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Capítulo 2

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EL DÍA QUE TODO OCURRIÓ


Nada más decidir que lo mejor sería ir a Lucena a pasar unos días, sintió una extraña sensación de bienestar en todo su cuerpo. De repente estaba feliz y llena de energía. Volvía a sentirse atractiva, como hacía mucho tiempo que no se había sentido. Aquella mañana era el inicio de su nueva vida. ¿Por dónde empiezo? —pensó. A su derecha tenía la Casa Batlló, a su izquierda el Banco Pastor, a su espalda la tienda Burberry y sobre ella, en la 5ª planta, su oficina. Se giró, miró hacia arriba en busca de la ventana de su despacho y con una amplia sonrisa se dijo: “cafelito y magdalena de manzana en el Café di Francesco”. Al llegar, se acomodó en la barra, como hacía cada mañana.

—Buenos días, preciosa. ¿Lo de siempre?, —le preguntó el camarero, con una sonrisa insinuadora.

—Buenos días Joan. Sí, gracias, pero hoy, por favor, ponme la magdalena más grande que tengas. No tengo prisa.

—Así me gusta bonita. Hoy no sé que tienes pero te veo diferente.

—Espero que sea para bien, —contestó Valentina mientras colocaba el bolso sobre sus piernas.

—Por supuesto que sí. Tú nunca tienes mal aspecto, pero hay días que se ve claramente, que no puedes tirar ni de tu alma. Hoy sin embargo estás espléndida.

—Tú siempre tan amable conmigo. He pensado en marcharme unos días a Lucena. Tengo el negocio de mi padre muy abandonado, y luego se me acumula la faena.

—Yo sé de uno que va a estar muy contento, aunque tampoco se corta un pelo cuando tú estás por aquí. —dijo Joan mientras le dejaba el café junto a ella.

—Sí, ya sé a qué te refieres, —contestó Valentina, agachando la cabeza.


—Me sabe muy mal meterme en estos temas, pero eres una chica tan guapa y tan buena persona, que no paro de preguntarme ¿por qué demonios estás tirando tu vida a la basura? ¿Crees que disimula cuando viene con esa morena aquí a tomar café?

—Déjalo ya Joan. No merece la pena, —contestó Valentina con voz firme.

—Perdóname Valentina, pero es que hay cosas que me ponen enfermo, —respondió Joan con cara de arrepentimiento.

Joan era el propietario de la cafetería. Tenía cuarenta y siete años muy bien llevados gracias, en parte, a las horas de gimnasio que dedicaba para mantener los músculos en su sitio. Tenía el cabello castaño claro, muy corto y engominado para mantenerlo de punta, consiguiendo así un toque más juvenil. Las relaciones públicas eran su fuerte. La mayoría de sus clientes venían por el café que servía, pero sobre todo por el trato tan amigable que recibían. Les hacía sentir como en casa. Cuando conoció a Valentina, no tardó en sentirse atraído por ella. Veinte años de diferencia no son nada, —pensó. Lástima que por aquel entonces ya estuviese casado con Marta. De la atracción física, pasó a la protección paternal, que fue acentuada a medida que veía la actitud de Giacomo con otras féminas. Valentina tenía que dejarle tarde o temprano.

—¿Cómo está Marta?, —preguntó Valentina para cambiar de tema.

—Bien, como siempre. Ayer estuvimos viendo una película de George Cloony y ¿sabes lo que me dijo?

—¿Qué está para comérselo?, —contestó Valentina con los ojos abiertos como platos.

—Peor aún. Me dijo que si algún día se lo encontraba y le decía “¿vienes?”, que ni se lo pensaba. Vamos que se iba a la cama con él sin ningún remordimiento.

—Bueno, yo de ti estaría tranquilo porque esas cosas no pasan.

—Oye nunca se sabe. ¿Con quién te irías a la cama tú?

—Hombre, me iría con unos cuantos pero con el que no dudaría ni un segundo es con Hugh Grant.

—Lo ves. Tú también caerías.

—Vaya, qué buena idea me has dado, —contestó Valentina, mientras dejaba el café sobre el plato.

—¿Qué quieres decir? ¿Vas a llamarle para quedar con él?

—No, hombre, pero sería una buena historia para un libro.

—¿No me digas que por fin has decidido empezar a escribir?, —preguntó Joan con una sonrisa en los labios.

—Ya me gustaría. ¿Te imaginas que algún día presente mi novela aquí al lado, en “La Casa del libro”?

—Si eso ocurre, las magdalenas corren a cargo mío.

—¡Ja, ja, ja! Esto me lo apunto. ¿Trato hecho?

—Hecho.

Ambos chocaron sus manos, para sellar el trato que acababan de hacer. Valentina terminó el desayuno y se despidió de Joan. Al salir de la cafetería, se puso las gafas de sol, mientras cruzaba Paseo de Gracia, y empezaba a caminar en dirección a Plaza Cataluña, cuando el teléfono sonó.

—Valentina, hija ¿habéis tenido una pelea esta mañana?, —preguntó Nicole sin decir ni buenos días.

—¿Por qué dices eso mamá?, —preguntó extrañada.

—Giacomo está con un humor de perros, y muy nervioso y como no has venido con él.

—Te iba a llamar ahora. Hoy no pasaré por la oficina, si no te importa. Y en cuanto a Giacomo, no te preocupes por él. Seguramente estará molesto porque le he dicho que me tomaba el día libre, y ya sabes que le gusta tenerme controlada. Estoy en Paseo de Gracia, justo delante de la oficina pero en la acera de enfrente, no sé si me verás.

—Por supuesto que te veo. Llevas el Victorio y Lucchino y ¡¡¡Valentina!!! ¿Qué haces con esa americana de Zara?, —gritó encolerizada Nicole.


—Menuda vista que tienes, —contestó sorprendida. Mamá ya hablaremos mañana. Hoy necesito tomarme el día libre, si no te importa. Además, también he pensado en marcharme unos días a Lucena. Hace mucho que no veo a papá. Me irá bien desconectar un poco.

—Me parece una idea estupenda. A tu padre, y sobre todo a tu abuelo, les encantará tenerte unos días con ellos.


Nicole sabía perfectamente que la relación de su hija con Giacomo, no era lo que hubiese deseado. En parte se sentía culpable. Valentina no era feliz, y en verdad tenía motivos para no serlo. Ojalá Gabriel decidiese regresar pronto a Córdoba. Quizás si se volviesen a ver, podrían retomar lo que ella rompió.

