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ОглавлениеFundar la democracia en el reconocimiento, no en la tolerancia1
Romel Armando Hernandez-Silva
Israel Biel-Portero
1 Este capítulo ha sido realizado por investigadores del grupo La Minga de la Universidad Cooperativa de Colombia, sede Pasto, en el área de dogmática jurídica. El proyecto del que surge este texto se titula “¿Redistribución o reconocimiento? Perspectivas de la justicia en pensadores de la teoría critica contemporánea.”
Resumen
El presente capítulo es resultado de un proyecto de investigación inscrito al sistema de investigación de la Universidad Cooperativa de Colombia. El proyecto titulado ¿Redistribución o reconocimiento?, busca valorar la relación entre los conceptos de reconocimiento y redistribución que algunos autores de la filosofía crítica contemporánea desarrollan. En la presente investigación se encuentra que la tradición democrática heredada está fundada sobre la idea de la tolerancia como valor fundamental para la convivencia. Sin embargo, la tolerancia no fomenta el dialogo y la interacción; por ello es conveniente pensar la democracia desde parámetros afines al reconocimiento. Así, este capítulo responde a dos preguntas orientadoras. La primera: ¿cuál es la diferencia entre la tolerancia y el reconocimiento?, y la segunda: ¿por qué hoy es necesario fundar la democracia en el reconocimiento y no en la tolerancia?
Palabras clave: tolerancia, reconocimiento, democracia, igualdad, diferencia.
Abstract
This paper is the result of a research project registered at the Cooperative University of Colombia. The project entitled “Redistribution or recognition?” aims to assess the relationship between the concepts of recognition and redistribution developed by some authors of contemporary critical philosophy. We found that the democratic tradition inherited is based on the idea of tolerance as a fundamental value for coexistence. However, tolerance does not encourage dialogue and interaction. We should rather think about a democracy founded in recognition. This paper aims to answer two guiding questions. The first one: what is the difference between tolerance and recognition? The second one: why is it necessary to found democracy in recognition better than in tolerance?
Keywords: Tolerance, Recognition, Democracy, Equality, Difference.
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Hernandez-Silva, R. A. y Biel-Portero, I. (2020). Fundar la democracia en el reconocimiento, no en la tolerancia. En A. C. Casanova Mejía, D. Camacho Vinueza, R. A. Hernández Silva y J. A Ruiz Quintero (Comp.), Diálogos y debates de la investigación jurídica y sociojurídica en Nariño (pp. 50-67). Bogotá, Colombia: Ediciones UCC. https://dx.doi.org/10.16925/9789587602333
Introducción
El pensamiento democrático heredado de los clásicos liberales ha enseñado el valor de la tolerancia entendida como respeto hacia el otro. Sin embargo, en la actualidad, cuando las diferencias en una sociedad desbordan los marcos religiosos y se inscriben más allá de una simple diferencia de opinión o creencia, la democracia difícilmente puede seguir fundada en la idea de la tolerancia. Se hace necesario el reconocimiento como una condición que permite, no solo la presencia del otro, sino la valoración del otro en cuanto sujeto importante de la variedad social. En el presente escrito se pretende responder a dos preguntas: ¿cuál es la diferencia entre la tolerancia y el reconocimiento?, y ¿por qué en el presente es necesario fundar la democracia en el reconocimiento y no en la tolerancia?
Si pudiéramos viajar al París o al Londres del siglo xix y observar a la gente que transita por sus calles, seguramente encontraríamos un panorama de ciudadanos bastante similares, personas cuya vestimenta y forma de actuar nos daría un cuadro de igualdad generalizada detrás del cual se esconderían las diferencias de opinión y creencias. Hoy, en cambio, al detenernos en cualquier esquina de cualquier ciudad del mundo, especialmente las grandes ciudades, veremos un conjunto de personas cuyo aspecto, vestimenta y forma de actuar revelan que la diversidad ya no es un asunto privado, sino público. Las diferencias no son un tema interno que cada uno debe administrar, sino que, por el contrario, han desbordado las barreras de lo individual para convertirse en asunto social.
Actualmente es imposible pensar en una democracia bajo la opinión de tolerar las diferencias, tal como fue concebida por los pensadores modernos. Parece mejor partir de un reconocimiento del otro que haga posible la pluralidad de visiones existentes en el mundo actual. En otras palabras, la esencia de la propuesta aquí contenida consiste en superar la tolerancia, desbordar los límites de lo privado y comprender que la diversidad es parte esencial de la humanidad, dando paso al reconocimiento como elemento importante del mundo actual, donde las fronteras se convierten en barreras imaginarias de una volátil identidad.
