No te hagas. Estoy hablando de mi pulsera.

—¿Cuál pulsera?

—¡La que tus amigotes me quitaron! Recordé a los bastardos cuando me la robaron.

Michael enarcó ambas cejas y la miró como si estuviera loca:

—Sigo sin saber de qué estás hablando.

Reby abrió la boca para seguir con la letanía, pero antes de decir algo, Allan le puso las manos en los hombros y la instó a retroceder.

—Reby, está bien —le dijo al oído—. Si la encuentran, regresaremos por ella. Ahora tenemos que irnos, deben atenderte.

—¡No! Esto es importante, esa pulsera...

—Reby —intervino Michael en voz baja—, te doy mi palabra de que la recuperarás. Preguntaré si alguien la vio y la guardaré por ti.

Ella dejó de forcejear y sostuvo la mirada del hombre que la rescató de las panteras. Había algo en sus ojos solemnes que la tranquilizaba ya que supo, en el fondo, que estaba diciendo la verdad.

Sus hombros se relajaron bajo las manos de Allan y volvió a apoyarse en él para caminar.


Billy Byron probablemente era el hombre más británico del mundo. Tenía el acento demasiado marcado, usaba calzoncillos con la bandera del Reino Unido estampada y peinaba su canoso cabello hacia un lado. Además, siempre vestía con pantalones y camisas formales, se abotonaba el chaleco a rayas y utilizaba una chaqueta a juego. Incluso, tenía por ley usar un reloj antiguo con cadena y guardarlo en el bolsillo interior de su chaqueta. Y, como buen inglés, Billy amaba el té: coleccionaba toda clase de plantas para hacerlo de forma natural.

Michael agradecía cada vez que tenía la oportunidad de entrar a la oficina de su jefe. Le agradaba la sensación de asalto que le daba el aire acondicionado mezclado con el aroma de la madera de los muebles barnizados, las hierbas de té y el humo dulzón del puro al que Billy era adicto.

Cerró la puerta y el chasquido hizo que el señor Byron girara en su acolchonado asiento rotatorio mientras aún sostenía un ejemplar del Times de Londres.

—¡Michael Arthur Phillip II Blackmoore! —exclamó su jefe e hizo a un lado el puro y el periódico, luego se ajustó su monóculo—. ¿Qué ha pasado con tu camisa?

Michael esbozó una mueca y se aproximó para dejarse caer con aire agotado en el mullido asiento de cuero que estaba frente al escritorio de roble.

—Jesús, ¡qué cara! —Con delicadeza, hizo a un lado los papeles que había sobre el escritorio y juntó sus pulcras manos sobre la superficie—. ¿Qué ocurre, hijo? ¿Qué te hicieron los macacos esta vez?

Michael negó con la cabeza.

—Tenemos un problema —anunció y rascó el brazo del asiento con la uña—. Uno de esos problemas en los que nos pueden demandar.

—Vamos, Michael. Me estás matando —lo apremió para que hablara, cada vez más nervioso. El joven sostuvo su mirada.

—Había una persona dentro del recinto de las panteras.

Esperó en silencio la reacción de Billy, pero este se quedó helado. Parpadeó.

—Por supuesto, siempre hay alguien que entra a...

Michael se apresuró a menear una mano.

—No, no, no. Billy, lo que estoy diciendo es que había una chica y no era del personal de mantenimiento, ni de inspección, ni nadie que trabaje en el zoológico. —Al ver su expresión perpleja repitió con vehemencia—. ¡No era nadie de aquí, Billy!

—¿Estás bromeando? ¡Me estás tomando el pelo! —Se levantó de golpe y plantó una mano con fuerza en el escritorio—. ¿Quién era? ¿Cómo diablos terminó ahí? ¡Michael, quiero que la traigas en este momento y...!

—Cálmate un momento, por favor —pidió Michael por debajo de los gritos de su jefe y levantó una mano para tranquilizarlo—. Te lo explicaré, pero siéntate.