—Llamaré a papá para decírselo, —dijo Valentina.

—No te preocupes, le llamaré yo. Espero que pases un buen día. Ven mañana a desayunar conmigo y hablamos un rato ¿vale cariño?, —dijo dulcemente Nicole.

—Está bien. Hasta mañana, —contestó Valentina, sin querer alargar más la conversación.

—Adiós hija.

Valentina era incapaz de enfadarse con las personas a las que quería. Ella siempre perdonaba pero nunca olvidaba. Sabía que su madre estaba arrepentida por lo que hizo, e intuía que estaría al corriente de las infidelidades de Giacomo, pero claro, cuesta mucho reconocer que te has equivocado. Además ¿quién podía prever que esta relación acabaría así? Echando la vista atrás recordó cómo empezó con él.


“A los dos meses de nuestro encuentro en Milán, Giacomo llegó a Barcelona dispuesto a cumplir con los deseos de Giorgio Armani, pero con un objetivo personal muy bien definido: seducirme y hacerme suya. Aquel cinco de abril de dos mil seis, fui a recogerle al aeropuerto. Nos saludamos con un par de besos efusivos en la mejilla, que reflejaban la pasión contenida por ambos. Desde aquel día fuimos uno la sombra del otro. Trabajamos juntos en la apertura de la tienda de la Avda. Diagonal; comíamos juntos; tomábamos cafés juntos y los fines de semana hacíamos turismo juntos. La verdad es que no tardé mucho en caer en sus redes. En parte lo agradecí, ya que cuando regresé a Lucena, después de mi obligado exilio, Gabriel había desaparecido. Pensé que ya no quería saber nada de mí. No había respondido a mis cartas, no me había llamado ni un solo día y, según su padre, no quería que nadie supiera dónde había ido. Estaba claro que yo, ya formaba parte de su pasado. Aquellos años fueron un calvario para mí, así que, cuando Giacomo apareció, quise darle una segunda oportunidad al amor. Al mes de su llegada, la tienda empezaba a perfilarse. Sobre las ocho y media de la tarde, de aquel cinco de mayo, llegué a la boutique para ver cómo iban las obras. Giacomo me recibió con una mirada, que reflejaba como un espejo el deseo que sentía por mí. Cuando los trabajadores empezaron a marcharse, y nos dejaron solos, Giacomo apagó las luces y cerró la puerta de entrada. Sin decir una sola palabra, me cogió de la mano y me condujo hacia los vestidores. Uno de ellos estaba totalmente terminado. Abrió la puerta despacio, como si quisiera desvelar poco a poco una gran sorpresa. Entré, devolviéndole una mirada de complicidad. Cerró la puerta a nuestras espaldas. Lo que vi, me dejó atónita. El vestidor era digno de cualquier reina. La pared del fondo estaba totalmente cubierta de espejo, lo que producía un efecto de mayor amplitud, al igual que el techo, donde habían instalado tres ojos de buey, orientados hacia el centro del vestidor, como si el objetivo fuese iluminar a una artista sobre el escenario. A la derecha había un sofá de dos plazas, que recordaba la época dorada de Venecia, acolchado y forrado de una tela aterciopelada, en diferentes tonos rosas. El suelo estaba cubierto por una moqueta de un tacto suave y algodonado, en un tono rosa pálido a juego con el color del sofá. En la esquina de la derecha, se erguía una lámpara larga que acababa con una forma de tulipán grande, que obligaba a la luz a dirigirse hacia el techo. En la pared de la izquierda, había un gran espejo con un marco del mismo estilo del sofá. Giacomo apagó los ojos de buey, y se acercó a la lámpara, para regular la intensidad de la luz, y dejar casi en penumbra el vestidor. Caminó hacia mí muy despacio, hasta que se puso a mi espalda. Deslizó sus manos por mis brazos, hasta que las entrelazó con las mías. Apoyó la barbilla en mi hombro, y con la mirada fija en el espejo, me preguntó mi opinión. Antes de decirle que me parecía maravilloso, traté de disimular la excitación que sentía en mi interior, aunque creo que no lo conseguí. Giacomo recibió aquellas palabras, como si le hubiese dado permiso para hacerme suya. Sin perder un segundo, empezó a besarme el cuello, provocando que todo mi cuerpo se estremeciera. Sus manos empezaron a dirigir las mías, en un sinfín de caricias que me hacía a mí misma. Casi sin darme cuenta, noté como empezó a deslizar la cremallera de mi vestido. Cuando ya lo tenía desabrochado, me di la vuelta. Solo necesité encoger ligeramente mis hombros, para que mi vestido cayera al suelo. Mi exquisita ropa interior quedó a la vista de sus ojos. Giacomo no perdió un segundo. Se quitó el jersey, los pantalones y los zapatos, antes de que yo pudiera quitarme el tanga. No me dio tiempo a deshacerme del liguero y las medias. Me tumbó, delicadamente, sobre aquella moqueta, para dar rienda suelta a la pasión contenida en aquellos meses. No dejamos ni un solo milímetro de piel sin besar ni acariciar. Cambiábamos de postura una y otra vez, y mirábamos nuestros cuerpos en movimiento en aquellos espejos, testigos de aquella explosión de placer. Exhausta, me tumbé con los ojos abiertos, para verme reflejada en el techo y poder ver y sentir como me poseía con fuerza y energía. Con cada movimiento, descubrí un nuevo significado de la palabra placer. Hasta que el placer se convirtió en éxtasis, y el éxtasis en un abrazo y unos besos que sin palabras le daban las gracias”.

Valentina volvió a la realidad. Estaba parada junto al semáforo de la calle Aragón, a la espera de poder cruzar la calle. Aquel recuerdo reblandeció tanto su corazón, que no pudo hacer otra cosa que replantearse, el objetivo que se había propuesto para aquel día. Con una sonrisa en los labios, empezó a caminar hacia la oficina para abrazar a Giacomo, y darle una nueva oportunidad. Pero el destino de Valentina ya no estaba en sus manos. Justo en el momento en que empezaba a cruzar Paseo de Gracia, le vio salir junto a Susana. El corazón se le paralizó cuando los vio subir a un taxi. Retrocedió unos pasos hasta llegar junto al quiosco de helados, que había en la acera contraria, para intentar no ser vista. El taxi pasó delante de ella a la velocidad justa para ver, en primera fila, como se besaban apasionadamente. Valentina cerró los ojos todo lo fuerte que pudo, como si así pudiese paliar el dolor que sentía en el pecho. Al cabo de unos pocos segundos, suspiró profundamente, abrió los ojos y se dijo así misma: Punto y final.