Metodología
El presente trabajo es resultado parcial del proyecto de investigación ¿Redistribución o reconocimiento? Investigación ubicada en el paradigma cualitativo de tipo exploratoria, que se efectúa sobre un tema u objetivo desconocido o poco estudiado, por lo que sus resultados constituyen una visión aproximada de dicho objeto, es decir, un nivel superficial de conocimiento. Este tipo de investigación de acuerdo con Sellriz (1980) puede ser:
1 Dirigido a la formulación más precisa de un problema de investigación. En este caso la exploración permitirá obtener nuevos datos y elementos que pueden conducir a formular con mayor precisión las preguntas de investigación.
2 Conducentes al planteamiento de una hipótesis. Cuando se desconoce el objeto de estudio resulta difícil formular hipótesis acerca del mismo. Las investigaciones exploratorias son útiles por cuanto sirven para familiarizar al investigador con un objeto y puede ayudar a precisar un problema o a concluir con la formulación de una hipótesis.
Los resultados de investigación aspiran a ser, en este contexto, visiones aproximadas al objeto de estudio abordado, en tanto que se pretende determinar el grado de relación existente entre los paradigmas de justicia redistributiva y de reconocimiento en las obras principales de los autores Charles Taylor, Axel Honneth, Nancy Fraser e Iris Marion Young. Lo realizado aquí constituye una primera etapa de investigación dentro de un proyecto más grande.
La diferencia entre tolerancia y reconocimiento
En los siglos xvii y xviii, la tolerancia jugó un papel esencial en la estabilidad de las sociedades europeas que comenzaban el frágil camino de la modernidad. Los conflictos religiosos hacían difícil que la estabilidad política permitiera un florecimiento de las condiciones económicas y la prosperidad se veía truncada por las múltiples confrontaciones entre las variantes del cristianismo que se habían hecho visibles desde el proceso de las reformas protestantes en siglos pasados. La forma más sensata para evitar las guerras y los choques entre variantes religiosas fue la tolerancia. En un sentido más amplio, se puede entender que la tolerancia significaba la concesión de libertad a aquellos que disienten en cuanto a la religión (Kamen, 1967, p. 7).
La garantía de respeto a esa libertad de conciencia estaba dada por la separación entre iglesia y Estado. Por lo tanto, este último no tenía derecho a imponer la aceptación de la religión con tal que se cumpliese fielmente todas las obligaciones con él (Kamen, 1967, p. 9). John Locke explicaría en sus Cartas sobre la tolerancia el papel que jugaría el Estado, establecía una neutralidad que haría posible la convivencia de los individuos. Es decir, el Estado debería ser indiferente al tipo de variante cristiana que los individuos profesasen1, limitándose al cuidado de las cosas de este mundo, porque nada tenía que ver con las cosas que esperan en la vida futura (Locke, 2005, p. 29)
Apreciada de esa manera, la tolerancia era una condición del pacto social que permitía a los individuos vivir bajo el mismo techo estatal, sin el temor a ser perseguidos por no profesar el mismo tipo de variante cristiana. Eso sí, este mensaje de convivencia estaba dirigido solo a los cristianos, pues los que no profesaban el cristianismo no podían ser aceptados e incluso eran perseguidos.
Entre los siglos xvi y xvii, la tolerancia comenzaba a ser practicada por el Estado, que la fomentaba entre sus ciudadanos. Ere entendida como necesaria para evitar las guerras y generar así una estabilidad política (Kamen, 1967, pp. 7-22). Se trataba de una forma sencilla de calmar el fuego por opiniones y diferencias, pues en esencia, consistía en mandar a la esfera privada los asuntos individuales, las creencias, las opiniones y las formas de vida, para poder cumplir las obligaciones con el Estado y minimizar los conflictos (Kamen, 1967, pp. 216-240).
En síntesis, la tolerancia consistía en permitir la existencia del otro, dejando que viviera e hiciera lo que deseara, siempre y cuando su actuar y forma de ser no afectara a la comunidad. Parte de la necesidad de guardar las distancias necesarias, estableciendo esferas de acción en las que los individuos se mueven y hasta pueden mantener una ciega neutralidad, para lo cual es necesaria la presencia de un juez imparcial.
Según esta visión que adquirió relevancia con la filosofía liberal del siglo xvi, el Estado debería ser neutral y sus instituciones debía materializar dicha neutralidad. Especialmente porque el Estado moderno, el concebido por el pensamiento contractual, era fruto de un pacto de individuos libres cuya intención se fundaba en poder vivir en paz, con armonía, para gozar de la propiedad, evitando la dominación de unos sobre otros. Dicha neutralidad garantizaba la convivencia entre ciudadanos, pintando de prosperidad el futuro (Castillo, 2015, pp. 228-230).
Según lo anterior, el problema de la tolerancia es que invita a privatizar, a ocultar la diversidad, lo que puede ser válido mientras las diferencias sean tan solo opiniones, variables en cuanto a una forma de apreciación del mundo o de la religión, como pasaba en las sociedades europeas del siglo xvii y xviii. Pero no es una cuestión sencilla cuando se trata de diferencias que van más allá de la religión, como pueden ser las manifestaciones culturales, el color de piel, las creencias políticas, las diferencias de género o la diversidad sexual, tal como acontece en pleno siglo xxi. Para estos casos la tolerancia no es suficiente, pues no se puede pretender que una persona afrodescendiente oculte su color de piel, esconda su cultura, su forma de hablar o de actuar.
