Читать книгу Te quiero pero voy a matarte - Ingrid V. Herrera - Страница 6

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Capítulo 2

Eres una de ellos

Me estás diciendo que viajaste desde Francia hasta Londres a pie? —Allan miró a Reby con los ojos muy abiertos desde el otro extremo del sofá que estaba en su sala.

Recién habían llegado del hospital. Reby, luego de estar una hora entre gritos para sacar la astilla enterrada en lo profundo de su existencia, se reconfortó y dio un largo sorbo a la taza con té de manzanilla que sostenía entre sus manos temblorosas. La adrenalina todavía no menguaba en su sangre.

—A pata —corrigió—. Y no fue todo el camino. —A Allan no le hizo gracia el comentario. La miró muy serio—. ¿Qué pasa con esa cara de trasero arrugado? —comentó para aliviar la tensión.

—¿Cómo voy a suponer que cruzaste el mar?

—Me brotaron alas.

—Ya, en serio, Rebecca.

Ella hizo una mueca al escuchar ese nombre.

—De acuerdo, de acuerdo. No me llames así. —Suspiró y dejó la taza en una mesita—. Compré un boleto de tren, Eurostar. En dos horas y media llegué a Londres, y ¿qué crees?

—¿Qué?

—Estaba lloviendo.

—¡No me digas! Qué raro —repuso Allan con la voz llena de sarcasmo.

Reby se encogió de hombros.

—Sí, bueno, ya sabes cómo es esto. —Su voz se fue apagando hasta terminar en un susurro. Apartó la mirada.

A Allan le picó una punzada de ternura en el corazón. Ella nunca le había inspirado tanta miseria ni tanta lástima y, ahora, era imposible no sentirse mal frente a su estado desaliñado, sucio y delgado. Hacía dieciocho años que conocía a Reby. Tenían una vida llena de recuerdos compartidos.

Ambas familias fueron vecinas y sus madres los inscribieron al mismo jardín de niños: hacían pasteles de lodo con sus pequeñas manos, recolectaban escarabajos verdes y construían albergues en miniatura para las hormigas. Casi siempre recibían el mismo castigo, cuando se metían en problemas, porque estaban complotados. Allan empujaba la espalda de Reby en el columpio a cambio de que ella lo empujara después; pero ella nunca cumplía con su palabra y él terminaba llorando. Además, él pasó su infancia acomplejado porque Reby era más alta que él.

Sin embargo, los padres de él se divorciaron y tuvieron que mudarse un tiempo después. Pero no resultó un problema muy grande ya que seguían viéndose en la escuela, organizaban pijamadas en la casa de alguno de los dos o pasaban horas al teléfono. Y fue así hasta que Allan creció y se hizo consciente de que había temporadas en las que Reby faltaba a la escuela por mucho tiempo. Cuando llamaba a su casa, la respuesta que recibía siempre era una cortante variación de: «Lo siento, está enferma, no puede hablar contigo».

Cuando ella se «recuperaba», evitaba las fuentes del parque, el aspersor del jardín, las pistolas de agua, las piscinas, el río, los charcos y… las nubes. En especial, las más grises. Allan se percató de que algo no era normal en Reby: una pieza ya no encajaba.

Estiró el brazo para cerrar los dedos en torno a los de ella y le dio un apretón.

—Saliste en las noticias. Eres famosa.

Reby miró sus manos unidas y esbozó una débil sonrisa:

—Qué vergüenza.

—¿Cómo acabaste en la calle?

Ella se encogió de hombros y observó al vacío.

—Tuve que esconderme en el bosque. No sé, tal vez me desorienté y acabé en la civilización. —Levantó el rostro, cansada—. El resto ya lo sabes.

Le contó lo del zoológico en la sala de espera del hospital cuando Jamie correteaba a lo largo del pasillo y no les prestaba atención. En ningún momento pudo parar de temblar y Allan tuvo que tomar sus manos con fuerza.

Guardó silencio y comenzó a recordar la jaula de las panteras: ella atrapada, los rugidos, el aliento putrefacto, la sangre y la carne cruda... Los temblores regresaron a sus manos. Sintió que Allan le apartaba un mechón de la cara y se lo colocaba tras la oreja con ternura.

—Reby, necesitas darte un baño —dijo despacio.

Ella chilló escandalizada. Parecía como si le hubiese pedido que reviviera a los muertos. Apartó su mano de un manotazo y se puso de pie con un salto.

—No, de ninguna manera. —Meneó la cabeza con frenesí—. No, Allan. Sabes perfectamente lo que pasará y no puedo. No. No puedo hacerlo. Déjame vivir unas pocas horas más en mi propia piel...

—Reby...

Él se acercó con cautela, pero ella comenzó a retroceder.

—Tu piel... ¿sabes cómo está tu piel en este momento? ¿Acaso ya te has visto en el espejo?

