Читать книгу Te quiero pero voy a matarte - Ingrid V. Herrera - Страница 9

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Capítulo 5

Un monstruo

Michael aparcó la motocicleta a un costado de la casa y la ayudó a bajar, no obstante, ella ya barajaba la idea de salir corriendo y escapar.

Mientras él desataba las maletas que estaban agarradas al asiento trasero, Reby escrudiñó la fachada. Era alargada, de un solo piso, con el frente de ladrillos terracota flanqueados por enredaderas que reptaban hasta perderse en el ángulo del techo. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas de un verde deslavado que, en sus tiempos de gloria, debió ser algún verde esmeralda. No parecía haber ninguna luz encendida, así que supuso que Michael vivía solo o, al menos, no había nadie esperándolo.

—Listo, vamos. —Michael sostuvo las cosas con una sola mano; en la otra llevaba un llavero con un par de tintineantes llaves.

Unas pequeñas escalinatas de madera crujiente los condujeron hacia la puerta. Cuando él introdujo la llave en la cerradura, Reby escuchó resoplidos del otro lado: un perro, podía olerlo.

La puerta cedió tras un chasquido y, con un pequeño empujón con el hombro, Michael logró abrirla. De inmediato, una extraña criatura, parecida a un labrador con poco pelo, salió como una ráfaga para recibir a su dueño. Sin embargo, en cuanto se percató de su presencia, el animal metió la cola, bajó las orejas y comenzó a gruñir.

—Eh, calmado —lo reprendió Michael, con voz firme.

Reby no le agradaba a ningún animal y ese perro no era la excepción. El pequeño parecía darse cuenta de la clase de persona que era: olía el peligro en ella. Lo miró a los ojos y los gruñidos del animal se agudizaron hasta volverse un lloriqueo.

Michael frunció el ceño.

—¿Qué te pasa, Pimienta?

El perro entró corriendo, con la cola entre las patas, y se dejó engullir en la segura oscuridad de un cuarto.

—Discúlpalo, él no suele actuar así —dijo y luego oprimió un interruptor cercano al umbral.

La estancia se iluminó y él sostuvo la puerta para que ella pasara, pero Reby no se movió. Una pequeña farola colgante era lo único que derramaba luz en el pórtico. Las sombras parecían remarcarse con dureza en el rostro de la chica, con un resplandor amarillento que la hacía lucir enferma.

—No está bien que me quede aquí.

Michael esbozó una leve sonrisa y abrió aún más la puerta.

—No será ninguna molestia, de verdad. Vamos, entra. —Hizo un ademán rápido con la mano para que entrara.

—Creo que no lo estás entendiendo. —Se bajó el cierre de la chaqueta hasta el cuello, tal vez Michael no la escuchaba bien—. Es peligroso que estemos en el mismo lugar los dos solos.

«Sin que nadie te pueda salvar», agregó Reby, en su mente.

Al oír esas palabras, Michael pareció sorprenderse y adoptó un semblante serio.

—Por Dios, Reby, sé que soy un imbécil al que no conoces y que no quieres confiar en mí; pero que me caiga un rayo de fuego si sería capaz de hacerte algo malo. No te va a pasar nada estando conmigo.

Ella negó con la cabeza.

—Permíteme escoger mejor mis palabras. Es peligroso para «ti» que «yo» me quede a solas contigo.

El desconcierto inmovilizó a Michael por un momento. Clavó sus ojos en Reby hasta que una de las comisuras de sus labios tembló y soltó una gran risa. Salió, se colocó detrás de ella y la empujó con suavidad para que ingresara dentro de la casa.

—Eres muy graciosa, sobre todo por el hecho de que lo dices demasiado seria. —Cerró la puerta tras de ellos con una gran sonrisa divertida—. ¿Qué es eso tan peligroso que planeas hacerme? ¿Vas a arrojarme uno de tus zapatos de asesina a la cabeza? —Hizo una pausa para reírse de su propio chiste. Cuando se calmó, aclaró su garganta: su voz sonó profunda y ronca—. Realmente tengo mucha curiosidad de saber qué es eso tan peligroso que puedes hacerme, princesa.