Por consiguiente, la tolerancia no es otra cosa que soportar la existencia del otro sin dejarse afectar o llegar a mayor interacción con tal de poder convivir, impidiendo que el otro, con todas sus características, se conviertan en parte constitutiva de la propia identidad (Castillo, 2015, p. 237). Comprendida de esta manera, la tolerancia parece aceptable y posible, pero no radica solo en eso. El problema es que la convivencia con el otro puede resultar desfavorable para algunos de los sujetos, sobre todo porque la forma de ser, actuar o pensar son fruto de las condiciones materiales, institucionales y políticas predominantes de una sociedad, lo que convierte la neutralidad institucional en unas condiciones más favorables para unos que para otros.
Como ya se decía, resulta sencillo ser tolerante con quienes, a pesar de ser diferentes, son parecidos o tiene rasgos comunes entre sí. Por ejemplo, hoy no resulta complicada la convivencia entre católicos y protestantes, pues, al fin y al cabo, sus diferencias son sutiles y sus estilos de vida difieren en pocos aspectos. Pero el ejemplo se torna difícil cuando se habla de tendencias cuya raíz de origen y formas de ser son contrarias.
Es posible sostener que las diferencias pueden obviarse u ocultarse siempre y cuando sean entre particulares. Pero no es posible cuando el Estado, bajo un manto de neutralidad, impone una forma de ser que de antemano favorece a un sector de la sociedad. Por ejemplo, son prácticas comunes —que subyacen de manera inconsciente entre los ciudadanos— pensar que hay trabajos especiales para hombres y otros para mujeres, creer que los homosexuales son promiscuos e inestables o considerar que los indígenas son inferiores e ignorantes2.
Este tipo de visiones se difunden desde las instituciones estatales al imponer parámetros generales de comportamiento que discriminan las formas de ser, pensar y actuar no acordes con los parámetros considerados políticamente correctos. Además, la neutralidad estatal se ve resquebrajada cuando revela su condición de clase en la imposición de una forma de vida que los demás individuos deben acatar para llegar a ser sujetos aceptables. Bajo estas condiciones, los homosexuales, las mujeres o los campesinos, son asimilados3 por la institucionalidad o las dinámicas culturales que convierten su visión o forma de vida en una alternativa aligerada de lo que ellos realmente son. Así, el feminismo con su perspectiva de género se reduce a un mero problema del lenguaje que obliga a decir “los y las” o “ellos y ellas”. Los asuntos indígenas y afrodescendientes se aceptan como una moda cultural que acepta una parte ínfima de su cosmovisión y las demandas de grupos lgtbi está limitada al matrimonio y algunos derechos aislados.
Contrario a la tolerancia, el reconocimiento es la apertura al otro, su verdadera aceptación, puesto que consiste en admitir que hay algo del otro en nosotros. Un ejemplo sencillo de Estanislao Zuleta, contado por Nicolás Buenaventura, resulta sumamente clarificador para comprender la diferencia. Supongamos que tenemos un familiar alcohólico. Podemos interactuar partiendo de la idea que ni a nosotros ni a él nos gusta hablar de las diferencias que tenemos sobre el alcohol. Ahí seriamos tolerantes, porque no sentiríamos inquietud de saber por qué nuestro familiar se embriaga; es más, partiríamos de la idea supuesta que lo hace porque le gusta y nada más. Pero acercándonos a él podemos descubrir que:
[…] tiene una sobriedad distinta, que no puede salir a flote sino de tarde en tarde y en esa sobriedad hay unas concepciones, unas formas de pensar que he ganado a mi hermano por no tolerarlo, por no guardar la distancia, sino por acompañarlo un día en su bohemia (Buenaventura, p. 69).
Según este ejemplo, el reconocimiento no parte de soportar al otro, sino de comprenderlo, de acercarse a él, a su intimidad, a su esencia para poder crear convivencia: “ya no se trata solo o simplemente de aceptar o respetar o tolerar que el otro sea distinto […] se trata de intrigarse, de interesarse e incluso de apasionarse por esa diferencia” (Buenaventura, p. 68). Lo más importante del reconocimiento es que valora la pluralidad de concepciones de vida y presupone una apertura mental en la sociedad, donde una persona puede percibirse como “valiosa” si se sabe reconocida en operaciones que precisamente no comparte indiferentemente con los otros (Honneth, 1997, p. 153).
El reconocimiento es, como diría Axel Honneth, una forma de interacción con los demás en la que nosotros compartimos nuestro horizonte de vida. De manera necesaria, ello presupondrá una formación, una aceptación de pérdida de la identidad que evita los esencialismos y la exclusión. Incluso, puede decirse que, como lo hace Charles Taylor, filósofo canadiense del multiculturalismo, el reconocimiento es una necesidad humana vital (Taylor, 2000) requerida para la convivencia en la pluralidad.