Él dio unos pasos más y ella caminó hacia atrás.

—Estoy bien así.

—No te has bañado en días.

—La lluvia...

—Eso no cuenta.

—Por favor —suplicó entre gemidos de impotencia cuando su espalda se topó con la pared.

Allan la jaló de un brazo, sin brusquedad, pero con firmeza. La colocó delante de él y la pegó a su pecho para girar con ella a un lado. Con la mano libre, subió su barbilla y la obligó a mirar al frente, hacia el espejo de cuerpo entero que estaba sobre la pared.

El cabello enredado y polvoso, una cara tan sucia que lo único que resaltaba era el azul zafiro de sus ojos, los brazos mugrientos, las rodillas raspadas, los pies lodosos y… la enorme camisa de Michael que lucía como la mierda, literal.

Con ambas manos, Reby tomó el brazo de Allan que la sujetaba y lo apartó, sin dejar ver al espejo con una mezcla de asombro y tristeza.

—¿Qué tal, eh? —murmuró él, con voz liviana.

Podría jurar que le pareció haber visto temblar el labio inferior de Reby, de no ser porque, de inmediato, apretó la mandíbula y aplastó hasta el más mínimo signo de debilidad.

—Tal como yo lo veo, soy un aborto de macaco.

—Tal como yo lo veo —tomó los gruesos y largos mechones que le caían sobre los hombros y los echó tras la espalda—, haces que hasta la mugre se vea linda. En serio. Pero no es saludable que andes tan desastrosa como una Emily Rose exorcizada.

Reby guardó silencio y se limitó a continuar con los ojos perdidos y la expresión vacía.

De repente, vio que Allan sostenía una alargada caja de madera rectangular, ella no notó en qué momento la había dejado sola: se había concentrado demasiado en su reflejo. Su estómago dio un violento vuelco cuando reconoció lo que él tenía en las manos. Tragó una saliva amarga y miró a su viejo amigo con conmoción.

—No creo que seas tan injusto —le dijo con su voz, tensa, y negó con la cabeza.

Por el bien de ambos, Allan la ignoró y levantó la tapa con los dedos, despacio.

—¿Recuerdas que tu madre usaba de estas para que nadie saliera lastimado?

—No es cierto, siempre había alguien lastimado.

Reby soltó un leve gemido al asomarse al interior de la caja...

—¿Quién?

... y ver una larga, oxidada, gruesa y tosca cadena metálica de aspecto muy cruel.

—Yo.

Dio un paso atrás al ver que dejó la caja en el suelo y su interior se colmó de turbación cuando la empezó a sacar con la misma precaución con la que tomaría una pitón. Se la echó al hombro y los eslabones tintinearon con furia, en su espalda, al rozarse unos con otros.

Miró a Reby con afecto y le extendió su mano.

Pese a que no dejaba de temblar, aceptó y permitió que la llevara al cuarto de baño. Lo primero que vio fue la ducha suspendida sobre la tina de porcelana blanca. Allan debió leer en ella las ganas de huir, de modo que alargó un brazo y presionó el seguro de la puerta. Después, sin mediar ni una sola palabra entre ellos, giró una llave del grifo y luego la otra. El chorro manó con una potencia abrumadora y el agua empezó a llenar la bañera con rapidez.

Allan pasó un extremo de la cadena por encima del tubo que sostenía la cortina de plástico. La aseguró y tironeó con fuerza para comprobar que nada se viniera abajo. Sus movimientos eran precisos: automáticos, expertos, concentrados.

Como alguien que ya lo había hecho varias veces en el pasado.

Formó una especie de holgada horca con el otro extremo de la cadena y, con pequeño gesto, le pidió a Reby que se acercara. La situación tenía un cierto doble sentido, parecía como si estuviera preparando todo para un suicidio.

—¿Dónde está tu ropa? —Pasó la cadena por encima de su cabeza. Reby sintió el frío y aplastante peso del metal sobre los hombros.

—Debe estar en el bosque, junto con toda la maleta y mi guitarra.

—No es problema. Mi madre debe tener algo que te sirva.

Él se inclinó sobre la tina, alcanzó una botella de champú y empezó a derramarlo sobre el agua. Se subió la manga hasta el codo y metió la mano para revolverlo hasta que formó una perfumada capa de espuma. Cuando terminó, sacudió su brazo y cerró el grifo.

Reby lo observó con fascinación. Encontraba atractiva la forma hogareña con la que se movía.

—Se nota que tu madre te pone a lavar tus calzoncillos a mano —dijo, admirada.

—Ten cuidado con el piso. —Allan tomó una toalla de mano para secarse y fingió que no escuchó—. Se pone resbaloso. El tapón de la tina no está bien puesto para que el agua se vaya drenando de a poco… Así que, apúrate. —Su voz se hacía más queda conforme daba instrucciones.