«Romperte el cuello, aplastarte, arrancarte las tripas, descuartizarte… lo normal».

Reby lo miró con los ojos entornados y el ceño fruncido. Por primera vez en su vida, sintió unas ganas urgentes de mojarse con una cubeta de agua. Quería atacar a ese idiota.

¿Por qué tenía que pasar por aquello?

Se bajó el cierre de la chaqueta, se la sacudió de los hombros y se la arrojó al pecho.

—Oye, tranquila, era una broma.

Acto seguido, ella dio media vuelta y abrió la puerta con tanta fuerza que se azotó contra la pared. Salió de la casa airadamente sin sus cosas. Estaba hecha una furia.

Cuando empezó a bajar por las escalinatas, un ensordecedor trueno hizo reventar las nubes, como si se tratara de una aguja que acaba de pinchar un globo lleno de agua. La primera gota de lluvia explotó en la nariz de Reby. Ella pegó un respingo y regresó sobre sus pasos. Subió la escalerilla de un solo salto, entró a la casa como alma que se lleva el diablo y cerró la puerta con la desesperación de alguien que es perseguido por una horda de zombis hambrientos.

Entre jadeos de adrenalina, miró sobre su hombro. Michael estaba con la boca entreabierta y tenía cara de estar frente a la loca más zafada de un psiquiátrico.


—Toma, princesa. —Reby frunció el entrecejo, pero aceptó la taza humeante con té que Michael le ofrecía.

—No me digas así.

—Ponte cómoda. —Le regaló una sonrisa antes de dirigirse hacia una habitación.

Reby soltó un suspiro contenido cuando él salió de su vista. Bajó la mirada hacia la taza caliente que descansaba sobre sus rodillas, la tenía acunada con ambas manos para calentarse a sí misma. Era un calor reconfortante, agradable. El vapor que ascendía tenía un leve rastro de menta, ella lo aspiró hasta que se le entibiaron los pulmones.

Michael había encendido la calefacción, así que rechazó el cobertor que él le había ofrecido minutos atrás. Se encontraba doblado a un lado de ella, en el sofá de la sala, y no se atrevía a tomarlo. Él le sirvió un plato de estofado recalentado y su estómago agradeció con espasmos de alegría. Le explicó que era del día anterior y le aseguró que estaba buenísimo, cuando él malinterpretó su expresión contraída.

La casa del chico era adorablemente pequeña, tenía justo lo necesario para vivir de forma confortable. La sala parecía ser el centro de la estructura y, a los lados, había dos alas que daban acceso al resto de la vivienda. Reby deslizó los ojos por las pertenencias de Michael y enarcó una ceja.

«Para ser un mono de selva, es bastante ordenado».

Frente al sofá había una mesita baja que exponía algunas fotografías enmarcadas con madera. Su anfitrión aparecía en la mayoría, pero en versiones algo más jóvenes. En una, estrujaba los hombros de un hombre mayor con aspecto incómodo y un ridículo monóculo en el ojo; en otra, posaba con varias personas —Reby supuso que eran sus compañeros de trabajo— frente al cartel del zoológico; en la siguiente, sostenía con el brazo a un guacamayo colorido y le ofrecía una almendra que sostenía entre los dientes, el ave se había acercado para tomarla con el pico y daba la sensación de que se habían besando. Pronto, un escalofrío reptó por la columna de Reby al fijarse en la última fotografía: Michael sonreía en cuclillas y mostraba el pulgar arriba mientras que su otra mano descansaba sobre el lomo de una pantera que ella recordaba muy bien de su estancia en el zoológico.

Él aparecía en todas las fotos con una gran sonrisa en el rostro… una sonrisa con dientes derechos, blancos; una sonrisa vibrante, increíble. Reby endureció las comisuras de sus labios cuando se dio cuenta de que le estaba devolviendo el gesto a las imágenes.