Resulta fundamental comprender que el concepto de reconocimiento adquiere importancia a partir de finales del siglo xx, especialmente con la aparición de los movimientos sociales que reivindican el respeto al reconocimiento de la identidad. Los movimientos indígenas, afrodescendientes, feministas, de las personas con necesidades especiales y, en general, los movimientos comunales ante la imposición de una cultura dominante comienzan a reivindicar las identidades locales, afirmándose como posibilidades de ethos para el mundo, porque son una “afirmación del Otro” (Castillo, 2015, p. 236).
El término “reconocimiento” empezó a tomar relevancia al ser mencionado por Charles Taylor en su célebre ensayo El multiculturalismo y la política del reconocimiento4. En él sostiene que la neutralidad institucional estatal es aparente y no real, porque los orígenes de la figura del Estado occidental, marcada por la visión liberal, son también “un credo combatiente” (Taylor, 2000, p. 93). Es decir, el pensamiento liberal y las instituciones que de él brotaron se mostraron como el punto de confluencia de las distintas visiones y creencias, cuando en realidad el liberalismo y sus instituciones son una concepción de mundo, una forma de apreciar el mundo. Así entonces, bajo la idea de neutralidad, se concede a todos los individuos una igualdad formal, que resulta siendo discriminante y excluyente para quienes su potencial está en la diferencia.
En el sistema social, por ejemplo, la predisposición al éxito estará del lado de quienes tienen mayores ventajas en la compresión de las reglas que rigen dicho sistema, mas no de aquellos que a duras penas las conocen. Un joven con recursos que vive en la capital podrá tener mayor opción de ingreso a la universidad o de conseguir un trabajo que un joven indígena sin recursos económicos, desconocedor de las normas culturales de la ciudad y desligado de relaciones sociales en ella. Mientras el potencial del citadino está en que conoce todo el intrincado mundo de la ciudad, el potencial del que no es citadino no le sirve para moverse en ese mundo, razón por la cual está en desventaja, porque debe iniciar desde abajo y debe empezar a apropiarse de su nuevo contexto. Ese proceso de resignificación puede generar una falsa apreciación de sí mismo, llevándolo incluso a sentirse despreciable al punto de justificar cualquier discriminación que se haga sobre él (Taylor, 2000).
Para Taylor, el reconocimiento evita el menosprecio y la falsa apreciación que pueden los individuos generar sobre sí mismos, como sucede en el contexto colombiano con las comunidades indígenas o las comunidades afrodescendientes, que durante años fueron consideradas inferiores hasta terminar reproduciendo una concepción propia que justificara su forma de vida, el trato recibido y su posición en la sociedad (Taylor, 2000, pp. 66-68). En otras palabras, el reconocimiento implica una valoración positiva sobre los otros, sobre aquellos que han sido excluidos o menospreciados, con la finalidad de darles valor a su condición de ser. No obstante, el reconocimiento personal y social es importante para revaluar la valoración grupal o individual. Pero, más que importante, es necesario el reconocimiento institucional, que implica la aceptación de que la neutralidad institucional no es posible. Esta aceptación de ausencia de neutralidad no debe presuponer una reafirmación de la parcialidad, sino una disposición al dialogo, a la apertura constante que debe darse en las instituciones con el fin de romper la sistematicidad o, según Iris Marion Young, de acabar con el “imperialismo cultural” que impone una lógica de dominación que anula la pluralidad (Young, 2000, pp. 86-110).
El reconocimiento de la diferencia es más adecuado para sociedades globalizadas, donde las diferencias culturales se pueden apreciar a simple vista y resultan difíciles de ocultar (Castillo, 2015). Asimismo, se hace necesaria para cuestionar los principios y valores sobre los cuales se construyeron las instituciones que supuestamente garantizan la neutralidad. En conclusión, el reconocimiento no es aceptar al otro sobre la base de la tolerancia, ni privatizar las concepciones de vida y las formas de ser; por el contrario, es una discusión constante sobre esas diferentes formas de vida y de ser.
La necesidad de fundar la democracia en el reconocimiento y no en la tolerancia
Si se entiende la democracia bajo el sentido etimológico del término, tal como hace Giovanni Sartory en su libro ¿Qué es la democracia? Se puede decir que aquella es tan solo el poder del pueblo o, mejor, el pueblo ejerciendo el poder. No obstante, la mera definición de dicho concepto a partir de su etimología no permite tener precisión sobre la relación que hay entre la democracia y la tolerancia.
