Читать книгу Te quiero pero voy a matarte - Ingrid V. Herrera - Страница 8
ОглавлениеCapítulo 4
La princesa vagabunda
Las pupilas de Sebastian se encogieron al tamaño de la punta de un alfiler, si es que acaso eso era posible. Él se había quedado con la mano a medio camino de sostener la de Reby. Había que admitir que se veía ridículo de esa forma, parecía un robot atascado por la falta de baterías. Estaba tan tieso que Reby pensó que le había dado una embolia en todo el cuerpo. Al final, el hombre dejó caer su mano contra el costado y sus párpados encontraron de nuevo la movilidad.
—Mi... ¿mi, qué cosa? —habló y entornó sus ojos.
—¡Hey! —Allan llegó de repente y saludó en voz alta. Se interpuso entre ellos y, sin previo aviso, tomó la mano de Sebastian y la estrechó con el entusiasmo suficiente como para agitarle todo el brazo—. Allan, amigo de la dama aquí presente, hola, qué tal.
Reby y Sebastian no le prestaron ninguna atención. El Gellar lo miró confundido, como si no supiera de dónde había salido: ¡ni siquiera había sentido que le movía el brazo!
—¿Qué? —dijo Sebastian y frunció el ceño con desconcierto—. ¿Quién eres tú?
Allan se fijó primero en Reby, luego en Sebastian y, por último, otra vez en Reby. Evaluó sus caras y pareció darse cuenta de la situación, aunque ya era bastante tarde.
—De acuerdo. Mal momento. Me voy.
—No. —Lo detuvo Reby con una mano en alza—. Quédate. —Se volvió a Sebastian—. Mira, lamento mucho la... impresión. —Hizo una pausa para escoger sus palabras y, esta vez, su voz sonó amable, como alguien que está tratando de convencer a un gatito de que no le hará daño si se acerca—. Sé que no empezamos con el pie derecho, pero soy Rebecca Gellar: tu prima segunda, para ser más exacta.
Sebastian hizo una seña con los dedos y le indicó que lo esperara un segundo. Sin dejar de mirarla, se colocó su silbato entre los labios y lo hizo sonar. Las chicas a su cargo habían terminado de dar la vuelta a la cancha hacía bastante y, ahora, estaban reunidas en un rincón cercano, cuchicheaban sin dejar de lanzar miradas a su entrenador. El sonido del silbato las hizo dar un respingo, como si el secretito que compartían hubiera sido descubierto. Reby se fijó en que también había cuatro chicos, pero no parecían interesados en la charla femenina.
Sebastian se llevó las manos alrededor de la boca y formó un altavoz. Gritó:
—Cinco minutos de descanso.
Las chicas lo siguieron con la mirada mientras él volvía a acercarse a Reby. Ella se dio cuenta de que no la observaban de forma amistosa y notó el recelo en el aire. Por un momento, se sintió como una intrusa-roba-entrenadores-guapos.
—Vamos a sentarnos en las gradas —sugirió Sebastian y le puso, otra vez, una mano en la espalda para guiarla.
Reby juraba que sus desarrollados oídos escucharon salir un débil «perra» de la boca de una de las chicas. Se volteó, furiosa, y una de las estudiantes contuvo un grito ahogado y luego, giró la cabeza hacia el lado contrario, con inocencia.
—A ver —empezó Sebastian mientras se presionaba el entrecejo con el índice y el pulgar—, vamos por partes, ¿sí? —La miró con una intensidad que hacía resaltar el turquesa de sus ojos—. ¿Cómo es posible que tenga una prima y no lo haya sabido?
Reby recargó los codos en la grada que tenía atrás y se arrellanó.
—¿Tu padre no te lo dijo?
Él frunció el ceño y negó con el cabeza, inseguro.
«Claro, Gregory es un infeliz», pensó Reby.
—No me sorprende. Todos nosotros sabíamos de Gregory y su familia de «tres», pero él nunca quiso saber nada de nosotros. Mi abuelo, que era hermano del tuyo, lo conocía. Incluso mi padre intentó contactar con él y, cuando lo logró, ¿sabes que hizo Gregory? Lo repudió. Tienes un padre muy arrogante y en exceso prepotente.
Sebastian estaba tenso y se notaba el esfuerzo extra que hacía por procesar, de buena manera, toda la información:
—Él ya no es así —aclaró.
—Pero tampoco te habló de nosotros. —Soltó un resoplido de risa—. Se sigue avergonzando.
—Le está costando trabajo, ¿de acuerdo? —Sebastian se puso a la defensiva y sus ojos se volvieron una llama azul, pero debió ver algo en la expresión de su prima que lo calmó.
Ella se inclinó hacia adelante y habló en voz baja:
—Escucha, Sebastian, no vine aquí para criticar a tu padre, que aun así tiene la culpa, ya lo verás. —Cuadró los hombros—. Él te oculta información, te ha ocultado nuestra historia, siglos y siglos de generaciones con el mismo mal que tú.