Volteó y se encontró con el mueble donde descansaba la televisión y más fotos que mostraban Michaels sonrientes. Reby apartó los ojos de ellas y prefirió inclinarse en el asiento para husmear lo que había en el ala derecha de la casa. La luz de la sala alumbraba parcialmente lo que parecía ser la cocina. Giró la cabeza hacia la izquierda, pero el borde de un mueble le impidió ver lo que había en el fondo de ese pasillo. Se inclinó más, tanto que su pecho casi tocó la taza de té que tenía sobre rodillas.

Cuando logró ver lo que había, sus ojos se abrieron de par en par. Michael estaba de espaldas, con el torso desnudo. Las sombras de la habitación, mezcladas con el resplandor que se colaba por la ventana, marcaban los contornos de sus desarrollados músculos de tal manera que ella casi podía contarlos. Sin duda alguna pensó que ese cuerpo tan increíble solo se podía conseguir como producto de años de trabajo pesado. Sin poder evitarlo —o sin querer evitarlo—, Reby lo recorrió con la mirada. Él se había puesto unos pantalones deportivos cuyo resorte le abrazaba el borde de las caderas y dejaba notar dos hoyuelos formados en su espalda baja. Se inclinó sobre el cajón abierto de una cómoda alta y revolvió su interior hasta que sacó una camiseta sin mangas. La sacudió, se la metió por la cabeza y después se le enrolló a la altura del pecho. Los movimientos que hacía Michael para resbalarla por su torso eran casi hipnóticos y Reby no lograba darse cuenta de que lo miraba con una atención distraída, casi descarada.

Michael debió sentirse observado porque, de súbito, la miró. Ella apartó la vista y pegó un respingo que le hizo derramarse el té caliente en las manos. Dejó la taza en la mesita y se limpió con el pantalón para secarse. Michael apareció en la sala y ella no sabía en qué posición sentarse sin parecer una tonta, sin parecer que había estado haciendo «cosas malas».

—No te preocupes, tú dormirás en la habitación —aclaró y apuntó la recámara donde Reby lo había espiado—. Yo dormiré en el sofá, por si eso era lo que te preguntabas.

—No, no, yo puedo dormir en el sofá —Reby se sonrojó—. Tú duerme en tu habitación.

—No —resopló—, eres la invitada. No dejaré que duermas en ese sofá que es durísimo.

Él debió notar su mirada apenada porque le sonrió con dulzura.

—Está bien —aceptó ella y se levantó, tomó sus cosas junto a la mesita y las arrastró consigo a la habitación del chico.

Antes de dar un paso dentro de ella, se detuvo y se volvió.

—¿Michael?

—¿Sí? —Él estaba extendiendo el cobertor sobre el sofá cuando ella lo llamó.

—¿Qué tal si te robo algo importante y lo escondo en mi maleta?

Él se irguió, se giró y plantó las manos en las caderas:

—Entonces, ¿lo que no es importante no me lo vas a robar?

Desconcertada, Reby abrió la boca y levantó una mano en un ademán de negación.

—¡No! Es decir... No era eso lo que quería decir... —Su mente se volvió caótica cuando Michael se cruzó de brazos y sus bíceps crecieron por la posición, parecían presentarse a alguien que van a golpear—. Lo que quiero decir es que estás confiando demasiado en mí. No deberías hacerlo. —Reby guardó silencio y esperó alguna respuesta, pero él solo se limitó a enarcar una ceja y eso la puso más nerviosa—. En general, no deberías confiar en nadie desconocido —continuó a toda velocidad—. No se supone que le abras la puerta a una extraña, le des té y la dejes dormir en tu habitación, ¿tu madre no te enseñó nada de supervivencia o algo que se le pareciera?

«¿Qué diablos le sucedía?», pensó ella.

Michael negó con la cabeza baja para ocultar una sonrisa y, después, miró a Reby como si hubiera dicho la ocurrencia más inocente del mundo.

—Confío en que no me robarás absolutamente nada, señorita Gellar —mencionó, tranquilizador, y se volteó para seguir acomodando el cobertor en el sofá—. El baño está a un lado de la habitación; tal vez quieras darte una ducha, pero cuidado con el piso al salir porque se pone resbaloso —le advirtió.

Michael colocó un par de cojines en donde decidió que iría su cabeza. Reby soltó un suspiro y sus hombros cayeron.