Cruzó la calle Aragón con paso firme. Ya no era dolor lo que sentía, sino más bien una rabia contenida, por haber estado a punto de volver a caer en sus redes. En su cabeza solo había un objetivo: separarse definitivamente de él, y retomar la vida que le había sido prohibida. Cuando llegó a la altura de la tienda Loewe, se detuvo delante del escaparate. Miraba hacia todas partes, pero era incapaz de ver nada en concreto. Seguía ciega de ira por lo que acababa de ver. Entró en la tienda con la firme decisión, de comprarse el bolso más caro que hubiese, a cargo de la cuenta de Giacomo, por supuesto. Consideró que era un buen pago, por los cuatro años que le había regalado de su vida. Y así lo hizo. Entró en la tienda. Saludó a la dependienta que había a su derecha. Subió los cuatro peldaños de la entrada, y se dirigió a la mesa de la izquierda, donde habían expuestos unos bolsos con sus complementos. Cogió un bolso que encajaba con su atuendo a la perfección. Miró el precio. No era suficiente. No había dejado aún el bolso sobre la mesa, cuando una voz a su espalda le dijo en inglés:

—Creo que es una buena elección. Debería llevárselo.

Valentina se giró sobresaltada, incapaz de aceptar lo que sus oídos trataban de decirle. Aquella voz ¿era de quién ella pensaba que era? Cuando sus ojos le dieron la respuesta, solo acertó a decir:

—No me lo puedo creer, —dijo Valentina, con unos ojos abiertos como platos al igual que su boca.

—No es que me considere un experto en moda, pero sigo pensando que le hace juego con el modelo que lleva puesto.

—No. Me refiero que no me puedo creer que usted esté delante mío —dijo Valentina, con una sonrisa reflejo, de la situación tan inverosímil que estaba viviendo.

—Bueno, pues sí, sí que estoy delante de usted. Por cierto, me llamo Hugh Grant —dijo mientras alargaba su mano para estrechar la de Valentina. ¿Y usted es?

—Valentina Ordoñez Beauchamp. Encantada de conocerle, y disculpe por mi patética reacción, pero es que no es muy habitual encontrarte cara a cara con tu actor favorito, aunque lo hayas soñado miles de veces.

—Nunca se sabe. A veces estas cosas ocurren —dijo Hugh mostrando aquella sonrisa que tanto gustaba a Valentina. Y gracias por lo del “actor favorito”.

—Es cierto. Le vi por primera vez cuando tenía doce años en “Cuatro Bodas y un Funeral”, y desde entonces estoy enamorada de usted, —dijo Valentina levantando sus hombros, como si fuese una niña traviesa que acaba de confesar su gran secreto, mientras que su cara se ruborizó sin poder evitarlo.

Hugh no pudo evitar sonreír cuando vio la reacción de Valentina.

—Esto es lo que yo llamo ir directamente al grano. Quizás me aproveche de la situación para pedirte un favor, si es que dispones de tiempo suficiente, por supuesto.

—Adelante, —contestó Valentina de forma eficiente.

—¿Serías tan amable de asesorarme para…

—¿Ropa para Jessica? —dijo Valentina, con cara de interesante, mientras levantaba sutilmente una ceja.

—¿Cómo sabes su nombre? —dijo Hugh con cara de asombro, ante la respuesta de Valentina.

—Ya te he dicho que eres mi actor favorito, y eso quiere decir que sé muchas cosas de ti. ¿No te importa que te tutee, verdad?

—En absoluto.

—Estás de suerte ya que me dedico al mundo de la moda, y se exactamente lo que Jessica Stone necesita —dijo Valentina tratando de imitar las poses y el carácter de su madre.


Hugh no sabía si reír o salir corriendo. Nunca se había sentido acosado por ninguna fan, pero de repente acudieron a su mente escenas de la película “Atracción Fatal”, con Michael Douglas y Glenn Close. Aunque cuando volvió a mirar a Valentina, no pudo ver más que a una mujer encantadora.

—¿Cuánto dinero estás dispuesto a gastar?, —preguntó con una sonrisa dulce y casi infantil.

—No me gustaría parecer un tacaño, así que ves orientándome y ya te diré basta.

—Hecho, —contestó Valentina poniéndose manos a la obra.

Hugh se quedó boquiabierto al ver la destreza, con la que Valentina iba eligiendo y combinando complementos. En ningún momento le preguntó por las preferencias de Jessica, ni tampoco por la talla. Estaba claro que las mujeres eran un mundo aparte, aún por descubrir. Hacía más de tres meses que se había separado de Jessica, pero aún seguía pensando en ella. Parecía que esta vez no había marcha atrás, aunque él no cesaba en su empeño por recuperarla. Cuando terminaron las compras, Hugh quiso regalarle a Valentina, el bolso que le había visto coger la primera vez que la vio, pero ella se negó, alegando que era un regalo que su pareja tenía pendiente con ella. Salieron de la tienda cargados de bolsas y riendo como si fuesen buenos amigos. El chófer de Hugh, le estaba esperando justo delante de la tienda. Cuando dejaron todas las compras en el maletero, Valentina se preparó para despedirse de aquel momento de película, y volver a la realidad.

—Supongo que tienes que volver al trabajo ¿verdad? —dijo Hugh resignado a perderla de vista.

—La verdad es que no. Hoy me he tomado el día libre, —contestó Valentina, con la esperanza de no despertar de aquel sueño todavía.

—Estupendo. Entonces, siempre que tú quieras por supuesto, permíteme que te invite a comer. Es lo menos que puedo hacer, después de lo amable que has sido conmigo.

—Será un placer, —contestó Valentina, mientras le alargaba la mano para que se la cogiera.

—El placer es mío, —contestó Hugh, antes de besar su mano.