Sebastian le sostuvo la mirada sin inmutarse, pero tenía apretada la mandíbula con tanta fuerza que un músculo de su mentón vibró. Se puso de pie con tanta brusquedad que si hubiera estado sentado en una silla la hubiera tirado por el movimiento.
—Lo siento, no sé a qué te refieres. —Dio la vuelta y empezó a caminar hacia el campo—. Tengo trabajo en este momento.
—Psst, oye Reby, se te escapa —susurró Allan, muy entretenido.
Ella se levantó y frotó sus manos como si estuviera sacudiendo el polvo que no tenían.
—¿Quieres que traiga una manguera y te muestre a lo que me refiero? —gritó con fuerza.
Sebastian se petrificó justo donde estaba, pero un segundo después siguió caminando hacia su equipo.
—¿O prefieres que empiece a llover?
—Eh, buena esa —aprobó Allan desde su asiento en las gradas.
—¿Tu mami te compra bolas de estambre o te consigue un enorme antílope cuando te conviertes en un...?
Reby tuvo que interrumpirse de inmediato. Sebastian había plantado los talones en el pasto y giró con tanta furia que hizo dos marcas en el suelo. Se dirigía a ella con paso airado; sus ojos estaban entornados y fieros, tanto que a la distancia los veía destellar. Parecía un ángel poseído por un demonio.
—¡Uh! Bien hecho, Rebecca Gellar. Ahora viene a patearte el trasero y a partirte toda la cara.
Reby soltó una risilla nerviosa:
—No ayudas, Allan.
La joven levantó la barbilla con altivez y trató de permanecer firme, pero lo cierto es que comenzó a retroceder para llegar más arriba en las gradas, como si eso fuera a impedir que Sebastian la alcanzara.
Él empezó a subir, imparable. Sus pasos hacían resonar el metal de las gradas y ni siquiera podía ver por dónde venía. Su porte y equilibrio eran extraordinarios. Reby no pudo evitar sentirse complacida.
«Alguien como yo».
Ella llegó a la parte más alta y él se quedó unas cuantas gradas más abajo. Estaban al mismo nivel, cara a cara.
Sebastian la apuntó con su largo índice.
—¡Tú! ¡Cómo sabes que el agua...! Que yo... que yo... —gesticuló con la boca, pero las palabras se le quedaron atoradas.
Ella envolvió su dedo con la mano y lo bajó con lentitud, sin que él opusiera resistencia.
—El agua me hace cambiar de forma —contestó a media voz y, con un susurro, siguió—: soy como tú.
Las palabras conmocionaron a las facciones estéticas y marcadas de Sebastian. Parecía que le hubieran revuelto las tripas. Miró a Reby con ojos turbados.
—Eres... eres... Oh, Dios mío... —murmuró y se llevó ambas manos a la cabeza—. ¡Dios mío!
Él se había turbado, pero Reby aún tenía que cumplir su objetivo. Se apresuró a hablar y tapó las palabras incomprensibles de su primo.
—Sebastian —dijo y trató de llamar su atención, pero él se había perdido en un mar de pensamientos—, sé que es mal momento, pero en serio tengo que hablar contigo. —Él no entendió lo que ella decía, pero de todas formas negó con energía—. Hay algo que tengo que mostrarte...
—Ahora no. —Se volteó para bajar las gradas con urgencia.
—Por favor, Sebastian. —Reby sonó desesperada y trató de pisarle los talones—. Es importante... ¡Es importante para los dos!
—Lo siento, Reby —replicó y se compuso tras un discreto carraspeo—. Ahora no puedo hablar contigo, estoy trabajando.
Reby dejó de seguirlo.
—¿Seguro que no quieres saber nada de tus antepasados?
Él no respondió, pero ella notó que apretaba los puños.
—Sebastian —pronunció con tono suplicante y lo persiguió a través del campo—. Sebastian, por favor, ¡podemos deshacer esto...!
—Escucha, Reby —dijo él y se detuvo para mirarla—. No podemos hablar en este momento.
Reby abrió la boca, sin embargo, no consiguió objetar nada. Bajó la cabeza y Sebastian notó la expresión dolida que tenía en el rostro. La lanza de la culpabilidad lo atravesó por un momento. Puso las manos en su cadera y echó el cuello hacia atrás para girarlo un par de veces, como si quisiera liberarse de la tensión.
—De acuerdo —convino él—, ¿tienes dónde anotar?
—¿Qué? —Reby se palpó los bolsillos de sus vaqueros de forma automática y lo miró, confundida—. Oh...
Sebastian buscó en los bolsillos de sus pantalones deportivos y sacó una pequeña agenda cuadrada y un flamante bolígrafo Montblanc. Con rapidez, se lamió un par de dedos para que le resultara más sencillo pasar las primeras hojas que ya estaban llenas de apuntes y garabatos.