—Gracias —su voz sonó cansina—, te prometo que me iré por la mañana.

—No te preocupes, no eres ninguna moles... —No pudo terminar. Reby ya había cerrado la puerta.


Michael anduvo un rato de allá para acá. Pensaba.

Sabía.

Sabía que Rebecca Gellar estaba en su casa, en su habitación, sobre sus sábanas, en su colchón.

Ella tenía razón. No se suponía que las cosas fueran a acabar así. Sin embargo, Michael no hubiera podido jamás dejarla botada teniendo la certeza de que ella se encontraba, por alguna razón, sola, y que, por alguna otra razón, no tenía un lugar a donde ir.

La madre de él solía ser una voluntaria muy activa de la comunidad; si se enteraba de la existencia de una organización de solidaridad sin fines de lucro, ella apoyaba. Refugios para perros y gatos, ancianitos abandonados en acilos, huérfanos, vagabundos y personas menos afortunadas. Michael, con cinco años, veía con sus propios ojos cómo su madre le daba de comer a los perros atropellados, escuchaba las historias redundantes de los ancianos con una paciencia de plomo y cómo hacía reír a los niños que no tenían padres y les llevaba juguetes para navidad.

«Michael, eres un blandengue», se dijo para sus adentros.

Se detuvo para mirar el reloj digital de la pared, deseaba haberlo visto antes. Era medianoche. La casa estaba totalmente silenciosa, la lluvia se había debilitado y caía con tanta ligereza que solo se escuchaba como un susurro tras las ventanas. Pimienta resoplaba por la nariz mientras dormía en su mordisqueada cama para perros, y desde la habitación de Reby no se filtraba ningún sonido.

Michael se disponía a tirarse en el sofá, cuando un recuerdo atravesó su mente como un rayo. Se incorporó como un resorte antes de que su trasero consiguiera ponerse cómodo.

Recuperó su chaqueta del respaldo de una silla, en el comedor, y regresó a la sala con el CD que Billy Byron le había dado. La grabación de la cámara de seguridad del recinto de las panteras.

Dispuso su laptop en la mesita del centro y metió el CD en la parrilla. De inmediato, saltó la ventana de reconocimiento del dispositivo y en cuanto tuvo la oportunidad, reprodujo el video.

Todo estaba a oscuras, solo la luminosidad etérea de la pantalla alumbraba a un Michael tenso. Había colocado los codos sobre las rodillas y apoyaba la boca sobre sus nudillos entrelazados; parecía que la posición le otorgaba una mayor concentración. Se mantuvo con la mirada clavada en toda la pantalla, estaba atento a cada movimiento que la cámara hubiera registrado.

Era evidente que Billy Byron había ordenado que extrajeran la cinta desde que depositaron a la pantera en el recinto, aún estaba medio atontada por los dardos. El video entero duraba alrededor de veintisiete horas, por lo que Michael decidió aumentar la velocidad de tal modo que parecía estar viendo las partes rápidas de Actividad Paranormal en sus escenas nocturnas. No podía evitar sentir que la situación era muy siniestra.

Bostezó, aparentemente no había nada fuera de lo normal; la pantera recién llegada despertó de su letargo gradualmente. Intentó levantarse un par de veces, pero las patas traseras le fallaron y cayó al suelo, hasta que por fin logró incorporarse. Las otras panteras se mostraban curiosas por la nueva integrante, sin embargo, guardaron su distancia la mayor parte del tiempo, como si no quisieran acercarse del todo...

Michael se talló un ojo, estaba cansado. Se encontraba a punto de aumentar aún más la velocidad de la secuencia, pero vio algo…

Algo que no estaba preparado para asimilar.


Reby no podía dormir. Quería dormir con todas sus ganas, pero no podía porque se sentía incómoda en la amplia cama de un chico que era prácticamente un extraño.

¿Un chico?

¿Cuántos años tenía Michael?

La verdad era que no tenía idea, pero sin duda no podía tener menos de veinte. ¿Veintiuno, quizá? ¿Veintidós? ¿Una treintena?

Se giró sobre su costado y una almohada acunó su mejilla. Olía a al perfume de Michael, a la camisa de Michael, a la chaqueta de Michael, a Michael.

