Читать книгу No todo sobre el autismo - Iván Ruiz Acero - Страница 8

NACEMOS PREMATUROS

Оглавление

El ser humano viene al mundo en una sorprendente inmadurez. Si los comparamos con cachorros de otras especies de mamíferos —incluso con sus parientes más próximos, los primates—, los humanos tardan un tiempo extraordinariamente largo en adquirir un dominio motriz sobre el cuerpo y un tiempo todavía más largo en conquistar un grado razonable de autonomía. Por eso se ha hablado de la prematuridad del ser humano. En efecto, podemos sostener que una parte muy importante de su maduración tiene lugar de manera extrauterina, por lo que sería una ingenuidad dejar de contemplar que lo que le acaece al ser humano desde su nacimiento no deje una fuerte impronta en su ser. Es más, lo que le suceda después de su nacimiento va a tener mucho que ver con aquello que ha tenido lugar antes de este acontecimiento. Un ser humano nace en un lugar que le ha estado preparado desde antes de nacer, inclusive desde antes de que se supiera que iba a nacer. Examinemos con detalle todo esto que acabamos de afirmar.

La prematuridad del ser humano lo deja indefenso ante el capricho de quienes lo deberán cuidar para hacer posible su supervivencia y asegurar las condiciones, más o menos afortunadas, de esta. Así, más allá de las circunstancias orgánicas, los contextos simbólicos de su recibimiento desempeñarán un papel primordial en la existencia del ser que ha llegado al mundo. Estos están marcados en primer lugar por el hecho de que será recibido por seres que hablan, y solo a través de la palabra y el lenguaje se interpretarán sus necesidades y se crearán las coordenadas de su existencia. No hay supervivencia del ser humano sin la palabra, pero además esta moldeará al ser que acaba de nacer hasta humanizarlo y se convertirá, para usar una metáfora de Jacques Lacan, en una especie de cincel que le dará el ser. De tal manera que la satisfacción de las necesidades del recién nacido va más allá de los cuidados y tendrá unos efectos fundamentales en su existencia. Por eso, un ser que nace no puede estar asistido exclusivamente por una máquina, por eficiente que sea, o por unas manos mudas, aunque cumplan con estricta precisión los horarios y las dosis de alimento y de higiene del recién nacido. Sin duda, los cuidados son parte de la constitución del sujeto que va a surgir del recién nacido.

Cuando un cachorro humano llega al mundo, suele ser esperado. En la mayoría de los casos le aguarda un nombre cuyo simbolismo no carece de consecuencias. Será acogido en el seno de una comunidad que tendrá, igualmente, sus modos de existencia. Estas coordenadas se sitúan, por decirlo de algún modo, en el lugar de los instintos naturales que, para el ser que habla, han quedado anihilados. Su indefensión biológica será suplida por un saber cultural que nunca llegará a ser completo como lo sería la certeza de los instintos. El recién nacido es admitido en el seno de una comunidad que colmará sus necesidades a partir de un saber siempre incompleto o deficitario. Es más, sus necesidades deberán pasar por la palabra que, sin lugar a dudas, las desviará de su objeto «natural» hacia otra cosa.

Para decirlo a las claras, una leona sabe perfectamente cuándo alimentar a su cría, pues el instinto la ha programado a la perfección para ello. Una mujer lo tiene más complicado. En nuestra sociedad, por ejemplo, deberá escoger entre la lactancia materna o la artificial, elección que estará marcada, en parte, por su deseo. Después deberá decidir si alimentar a demanda o introducir el tiempo entre las tomas, por ejemplo. En estas elecciones, además, influirán los pediatras, los foros de internet, el saber transmitido en las generaciones o las publicaciones, por mencionar solo algunas. El bebé, por otro lado, se alimentará con mayor o menor entusiasmo. Si come poco y no gana el peso que se considera adecuado, es posible que la madre se angustie y se culpe, de manera más o menos inconsciente, por no nutrir suficientemente bien a su hijo. Además, en la manera de alimentarlo influirá lo que para esta mujer implica alimentar al otro, cuyo significado se enreda, seguro, en los vericuetos de su propia historia. Etcétera, etcétera. Para cada mujer, pues, pesarán condicionantes singulares que existen más allá de las diferencias culturales e históricas. Nada de todo esto se puede observar en el reino animal. De manera que algo tan aparentemente natural y orgánico como la necesidad de la nutrición se encuentra, de entrada, alterada por el hecho de que el ser humano es un ser que habla y que, por tanto, desea y goza.

Además, cada ser humano reacciona de manera distinta y singular a los acontecimientos contingentes de su propia historia. Nada puede ser programado en este sentido. Es cierto que se pueden favorecer determinadas condiciones y que se dan circunstancias más o menos traumáticas. Pero finalmente existe lo imprevisto, que da cuenta de la subjetividad humana y su singularidad. Algunos estudios sobre etología animal han querido subrayar la existencia de conductas, especialmente en los primates, que parecen adaptadas al medio y que se califican de «culturales». Sin embargo, en estos casos las respuestas de los animales son previsibles y homogéneas.