Si se considera que en un Estado democrático puede existir una gran variedad de concepciones, visiones y apreciaciones del mundo, tanto religiosas como políticas, la tolerancia será necesaria en tanto puede hacer posible el mantenimiento de la armonía social ante esta pluralidad. Esta fue, precisamente, la perspectiva que asumió el liberalismo clásico, razón por la cual se vincula siempre el pensamiento liberal con el pensamiento democrático. Esta concepción de la democracia en perspectiva liberal asume la tolerancia como una virtud que cada ciudadano debe poseer con la finalidad de poder convivir. Además, ve necesario asumir la tolerancia desde las instituciones sociales, fomentándola por medio de la educación y la práctica. Entonces, la tolerancia no es solo un asunto individual, sino que se asume también desde una perspectiva institucional. Estas dos dimensiones de la tolerancia han sido una característica típica de las democracias liberales.
La consecuencia de una democracia donde la tolerancia es asumida como virtud necesaria para la convivencia y la armonía es la separación entre lo público y lo privado. Lo anterior hace que aparezca un individuo escindido en dos: uno que atiende los asuntos privados y otro que se preocupa por lo público (Marx, 1958). Acorde con esa escisión del individuo, la democracia requiere levantar instituciones cuya finalidad sea garantizar esa separación, haciendo que aparezca la necesidad de elaborar mecanismos que garanticen la neutralidad institucional, aunque dicha neutralidad no sea realmente neutral.
De acuerdo con lo expuesto, la tolerancia es fundamental en una democracia de corte liberal porque evita el diálogo y las interacciones entre individuos que puedan generar conflictos, e incluso se convierte en un dispositivo de control que regula la acción y evade el cuestionamiento del orden establecido (Castillo, 2015). Las instituciones liberales que se muestran neutrales son también instrumentos de dominación, de imposición de una concepción y visión. Es por ello que reducen la democracia a un simple fenómeno procedimental, donde las mayorías gobiernan y elaboran reglas sobre mecanismos electivos y sobre transmisión representativa del poder (Sartori, 1993, p. 37).
Entendida la democracia bajo esta perspectiva, se reduce a mecanismos de participación que no buscan provocar interacción entre los individuos, y la política está definida por los marcos de la esfera pública donde, por lo general, las voces menos audibles no logran llegar, puesto que se ha instaurado una forma común de concebir la política que establece lo que es político y lo que no. De este modo, en muchas ocasiones los temas económicos se consideran meramente económicos y no políticos, desconociendo la estrecha relación que existe entre ellos. Es así como se borran los hilos de conexión entre espacios que se relacionan, porque se marca el terreno de lo privado y lo público. En lo público todos pueden participar, pero no todos pueden decidir, porque algunas esferas privadas ya han configurado y definido la esfera pública.
En esencia, una democracia basada en la tolerancia fomenta la creación de espacios definidos entre lo privado y lo público. Pero si se va más allá y se desplaza de su centralidad la tolerancia para ubicar en su lugar el reconocimiento, se estará fomentando una discusión de todo, incluso —y especialmente— sobre lo privado que ha configurado la existencia de lo público. La democracia basada en el reconocimiento va más allá de tolerar al otro, porque el fin no es cambiar las instituciones o el modelo económico, sino cambiar a los individuos aceptando el hecho de que también vamos a ser cambiados.
No puede olvidarse que la sociedad en la que vivimos es fruto de un sistema, de una serie de estructuras y límites que han configurado al ser humano a imagen y semejanza de las relaciones que en ella se dan. La apreciación de Marx, desarrollada en sus obras, con relación a la burguesía como clase social que ha moldeado el mundo a su manera, implica también que se ha hecho lo mismo con el ser humano de acuerdo a su interés. El ser humano de la sociedad capitalista es el resultado de varios años de amoldamiento a la lógica de una sociedad dominada por el capital.
Entonces, si el motor de esta sociedad está en la producción de mercancías y su finalidad es el capital, los seres humanos que se necesiten formar deberán corresponder a esa realidad. No puede presuponerse que el sistema mercantil, tal como se conoce, forme un sujeto contrario a la esencia de su lógica. Lo más coherente es que los seres humanos que hacemos parte de dicho sistema, aunque no lo queramos, estamos marcados por él.
Louis Althusser sintetizaba explícitamente esa idea de relación entre el ser humano y las estructuras sociales capitalistas al afirmar que “hasta un niño sabe que una formación social que no reproduzca las condiciones de producción al mismo tiempo que produce, no sobrevivirá siquiera un año” (Althusser, 1984, p. 9). Por ello son importantes los aparatos ideológicos y represivos para formar personas acordes al sistema, que satisfacen las necesidades del orden dominante con la finalidad de generar un sentido común5. Dicho sentido común se ve en la cotidianidad reproduciendo las ideas, expresiones y acciones que el orden social considera son correctas.
Si, como afirmaba Marx, “las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante” (Marx, 1973), puede decirse también que esas ideas son necesarias para las condiciones de existencia del sistema en el que se vive. Por ello una sociedad esclavista podrá formar mentalidades de esclavos y esclavizadores, donde no quede espacio para la igualdad. Y así pasara con cualquier sociedad. Probablemente una idea de democracia basada en la tolerancia pensada para el siglo xviii aún se conciba como válida porque así lo promulgan las ideas dominantes y por ello se valora en extremo la tolerancia, aunque esta pueda ser no tan necesaria como lo era antes.