Como él no la estaba mirando, se tomó el atrevimiento de aspirar un poco de su aroma hasta que se autocensuró y volvió a echarse sobre su espalda. La cama crujió con el movimiento.

No había luz alguna que se colara por el resquicio que había entre la puerta y el suelo. Reby supuso que Michael ya paseaba por las praderas del quinto sueño.

La noche se volvía más fría a cada minuto y en la habitación se hacía evidente, no obstante, ella no había levantado las cobijas para taparse. Por muy ridícula que fuera, quería alterar lo menos posible la cama. Se movía en ella con cuidado, casi como si no quisiera abollar el colchón con su peso.

En la oscuridad, los muebles de la habitación le parecían imposibles de identificar, el lugar era tan desconocido que veía simples masas negras apoyadas contra las paredes. La única luz era la de los números del reloj digital que estaba sobre la mesita de noche, parpadeaban en rojo al compás de los segundos.

Reby quería dormir con todas sus ganas.

Pero hacía tanto frío…

Soltó una maldición entre dientes y finalmente arrancó las cobijas de su lugar para embutirse en ellas. Lentamente, su conciencia fue perdiendo sentido y con la incoherencia propia del sueño empezó a quedarse dormida.

Ignoraba todo, incluso lo que estaba ocurriendo del otro lado de la puerta.

Lo único que sabía era que las sábanas olían a Michael.


Al siguiente día, la luz que entraba por la ventana aún era lo bastante débil como para inundar el espacio vacío de manera abrumadora. Todavía era demasiado temprano cuando Reby salió de la cama. No recordaba cómo era que estaba hecha, pero de todas formas la tendió; se aseguró de estirar lo mejor posible las arrugas de las sábanas y eliminar las abolladuras de las almohadas. Tras escrutar rápidamente las paredes de la habitación, se dio cuenta de que Michael no disponía de ningún espejo en ella, de modo que no podía comprobar el estado de su cabello.

Intentó aplacarlo a tientas y sintió cierto desconcierto por la importancia que le daba a su aspecto en ese momento. Estaba segura de que Michael no tenía nada que ver con su preocupación. Sí. Segura.

Reby asió el picaporte de la puerta y justo cuando empezaba a girarlo, se detuvo para soltar un suspiro.

—Tranquila, Rebecca. Das las gracias y te vas —aseguró en un murmullo y, finalmente, salió de la habitación sin hacer el menor ruido posible, quizá Michael aún estuviera dormido, lo cual sería estupendo porque así solo podría dejarle una nota...

Pero el cobertor estaba tirado en el suelo de la sala, los cojines revueltos, el sofá vacío y la casa fantasmalmente silenciosa.

Caminó con felina cautela por la estancia hasta llegar al umbral de la cocina. Michael estaba allí. Todo intento de Reby para llamar su atención se le ahogó en los labios; pensó dos veces en hacerlo, había algo en él que resultaba sumamente siniestro.

Estaba totalmente inmóvil, sentado de espaldas a ella en una silla. Sus codos estaban clavados sobre una pequeña mesa, que hacía las veces de comedor, y sus manos estaban enterradas en su cabello cobrizo, una a cada lado de las sienes de su cabeza gacha. Cerca descansaba una taza de café humeante que parecía no haber sido tocada aún; pero tampoco parecía tener intenciones de tocarla, daba la impresión de que su propósito era simplemente acompañarlo en la soledad de la cocina.

La energía de su cuerpo irradiaba tal pesadumbre que Reby sintió un desagradable dejo de opresión en el pecho, era como si pudiera ver una nube negra que se cernía sobre él. Y lo devoraba.

¿Dónde estaba el Michael tan sólido que había visto ayer?

Llena de incertidumbre, Reby dio un paso dentro de la habitación.

—¿Michael?

En automático, él pegó un violento respingo. Se giró para mirarla con tal brusquedad que provocó que la taza de café se sacudiera y tintineara peligrosamente contra el linóleo de la mesa.

El sobresalto obligó a Michael a aferrarse al respaldo de la silla para evitar caerse y cuando sus ojos se cruzaron, ella pudo ver reflejado en su mirada su propio desconcierto.