—De acuerdo, muy probablemente no me encuentres hoy, pero mañana a partir de las doce estaré en casa todo el día. Debo podar el césped... —masculló con la tapa del bolígrafo entre los labios y anotó algo a toda velocidad—. También te voy a dar mi número de móvil. —Arrancó la hoja y se la ofreció a Reby, pero, antes de que ella pudiera tomarla, él la alejó y la sostuvo entre dos dedos—. Y una última cosa: no debes, no puedes y te prohíbo que le enseñes esto a alguien más. ¿Está claro?
Reby estiró un brazo y se la arrebató, luego la dobló a la mitad y se la metió en el bolsillo trasero. Aún le daba gracia lo pequeño que se veía el anotador en su gran mano masculina.
—Claro.
Tomó la mano de Sebastian y la acomodó en la suya para estrecharla. La agitó y la movió por él.
—Hasta entonces, primito. —Soltó su mano y empezó a alejarse, caminando de espaldas—. Linda cara, me gusta. —Guiñó un ojo.
Sebastian, desconcertado, enarcó una ceja negra antes de darse cuenta de la ironía. Su boca esbozó una sonrisa ladeada, muy propia de los Gellar.
—Igualmente.
Antes de darse la vuelta y salir del campo, Reby esbozó una ligera mueca e hizo cuernos roqueros con los dedos. Casi podía sentir un ardor en la espalda a causa de todas las miradas, furibundas y celosas, de las adolescentes enamoradas de su entrenador.
Allan la esperaba recargado junto a la entrada, tenía los brazos cruzados y la expresión en su cara mostraba más aburrimiento que metas en la vida. Pareció revivir cuando Reby se acercó a él: se enderezó de inmediato y dio un par de palmadas animadas.
—¿Y? ¿Qué conseguiste?
—Su autógrafo. —Ella salió por la puerta.
—Oh, diablos, Rebecca —la siguió—, ¿tú también?
Reby echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa que reverberó por las paredes del pasillo, sacó el papel de su pantalón y lo agitó, sin dejar de caminar.
—Claro que no, después me limpiaré el trasero con esto. No sé por qué todos parecen adorarlo, me hizo batallar. Qué sujeto tan desconfiado.
Pegajosa, olorosa y viscosa.
La baba de gorila se escurría, despacio, por la sien de Michael. El impacto por haber sido atacado con esa porquería lo había dejado con los hombros encogidos. No obstante, el enojo llegó pronto. Arrojó los hierbajos que había estado arrancando y se levantó al tiempo que se pasaba la mano para sacudirse el escupitajo. Clavó sus furibundos ojos color oro y miró las ramas del árbol. Los pequeños gorilas echaron sus labios hacia atrás y mostraron sus grandes encías en gesto burlón.
—Ja, ja, ja. ¡Qué gracioso! —Los apuntó con el dedo y los jóvenes gorilas se alborotaron—. ¿Quién de ustedes fue? ¡Son una banda de delincuentes juveniles!
Uno de ellos, el más pequeño, aplaudió con torpeza y agitó la cabeza. Luego, se colgó de una rama y comenzó a escapar hacia lo parte más alta del árbol.
—Mongo, eres mono muerto —le dijo de forma juguetona mientras se quitaba los guantes de jardinería y corría hacia el tronco.
Michael asió con fuerza los relieves de las ramas y, con rapidez, se impulsó con las piernas para trepar, sentía que sus músculos se hinchaban con cada movimiento. En cuanto los gorilas vieron que iba en serio, armaron bulla y se dispersaron por diferentes ramas.
El vándalo en cuestión no se fue demasiado lejos y dejó que Michael se acercara. Había encontrado una bellota con la que golpeaba la rama que lo sostenía: era una clara señal de que el travieso gorila se la lanzaría como un proyectil.
—Mongo, no. —Se afirmó sobre una gruesa rama con forma de letra Y. Suspiró y le habló como quien le advierte a un niño que no debe correr porque se caerá—. Dame eso. —Estiró una mano para arrebatarle la bellota, pero el animal chilló y le puso una de sus arrugadas manos sobre la frente para detenerlo y alejarlo aún más la bellota—. ¡Oh, Mongo, mira! —Señaló algo por encima de sus cabezas.
El gorilita volteó y él tomó impulso para dar un pequeño salto y arrebatarle el arma —¿blanca?—. Los ojillos del gorila se abrieron por la sorpresa y empezó a gritar. Michael podía diferenciar todos los estados de ánimo de los animales, por lo que sabía que, ahora, Mongo hacía un berrinche.
—Ya, ya amiguito. Hakuna matata1. Recuerda a tu tío, el buen Rafiki. —Se rio entre dientes y se jactó por su victoria.
—Eh, Tarzán. Te buscan en la casa de los felinos —le avisó uno de sus compañeros desde la entrada al santuario de gorilas, lucía nervioso y muy agitado.
Michael sintió que se movía el suelo al notar que Reby era lo primero que se dibujó en su mente. ¿Acaso sería ella? ¿Habría regresado por su pulsera? Sin dudarlo, se puso en acción. Se agachó para descolgarse y quedó sujetado solo con los dedos, luego, se dejó caer y repitió la operación con la rama que estaba más abajo. A dos metros del suelo, se soltó y cayó en cuclillas.