Se aproximó a la puerta, tomó el pomo y antes de salir, la miró lleno de preocupación por encima de su hombro.

—Cierra la puerta con seguro cuando yo salga. —Se fijó en la cadena y la señaló—. No vas a alcanzar. Quítatela, cierra y vuelve a ponértela. —Ella asintió con vaguedad y provocó que él se exaltara—. ¡No, Reby! ¡Prométeme que te la pondrás de nuevo!

Ella levantó ambas manos.

—De acuerdo, ¡de acuerdo! Me la pondré, lo prometo, pero...

—No hay peros.

—... de nada va a servir si me dan ganas de echarla abajo.

—Pues te controlas y punto —masculló y salió tras azotar la puerta, sin querer. De manera automática, se arrepintió y quiso golpearse contra la pared: había sido muy rudo con ella. Se maldijo para sus adentros, se apoyó en la puerta y moduló el tono de su voz.

—Pon el seguro, Reby. —No hubo respuesta. No hubo ningún chasquido. Trató de serenarse y respirar hondo—. Por favor.

Silencio.

—Reby, cariño, solo te estoy pidiendo que pongas el jodidísimo...

Chask.

Ahí estaba el seguro.

A partir de ese momento, Allan sintió su propio pulso atorado en la garganta. Se apresuró a la sala y, en caso de emergencia, tomó el teléfono con rapidez. Al regresar al pasillo, se detuvo un momento para echar un vistazo hacia la cocina: sopesó la idea de tomar un cuchillo, solo por si acaso...

Sacudió la cabeza y siguió hacia adelante, dejó tirada la opción tras de sí.

«Es Reby, solo Reby».

Sus pasos se detuvieron frente a la única puerta del pasillo adornada con calcomanías de súper héroes, huellitas dactilares con acuarela e intentos fallidos de Picasso con crayolas.

Entró con sigilo. Jamie dormía la siesta acurrucado en su cama con forma de auto de carreras. Allan apartó con el pie los juguetes desperdigados en su camino y tomó, del rincón, la mullida silla mecedora de cuando su hermano era un bebé y no tenían más opción que sentarse con él hasta que se durmiera. La arrastró hasta la puerta y agradeció que la alfombra amortiguara el ruido.

La trabó contra el pomo. Así es, no se le ocurría nada mejor que lo que las películas de zombis le podían ofrecer como método temporal de salvación.

—¿Qué estás haciendo? —La voz aguda y soñolienta de Jamie lo hizo pegar un brinco. El pequeño se había medio incorporado en un codo y se restregaba un ojo con los nudillos.

Allan se obligó a descomponer su cara de pánico y cambiarla por una sonrisa tranquilizadora. Se acercó a la cama del niño, apartó la manta y se metió dentro. La diminuta cama crujió con su peso y tuvo que doblar mucho las piernas para entrar. Jamie se echó a un lado para hacerle más espacio a su hermano mayor.

—No pasa nada —susurró y trató de sonar «normal»—, duérmete.

Jamie bostezó y dejó que su mejilla cayera de nuevo sobre la almohada. De inmediato, Allan aprovechó y le cubrió el oído libre con la mano.

—Allan, ¿por qué me tapas la oreja? —murmuró, confuso.

—Es para que no me escuches roncar.

—¿Y por qué debería escucharte? Tú tienes tu cama.

—Sí, pero creo que la mojé.

Allan deseó con desesperación que se durmiera de una vez.

—Tú no... —Jamie bostezó, sus párpados entrecerrados le pesaban—. Tú no mojas la cama. Eres grande.

—¡Claro que sí! —exclamó y fingió una voz convencida—. Eres mejor que yo en esto, Jamie, además... —Se calló cuando notó que el niño ya no lo escuchaba.

Allan no tuvo que esperar demasiado para escuchar la primera protesta de la cadena contra el tubo del baño.

Cerró los ojos con fuerza mientras presionaba un poco más el oído de su hermano.

Un rugido.

La cadena que luchaba por no ser destruida.

Otro rugido.

Algo que se hizo añicos. El espejo sobre la tina...

Un gruñido bajo.

Otra cosa que se rasgaba.

«Por Dios, que sea la cortina y nada más».

En más de una ocasión consideró tomar a Jamie en brazos y salir de ahí. La calle parecía más segura en ese momento. Sentía el sudor frío brotar de su frente y resbalar por los laterales de su nariz. Esta era la pieza que de pequeño no podía encajar, pero, ahora, ya era caso cerrado. Pensó con preocupación en lo que le iba a decir a su madre cuando viera el cuarto de baño destrozado.