En la actualidad la democracia se reduce a un sentido procedimental de aprobación de lo que las mayorías impongan, desconociendo la finalidad última del bienestar general. Esto quiere decir que los procesos de refrendación o procesos de sufragio no son más que hechos procedimentales, por lo que no son una muestra en sí mismos de la presencia de una cultura democrática.
La tolerancia aparece en aquellas sociedades donde lo procedimental se muestra como evidencia de una cultura democrática porque muestra las cifras de contiendas electorales, pero esconde bajo una institucionalidad aparentemente neutral y unas dinámicas sociales aceptadas por el sentido común, la exclusión y la discriminación6. Más aún, se considera en ellas que las instituciones son elementos neutrales y los funcionarios sujetos que pueden hacer abstracción de su condición particular para tomar decisiones frente a situaciones determinadas. Pero en ningún momento se cuestionan los mecanismos de participación, ni las condiciones de vida que los diferentes sectores de la sociedad tienen, así como tampoco se abordan los axiomas de la moral dominante para valorar las consecuencias producidas sobre la sociedad.
Puede mencionarse un ejemplo en relación con los axiomas de la moral dominante. Se trata de la supuesta “ideología de género” que tanto molestó a una parte de la sociedad colombiana en el proceso de refrendación del Acuerdo de Paz de La Habana entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las farc-ep. Quienes promulgaban la idea de que en el acuerdo se incluía una “ideología de género” afirmaban que se estaba negociando el concepto de familia y la educación de los niños en las escuelas con la finalidad de convertirlos en homosexuales. El problema de esta mentira —que influyó en la posición de muchos colombianos en el plebiscito sobre los acuerdos— no tiene nada que ver con una estrategia informativa creativa, en el sentido de llamar la atención, o ser novedosa, el problema fue que el mensaje resultó creíble porque se amoldó de manera perfecta a un sentido común católico, machista y patriarcal que desde edades tempranas ha formado a los colombianos y el cual se refuerza con un desinterés en los asuntos públicos. Se apeló a los llamados valores católicos y cristianos con el fin de infundir temor, un “miedo a la implementación de un delirante castro-chavismo, miedo a la pérdida de prebendas y privilegios, miedo a la pérdida del concepto de propiedad privada” (Gómez-Suárez, 2016, p. 62).
Ese sentido común católico, machista y patriarcal que, por lo general, es dogmático y no reflexivo, se gesta en la esfera privada, se reproduce en las familias, en las escuelas, en los círculos sociales y se refuerza con los medios de comunicación. Pero no se pone en discusión, no se debate ni cuestiona, porque es un sentido interno, particular, propio de cada uno, que en situaciones específicas se exterioriza y termina definiendo la vida de otras personas. En otras palabras, se puede ser católico sin saber a ciencia cierta qué es lo católico y se actúa creyendo ser católico sin saber si la ética católica es coherente con el actuar que cada miembro de la comunidad tiene o, aún más, si esa ética católica que se afirma profesar es coherente con las condiciones de vida, económicas y sociales de cada individuo7.
Por esa razón de tolerar al diferente, apreciarlo como alguien a quien hay que soportar, resulta normal la aparición de contradicciones enormes en sectores de la sociedad colombiana que se oponen a la adopción de niños por parte de parejas homosexuales, pero no se indignan ante la muerte de infantes a causa de la desnutrición o ante las políticas corruptas que hacen posibles fenómenos como el desmantelamiento de escuelas por falta de presupuesto o el robo de los recursos destinado a la alimentación escolares. A simple vista parecieran dos fenómenos diferentes que no guardan relación; sin embargo, hay un hilo articulador que no logra verse debido al sentido común que privilegia una condición de estatus e impone unos estereotipos y modelos sociales acogidos ciegamente, por lo que resulta difícil establecer una relación entre un hecho y otro8.
El asunto es poder ver más allá del sentido común, examinar los elementos que los conforman y ponerlos en discusión, sometiéndolos al rasero severo de la crítica. Sin embargo, es un ejercicio complejo, pues dicho proceso consiste en romper con uno mismo y aceptar que nuestra comprensión del mundo debe ser superada. Claro está, es más sencillo renunciar a dicha comprensión —o a parte de ella— en la medida en que no implica romper con una condición de estatus sustentada en una materialidad. Por el contrario, es mucho más difícil romper con el sentido común que sustenta una realidad materialmente favorable. Esto es lo que pasa en el presente en Colombia con quienes se reconocen como grandes perjudicados de los acuerdos de La Habana. No se trata aquí de las comunidades negras, indígenas o campesinos, ni de los trabajadores, se trata de la gente cuyo poder económico y político se ve afectado porque se resiente el bloque histórico9 de realidad que siempre los soportó.