Él notó que la multitud lo miraba y lo señalaba desde el mirador que había en el recinto, pero los ignoró. A toda prisa, fue trotando hasta la puerta de acceso restringido. Una vez fuera, metió la mano en uno de los bolsillos de su cinturón de herramientas y sacó con cuidado el delicado accesorio de oro que la joven había perdido. Lo encerró en su puño y se dirigió hacia la casa de los felinos.
De inmediato, se dio cuenta de que la multitud de visitantes caminaba en sentido contrario: se dirigían a la salida. ¿Ya se marchaban? El día todavía no alcanzaba las diez horas, ¿por qué todos se iban tan temprano?
Michael aminoró la marcha para observar mejor a las personas y notó que salían por las pasarelas que serpenteaban a los diferentes hábitats. También, advirtió la presencia de algunos guardias de seguridad que hacían señas y trataban de dar indicaciones a los turistas para evacuarlos de forma eficiente hacia las salidas de emergencia, por encima del enorme murmullo generalizado.
—Mami, ¿qué pasa? ¿A dónde vamos? —preguntó un niño que caminaba de la mano de una mujer y que sujetaba un león de peluche de los que vendían en la tienda de regalos.
Los niños lucían decepcionados, los más pequeños lloriqueaban y los adultos parecían ansiosos por irse.
¿Qué diablos estaba pasando? ¿Una alerta por incendio?
Para cuando Michael llegó al túnel que daba acceso a la casa de los felinos, los visitantes ya habían sido evacuados del zoológico, sin embargo, podía escuchar varias voces lejanas que provenían desde el interior del hostil hábitat.
Billy Byron estaba encerrado en medio de un apretado círculo de reporteros de diferentes televisoras que vociferaba varias preguntas que salían disparadas casi al mismo tiempo. Los periodistas le encajaban los micrófonos en la cara y lo presionaban para hablar.
Tras la primera ronda de personas había una segunda capa, pero de camarógrafos, que hacía la situación aún más sofocante. Michael sabía que Billy Byron odiaba ese tipo de situaciones. Su jefe se notaba incómodo y no paraba de sudar, más por el hecho de que parecía que los reporteros lo habían empujado frente al santuario de las panteras para buscar la toma deseada.
Otros, filmaban a los leones para usarlos como fondo televisivo. Aprovechaban que los enormes animales estaban nerviosos e iban de un lado a otro.
—¿Qué ocurrió con la pantera después de que la trajeron al zoológico?
—Bueno, verá —empezó a contestar Billy Byron e intentó ocultar el tono tembloroso que tenía su voz, pero el esfuerzo hacía temblar sus mejillas regordetas—, se procedió con el chequeo médico rutinario, por parte del veterinario, y... —Miró por encima de los reporteros y al ver a Michael abrió los ojos de par en par—. ¡Michael!
Nada más verlo, se apartó de los reporteros con cierta dificultad y fue hacia Michael con una vaga sonrisa de alivio. La gente de las noticias lo siguió de cerca y no paró de realizar preguntas ni por un segundo.
—Justo quien nos puede despejar todas las dudas. —Billy anunció con un vozarrón.
Tomó del brazo a su empleado y lo arrastró hacia el tumulto de impertinentes como quien arroja a un delincuente dentro de su celda. El círculo de cámaras y micrófonos se cerró en torno a ambos; pero Billy Byron se zafó al decir que Michael era el encargado del mantenimiento de la casa de los felinos, el oráculo que tenía todas las respuestas sobre la pantera rescatada y que, ahora, se encontraba desaparecida. Luego de eso, se esfumó.
«Hijo de mandril», pensó Michael, resentido, al ser abandonado.
De inmediato, las palabras de su jefe golpearon a su comprensión como si de un mazo de roca se tratara: ¡¿la pantera nueva había desaparecido?!
Las preguntas empezaron a caer sobre él y sintió que era aplastado por un montón de ladrillos. No podía entender nada si le hablaban todos al mismo tiempo, y, por si fuera poco, no sabía a quién contestar. Por primera vez en su vida, deseó que el tiempo se detuviera para que pudiera comprender lo que estaba sucediendo. Poco después, entendió por qué la gente estaba siendo evacuada. El personal de seguridad temía que la bestia estuviera suelta en algún lugar de las inmediaciones. El zoológico estaba bajo una total alerta roja.
El sudor frío empezó a manar y a escurrir por su espalda al imaginarse que la pantera suelta podría atacar a algún niño:
«Mierda».
Michael miró ansioso a todos los reporteros y giró sobre su propio eje. Quería salir corriendo a buscar al animal y evitar una desgracia.
—¿Desde cuándo usted...?
—¿Tiene idea de dónde...?
—¿Conoce los pormenores de...?
—¿Quién fue el...?
Las preguntas lo aguijoneaban por todos los flancos y no terminaba de escuchar ninguna debido a la superposición de voces. Todo era una gran complicación. En su mente, Michael maldijo a su jefe. Sentía que Billy Byron le había fundido el cerebro y, por su culpa, no se le ocurría nada bueno para contestar. Tal vez, solo lo estaba usando como chivo expiatorio.