En el interior del cuarto de baño, había un monumental animal de pelaje oscuro. Con sus cuatro patas tiraba, furioso, de la cadena que lo retenía de salir y aplastar el mundo. Una cadena que, hacía unos minutos, descansaba sobre los finos y delgados hombros de una chica. Pero, ahora, apretaba el musculoso cuello de una fiera: una pantera de exóticos ojos azul zafiro.

Reby.

De su pelaje oscuro escurrían chorros de agua enjabonada con olor a coco hawaiano. En su garganta vibró un sonido gutural y saltó fuera de la tina. Error. Las almohadillas de sus enormes patas resbalaron al primer contacto con el piso y derrapó algunos centímetros con la barriga pegada al azulejo. Lo único que evitó que se golpeara contra la puerta fue la correa metálica que tiraba de ella.

Expresó lo poco que le gustaba la situación con un gruñido y siguió tirando. Trató de roerla con sus filosos colmillos y la arañó con sus zarpas hasta que se dio por vencida. Se sentó en los cuartos posteriores. Sacudió su cabeza, para quitarse el exceso de agua, con tanta fuerza bruta que volvió a caerse desparramada en el suelo.


—Vaya… Con que la señorita «Trasero al Aire» es una de ellos.

Michael echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada de satisfacción. El júbilo le duró hasta que Pimienta, atento a las tonterías y descuidos de su amo, aprovechó el momento exacto para dar un salto sobre el sofá y secuestrar el sándwich de mantequilla de maní que lo seducía desde hacía un buen rato.

—Pero qué... —Echó a un lado la laptop que descansaba sobre su abdomen, se levantó de sopetón y alcanzó a su pequeño perro antes de que este pudiera huir—. Eres un verdadero terrorista —le dijo mientras lo alzaba frente a sí.

Pimienta lo miró con el sándwich en el hocico y la cola entre las patas. Michael sostuvo al animal bajo su axila y con la otra mano le confiscó el artículo robado.

—¡Perro malo! No dejaste nada rescatable. —Caminó hasta la cocina y arrojó el sándwich a la trituradora de comida. Se aseguró de que su mascota observara el funeral—. Fíjate bien, amigo. Si vuelves a hacer eso, ninguno de los dos podrá tenerlo.

Lo puso en el suelo y le abrió una lata de comida para perros que hacía un extraño sonido al caer en el plato. ¡Plaff!

—Bon appétit!

Volvió a tomar una posición cómoda en el sofá y acercó la laptop. Entrecerró los ojos cuando el brillo de la pantalla le dio de lleno en la cara, la oscuridad comenzaba a devorarse la casa.

En cuanto llegó del trabajo, Michael tomó una ducha rápida y se sentó a escarbar entre sus sesos. Quería saber por qué el escudo de la pulsera le resultaba tan familiar. En algún punto, su mente le susurró un recuerdo.

Hace dos años, un hombre, de esos estirados bien vestidos que cuando van al baño excretan dinero, tuvo la bondad de donar una generosa cantidad al zoológico. Sí. Lo recordaba muy bien ya que ese día, como agradecimiento, Billy Byron le ofreció a Míster Billete un recorrido VIP por el zoológico.

Ninguno de los dos contó con que el lugar se colmara por la prensa. Michael estaba haciendo su trabajo cuando vio pasar a la bola humana pegada al hombre. Los periodistas estaban aglomerados y sostenían en lo alto cámaras y micrófonos con logotipos de programas especializados en chismes de la farándula.

Gritaban varias preguntas a la vez y Michael no entendía qué querían a causa del ambiente caótico que seguía al hombre mientras avanzada. Solo logró captar algunas palabras sueltas y frases inconexas que juntas le daban algo de sentido a todo el embrollo.

«¿Por qué no lo había declarado antes?». «Gregory». «Secreto». «Gellar». «Deshonra». «Hijo». «Polémica». «Sebastian».

Gellar, Gellar, Gellar.

Eso era lo que más repetían. Gregory Gellar. El abogado consentido por los artistas, al parecer, estaba en el ojo del huracán por un problema familiar del que nunca pudo enterarse con exactitud qué había pasado como para juzgarlo.

Ese día más tarde, Billy Byron convocó a todos los trabajadores a junta y, muerto de alegría, les enseñó el flamante cheque. Michael solo alcanzó a visualizar el dichoso emblema estampado en una esquina del papel, porque luego de eso su jefe los invitó a tomar y la sala estalló en vítores.

Pero, más allá de eso, Michael logró encontrar una imagen del emblema en Google. Levantó la muñeca donde se había puesto la pulsera y notó que el broche se deslizaba lo suficiente como para adaptarse a su tamaño; comparó ambos escudos.

—Rebecca. Reby... Señorita Trasero al Aire —dijo en voz alta, otra vez, para oír cómo sonaba—. Así que eres una chica, marca registrada, Gellar.