En otras palabras, cuando en Colombia se habla del problema de la tierra, no se hace referencia solo a la tenencia de la tierra, sino un problema de estatus, de códigos morales y de formas de actuar con los cuales se ha dominado, gobernado y controlado a la población, pero que hoy se ven cuestionados por la posible implementación de los acuerdos de paz. Hasta ahora, esto ha sucedido porque la democracia basada en la tolerancia no ha puesto en discusión los actos privados, formas de ser y los principios de los terratenientes. No obstante, si hubiera una democracia basada en el reconocimiento tendría que cuestionarse la configuración de lo privado, de aquello que escapa a lo público, pero termina definiéndolo.
Con el lema feminista “Lo privado es político” puede definirse la idea de fundar la democracia en el reconocimiento, en cuanto se trata de poner en discusión todo, de hacer público lo privado y cuestionar los límites de aquello que nos define. Con este lema se reconoce que hay un ámbito público y otro que no lo es, mas no quiere decirse con ello que no exista relación o que sea posible mantener esa separación. Por el contrario, hay una amplia relación y debe reconocérsela.
Probablemente la idea de una democracia basada en la tolerancia fue muy positiva para aquella sociedad que pretendía aplacar aquellos conflictos religiosos, que a su vez opacaban los conflictos sociales de clases. Pero en una sociedad que se precia de ser igualitaria y de fomentar el respeto por el otro, no es justificable que siga existiendo la discriminación, la miseria junto a la opulencia y, sobre todo, la exclusión de una persona o un grupo de personas por su condición social, cultural o económica. La igualdad que una sociedad democrática debe profesar es esa que nos permite afirmar que realmente somos iguales en la diferencia. Para ello es necesario acostumbrarnos al constante debate, a la continua discusión de lo que acontece, de lo que somos nosotros y de lo que son los otros. La idea no es generar un problema constante, sino moldear seres humanos capaces de estar dispuestos al diálogo y a la aceptación del diferente, incluso por medio de la negación de sí mismos.
El problema que surge al pretender construir una democracia basada en el reconocimiento está relacionado con el modo de llegar a la misma: ¿cómo hacer posible ese tipo de democracia? Ante este interrogante, la respuesta inmediata —y breve— sería apelar a la educación y a la transformación de las condiciones sociales y económicas. Una sociedad que se sostiene con una gran diferencia de clases y unas condiciones de explotación de una minoría sobre una mayoría le resultará muy difícil construir una democracia verdaderamente basada en el reconocimiento.
Conclusiones
Debido a las condiciones históricas que hicieron posible su articulación, la relación entre democracia y tolerancia ha sido siempre valorada como positiva en la mayoría de los ámbitos. El mundo europeo en el cual surgió el Estado como un lugar común donde todas las visiones podían confluir, incluso las visiones religiosas contrarias podrían permanecer siempre y cuando los individuos privatizaran sus opiniones y visiones para entenderse solo en los asuntos públicos. Así, la tolerancia, comprendida como virtud política, consiste en convivir con los otros sin tener que interactuar. Esto no quiere decir que los individuos no se relacionen —pues lo pueden hacer—, mas no por ello se puede afirmar que dicha relación conduzca a una afección de sí mismos, de su identidad o de su forma de apreciar el mundo.
La relación entre democracia y tolerancia permite la existencia de mecanismos democráticos que no trasciendan lo meramente procedimental y aun cuando se formalicen los espacios de participación, no se discuten los asuntos de fondo que están tras la neutralidad institucional ni se critica la moral dominante. Así, se entiende la democracia como proceso electoral o simple respeto institucional.
Al pretender fundar la democracia sobre el reconocimiento se acepta la pluralidad y la diversidad, no solo como una situación externa y ajena a los individuos, sino como una realidad presente que requiere de la aceptación y asimilación para la convivencia. Puede definirse al reconocimiento como la disposición de los sujetos para interactuar con los otros, para hacer posible un dialogo que comprenda la convivencia no como un actuar pasivo, sino uno activo que nos aproxima a otros individuos. Es por ello que en una democracia basada en el reconocimiento se pone en discusión todo, incluso la formación de los ciudadanos o los ciudadanos mismos.
Referencias
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1 La idea de la neutralidad del Estado es común al pensamiento de la época moderna. Así, además de Locke, Hobbes y Montesquieu, también otros autores la expresaron en sus obras como una garantía de convivencia entre los individuos. Dicha neutralidad permitía una estabilidad del contrato social y un respeto de la esfera individual.
2 Los estereotipos se difunden por medio de todas las instituciones sociales –formales y no formales– y se reproducen en prácticas cotidianas, tanto individuales como institucionales. Esos estereotipos reproducen prácticas y formas de relacionarse que en ocasiones resultan discriminatorias, incluso de forma inconsciente, pues quien en ocasiones discrimina lo hace creyendo que es lo correcto.