La integridad del zoológico estaba en peligro y si todo se iba por el drenaje, entonces le podían echar la culpa a Michael ya que, después de todo, él era el encargado de la pantera.
«Billy, hijo de puta, malnacido».
Respiró de forma profunda y entrecortada, cuadró los hombros para las cámaras y decidió encarar las preguntas: algo bueno se le iba a tener que ocurrir.
—¡Maldita sea!
Reby sabía que las rejas del zoológico no se abrirían, pero las pateó de todas formas con su gastada bota de motociclista.
«Cerrado».
El zoológico tenía las puertas cerradas y ella no alcanzaba a ver ni un solo alma, dentro. A lo lejos escuchó los gritos solitarios de los monos aulladores y algunos cantos ahogados de las diferentes especies de aves. Su pie seguía contra los barrotes y lo deslizó hasta que volvió a tocar el suelo. Se acercó a la placa de anuncios y leyó con rapidez el cartel en busca de información:
«Abierto de 8:00 a 19:30».
Miró el cielo, se estaba poniendo de un gris opaco. Aunque no llevaba reloj, sabía con certeza que no pasaban de las seis de la tarde. Entonces, ¿por qué demonios estaba cerrado?
Reby soltó un suspiro y miró por encima de su hombro, tampoco había gente afuera, a pesar de estar en el enorme Regent’s Park. Una vieja y conocida sensación de abandono volvió a asaltarla. Miró sus manos: en una cargaba su maleta con la poca ropa que poseía y en la otra asía el estuche de cuero, desgastado y raído, de su guitarra. Pensó en cómo reaccionaría su amigo Allan cuando encontrara la nota que había dejado sobre su cama mientras él salió en busca de comida y Jamie dormía una siesta.
Un horrible espasmo apretó su pecho. Se sentía culpable hasta los huesos por haberse ido a escondidas después de todo lo que Allan había hecho por ella. Sin embargo, prefería ser odiada por su mejor amigo a hacerle daño y a poner su vida en peligro.
«Soy un monstruo».
Con pesar, arrastró los pies hasta una banca cercana a la reja del zoológico. No quería irse porque tenía una reliquia familiar que recuperar y necesitaba cazar al chico que podía dársela. Abrió su golpeada maleta y sacó un holgado jersey de punto, color azul, con el que se cubrió. Reby sabía que pasaría un frío infernal en la medida que avanzara la tarde ya que la temperatura bajaría.
Subió los pies a la banca y se abrazó las rodillas contra el pecho para guardar mejor el calor.
«Bueno, al menos parece que no lloverá».
Sus ojos empezaron a nublarse y enterró el rostro contra sus muslos cuando sintió que las lágrimas calientes ardían en sus lagrimales helados a causa del viento. Recordó a sus padres: su madre solía arroparla con una frazada suave cuando hacía frío y su padre entraba a su habitación para abrazarla cuando había tormentas que la asustaban. Incluso, a veces, él tomaba su guitarra y tocaba una dulce canción de cuna que calmaba a la pequeña Reby.
Ahora que sus padres ya no estaban, no tenía ningún lugar a donde ir, otra vez estaba sola. No le habían dejado nada más que una maldición asesina...
—Billy, estoy hasta el carajo de este día. Me voy, nos vemos mañana. —Michael se terminó de ajustar las mangas de su chaqueta de cuero y se dispuso a salir de la oficina de su jefe.
—Eh, no tan rápido, Michael Arthur Phillip II Blackmoore —lo llamó Billy desde el asiento, había estado bebiendo demasiado coñac y ya se notaba que arrastraba la lengua—, sé por qué estás molesto. De verdad, te debo una, hijo.
Michael esbozó una media sonrisa burlona y se dio la vuelta para mirarlo.
—Billy, ya me debes muchas. Si me pagaras por cada vez que me dices eso, ya le podría comprar Buckingham a la reina.
El viejo estalló en una hosca carcajada.
—Malditos medios de comunicación, ¿viste eso? Estuvo cerca, casi nos clausuran.
Con pesar, Michael entornó los ojos. Le irritaba que su jefe estuviera borracho en ese preciso momento. El zoológico se mantuvo cerrado todo el día para que el personal de seguridad buscara a la pantera, pero no la pudo encontrar. Todos los empleados estaban al borde de un ataque de nervios, excepto Billy Byron, por supuesto.
Michael había persuadido a la prensa de que la pantera se encontraba en tratamiento veterinario, bajo cuarentena. No obstante, era consciente de que el zoológico no podía mantener esa mentira por mucho tiempo ya que los noticieros volverían por noticias jugosas sobre el animal. Además, él no descansaría hasta saber qué había pasado con la bestia y cómo era posible que no hubiera rastros de ella.
Lo peor de todo el asunto era que Michael jamás había visto a la pantera. Se había enterado que estaba, por casualidad, ya que todos hablaban de ella, pero él jamás se la topó dentro del santuario, lo que era, en exceso, extraño.
