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(30 AÑOS)

Los amaneceres de Los Ángeles son especiales, parece una ciudad con dios. Camino hasta la parada del camión donde exmexicanos, exbolivanos y exsalvadoreños se mueven como bancos de charales en busca de croquetas para perro. Eso es lo que les dan ahora de comer a los peces, croquetas trituradas que tienen trozos de soya, huesos de otros perros y carne de res. Los han vuelto pirañas locas, pececitos inocentes que antes solo eran caníbales, ahora empiezan a presentar casos severos de seso licuado por tanta croqueta de perro.

El downtown de Los Ángeles es la esquina del metro San Cosme y todo tiene una extraña correspondencia al viejo terruño: los jeans apretados y de mala mezclilla que exhiben puestos en medio maniquí nalgón, solo las piernitas y un sexo de mujer transparente, sin labios notorios, demasiado flaco comparado con los cuerpos que caminan a su lado, pero que todo el mundo acepta como un verdadero cuerpo humano. Maniquíes que te saludan desde un atrio, desde los metros de acera que se roban las tiendas de ropa apilada en montones inasibles, se necesita un doctorado en pizca de tomate para encontrar una prenda en esas pilas; las cobijas de fibra sintética del América o del Cruz Azul tendidas en los muros, como si se tratara de tapetes persas que decoran un palacio; cartoncillos fosforescentes con marcador negro, nueve dólares con 99 centavos que aquí se vuelven a llamar pesos, «¿A cuánto la cobija? Diez varitos...». La denominación de la moneda es nuestra, es nuestra calle, nuestro español; nos hacemos pendejos de que somos broders, hermanos de salto, estamos en esta pecera porque no nos queda otra, que si pudiéramos comeríamos garnachas en nuestro propio pueblo y chingándonos a otros broders menos culeros. En mi pueblo las personas son más bonitas. Las flores gritan mejor, el viento trae tierra y no bolsas de plástico. Diez varitos, mano, como si estuvieras allá y siguieras comiendo chile. Como si la hamburguesa no te hubiera tocado ya los güevos. Al menos es carne. Carne de esa que muelen en las croquetas de perro.

Vine aquí porque el editor de Simona, la revista donde trabajo, tenía una boda y no se podía chingar como se chinga todos y cada uno de los viajes. Se casaba su hermana por segunda vez (de blanco, por qué no). Un viaje de tres horas y media para encontrarme en el metro San Cosme.

Es la primera vez que vengo a Los Ángeles. Tengo algunas citas antes de ir a buscar a ese cantante a Venice Beach. Los Basquiats del Museo de Arte Moderno. Soy un cliché malformado que camina por Grand Avenue, un cliché llorón que se emociona al ver un cuadrito pendejo de un hijo de haitianos que murió en Nueva York la muerte más pendeja de todas. Me odio por cursi, soy el cliché de la mujercita amaestrada por hombres que reniega de las cosas de mujeres. Soy un perrito que salta el aro. Di que no te gusta maquillarte, salta, di que todo lo femenino apesta a feminista, salta, salta, aprende a hablar idioma hombre. Estoy confundida, pendejos. ¿Me gusta naturalmente o me gusta porque así me quieren más? Me gusta la guerra. ¿Cosa de hombres? Maybe. Me gustan los autos y las canciones de partes cromadas que solo tuvieron una carrera memorable. La caída trágica de los aviones, los monitos en paneles, los robots, las cuentas de la guerra fría, las historias de policías, sobre todo las historias de policías robots. Me gusta cuando una mujer que toca la guitarra se saca un tampón ensangrentado y lo avienta a la concurrencia. No voy a pedir perdón.

Es natural que en esta esquina haya un Pollo Loco. Anuncia el final del siglo en rojo y amarillo. Un edificio se esconde detrás de la majestad de su polvo: el teatro del Millón de Dólares. Todavía en la zona de la pecera con charalitos, el Million Dollar Hotel se vuelve un auricular gigante, churrigueresco, que se traga la marcha de los charales. No lo sienten, pero a veces, el mero cruzar por allí les hace erguir un poco; los lugares piden su propio respeto, por allí caminan Griffith, DeMille, Fatty Arbuckle y Chaplin vestidos de gala, del brazo de mujeres monstruo, tan hermosas que alguien terminó con ellas antes de que llegara el cine a color. Hay algo trágico en el cierre de un cine, pero este no es el caso, el Teatro del Millón de Dólares se transformó, después de su esplendor, en un lugar donde las chichis de Isela Vega se iluminaban para los exmexicanos sedientos de chichis nacionales. Unas décadas más tarde, el teatro era ya la sede de una congregación religiosa. Fueron sus miembros quienes robaron los candiles art noveau, que nadie había notado, y destruyeron lo que quedaba de los muros cuando escribieron máximas adventistas con plumones de aceite. La historia del edificio es la de la ciudad, no se puede pedir mayor gloria en la arquitectura. Ahora mismo se juntan desperdicios en grandes bolsas negras a la entrada del santuario, pero eso también cambiará, pues esta es una calle con voluntad propia. Volverá Fatty Arbuckle de la mano de la siempre joven Virginia Rappe, quien intentará disimular su piel muerta y sus tres abortos antes de los 15 frente a la sociedad de las luces incandescentes. Volverán a pasar por ahí, muy por encima de las bolsas de basura y las ratas, pues los destierros nunca están escritos en piedra.

La reina está muerta

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