—Michael... —dijo Reby con cautela y levantó una mano como si lo quisiera alcanzar, pero el cuerpo de Michael se tensó aún más y ella se quedó quieta, observando.

Él se puso de pie con lentitud. Sin apartar la vista de ella, empujó la silla con las piernas, de modo que el objeto quedó entre ambos, como si fuera a impedir que Reby pudiera acercarse.

Ella retrocedió un paso al ver su actitud.

Los ojos dorados de Michael no dejaban de mirarla, tan abiertos como dos platos, sus labios se entreabrían con sutileza como si quisiera decir algo, como si quisiera gritar algo, y sin embargo ese «algo» le estrangulaba las palabras en su garganta. Ella notó que él respiraba con dureza, como si le absorbiera todas las fuerzas de su cuerpo hacerlo: su piel había pasado de tener esa tonalidad bronceada por el sol, a no tener ningún color en absoluto.

«Michael, ¿qué te pasa?». La pregunta se pronunció desesperada en la mente de Reby, sin embargo, temía que, si abría la boca, lo asustaría más de lo que ya parecía estar. Por un momento, se torturó pensando en que a lo mejor tenía algo demasiado horrible en el rostro; tal vez se le había caído media cara y no se había dado cuenta...

La incertidumbre se la estaba comiendo viva hasta que Michael aspiró aire entrecortadamente y pronunció unas palabras que a Reby se le encarnaron como dagas contra el pecho:

—¿Qué eres? —preguntó.

El estómago de ella dio un vuelco. Su alma se derramó hasta los pies. Sintió que su corazón se movía dentro de su pecho con una violencia casi dolorosa. Reby podía sentir sus propias facciones descomponerse sin que las pudiera controlar.

—¿Qué? —dijo ella en un murmullo tan débil y falto de aliento que casi había sido inaudible. Deseaba con fuerza que Michael no se estuviera refiriendo a su secreto.

—Dímelo —exigió entre dientes, lleno de ansiedad y con la mandíbula tan apretada que sus músculos faciales se crisparon.

Reby negó con la cabeza. No podía creerlo.

—No sé de qué me hablas...

—Maldita sea, dímelo.

—¡Qué quieres que te diga!

—¡La puta verdad!

—¡Estás loco!

—¡Rebecca!

Sus voces se tornaron gritos, una encima de la otra. De súbito, Michael dio una larga zancada, que hizo tirar la silla, y alcanzó a Reby por el brazo. La arrastró dentro de la cocina y la precipitó contra la pared donde, acto seguido, clavó sus manos a cada lado de las orejas de ella: la tenía apresada entre sus brazos.

Esa fue la primera vez, la primera en toda su vida, que Reby sintió miedo de que un ser humano le hiciera daño.

La cara de Michael estaba tan cerca que su brusca respiración agitaba los cabellos cercanos al rostro de la chica. Ella echó la cara a un lado para evitar mirarlo y cerró los ojos con fuerza.

A pesar de la rudeza medida de Michael, esta vez, cuando asió a Reby de la barbilla para obligarla a mirarlo, lo hizo con una delicadeza casi dulce.

Ella no abrió sus ojos, pero él notó que sus labios temblaban.

—¿Qué eres? —inquirió él.

Reby se mareó. No tenía dudas de lo que Michael quería saber. Poco a poco, se atrevió a abrir los ojos, pero Michael era un borrón. Las lágrimas colgaban de sus pestañas e inundaron su mirada; parecía que veía a través de una gelatina temblorosa. Cuando consiguieron derramarse, pudo notar que él la observaba, le recorría la cara y luego el cuerpo, hasta los pies, como si tratara de encontrar la fuente de la anomalía que había en ella.

De súbito, la miró a los ojos.

—Reby, contéstame, ¿qué eres?

Reby apretó los labios para contener el temblor y cuando abrió la boca para contestar, un gemido lastimero e involuntario se precipitó fuera de ella.

—No lo sé… —le contestó con un hilito de voz, de frente, sin bajar la mirada y con una desgarradora franqueza—. No... no lo sé...