—Adiós, Billy.
—Espera, antes de que te vayas… —Lo detuvo antes de que abriera la puerta y empezó a buscar algo dentro de uno de los cajones laterales que tenía su escritorio. Como no lo encontraba, masculló una sarta de groserías.
Al final, cuando lo obtuvo, deslizó sobre su escritorio un estuche de CD.
—¿Una película porno?
—Ya quisieras, ¿verdad? —Estalló en carcajadas—. Claro que no, muchacho. Pedí que me trajeran la grabación de la cámara de seguridad del recinto de las bestias para analizarla personalmente, pero... —Alcanzó la botella medio vacía de coñac y la empinó sobre su vaso de cristal tallado.
—Descuida. —Se apresuró a guardar el CD en el bolsillo interior de su chaqueta y salió a toda prisa de la sofocante habitación.
—¡Espero que no te pongas demasiado cachondo con el porno! —escuchó gritar a Billy tras la puerta cerrada y sus desagradables carcajadas reverberaron por el pasillo.
Michael rodó los ojos. Lo único que quería era salir de una vez por todas.
Afuera ya había oscurecido y el aire frío hacía que le ardieran los pulmones al respirar. Se subió el cierre de la chaqueta hasta a la altura del cuello y metió una mano en el bolsillo delantero de sus vaqueros; en la otra, sostenía su casco. Salió por una puerta lateral que era solo para empleados y dio un rodeo para llegar hasta donde había estacionado su motocicleta.
Se detuvo en seco.
La amarillenta luz de una farola iluminaba una pequeña figura agazapada en una banca junto a la entrada del zoológico. Michael se acercó, hipnotizado por la cascada de cabello negro que se derramaba fuera de la banca: era tan largo que casi tocaba el suelo.
Caminó despacio, tan despacio que sus zapatos no hicieron ruido alguno. Tenía un presentimiento, una especie de déjà vu que hizo que su corazón se acelerara al observar a la pequeña chica que estaba acostada de espaldas a él, sobre un costado de su cuerpo. A pesar de que sobraba mucho espacio en la banca, ella tenía sus piernas encogidas y se abrazaba a sí misma con mucha fuerza, el frío debía estársela comiendo viva porque temblaba demasiado.
Michael notó que a los pies tenía una maleta y reprimió las ganas de moverla. Se colocó el casco bajo el brazo y se inclinó un poco más sobre ella. Ella parecía dormida y él quiso ver el perfil de su cara. Su piel era muy blanca y...
—¿Reby?
Ella abrió los ojos y lo miró bajo esa luz mortecina. La cercanía de Michael la hizo pegar un grito y, de un salto, se incorporó. Él retrocedió y levantó las manos para apaciguarla debido a que lucía agitada.
—¡Tranquila! Reby, soy yo. Michael. —Ella entornó sus ojos, tan azules que parecían dos lagunas negras, y lo escrutó con rapidez—. ¿Me recuerdas? —preguntó él, con voz queda. Sabía que le había dado un susto de muerte y se sentía muy mal por eso.
—Sí. —Se llevó una mano al pecho y logró estabilizar sus latidos—. Sí, me acuerdo. —A su alrededor, todo estaba oscuro, solo los charcos de luz generados por las farolas iluminaban los caminos del parque—. De hecho, te estaba esperando.
Michael esbozó una amplia sonrisa. Volvió a meter la mano en su bolsillo al sentir que el frío se la castigaba.
—¿De verdad?
—De verdad. Pero no sonrías así, vengo a pedirte mi pulsera —pidió con calma.
Él la miró durante unos segundos y, luego, fijó la vista en la maleta y en el estuche de la guitarra.
—¿Te vas de viaje? —Apuntó sus pertenencias con un gesto de la barbilla.
—Dame mi pulsera, por favor —insistió.
Michael la observó de pies a cabeza: sus botas eran toscas, con un aspecto demasiado rudo, y hacían que sus piernas parecieran dos palitos de helado; además, su jersey era muy holgado y se veía como una niña pequeña que usaba la ropa de un adulto.
—¿Te quedaste dormida mientras me esperabas? —No pudo evitar sentirse enternecido por un segundo—. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
—No te preocupes, solo dame mi pulsera. —Extendió una mano para apurarlo a que se la diera.
—¿Y tu amigo? —Lo buscó con la cabeza—. ¿Estás aquí sola?
—Michael...
—De acuerdo. Está bien, tranquila. —Se sentó junto a ella. Los brazos de ambos se tocaron y Reby tuvo el reflejo de distanciarse, pero el apoyabrazos de la banca se lo impidió. Michael rebuscó en uno de sus bolsillos—. Ya te la doy... —Logró agarrarla y la sacó en la palma de su mano—. Aquí la tienes.