Valentina no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. En su mente empezaron a fluir un sinfín de ideas para su primer libro. Lo que nunca se había imaginado, es que viviría en primera persona, escenas que solo podían ocurrir en su propia ficción. Recordó la conversación que había tenido con su amigo Joan, hacía apenas una hora. Cuando se lo contase, seguro que no se lo creería. Lo que más le extrañó, es que no sentía ni el más mínimo remordimiento. Estaba disfrutando el momento como si fuese una mujer libre. Ya pensaría más tarde cómo poner punto y final, a su relación con Giacomo. Ahora no permitiría que nada ni nadie, le arruinase el momento que estaba viviendo, ¿en sueños quizás?

Valentina dio las gracias con una dulce sonrisa al chófer, cuando éste le abrió la puerta para que pudiera acomodarse. Hugh se sentó al lado de ella. Los servicios que había contratado, incluían un paseo turístico por la ciudad así que, desde Paseo de Gracia iniciaron un recorrido por las calles de Barcelona. Subieron hasta La Pedrera. De allí fueron en dirección a la Sagrada Familia. Dieron una vuelta completa alrededor de la catedral, y se pararon delante de la puerta principal, para admirar aquella maravillosa construcción, que dejó boquiabierto a Hugh. Más tarde pusieron rumbo hacia la Catedral de Barcelona, donde el chófer los dejó al inicio de la calle peatonal. Antes de salir del coche, Valentina le miró.

—¿Estás seguro de que quieres bajar y pasear por aquí?, —preguntó Valentina, al ver al gran número de personas que paseaban por la calle.

—Me gustaría intentarlo, sobre todo porque me han recomendado probar esos cafés con leche que dicen, son tan diferentes a los nuestros.

—Pues… adelante.


Nada más salir del coche, un aluvión de mujeres empezaron a gritar, mientras se dirigían hacia Hugh, con sus móviles en marcha, para hacerse un sinfín de fotografías, que inmortalizase aquel momento. Hugh miraba a Valentina con la esperanza de que pudiera poner un poco de orden en aquel caos, que parecía no acabar nunca. El chófer abrió las puertas del coche para no demorar el regreso de su cliente, pero Valentina, con un gesto, le hizo saber que no sería necesario. Como si se tratase de la agente del actor, empezó a poner orden, muy amablemente, entre todas aquellas mujeres a las que entendía a la perfección. En menos de un minuto consiguió liberar a Hugh, al que dejó perplejo por el nuevo rol que había asumido Valentina. El chófer cerró la puerta, tocó levemente su gorra, y con un gesto de su cabeza felicitó a la nueva ayudante del actor.

El paseo por la plaza de la Catedral, y las callejuelas que recorrieron, hasta llegar a la Plaza San Jaime, no estuvo libre de paradas y fotografías, pero con un simple gesto, Valentina conseguía poner orden y liberar a su protegido, de las consecuencias de la fama. Finalmente consiguieron llegar a una cafetería, donde buscaron el rincón más apartado de la entrada, para sentarse a tomar un café con leche y unos croissants. Las propietarias de la cafetería, dos hermanas de treinta y pocos años, no cabían de gozo al ver como el actor y “su representante”, entraban en su establecimiento. Evidentemente la cuenta de la consumición estaba más que pagada, a cambio de una foto junto al actor, que adornaría la pared frontal, para deleite de los clientes habituales, los nuevos que pudieran llegar, pero sobre todo para las dos hermanas. Cuando finalmente consiguieron un poco de intimidad, empezaron a hablar. Valentina no paraba de preguntarle sobre anécdotas de sus rodajes, y curiosidades de actrices con las que había trabajado. También le preguntó por su vida. Si su sueño de pequeño había sido ser actor, o si por el contrario no había cumplido con sus sueños. A medida que Hugh iba contestando al interrogatorio al que se vio sometido, Valentina intuyó, que no estaba pasando por el mejor momento de su vida. Por su parte, Hugh también escuchó atentamente la ajetreada vida de Valentina. De cómo compaginaba el mundo de la moda, con el mundo de los caballos; de sus continuos viajes de pasarela en pasarela y de feria en feria. También le preguntó por sus sueños. Fue en ese momento cuando Valentina le confesó, que su gran pasión siempre había sido la literatura. Había crecido leyendo las novelas de Victoria Holt. Quería ser como ella. Le confesó que se había visto en sueños, desfilar sobre la alfombra roja de Leicester Square, para asistir al estreno de alguna de sus novelas llevadas al cine. Hugh le sonrió. Le cogió la mano y sin dejar de mirarla, le besó el dorso. Aquella escena le hizo recordar el día que conoció a Giacomo, pero esta vez no le hizo retroceder en su decisión de romper con él.

—¿Cuándo piensas empezar? —le preguntó Hugh, poniendo cara de “¿a qué esperas?”

Valentina se vio sorprendida por la pregunta, pero en el fondo tenía razón. ¿A qué estaba esperando?

—Creo que el día de hoy me ha dado suficiente material, para empezar a escribir. Así que, en el momento en que me siente delante de mi portátil, empiezo.

—Eso está muy bien. Por cierto ¿saldré yo por algún lado?, —preguntó Hugh con cara de despiste.

—Sin lugar a dudas. De momento ya sé que título le voy a poner.

—Sorpréndeme.

—“El día que conocí a Hugh Grant” ¿Qué te parece?

—Creo que es un título perfecto, aunque si nos ceñimos a la legalidad, te tendré que cobrar los derechos por usar mi nombre —dijo Hugh mientras la señalaba con el dedo índice, y con cara de pocos amigos.

—¿Lo dices de broma, verdad? —contestó Valentina con cara de incrédula.

Hugh la miró entrecerrando los ojos.

—Bueno, quizás me lo piense y solo te pida producir la película, con mi correspondiente beneficio, por supuesto, —contestó Hugh, con cara picarona.

Valentina le miró con las cejas levantadas, en señal de sorpresa, pero con una amplia sonrisa en sus labios. Después de unos segundos de silencio, empezaron a reír, cada uno de ellos pensando, en si lo que acababan de decir, se convertiría en realidad.