Silbó con admiración y siguió viendo imágenes de la familia, pero no había nada que valiera la pena. Además, en ninguna de esas fotografías mediocres aparecía ella.

—Deben estar realmente mal si te dejan andar por ahí en paños menores, ¿eh?

Sus dedos dejaron de atacar el teclado de golpe y sintió una ola de calor que le trepaba por la cara. Se aclaró la garganta y se pasó una mano por la nuca. Se percató de que un par de ojillos, brillantes y muy redondos, lo miraba desde el suelo.

—¿Qué miras, Pimienta? —El perro ladeó la cabeza como respuesta—. ¿Es que tú nunca has visto a una perrita guapa y sin un gramo de pelo en el cuerpo?

Pimienta ladró.

—De acuerdo, en tu caso no es nada atractivo. Ya te compraré una golden retriever y sabrás de lo que estoy hablando.

Bajó la tapa de la laptop y se dispuso a dormir, pero en cuanto se metió en la cama y cerró los ojos, los volvió a abrir. Tenía a una mujer atravesada en los párpados.

Michael Blackmoore no podía dejar de pensar en Rebecca Gellar. Se convenció de que la vería al otro día y le devolvería su pulsera.

Esa noche, Michael se durmió tarde.


Allan abrió los ojos con un sobresalto y sobre su conciencia cayó una tonelada de ladrillos con el nombre de «te quedaste dormido». Tanteó el hueco a su lado y el pánico le colmó los pelos al darse cuenta de que Jamie no estaba.

—Oh, Dios...

Salió disparado de la cama y corrió hasta la puerta para darse cuenta de que el pesado asiento estaba tumbado hacia un lado.

—¡Jamie!

Su corazón quería exiliarse por su garganta. Con pasos torpes, salió al pasillo. La casa estaba tan oscura que parecía la boca de un lobo. A tientas, logró encontrar los interruptores y la luz de la sala sirvió para iluminar el resto de las paredes cercanas.

No lo pensó dos veces. Fue por un cuchillo a la cocina, lo empuñó tras su espalda y se obligó a pasar una gruesa bola de saliva amarga. Despacio, se acercó a la puerta del baño que estaba entreabierta. Por inercia, apretó más el mango de la cuchilla, tomó aire y pateó la puerta con el pie. La luz de la sala se coló, tenue, hasta la mitad del piso.

Allan pisó agua y notó que se había inundado. Vio vidrios desperdigados por toda la zona y observó cómo el extremo de la cadena que formaba el collar caía vacío.

—¡No! —estalló la voz de niño.

—¿¡Jamie!?

Allan no podía más. Su cuerpo se tensionó en cuanto escuchó la voz lejana de su pequeño hermano.

—Reby, ¿¡qué hiciste!? ¿Dónde está mi hermano?

Dejó el baño atrás y comenzó a buscarlo, desesperado, por la sala. Se movió como un loco, regresó a la cocina, a la habitación de Jamie; revisó la de su madre, debajo de las camas y detrás de los muebles hasta que escuchó un amortiguado sonido musical.

—¡No, esa tampoco!

Se detuvo en el medio del pasillo. El ruido provenía de su propia habitación. Había una fina línea de luz que se colaba por el angosto resquicio entre la puerta y el suelo. El sonido era como un rasgueo.

El rasgueo de una guitarra.

—¡Esa! ¡Esa me gusta!

Allan apoyó una oreja en la puerta.

—¿Te la sabes?

—Un poco.

—De acuerdo. —¿Esa era la voz de Reby?—. Damas y... caballerito, a continuación: Sweet Child O’ Mine.

Allan escuchó, tenso, el aplauso de un solo par de manos seguido de los primeros acordes de la canción de los Guns N’ Roses. Estaba a punto de entrar cuando escuchó que la letra empezaba a ser cantada… Y solo a Reby le pudieron haber regalado una voz así.

—«She’s got a smile that it seems to me reminds me of childhood memories...»

Cuando sus dedos entraban en contacto con las cuerdas, solo ella podía hacer que una melodía tan rápida y brusca, sonara tranquila y armoniosa. Solo ella podía hacer que la letra, cantada de forma tan áspera, se escuchara dulce. Sí, solo ella podía darle la entonación y velocidad de una canción de cuna.

Allan tomó el pomo y lo hizo girar con lentitud. Abrió la puerta, despacio. Necesitaba un pequeño resquicio para mirar con un ojo.

Reby se había puesto una blusa con estampado floreado y unos pantalones cortos de mezclilla de su madre. Estaba de espaldas a él, sentada en el borde de su cama. Sostenía la guitarra en su regazo y estaba inclinada ligeramente hacia Jamie, que se encontraba sentado en el piso con las piernas cruzadas y la cabeza recargada en sus regordetas y pequeñas manos. La miraba hipnotizado, como si le hubieran extraído el cerebro.