3 La autora norteamericana Iris Marion Young en su libro titulado La justicia y la política de la diferencia (2000), describe el proceso de asimilación. Para ella, en la medida que las instituciones, la cotidianidad y la materialidad de una sociedad generan un sentido común a partir del cual se juzga las formas de ser o las acciones de los individuos, ese sentido común se pierde cuando es general y dominante, hasta el punto de hacerse sentir como natural. El proceso por el cual se da la asimilación de los diferentes o las diferencias en un contexto social determinado es el univosionismo y el actuar “sistémico”. El primero para Young es la unanimidad en el discurso y en la lógica, traída de la lógica empresarial, que divide a los individuos en dos partes irreconciliables, convirtiéndolos así en individuos que piensan por sí mismos pero que no hacen nada porque actúa como funcionarios.
4 Antes del libro de Charles Taylor, la aparición del concepto había sido mencionado por otros autores como Alexandre Kojeve, Tzvetan Todorov o Paul Ricoeur. Sin embargo, el ensayo de Taylor motivó que se suscitasen numerosos debates académicos, haciéndose popular, puesto que se asimila con los grupos sociales. Evidencia de esa relevancia que adquirió con Taylor son los comentarios y prólogos al ensayo que fueron adheridos en la edición del Fondo de Cultura Económica publicada en el año 2000.
5 El sentido común se construye a partir de lo cotidiano, del diario vivir y sobre todo de las acciones inmediatas forjadas por las necesidades inmediatas que en ocasiones no dejan margen para la reflexión. Sin esa reflexión y asumiendo un pensamiento carente de crítica, tal como expresa Karel Kosik en su libro Dialéctica de lo concreto (1964), lo cotidiano parece que fuera lo más concreto y real. Sin embargo, esa realidad resulta estar velada, mistificada por una apariencia que esconde su verdadera esencia. Así, para el obrero hay bondad en el capitalista por darle trabajo, ese sentido común lo lleva a darle gratitud y considerar al capitalista un hombre generoso, hasta el punto de atribuirle condiciones de genialidad y de sujeto extraordinario. Lo que el obrero no se da cuenta es que la venta de su fuerza de trabajo ha construido o ha permitido que el capitalista sea lo que él es. Esa inversión que para Marx es la alienación, muestra algo que es aparentemente concreto y creíble, pero según lo ve Kosik, solo es la apariencia de lo verdaderamente concreto. El sentido común es aquello que se presenta como concreto y claro a primera vista, sobre todo porque es forjado por circunstancias sociales, económicas y políticas impulsadas por instituciones que buscan reforzar dicho sentido.
6 Al respecto de la idea de democracia como una forma procedimental, Atilio Borón en uno de sus escritos titulado Aristóteles en Macondo (2007) realiza una reflexión en torno a ella. Critica las posturas oficiales de los distintos países latinoamericanos, para quienes la garantía de elecciones y aparente muestra de estabilidad política es signo de democracia. La crítica de Borón se basa en la relación entre la estabilidad política e institucional que gozan los países latinoamericanos y el amplio margen de pobreza que tienen. Según esta relación, nuestro autor, considera que es imposible la existencia de una democracia donde no hay relación entre esencia y apariencia, pues las instituciones podrán ser fuertes y tener una tradición estable donde periódicamente se hacen elecciones, pero la brecha enorme entre ricos y pobres muestra la verdadera esencia de esos gobiernos.
7 Esa actitud de ser lo que no se es la expone Rafael Ton como el síndrome de doña Florinda. El término, que fue popularizado por el expresidente Rafael Correa en una de sus alocuciones presidenciales, es usado para definir a quienes, siendo trabajadores o pobres, al lograr mejorar un poco su condición debido a un aumento salarial o a una casualidad económica, comienzan a considerarse distintos a las personas con las que viven y comparten por un simple cambio material en su vida que, sin embargo, no es significativo respecto a su condición de clase social.
8 Sirva esta reflexión para recordar una célebre frase de Jaime Garzón, humorista politólogo colombiano, quien asumiendo el papel de su personaje Heriberto de la Calle afirmó: “en Colombia la gente se escandaliza porque alguien en la televisión dice hijueputa, pero no se escandaliza porque existan niños pidiendo limosna en las calles. Eso no es indignante porque a eso se le llama folclor”.
9 El concepto de bloque histórico abordado por Gramsci en sus Cuadernos de la Cárcel (1999) está dado por la interacción entre estructura y superestructura, en la cual se manifiesta una relación dialéctica entre ellas hasta el punto de hacer difuso la diferencia entre lo estructural con lo superestructural. Para este caso, el bloque histórico seria la relación entre la materialidad que la clase política y los sectores políticos dominantes en Colombia han tenido, su discurso y pensamiento son coherente con dicha materialidad, llegando hasta el punto de crear una subjetividad que soporta y fomenta la materialidad, la cual es creíble para la mayoría de la gente.