Salieron de la cafetería, no sin antes recibir un sinfín de sonrisas y de agradecimientos, por parte de las propietarias, y del resto de la gente que había en ese momento. Iniciaron el camino de regreso al coche, con la idea de pasar desapercibidos, aunque no fue fácil conseguirlo. Caminaron despacio para disfrutar del ambiente de la ciudad, hasta que llegaron al coche. El paseo programado por el chófer, les condujo desde Vía Layetana hasta la Plaza de Colón. Valentina miró a Hugh sin entender por qué se había sincerado con él. Quizá lo hizo porque consideró, que aquello era un presente efímero, y al día siguiente ese hombre desaparecería de su vida, de la misma forma que apareció. Hugh la miró con una sonrisa, mientras cogía su mano y la apretaba para darle las gracias. Valentina desconocía en ese momento, la ruptura con Jessica, así que no podía imaginar que Hugh se sintiera tan deprimido. El conductor, con una exquisita educación, continuó deleitando a sus pasajeros, con un paseo por la zona del Port Vell, hasta llegar al Maremágnum. Finalmente se dirigió al Hotel Arts, en pleno Puerto Olímpico de Barcelona, donde se alojaba Hugh. Al llegar, el chófer salió velozmente de su asiento, para abrir la puerta a Valentina. Le ofreció su mano y le ayudó a salir del coche. Ella le dio las gracias. Seguidamente abrió el maletero para coger las bolsas, y entregarlas al botones, para que las subiera a la suite del actor. Se despidió de ambos, no sin antes confirmarles, que había reservado una mesa para dos, en la terraza del Restaurante Agua, tal y como se lo había solicitado. Hugh se lo agradeció con su exquisita y británica educación. Empezaron a caminar por el Paseo Marítimo hacia el restaurante. Aquel día lució un maravilloso sol de primavera, que invitaba a pasear y a olvidarse del ya casi caduco invierno. El mar, de un azul brillante y limpio, estaba en calma, con ese toque marinero, que tanto hacía disfrutar a Valentina. Hugh estaba encantado con la meteorología. Había salido de Londres hacía tres días, con lluvia y un frío de pleno invierno. Este sol no tenía precio. Al llegar al restaurante fueron atendidos con la máxima rapidez y educación. Se sentaron en la terraza donde disfrutaron de unas maravillosas vistas al mar, y del calor del sol. Hugh dio plena libertad a Valentina para que eligiera el menú. Empezaron con unos montaditos de jamón y foie, acompañados de un Ribera de Duero, que les terminó de deleitar el paladar. Como plato principal, comieron un arroz al carbón, obligatorio para un británico, dispuesto a saborear los platos típicos de la zona. Acabaron con una crema catalana y con un Earl Grey para cada uno. Las miradas de Hugh, sus atenciones y sus perfectos modales británicos, hicieron sentir a Valentina, por primera vez en mucho tiempo, deseada. Por su parte Hugh, encontró en Valentina, el paréntesis necesario para aliviar, aunque solo fuera por un día, a su maltrecho corazón. No entendía los motivos, pero aquella chica le infundía paz. Al salir del restaurante, fueron despedidos por el camarero que les atendió y por el encargado, que no cesaban en darles las gracias, por haberles elegido para disfrutar del “lunch”. Empezaron a caminar hacia el hotel, en silencio. Valentina sabía que se acercaba el momento de despertar, de aquel día mágico, pero no quería hacerlo, aunque tampoco le pareció correcto subir a la habitación de Hugh, sin una invitación previa. Hugh no quería despedirse de Valentina todavía, porque sabía que volvería a pensar una vez más en Jessica, y eso era sinónimo de dolor. Pero tampoco se atrevía a invitarla a subir. Primero, porque no quería darle una mala imagen, y segundo, porque no sabía si podría resistirse a no besarla. Aquellos pensamientos provocaron un silencio un tanto embarazoso. Había que romper el hielo cuanto antes, así que Valentina fue directa al grano.

—¿Has roto con Jessica, verdad?, —preguntó con voz firme y mirándole directamente a los ojos.

—Sí, —contestó sorprendido, de que hubiese llegado por sí sola a esa conclusión.

—Yo también con mi pareja, —confesó Valentina, con la mirada puesta en el suelo.

—Maravilloso. Así que somos dos personas, a las que se nos resiste el amor. ¿No es así? ¿Qué te parece si tomamos una copa en mi suite, para terminar de ahogar nuestras penas?

—Me parece perfecto.

Como si se hubiesen quitado un peso de encima, aceleraron el paso para llegar al hotel. Subieron en el ascensor que les llevó hasta la planta cuarenta y tres, donde estaba la suite de Hugh, justo delante de la zona spa Six Senses. Cuando Valentina entró, se encontró con una habitación amplia, acogedora y bañada por el sol del atardecer. La cama, tamaño King Size, estaba cubierta por sábanas y edredones blancos inmaculados, hasta donde llegaban los colores dorados y rojizos de la luz del sol. Cuatro cojines blancos, puestos en perfecta harmonía, terminaban por adornarla. Los sillones, la mesa de despacho, el televisor, el inmenso cuarto de baño y las vistas que ofrecían los grandes ventanales, hacían que aquella suite fuese más bien el apartamento soñado por muchas personas, para vivir. Valentina se descalzó. Empezó a caminar sobre aquella moqueta muy lentamente, como si quisiera regalarle un masaje a sus pies. Se dirigió hacia la ventana, con la idea de admirar las maravillosas vistas del Mediterráneo, mientras cerraba los ojos e inflaba su pecho, como si quisiera oler el mar. Hugh la miraba detenidamente, de arriba abajo, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, como si quisiera admirar, hasta el más mínimo detalle de aquella mujer.

—¿No te parece precioso? —dijo Valentina, refiriéndose al mar.

—Me pareces divina, —contestó Hugh con un susurro.

Valentina sonrió, mientras se giraba hacia él y apoyaba su espalda contra la ventana.

—Me refiero a las vistas del mar, —contestó Valentina con tono de “no seas malo”.

—Ah, sí, por supuesto, muy relajantes y muy útiles para meditar —contestó de forma profesional.

Valentina cruzó los brazos sobre su pecho, y le miró como si sintiera la necesidad de justificarse.

—Hugh, supongo que el que esté aquí contigo, te estará dando una imagen de mi un poco “demasiado” liberal. ¿No es así?

—Lo mismo podría decirte yo a ti. Después de mi “arresto”, supongo que todas las mujeres me deben considerar un adicto al sexo, o algo parecido. Pero los dos sabemos cómo somos. ¿No crees?

Valentina le sonrió un poco más tranquila.