Allan soltó una risita por lo bajo y de inmediato el sonido de la guitarra se detuvo. Reby guardó silencio y se volteó para mirarlo por encima del hombro. Él dejó caer el cuchillo y lo apartó con el talón antes de entrar. Ella le dedicó una radiante sonrisa que hizo brillar sus ojos de joya.

—Allan, vete de aquí, ¡interrumpiste a Reby! —se quejó Jamie de manera infantil.

—Enano, fuera. —Le hizo una mueca a su hermano y abrió más la puerta. Señaló el pasillo con el pulgar.

Jamie se levantó de un salto, ofendido.

—Pero...

—Fuera.

—Pero...

—Fuera.

—Pero, pero, pero, pero...

—Fuera, fuera, fuera, fuera...

—¡Ah, ya basta, los dos! —gritó Reby, al fin—. Jamie, cariño, puedo cantártela más tarde, ¿sí? —le prometió y le revolvió el cabello.

El labio inferior del niño comenzó a temblar en señal de que habría lágrimas, pero levantó la barbilla con altivez, como un hombre adulto, asintió con la cabeza y comenzó a avanzar hacia la salida. Se detuvo junto a Allan, le dio una patada en la pantorrilla y salió corriendo, no sin antes cerrar la puerta tras de sí.

—Maldita... —gruñó Allan y se agachó para sobarse—… sabandijita.

Necesitó de un momento más para retorcerse en su jugo de cólera; después, cuadró los hombros y con dignidad se fue a sentar junto a Reby.

—Eres el ser más patético, engendrado sobre la faz de esta tierra.

Él le dedicó una sonrisa insulsa.

—Así me amas.

Reby volvió a tomar la guitarra y la apoyó sobre su regazo, para mirarla con aire contemplativo.

—¿Desde cuándo tienes guitarra? —inquirió con curiosidad.

—Desde que la compré.

—Sí, claro. —Reby puso los ojos en blanco—. Pero, ¿desde cuándo tocas?

—No lo hago. —Allan se encogió de hombros. Era lo único que iba a responder, sin embargo, Reby lo miró desconcertada e hizo la siguiente pregunta con los ojos—. La compré porque quería que tú me enseñaras... pero te fuiste.

Reby apartó el instrumento, como si de repente le incomodara demasiado el peso y esquivó la mirada de Allan para clavarla en su regazo. El silencio se expandió por la habitación como si fuera un elástico.

En las entrañas, él sintió que estaban a punto de tener una conversación que debían desde hace mucho tiempo. Se reacomodó en la cama, flexionó una pierna sobre el colchón y dejó que la otra colgara en un costado. Quería verla de frente.

—¿Por qué lo hiciste, Reby?

Una mueca tiró de los labios de ella y no fue capaz de subir el rostro. Nerviosa, comenzó a juguetear con sus delgados pulgares y los hizo girar uno encima del otro. Con voz queda y vacía, dijo:

—He hecho muchas cosas. ¿A cuál de ellas te refieres?

—Sabes a qué me refiero.

Ella frunció los labios y pronunció un silencioso «no».

—¿Por qué te fuiste? —insistió, otra vez.

Reby soltó una risita histérica y lo vio directo a los ojos.

—Sabes exactamente el porqué.

Allan parpadeó y le sostuvo la mirada por un instante que se tornó eterno. Fue de una manera que cualquier ser humano encontraría incómoda al cabo de diez segundos e insoportable al minuto entero.

De pequeños, Allan y Reby solían competir para saber quién era el que aguantaba más tiempo sin parpadear. Solían alcanzar el minuto sin que a ninguno se le cayeran las pestañas o se le cocieran los ojos. Con el tiempo, lo perfeccionaron y formaron la costumbre de sostenerse la mirada sin necesidad de que la razón fuera una competencia. Pero a Reby le gustó más de la cuenta.

—Por mí —repitió y soltó un resoplido cargado de risa—. Por... ¿Por mí? —murmuró sin poder asimilar la respuesta y se clavó el pulgar en el pecho para señalarse—. Oh, vamos, Reby, creí que ya habíamos dejado claro ese asunto.

—Entonces, ¿por qué estamos teniendo esta conversación? —contestó un tanto herida por la reacción evasiva de él—. Preguntaste y ahí tienes tu respuesta. Ni siquiera tuve que abrir la boca, no soy responsable de tus reacciones negativas, Allan.

Por un instante, él sintió que la intensidad subía en el ambiente. Reby sabía que no hacía falta que Allan la viera de alguna forma en especial: los dos círculos de color chocolate que tenía alrededor de las pupilas siempre le parecían brillantes. Además, la inclinación de sus oscuras cejas lo hacía lucir como si la estuviera retando a realizar algo, y la manera en la que su labio superior estaba trazado y finalizaba en las comisuras, le marcaba una ligera sonrisa. Aunque él no la esbozara, Allan siempre tenía una sonrisa en su rostro.