Las puntas de los dedos de Reby rozaron su palma cuando tomó la pulsera, estaban helados. Él la observó sacar una mano de las mangas del jersey y vio cómo se ajustó la pulsera alrededor de la muñeca con el pequeño broche. Michael notó que su delgado cuerpo se tensó con incomodidad o, quizá, volvió a temblar por el frío. Decidió que no era momento para preguntarle por su pequeña «broma», seguramente quería llamar la atención.
«¿Ponerle su pulsera a una pantera? ¿Está loca?».
—Gracias, eso era todo.
Era claro que ella quería que la dejara sola, pero él tenía muchas dudas y no quería irse sin tener alguna respuesta.
—¿Te quedarás aquí? —preguntó.
—Claro que no —contestó Reby, ofendida. Sin embargo, él tenía razón, ella no tenía a donde ir.
—¿Esperas a alguien más? —insistió, curioso.
—Sí, mi amigo Allan vendrá por mí en un momento. No hay problema, tú ya deberías irte.
Tal vez fue por el temblor en su voz, tal vez, por el hecho de que Reby evitaba mirarlo a los ojos y estaba concentrada en sus pequeñas manos que descansaban sobre sus rodillas… pero, por lo que fuera, Michael supo que estaba mintiendo.
«¡Demonios, qué misteriosa!».
—Está bien. —Entendía que no podía forzarla a hablar. Se levantó de la banca y se pasó el casco de una mano a otra—. Te dejaré en paz. Espero que tu amigo no tarde demasiado, hace demasiado frío esta noche. Se puede ver nuestro aliento.
Sin saber qué más decir o hacer, Michael siguió su camino. ¡Maldición! Se sentía muy intranquilo.
Cuando estuvo lo bastante lejos, se volteó. Reby seguía ahí, inclinada sobre su maleta, buscando algo. Sacaba algunas prendas y las volvía a meter, como si quisiera encontrar algo más decente para cubrirse del frío. Michael supuso que no halló lo que quería porque cerró su valija de un golpe y regresó a la banca, sin ninguna otra cosa encima. Pronto, comenzó a toser y se abrazó a sus piernas, como si su vida dependiera de eso.
Michael caminó hasta la farola donde había dejado su moto. Se puso el casco, pasó una pierna por encima del asiento, giró la llave dentro del contacto e hizo rugir el motor. Sus propios pensamientos lo asustaban, no lo dejaban irse a pesar de que sus manos asían el manubrio y giraban el acelerador.
Le daba miedo pensar en Reby.
Ahí, sola.
Hacía tanto frío. Y estaba indefensa...
«Mi amigo Allan vendrá por mí en un momento». Sí, claro.
Subió el pie en el estribo, dio la vuelta y se marchó.
—¿Dónde te estás hospedando? —Dijo, de pronto, alguien que llegó en motocicleta.
El hombre apoyó un pie en el suelo y se quitó el casco de la cabeza: era Michael. Reby no lo podía creer. Bajó los pies de la banca y enderezó la espalda.
—Oye, ¿y a ti qué te importa?
—Ya déjate de eso, nadie vendrá por ti.
Ella abrió la boca medio sorprendida, medio ofendida, medio para objetar:
—¡Claro que sí! —se limitó a decir—. Tonterías, trae tus cosas y dame una dirección, te llevaré. —Michael se pasó una mano por el cabello, estaba perdiendo la paciencia.
—No.
Él apagó el motor de la moto, se bajó y se plantó enfrente de ella. Era tan alto y ancho de espaldas que Reby tuvo que ponerse de pie para no sentirse empequeñecida, aun así, apenas llegaba a su hombro.
—¿Quién diablos eres? —inquirió Michael y se llevó las manos a la cadera—. ¿Por qué eres tan extraña? ¿Te has escapado de tu casa? ¿Eres una especie de vagabunda o algo por el estilo? Aunque… no lo pareces. —Se inclinó para oler su cabello y Reby sintió la punta suave de su nariz sobre la coronilla—. Hueles bastante bien.
Ella, desafiante, le sostuvo la mirada y alzó la barbilla altiva. El vaho de sus respiraciones se mezclaba entre sí, estaban tan cerca que ella podía sentir el calor que emanaba el cuerpo de Michael.
Cuando él habló, lo hizo en un susurro ronco:
—¿Qué hace una princesita Gellar, como tú, en una situación como esta?
Reby abrió los ojos de par en par y se vio obligada a titubear.
—¿Qué? ¿Cómo sabes que...? —pronunció, confundida.
—El emblema en tu pulsera. Ahora, princesa —empezó a hablar con severidad—, no seas tonta. Te estás exponiendo a la neumonía, a los ladrones, a los pervertidos sexuales, a la lluvia y, por si fuera poco, a una bestia. Se nos escapó una pantera y no tenemos ni puta idea de dónde puede estar. De hecho, podría estar acechándonos desde los árboles en este mismo momento y no habría nadie para salvarte.
Michael se sintió satisfecho al ver una expresión horrorizada en el rostro de Reby.
—¿La lluvia, dices? ¿Lloverá?
Él la miró desconcertado, como si no hubiera escuchado la parte más terrorífica de su discurso: la pantera.