—Antes te dije que había terminado con mi pareja, pero lo que no te he dicho, es que él aún no lo sabe. Cinco minutos antes de encontrarte en la tienda, le vi cómo se besaba, con una de sus secretarias, en un taxi. Supongo que se dirigían a la casa de ella. Aún no he decidido como decirle que hemos roto, pero de aquí a la noche ya pensaré en algo. Y fíjate como ha terminado un día, que tenía que ser horrible. Aquí estoy, en la suite de un hotel, con mi actor favorito, debatiéndome en si tengo que salir por la puerta corriendo, o por el contrario, debería hacer lo que estoy deseando hacer.

—Hagas lo que hagas por favor no salgas corriendo, porque van a pensar que he intentado aprovecharme de ti, y no me gustaría añadir más leña a mi dañada reputación.

Valentina no pudo controlar la risa que le provocó, aquella imagen en su mente. La tensión entre ambos, estaba desapareciendo por momentos.

—¿Cuánto tiempo hace que has roto con Jessica?, —le preguntó, cuando dejó de reír.

—Tres meses, —contestó secamente.

—¿Hay posibilidades de que volváis a estar juntos?

—Ya me gustaría, pero depende de ella. Su prioridad en esta vida es llegar a ser una modelo famosa. Nunca me he considerado un machista, aunque es lo que ella me recrimina constantemente. Me gusta que las mujeres se sientan realizadas, y que mi pareja sea conocida como Jessica Stone, y no por ser la mujer de Hugh Grant. El nueve de septiembre cumpliré cincuenta años. Una de mis ilusiones en esta vida era formar una familia. Quería tener tres hijos. Pasar mis vacaciones en Escocia con ellos, como hacía yo de pequeño y así continuar, a través de ellos, mi legado familiar. ¿Qué le voy a hacer? Mi familia desciende de los Grant de Glenmoriston. Seguro que lo sabías ¿verdad? Creo que no es mucho pedir, pero ella no quiere oír hablar de eso. Piensa que no quiero que triunfe, y eso no es cierto. Una mañana me dijo que se marchaba y que era mejor que no nos volviéramos a ver. Hizo las maletas y se marchó a Cardiff, con sus padres. Después de tres meses de súplicas y llamadas sin respuesta, hice las maletas y me vine a Barcelona. Aún no sé qué estoy haciendo aquí pero como ves, le he hecho unas compras, gracias a ti, como si estuviese esperándome en casa.

Cuando Hugh terminó, se quedó pensativo. ¿Por qué le había explicado todas esas intimidades a una desconocida, por muy buena persona que pareciese?, —pensó. Solo esperaba que todo esto, no acabase complicándole más la vida.

—No pierdas la esperanza. Seguro que de una forma u otra todo se arreglará, —contestó Valentina mientras pensaba una posible solución para el problema.

—Que optimista eres. ¿Crees en el destino Valentina?

—Sí. Sin dudarlo un segundo. El problema es que muchas veces no somos conscientes del objetivo real que nos brinda.

—¿Qué quieres decir?, —preguntó extrañado Hugh.


—Quiero decir que tú y yo nos hemos encontrado hoy, por una jugada del destino, pero el resultado de este encuentro será muy diferente, al que pensamos en el momento que nos vimos. ¿Qué nos traerá a nuestras vidas este encuentro? ¿Un día maravilloso para ambos y ya está? Yo creo que no. Solo el tiempo nos lo dirá, pero ya verás cómo esto habrá servido para una finalidad.

—Valentina no sé a dónde nos llevará todo esto, pero de momento lo que tengo claro es que me encantaría besarte, pero solo si tú también lo deseas, —dijo Hugh mientras caminaba lentamente hacia ella.

—Sin tener en cuenta que eres mi actor favorito, y sin que esto interfiera en mi decisión, estoy deseando hacerlo.

Hugh se acercó a Valentina despacio. Le cogió la cara con ambas manos, y la besó con dulzura, para saborear aquellos labios carnosos, que tanto le habían gustado, desde el primer momento que la vio. Con unos movimientos lentos y acompasados, se abrazaron para sentir sus cuerpos, uno contra el otro, a medida que los besos comenzaban a ser apasionados y llenos de deseo. Sin rubor alguno, Valentina empezó a desabrochar la camisa de Hugh. Si algo había aprendido en esos cuatro años con Giacomo, era el haberse convertido en una perfecta amante. Él comenzó a bajar la cremallera del vestido. Solo tuvo que acariciar los hombros ligeramente, para que cayera a sus pies, y dejar al descubierto un cuerpo perfecto, adornado con una lencería fina, irresistible para cualquier gusto. El pulso de ambos empezó a acelerarse por momentos. La ropa que quedaba puesta, desapareció en segundos. Sin dejar de besarse, empezaron a caminar hacia la cama, hasta que cayeron sobre ella. Con movimientos sincronizados y sin separar sus labios, empezaron a acomodarse en aquel mullido colchón. Con las manos, empezaron a tirar los cojines al suelo, para disponer de todo el espacio. Hugh se colocó sobre ella. Las piernas de Valentina le rodearon la cintura, como si quisiera impedir que se escapara. Hugh dejó de besarla. La miró a los ojos, y sin esperar más respuesta que la sonrisa de Valentina, la hizo suya muy despacio, como si quisiera sentir cada roce de su interior. Valentina cerró los ojos, a la vez que emitió un dulce gemido. Hicieron el amor con los ojos cerrados, sumergidos cada uno en sus propios pensamientos.

Permanecieron abrazados en silencio. Quizás porque en su interior sentían remordimientos, por lo que acababan de hacer. Pero si se ceñían a la realidad, ninguno de los dos había sido infiel a su pareja. Ni tan siquiera Valentina. Hugh fue el primero en romper el hielo, con bromas que les provocaron carcajadas a ambos. Valentina no se podía creer que se sintiera tan feliz, después de lo que acababa de hacer. Oficialmente seguía siendo la pareja de Giacomo, aunque hubiese tomado la decisión de romper con él, esa misma mañana ¿Qué le estaba pasando? ¿Dónde había escondido sus principios? Miró a Hugh. Él se la quedó mirando a la espera de que le dijera algo.

—¿Y bien?, —dijo Hugh con los ojos como platos.

—Esto ha sido mejor, de lo que me esperaba, —dijo con voz seductora, mientras dejaba caer su melena hacia delante, y se colocaba sobre él. El sexo sin amor, también puede ser muy placentero.