En ese momento, él no sonreía, pero parecía estar haciéndolo. Entre más enojado estaba, más apretaba la mandíbula y su curva facial se acentuaba. Lucía como un diablo sonriente.

Se dio un golpe en las piernas antes de levantarse y acercarse a las persianas. En ellas abrió un agujero con el índice y el pulgar y se fijó en el exterior nocturno. No observó nada en particular.

—¿Por qué volviste?

—¿Qué pasaría si te dijera que también fue por ti? —Allan se volteó, suplicante. Ella sonrió y negó con la cabeza—. No fue por ti. De haber sido por ti, ni siquiera habría salido esa mañana de la cama.

—¿Entonces...?

—Estoy harta. Por eso volví. —Se acercó a Allan en silencio y también se fijó en el exterior—. Ya me cansé de temerle al agua. Ya me cansé de imaginar que en cualquier momento puedo matar alguien. Incluso... —Sin quererlo rozó a su amigo y escuchó cómo él tragaba el nudo que tenía en la garganta—. Incluso pude haberte matado a ti.

Él soltó la persiana y se volvió hacia ella. Le puso las manos encima de los hombros.

—Eso no es cierto. Estoy seguro de que ese día, muy en el fondo de ti, no querías...

—¡Claro que quería! ¿No lo entiendes aún? Quería matarte y todavía quiero hacerlo cada vez que me trasformo. Si tú estás frente a mí, adiós. Te conviertes en el principal objetivo. ¡Por eso me fui, idiota! —Apartó sus manos con brusquedad—. ¡Eres demasiado importante para mí, como para darme el lujo de perderte!

Ella se apartó un par de pasos. Sus hombros temblaban por la rabia, por la impotencia y por el odio hacia ella misma. Allan quería acercarse, pero sabía que no debía que hacerlo. A menudo imaginaba que si tocaba a Reby mientras estuviera enojada, se transformaría. Él creyó notar que sus ojos azules se habían vuelto un par de tonos más oscuros y sintió que su mirada se había vuelto tan fría que, inconscientemente, tuvo que dar un paso hacia atrás.

De pronto, algo se encendió en su cerebro y supo la verdad: le tenía miedo a Reby y siempre se lo había tenido. Siempre.

Ella cambió su expresión y su rostro se vació de toda pista de sentimientos. Era difícil saber si lucía cansada o decepcionada. Sus hombros se relajaron, pero sus manos permanecieron cerradas como puños, sin que ella se percatara del gesto. Parecía haber escuchado los pensamientos de Allan, por lo que dio la vuelta y fue hasta la puerta.

—De ninguna manera me quedaré aquí —dijo de espaldas—. Mañana en la mañana iré por mis cosas al bosque y buscaré al resto de mi familia...

—Reby...

—… si es que queda alguien. Sé que deberían estar aquí. Estoy casi segura de que puede haber alguien que me ayude con esto.

—Reby...

—Hasta entonces, no creo que nos volvamos a ver en un tiempo... por tu bien.

Allan se apresuró a alcanzarla. Logró meter la mano entre la puerta y el marco y evitó que la cerrara. Después, habló tan rápido que las palabras casi se atropellaron unas con otras.

—Yo sé dónde está tu familia.

Ella se detuvo en seco, sus hombros se volvieron a tensionar y se giró llena de asombro.

—¿Qué?

—Los Gellar. Sé dónde están.

—¿Te refieres al abogado y su clan de estirados? —Soltó un suspiro y su rostro volvió a perder brillo—. No, ellos no se transforman. Tampoco saben nada de mí ni de mis padres ni nada de esto. Son un mundo aparte.

Él se apresuró a agitar una mano.

—No, no, no. Yo me refiero a su hijo.

—¿Gerald?

—No, el otro.

Reby se cruzó de brazos y frunció el ceño. Creyó ser testigo de cómo su amigo se volvía loco frente a ella.

—Gregory y Sarah Gellar solo tienen un hijo —le recordó.

Su amigo negó con la cabeza.

—No, Rebecca. Apareció otro, Sebastian. Y antes de que preguntes cómo estoy tan seguro, te garantizo que es verdad. El tipo parece el clon de Gregory. ¡Incluso, se parece a ti! —Le clavó con delicadeza un dedo en la frente—. Haz de cuenta de que eres tú, con veinte kilos más de músculo, unos cuantos centímetros más de altura, cabello corto y entre las piernas un...

Reby alzó las manos para callarlo.

—¿Estás loco? —Se golpeó la sien con un dedo—. ¿Y qué si es igual a Gregory? Por mí podrá parecerse a la barba de Jesús, pero seguiré sin poder creer que sea otro hijo de esa familia. Su apariencia no determina nada. ¿Qué hay de esa loca que decía ser la princesa Anastasia? Es un mito, un vil mito.