—¿Es en serio? Te estoy advirtiendo de todos los mortales peligros de este lugar… ¿Y tú te preocupas por la lluvia?
Ella lucía tan asustada que Michael decidió que ya no la juzgaría más. Soltó un suspiro cansado y volvió a pasarse una mano por el cabello, alborotándoselo.
—Como sea, no te voy a dejar aquí —dijo al tiempo que tomaba las cosas de Reby y las llevaba a la moto.
Para su sorpresa, ella no se opuso.
Michael sacó una cadena de un pequeño compartimento y se dispuso a sujetar la maleta y el estuche en el asiento trasero.
—Créeme, mañana en la mañana me agradecerás que tu cuerpo no haya aparecido golpeado, violado o descuartizado en una nota roja del Times.
—O mojado...
Michael la observó por encima del hombro. Estaba a punto de decirle algo rudo, pero la vio que se abrazaba a sí misma con fuerza, temblaba casi al borde de una convulsión.
—Maldición —masculló y se quitó la chaqueta. Se la puso a Reby sobre los hombros.
—Estoy bien.
—Estoy bien, mi trasero cuando está sucio. Puedo oír cómo te castañean los dientes.
Él la ayudó a meter los brazos en las mangas, ella estaba demasiado tiesa por el frío como para moverse, y, después, le subió el cierre hasta el cuello, pero ella era tan pequeña que las solapas le taparon hasta la boca. Por último, le frotó los brazos con las manos para que entrara en calor. Reby sabía que no era necesario porque podía percibir el calor que desprendía el forro interior. Se sentía tan agradable, casi como estar acostada en una alfombra felpuda junto a la chimenea.
Suave, caliente, olía muy bien, un perfume de hombre exquisito.
Cuando conoció a Michael, olía a diarrea de elefante. Aquel aroma era un contraste demasiado abrupto. Un delicioso y abrupto contraste.
Él terminó de amarrar sus penosas pertenencias y se estiró. Se había quedado con una camisa de mangas largas que parecía de algodón y se veía demasiado liviana. Podía observar que los músculos de la espalda se le marcaban con cada movimiento que hacía. No parecía tener frío en absoluto.
—Listo, las damas primero.
La ayudó a subirse ya que la moto era demasiado grande para ella. Cuando se subió él, ella notó que el espacio en el asiento se había reducido mucho por las maletas. Ella se vio obligada a pegarse por completo contra la espalda de Michael. Sus piernas habían quedado abiertas en torno a unos muslos masculinos y sus pechos se aplastaron contra una dura y torneada espalda. No sabía dónde poner las manos, por lo que decidió, nerviosa, que las pondría en un lugar seguro: los bordes del asiento. No obstante, él se las arrancó de ahí y las puso en torno a su cintura.
—No seas ridícula. Si las dejas ahí, vas a morir, princesa.
—Demonios, ya deja de llamarme así. —Reby agradeció para sus adentros que él no pudiera notar su sonrojo.
Michael hizo rugir el motor un par de veces y arrancó en dirección a la salida del parque.
Las personas salían de sus trabajos a esa hora, de modo que el tráfico era denso; sin embargo, conducir una motocicleta tenía sus ventajas y él las conocía muy bien. Esquivaba los automóviles con facilidad, conducía rápido y con movimientos precisos y bien calculados. A Reby le sudaban las manos y podía sentir que los abdominales de Michael se hinchaban con cada maniobra, además, tenía la piel caliente y la notaba a través de la tela de su camisa.
—Dame la dirección —habló por encima del ruido de los demás motores, cuando se detuvieron en un alto.
—¿Qué?
—La dirección. ¿A dónde te llevo? Rápido, tenemos que doblar y, si no me dices, me veré obligado a dar un rodeo enorme.
«¡Oh, no!».
Su mente estaba oscurecida, no recordaba ninguna persona que fuera capaz de recibirla en Londres. Quizá porque, en realidad, no tenía a nadie que la recibiera y no podía regresar por ningún motivo a la casa Allan.
Por un diminuto momento, surgió una luz en su mente. Tenía la dirección de su primo Sebastian, pero tampoco podía contar con él en ese momento. No. No debía.
El semáforo se puso verde.
—¡Reby! —insistió, con brusquedad.
—¡No puedo ir con nadie! —gritó.
Michael avanzó y dobló en la esquina a una velocidad peligrosa. Ella dio un vistazo por el espejo retrovisor y, como tenía el casco encima, no pudo verle la cara. Sintió que él tenía una expresión furiosa en el rostro, lo sabía por la tensión de sus músculos bajo el tacto de sus manos.
Ella sintió una aguja en su corazón cuando vio que Michael tomaba un retorno en dirección al Regent’s Park.
—¿Vas a regresarme al parque? —preguntó Reby y no pudo ocultar el temblor de su voz.
—No. —Su voz sonó amortiguada por el casco—. Te vas a quedar conmigo.
1 Hakuna matata es una expresión en suajili que se puede interpretar como «vive y sé feliz».