—Menudo descubrimiento acabas de hacer. Solo tienes que dejarte caer, en los brazos de la pasión, —le contestó, mientras deslizaba suavemente sus manos hasta llegar a las nalgas de Valentina.

Ella le obedeció y le besó.


El sol empezó a desaparecer poco a poco de la habitación. Valentina se incorporó en la cama, de un salto.

—¿Te apetece hacer un Pretty Woman en el Jacuzzi?, —le preguntó con una sonrisa llena de picardía.

—¿Cómo dices?, —contestó Hugh, frunciendo el ceño.

—Ahora me dirás que no has visto Pretty Woman, la escena de la bañera, cuando Julia abraza con sus piernas el cuerpo de Richard.

—Oh, sí, por supuesto. Me parece una idea estupenda. No hay duda de que el cine es una de tus grandes pasiones.

—La verdad es que me encantan las historias de amor. ¿Qué le voy a hacer? Nací un catorce de febrero, y por si lo habías olvidado, me llamo Valentina. ¿Qué opinas de la historia de San Valentín?, —le preguntó, mientras cruzaba las piernas para sentarse en la cama frente a él.

—Una magnífica estrategia de marketing, que obliga a los hombres a comprar algo a sus parejas, si quieren evitar una semana de castigo.

—¿Cómo dices? Pero si es una historia de amor preciosa. Desde que la conocí, decidí que si alguna vez me casaba, lo haría en un jardín, un campo o mejor aún, en un bosque.

—¿Casarte en un bosque? Y ahora me dirás que tus damas de honor serán unas elfas ¿no? A ver, sorpréndeme con esa historia tan maravillosa.

—Qué poco romántico que eres. Quizás por eso no hayas tenido suerte con tus parejas. Escucha y aprende Mr. Grant de Glenmoriston.

San Valentín fue un sacerdote cristiano que vivió en pleno mandato del emperador Claudio II. Cuando el imperio romano empezó a desmontarse, al emperador se le ocurrió la brillante idea, de prohibir las bodas de los soldados ya que, según él, los hombres casados no rendían tan bien en el campo de batalla. Muchas parejas se vieron truncadas por aquella nueva ley, hasta que a San Valentín se le ocurrió una solución. Empezó a casar a las parejas, en los bosques, a escondidas, bajo el rito cristiano. ¿Te acuerdas de la escena de Braveheart cuando Mel se casa con su novia en el bosque? Pues eso mismo hacía San Valentín. Pero como ocurre siempre, la voz empezó a correr entre las gentes, hasta que llegó a los oídos equivocados. San Valentín fue llamado ante la justicia por incumplir el mandato del emperador. Cuando argumentó sus actos, casi consiguió que el emperador se convirtiera a la fe cristiana, pero los consejeros de éste, finalmente consiguieron que cambiara de opinión y lo encarcelara. Al entrar en prisión, el carcelero se burló de su fe. San Valentín siguió defendiendo su religión, hasta el punto que el carcelero le retó. Le dijo que si su Dios era tan milagroso, sería capaz de devolverle la vista a su hija, ciega de nacimiento. San Valentín aceptó el reto y encomendándose al Señor, obró el milagro de devolverle la vista a Julia. Cuando aquello ocurrió, el carcelero se arrodilló a sus pies para pedirle perdón y suplicarle que instruyera a su hija en la fe cristiana. Diariamente Julia acudió a la prisión, a recibir las clases que San Valentín le daba, hasta el día antes de la ejecución. Aquel día, cuando se despidieron, dejaron muchas cosas por decir. La última noche que pasó San Valentín con vida, descubrió un nuevo significado de la palabra amor. Se había enamorado perdidamente de Julia. Le escribió una nota donde le explicaba todo lo que sentía por ella, y la firmó: “de tu Valentín”. Aquel catorce de febrero al amanecer, San Valentín fue ejecutado.

Valentina cayó durante unos segundos. Cerró los ojos y puso su mano sobre el pecho, como si pudiese tocar su interior.

—No me digas que no es bonita esta historia, —dijo con voz pausada y con los ojos vidriosos.

—Pues sí. Y muy triste a la vez, —contestó Hugh. ¿Sabes una cosa Valentina? Tienes un don para contar historias. Deberías hacer un pensamiento y empezar.

—Sí. Es lo que he decidido hacer, —dijo con voz firme. Bueno que ¿Jacuzzi Richard?, —preguntó con voz infantil.

—Jacuzzi Julia, —contestó, mientras la cogía de la mano y la llevaba directamente al baño.

Mientras la bañera se llenaba, Valentina preparó un té, y lo acompañó con unas galletas escocesas de mantequilla, que había en el mueble bar. Esta imagen tan hogareña, provocó una sensación de bienestar en Hugh. Estuvieron cerca de una hora dentro del Jacuzzi. Hablaron, rieron, se olvidaron del mundo, mientras disfrutaban del momento.

—¿Por qué no te quedas esta noche? “y no porque te pague, sino porque tú quieras”, —preguntó Hugh acentuando la voz.

—Vaya, veo que recuerdas el diálogo de Pretty Woman. “Ya sabes que no puedo”, —contestó Valentina interpretando su personaje.

—Fuera bromas ¿Por qué no te quedas? En serio, —preguntó Hugh mientras la encaraba a él.

—Me encantaría. Pero te recuerdo que aún tengo que romper con mi pareja. Cuanto antes acabe con todo esto, antes podré empezar a ser la verdadera Valentina. Además, mañana regresas a Londres, y yo me marcho unos días a Córdoba. Está claro que nuestras vidas siguen caminos diferentes. Aunque, siempre nos quedará Barcelona.

—¿No era París?, —preguntó mientras se rascaba la cabeza.

—Claro que sí hombre, pero ¿es que has estado alguna vez conmigo en París?

—No.

—Pues entonces… “siempre nos quedará Barcelona”.

Salieron de la bañera. Se vistieron entre risas y comentarios de lo ocurrido aquel día. Cuando ya no quedaba nada más por hacer ni por decir, se dirigieron a la puerta de la suite, para despedirse y finalizar aquella historia de un día.

—Le diré al chófer que te acompañe a casa, y así mañana me presentaré con un ramo de flores y te gritaré desde la calle: “¡Princesa Bibian!”

—¡Hugh!, —contestó mientras le daba una suave palmada en el brazo. Esta salida no me la esperaba. Que gracioso que eres. No, no te preocupes, me iré paseando un rato, y luego cogeré un taxi hasta casa.