Allan entró en su habitación mientras Reby hablaba. Ella notó, tarde, que también lo había seguido y, ahora, lo observaba buscar algo debajo de la cama. El chico sacó una polvorienta caja de zapatos. La abrió y arrojó su único contenido sobre el colchón.

—Si es un mito, ¿cómo explicas esto? ¿Eh?

Reby se fijó con desconcierto en la fotografía que estaba impresa en un viejo periódico.

—¿Es una burla? —inquirió con tono aburrido y señaló el trozo de papel.

—¿Qué quieres decir? —Él pasó de la satisfacción a la confusión en menos de un segundo. Le arrebató, con fuerza, el periódico para examinarlo.

Lo que encontró hizo que su cabeza se calentara tanto que la caldera del Titanic podría quedarse con el segundo lugar. Se suponía que debería haber una fotografía tomada in fraganti de Gregory Gellar y su hijo, Sebastian; pero en vez de eso, las caras de ambos estaban modificadas con crayones de colores. Pequeños trazos infantiles habían dibujado grandes bigotes italianos, los labios se habían pintado de un extravagante rojo y, con amarillo, alguien había hecho toscas pelucas rubias. Los ojos reales de ambos caballeros habían sido remplazados por otro par, bizco y saltón.

Los dedos de Allan se crisparon y arrugó el papel hasta deformarlo y generar un acordeón. Estaba tan furioso que podía sentir el palpitar de la vena de su sien. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos con fuerza y gritó:

—¡Jamie, te mataré!

A lo lejos, se escuchó a Jamie chillar y decir algo como: «¡Le diré a mamá!».

Reby intentó contener una carcajada y vio cómo su amigo luchaba por retomar el control de sí mismo. Él masculló una sarta de groserías y trató de alisar el periódico. Lo volvió a arrojar sobre la cama y señaló el encabezado con tanta fuerza que su dedo se hundió en el colchón.

—Olvídate de la jodida imagen. Aquí está todo lo que necesitas saber. —Se apartó y dejó que Reby lo tomara para leerlo:

«La aparición del hijo desconocido».

El titular estaba a lo ancho de toda la página y el artículo hablaba sobre la polémica que había levantado, en todo Londres, la revelación del paradero del hijo que el famoso abogado, consentido por la farándula, Gregory Gellar, nunca había mencionado.

La fotografía no era rescatable y, más que una noticia objetiva, era una recopilación de chismes, de rumores y de supuestos que habían llevado a Gregory a ocultar la existencia de un segundo hijo.

Los ojos de Reby zigzaguearon con rapidez desde la cabeza hasta los pies de la plana. Cada vez que cambiaba de línea, los abría más por el asombro.

Según la nota, Gregory Gellar no estaba dispuesto a conceder ninguna entrevista y se empeñó en rechazar todas las invitaciones de la prensa para esclarecer el escándalo. Solo argumentó, de manera textual, lo siguiente:

«Me gustaría que mi vida privada se mantuviera como lo que es: privada. Mi familia y yo estamos pasando por un difícil momento de ajuste. Les ruego que tengan respeto hacia mí y hacia los míos, y yo seguiré respetándolos. No haré más comentarios».

Reby se sentó con pesadez en el borde de la cama y levantó la vista en busca de Allan, que esperaba recargado contra la ventana con los brazos y tobillos cruzados.

Él abrió la boca:

—¿Recuerdas ese extraño árbol genealógico de tu familia que tus padres habían tardado años en construir?

Ella asintió.

—Tenía nombres encerrados con tinta roja —continuó él—. Esos nombres eran...

—Los miembros de la familia que podían transformarse —completó.

—Según el patrón de los círculos —había un dejo de emoción contenida en su voz—, un miembro puede nacer sin la capacidad de transformarse, no obstante, su hijo sí. Gregory no puede, Gerald tampoco, lo que nos deja con...

—Sebastian... —la chispa volvió a bailar en los ojos de Reby. Se levantó de un salto—. ¡Allan, eres Dios! —Corrió hacia él y lo tomó de las manos. Las agitó con alegría entre las suyas—. ¡Lo encontré!, ¡lo encontré!, lo... —Su energía bajó de súbito y soltó las manos de su amigo—. Demonios, ¿cómo lo encuentro? Seguro de que Gregory Gellar lo volvió a borrar del mapa para que no lo acosaran más.

Allan esbozó una sonrisa de autosuficiencia.

—No creas, las cosas ya se calmaron bastante. Esa noticia es de hace tres años. —Hizo una pausa para imprimir suspenso y fingió que se inspeccionaba el brillo de las uñas—. Y sé exactamente dónde encontrar a Sebastian.

Te quiero pero voy a matarte

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