Por un instante, Michael creyó que Reby se había desmayado. Ahí donde hacía un momento estaba su rostro, ahora veía una porción de pared. De inmediato, bajó la mirada.

Reby no podía soportar estar de pie, sus piernas sencillamente cedieron y la obligaron a deslizarse hasta terminar sentada en el piso. Lo único que impidió que se desplomara hacia adelante fueron las manos de Michael que, de nuevo, estaban sobre de ella. Él la sostuvo con suavidad por los hombros.

Entonces ella se soltó a sollozar.

—No sé que soy.

A Michael se le generó un apretado nudo en la garganta. Nunca había presenciado un llanto tan auténtico e infeliz como el de Reby. Se percató de que tenía todo el peso de la chica contra las manos, sabía que, si apartaba las manos, ella se desplomaría.

Y, de hecho, eso sucedió. Su cabeza colgaba hacia adelante de modo que Michael podía ver el centro de su coronilla y cómo varias puntas de los mechones de su negra cabellera se derramaron en el mismo lugar que sus lágrimas: en el piso.


Hola, Allan.

¿Reconoces mi letra? ¿Te acuerdas de ella?

Bueno, por las dudas… soy yo, Reby. Aunque ya te habrás dado cuenta de mi ausencia y te habrás puesto a amenazar a tu hermanito para que te diga a dónde me fui o qué fue lo que hice.

Tranquilo, él no sabe nada, seguía dormido cuando me marché.

Sí, tuve que irme, lo siento. Lo siento por el hecho de ser una malagradecida contigo y con tu familia.

Lo siento por muchas cosas y por muchos años que me oculté de ti.

Pero por favor, por favor, por favor, date la oportunidad de apreciar tu vida. Es tranquila, pacífica, normal. Date la oportunidad de entender que soy peligrosa, que de verdad puedo hacerte daño, que de verdad puedo matarte.

Así que no me tengas lástima, no estés preocupado por mí. Puedes estar molesto, ¡vaya que sí! Pero yo estaré bien.

Sigue y no te preocupes por mí, prefiero estar lejos de ti para protegerte.

Porque soy un monstruo.

No volveré a tener sangre en mis manos.

Perdóname.

Allan había encontrado la carta de Reby sobre la almohada de su cama, y tras haberla leído al menos una docena de veces el día anterior y otra docena al siguiente, decidió que ya era hora de hacer pedazos ese papel.

Ella lo hacía de nuevo, escapaba de él.

Allan se sentó con pesadez en el borde de su cama y miró con resentimiento los trozos de papel que caían al suelo.

—Eres una tonta —le dijo al pequeño pedacito que había quedado con el «Reby» hacia arriba—, de la única que huyes es de ti misma.


Michael puso dos tazas sobre la mesa, una con café y otra con té. La de té se la acercó a Reby y tras tomar asiento frente a ella, se llevó su taza de café a los labios y pasó todo su contenido por la garganta como si de agua se tratara. Reby no lo miró, no había levantado los ojos de la mesa y tampoco parecía haberse dado cuenta de la bebida que Michael había puesto dentro de su plano visual: su mirada, así como su expresión, lucían vacías.

Él se aclaró la garganta y posó sus brazos cruzados sobre la superficie de la mesa.

—Reby, sé que no quieres hablar de esto, pero —se interrumpió para aclararse de nuevo la garganta y poder alcanzar un tono cuidadoso, como cuando un padre trata de sacarle la verdad sobre una travesura a un niño e intenta inspirarle confianza: «sabes que puedes contármelo todo, Junior»—. Reby... ¿por qué te pasa eso?

Al no obtener respuesta de ningún tipo, insistió.

—¿Puedes contármelo?

Se prolongó otro momento de infructuoso silencio, hasta que Reby levantó con lentitud los zafiros de sus ojos y Michael los observó a través de las volutas de humo del té. Tras haber llorado tanto, su mirada ahora estaba tan desprovista de emoción que resultaba sombría.

—¿Por qué debería confiar en ti?

Michael se encogió de hombros con desinterés.

—Yo confié en ti.

—Eso es chantaje.