Billy Byron obedeció a regañadientes, pero al cabo de tres segundos volvió a levantarse. No podía estar sentado cuando le hervía la cabeza.

Michael permaneció sereno en su lugar y le narró a su jefe todo lo ocurrido, desde que entró a la casa de los felinos hasta que Reby y su amigo se marcharon. Por respeto, omitió el detalle de que ella estaba desnuda y, para explicar la ausencia de su camisa, inventó que había quedado atrapada en la puerta metálica de las panteras. Aunque sabía que Billy no le prestaría atención a ese comentario, de igual modo, prefirió aclararlo.

El señor Byron permaneció sin decir ni una sola palabra durante toda la explicación. Escuchó recargado contra el ventanal que estaba detrás de su silla y miró al exterior mientras fumaba con desesperación.

Cuando Michael terminó de hablar, él se tomó un momento para voltearse. Luego, miró a su empleado a través de una voluta de humo.

—Si vuelves a verla, tráela.

Michael se alarmó por la feroz calma con la que su superior habló.

—¿Qué pasa si la traigo? —preguntó con cautela.

Billy lo miró con intensidad y trató de descifrar la insinuación en la pregunta. Soltó una risita entre dientes.

—Tranquilo, solo nos aseguraremos de que no haya sufrido daños, ¿verdad?

Michael asintió con desconfianza, aún no estaba muy convencido con la situación. En el instante que se preparó para retirarse, su ojo capturó un punto de luz. Se fijó mejor. Era una cadena delgada, de pequeños eslabones dorados cuyos extremos finalizaban en un broche deslizable, que descansaba sobre el escritorio.

Echó un vistazo hacia su jefe que se había vuelto a instalar en la ventana con otro puro. Se atrevió a levantar la cadena a la altura de sus ojos.

Era demasiado corta como para ser un collar, por lo que dedujo que tenía que ser una pulsera.

—¿Qué hay de esto? —preguntó, absorto en el objeto.

Billy lo miró de soslayo antes de volver a concentrarse en la ventana.

—No sé, una baratija que encontraron los de la Sociedad Protectora de Animales esta mañana. Dicen que la pantera que capturaron la tenía atada en la pata.

Michael levantó la cabeza de golpe:

—¿Qué? ¿Encontraron una pantera? ¿En Londres?

—Sí, raro, ¿cierto? Es curioso que no la hayas mencionado mientras rescatabas a la chica. Debiste haber lidiado con tres bestias y no con dos. —Hubo un momento de silencio y Michael escuchó cómo daba una lenta calada a su puro—. En fin, tuviste suerte, debió estar dormida —concluyó al fin—. Ah, y puedes llevarte esa cosa, a mí no me sirve de nada.

Michael se metió la pulsera en el bolsillo del pantalón y salió de la oficina sin decir una sola palabra. Se detuvo en seco a medio pasillo y se quedó pensando en lo que le había dicho Billy Byron. Por más que le dio vueltas al asunto, no consiguió llegar más que al principio: no comprendía nada.

Sacó la pulsera de su pantalón y la sostuvo en su palma abierta como si fuera una joya muy delicada. Se percató de que uno de los eslabones centrales sostenía un medallón de oro pequeño y ovalado, del tamaño de un penique. Lo acercó a sus ojos y pudo ver que había figuras grabadas en relieve: un escudo de armas atravesado por un par de espadas y dos leones que custodiaban los flancos en dos patas.

—Soberbio —murmuró.

Le dio la impresión de que ya había visto ese emblema en algún lado. Luego, usó el dedo índice como espátula para voltear la medalla y observó con detenimiento que había más garabatos en el reverso.

Su ceño se fue frunciendo conforme examinaba las pequeñas florituras de las letras que rezaban un nombre:

«Rebecca».

Te quiero pero voy a matarte

Подняться наверх