—Ni hablar. Irás con el chófer y por favor, película aparte, aquí tienes mi tarjeta y mi teléfono particular. Siéntete libre de llamarme siempre que quieras, y si viajas por mi país, no dudes en venir a verme. Intentaré no llevarte a la cama, pero me encantará disfrutar de una cena en tu compañía.

—Eres un encanto. La guardaré bien a mano. Nunca se sabe. Te dejo la mía por si algún día decides regresar por aquí. ¿Sabes una cosa? Cuando te vi en Cuatro bodas y un funeral, soñé con acostarme contigo tantas noches, que ahora que mi sueño se ha hecho realidad, no quiero despertar. Por cierto, ha sido mejor de lo que imaginaba, —dijo Valentina casi en un susurro.

—Muchas gracias. Ha sido un verdadero placer disfrutar de este día contigo. Creo que eres ese tipo de persona, con una luz especial, que se hace imposible de olvidar. No entiendo como tu pareja puede dejarte escapar.


Se abrazaron y juntaron sus labios, en un beso que pretendía sellar una amistad. Ambos sabían muy bien por quienes latían sus corazones. Valentina se sentía feliz, y con energía, para asumir las decisiones que debía de tomar. Le acompañó al ascensor, y esperó hasta que las puertas se cerraron. Valentina desapareció de su vista. Hugh volvió a la suite cargado de dudas. No tenía claro por dónde empezar. Lo único que sabía con certeza, era que debía de hacer las maletas, para coger su vuelo de mañana. Miró la tarjeta de Valentina y la guardó en su cartera.

Valentina salió del hotel con paso enérgico y seguro; con la espalda erguida y los hombros firmes; y con una sonrisa en los labios. Lo primero que hizo, al notar el calor del sol sobre su cuerpo, fue pellizcarse el brazo. Sí, estaba despierta y aquello había ocurrido de verdad. Miró el reloj. Eran las siete y treinta y dos minutos. Cogió su móvil y marcó el número de Giacomo. Al tercer timbre contestó.

—Estoy ocupado Valentina, te llamo luego, —dijo con voz ruda y sin querer perder ni un minuto.

—No es necesario que te molestes. Solo llamaba para decirte que hemos terminado, y que te dejo el camino libre con Susana, y con el resto de tus amantes. Me marcho unos días a Lucena. Cuando vuelva no quiero nada de tus cosas en mi casa.


Antes de que Giacomo pudiera reaccionar, Valentina colgó el teléfono. Contrariamente a lo que esperaba, se sentía liberada, como si esa puerta con la que había topado durante los últimos cuatro años, se hubiese abierto de par en par, para dejarla escapar. Ya había cruzado. Ya estaba en el otro lado. Lo único que tenía que hacer ahora era, emprender el camino, quizás hasta regresar al punto donde se desvió.


El chófer la dejó en el apartamento sobre las ocho y cuarto de la tarde, pero no se vio con ganas de subir todavía. Decidió dar un paseo por la playa. Necesitaba poner un poco de orden en su mente. Eran las nueve y media de la noche cuando entró en casa. Al poner el móvil en marcha, descubrió las múltiples llamadas perdidas que su madre le había hecho, a lo largo del día. Giacomo no había vuelto a llamar. Le envió un mensaje a su madre donde le decía, que a las nueve estaría en su casa para desayunar. Antes de que pudiera reaccionar, recibió la contestación: “No tardes. Un beso”. Cuando abrió la puerta de la terraza, Hans empezó a girar sobre ella, moviendo la cola enérgicamente. Entró en el comedor. Olió. Estaban solos. “¡Bien. Esto promete!, —pensó Hans, mientras volvía a la terraza a comer el pienso, que Valentina le había puesto en su plato. Cuando terminó, salieron a la playa a pasear, para que él pudiera hacer sus necesidades, y correr un rato. Su hocico de sabueso le decía que había pasado algo, pero no sabía exactamente qué era. Valentina estaba muy pensativa, y no mostraba señales de querer jugar con él. Hans no se lo tuvo en cuenta.

Entraron en el apartamento al cabo de un cuarto de hora. Valentina se cambió de ropa. Se puso un chándal y unos calcetines gruesos. Cogió una manta y una almohada, y salió a la terraza. Hans estaba sentado delante de su caseta, moviendo la cola enérgicamente, ante la inesperada visita de su ama. Sus orejas se empezaron a mover como radares, en busca de más sonidos, pero solo pudo oír las olas del mar. Esto quería decir que Giacomo no estaba. Miró a Valentina con la idea de descubrir si estaba triste o alegre. La vio como se acomodaba en el balancín de la terraza. Apoyó la cabeza en una gruesa almohada y se tapó con la manta. “¿Iba a pasar la noche allí fuera con él? ¿No estarían mejor los dos dentro de casa, calentitos?”, —pensó Hans, feliz pero a la vez inquieto por esta extraña situación.

—Hans ven aquí. Sube y acurrúcate conmigo como cuando eras un cachorrito.

Hans se acomodó encima de la manta entre sus piernas apoyando la cabeza sobre su abdomen. La miró con toda la ternura que pudo.

—Hoy ha sido un día increíble. Pero cuando digo increíble, es que me han pasado cosas que en la vida real no ocurren, bueno lo de Giacomo ocurre más a menudo de lo que pensamos, pero lo de pasar un día con tu actor favorito, y acabar en la cama con él, no es que ocurra habitualmente. En fin creo que este cinco de abril, no lo voy a olvidar fácilmente. Mañana iré a desayunar con mamá, necesito hablar con ella y empezar a tomar decisiones, pero no te preocupes que allí donde vaya yo, vendrás tú.

Hans emitió un dulce gemido, mientras lamía la mano de su ama. Valentina recibió aquellos besos con una sonrisa. Levantó la vista hacia el mar. La luna estaba casi llena y su reflejo dejaba ver un mar en calma. La última imagen que recordó, antes de dormirse profundamente, fue la de Gabriel.


Habían pasado cuatro años desde que Gabriel abandonó Lucena, con el corazón destrozado y con las esperanzas perdidas. En Brighton encontró un poco de paz, pero no el olvido necesario para aliviar a su corazón. Miró hacia la luna casi llena. Quizás, con un poco de suerte, ahora que había regresado, tuviese una nueva oportunidad.

El día que conocí a Hugh Grant

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