—Decir que es chantaje es chantaje. Tú me chantajeas.

Reby entrecerró los ojos y lo fulminó con la mirada, incrédula.

—¿Qué? Oh...

Michael se inclinó y le regaló su franqueza:

—Vamos, no es como si te fuera a amordazar y llevarte a la fuerza a un centro de investigación para donarte a la ciencia. —Reby lo observó de forma tal que parecía ser capaz de derretir los polos, hacer estallar los volcanes del planeta y congelar al sol—. De acuerdo, lo siento. —Él levantó las manos en un ademán de disculpa—. Lo estoy arruinando.

—¿Cómo descubriste lo que me ocurre? —inquirió ella con recelo.

—Billy, mi jefe, me dio la grabación del recinto de las bestias.

—¿Y qué viste? —lo apremió e ignoró la insolencia que la palabra «bestia» le hacía sentir.

—A... a la pantera —Michael tragó saliva—, y luego a ti.

Reby soltó un suspiro y miró el contenido líquido de su taza aún sin tocar.

—Agua.

—Claro, un momento...

—No, idiota, estoy contestando tu pregunta.

—Oh.

Michael, que se estaba levantando para atender lo que creía que era una petición, volvió a sentarse. Esperó con paciencia. Tenía toda su atención clavada en Reby.

Ella se tomó un tiempo más para hablar, en su interior tenía una mezcla de querer sincerarse y miedo.

—Yo... — empezó a balbucear, recargó los brazos sobre la mesa y jugueteó nerviosamente con sus dedos—. Me ocurre esto cada vez que me empapo con agua, uhmm... cualquier clase de agua, yo...

—Tranquila. —Michael posó su mano sobre las de Reby, pero se dio cuenta de que él también temblaba, igual o más frenéticamente que ella.

—Lluvia, ríos, mares, una ducha, una tina, fuentes —continuó ella con la voz quebradiza por la ansiedad—. Cualquiera de esas cosas es potencialmente peligrosa para mí. Y para todo el que esté cerca...

Michael tragó saliva lo más silenciosamente que pudo y miró con nerviosismo el líquido que contenía la taza.

—He vivido con esto desde que puedo recordar; no hay forma de controlarlo, no se va, no hay cura. —Reby apretó sus manos y formó puños.

—Reby —empezó Michael e hizo un esfuerzo por ir con cautela—. ¿Qué te hace esa... esa pantera?

Ella meneó la cabeza, confundida:

—¿A mí? Yo misma no puedo hacerme daño. «Esa pantera» no es diferente a mí, no viene de algún lugar mágico cada vez que la «invoco». Soy yo, Michael, soy ese animal. —Se inclinó sobre la mesa y le habló casi en susurros—. Lo que viste en ese video son mis huesos modificados, la sangre que corre por mis propias venas, mis propios dientes convertidos en colmillos, mi cabello que crece en todo mi cuerpo, mis propios ojos.

—¿Y por qué parece que te asusta tanto, si eres tú misma? —dijo Michael e intentó contrastar la delicadeza de sus ángulos con la ferocidad de una letal pantera.

—Porque cuando me ocurre, no soy diferente a cualquier pantera en su estado natural. Por eso debes entender que no puedo estar cerca de ti ni de nadie. Si algo ocurriera y entrara en contacto con el agua mientras estés cerca, no dudaría ni un segundo en arrancarte el cuello. —Reby miró la garganta de Michael y por un momento se sintió tentada a querer transformarse—. La pantera siempre tiene hambre, no importa cuanta comida consuma siendo humana, nunca es suficiente para ella. Tú más que nadie debes saber lo que una bestia puede hacer por comida; no tiene sentimientos, solo instintos, le daría lo mismo comer a un ser querido en su propia casa que a una liebre perdida en la pradera; solo depende de donde esté y de lo que se mueva. Si tiene carne, será la presa.

Michael sintió una fina película de sudor brotar en su frente. De repente, tenía frío y no podía evitar que sus manos siguieran temblando, de modo que decidió ocultarlas debajo de la mesa y apretarlas contra sus muslos.

Te quiero pero voy a matarte

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