El ser humano se diferencia radicalmente en esas respuestas ya que, por decirlo así, está «infectado» por el lenguaje. En efecto, existe de entrada una respuesta singular de cada sujeto a lo que le viene del Otro; es decir, al mundo simbólico que lo acoge y a quienes se ocupan de él. Se trata de una respuesta que se da muy tempranamente. Esto es algo de lo que suelen dar testimonio los padres cuando captan la particularidad de su hijo en cómo responde a la alimentación, al sueño, al baño o a los paseos. Allí ya está el sujeto, mucho antes de que este hable, piense o «se sepa». Por eso es totalmente equivocado pensar que «los bebés no se enteran de lo que sucede». Y también por esto mismo se constata el efecto subjetivo que pueden tener determinadas experiencias traumáticas, como enfermedades o intervenciones en los primeros meses de vida, así como acontecimientos diversos en las familias. Y también por lo mismo, no puede establecerse una relación de causa-efecto, ya que circunstancias parecidas obtienen respuestas muy distintas. A todo esto se refería Jacques Lacan cuando hablaba de la «insondable decisión del ser». Una proposición que nos concierne especialmente porque nos permite pensar el autismo en el marco ético de la subjetividad humana.

Todas las necesidades primeras del ser que acaba de llegar al mundo, por el mero hecho de llegar a un universo humano, se encuentran alteradas, dejan de ser inmediatamente simples necesidades orgánicas y pasan a ser algo más. Este «algo más» es fundamental y tiene todo su peso en la historia del sujeto. En este sentido, lo que hemos llamado prematuridad no es un simple hecho biológico, sino que se trata de un acontecimiento fundante para el ser humano. La inserción del recién nacido en el mundo simbólico que lo acoge se deriva precisamente de esta prematuridad y es este mundo simbólico el que ocupa el lugar de lo que hubiera sido el mundo perfectamente natural y «sabio» de los instintos. En el ser que habla, el lenguaje desaloja a los instintos.

No queremos decir con esto que no existan para el recién nacido las imposiciones orgánicas. Es evidente que es así, pero esas imposiciones pronto dejan de ser únicamente orgánicas. En efecto, tomemos la alimentación del bebé. Se trata, sobre todo, del primer vínculo que va a establecer con el mundo. ¿Cómo se responderá a su llanto? ¿Se le saciará completamente? ¿Se le atiborrará? ¿Se le dejará que llore más o menos antes de responderle? ¿Se le pondrá el pecho (o el biberón) enseguida en la boca o se le mecerá antes hasta que cumpla con el horario establecido? ¿Se le dejará llorar sin responder? ¿Se le hablará cuando se le alimente? ¿Se le alimentará en brazos o se le dará el biberón en la cuna? En fin, ¡cómo obviar el deseo singular de cada cual con el que se encuentra un recién nacido!

Sin duda, la alimentación del bebé no solo establecerá las relaciones de este con el mundo, es decir con el universo simbólico pero también con los otros de su entorno, sino que también constituirá la subjetivación de su cuerpo. De ahí el impacto —a veces difícil de explicar exclusivamente con criterios médicos— que pueden tener en recién nacidos las estancias prolongadas en incubadoras o también los períodos largos de alimentación por sonda. Se trata de experiencias traumáticas que en muchos casos dejan secuelas a pesar de que desde un punto de vista orgánico las necesidades hayan sido cubiertas e incluso de que estas intervenciones hayan sido imprescindibles para la supervivencia.

La experiencia de adquirir un cuerpo tiene sus requisitos. Los primeros cuidados, entonces, son cruciales para la necesaria subjetivación del cuerpo. Como hemos afirmado más arriba, alimentarse no es una función exclusivamente biológica, sino un primer vínculo en el que la experiencia del cuerpo propio se enlaza a lo simbólico y al semejante. A saber, la boca no solo es la entrada del alimento sino también un órgano cuyo pedido de satisfacción deja el sujeto ligado a quien le dirige la demanda pero también a un mundo hecho de lenguaje. Así, llegar a tener una boca significará subjetivar ese orificio del cuerpo que sirve para muchas cosas y, de diversas maneras, para obtener satisfacción: tomar el pecho, dormirse con el chupete, saborear los alimentos e incluso hablar o, más tarde, fumar. El capítulo de este libro sobre el cuerpo da cuenta con más detalle de todo ello.

La prematuridad del recién nacido conlleva que pase mucho tiempo antes de que este alcance un dominio motriz más o menos razonable: al menos seis meses para la sedestación y un año para los primeros pasos. ¿Cómo se produce en el ser humano el dominio sobre el cuerpo? ¿Se trata exclusivamente de una cuestión madurativa y evolutiva? Qué duda cabe de que la maduración del organismo es lenta, pero lo que merece ser destacado es que esta lentitud corre a la par de la introducción del ser humano en el mundo simbólico, que es el universo de los mamíferos que hablan.

Observamos una suerte de tiempo dispar entre la maduración motriz del cuerpo del niño y su percepción de ese cuerpo. Jacques Lacan lo describió en lo que denominó «el estadio del espejo». En efecto, entre los seis y los dieciocho meses, los bebés manifiestan un gran júbilo al reconocer su imagen reflejada en un espejo. Esto contrasta con la precariedad de su dominio motriz, especialmente si lo comparamos con primates de las mismas edades que ya tienen una gran autonomía. Lo que conviene subrayar es que el niño aprehende su imagen completa y la reconoce como tal antes de apropiarse del cuerpo. Hasta el momento del reconocimiento de la imagen reflejada en el espejo, el niño solo tiene una percepción fragmentada del cuerpo. La imagen le proporciona en cambio una unidad que hasta entonces no era posible. Esta percepción unitaria tiene lugar porque el niño reconoce en la imagen del espejo el reflejo de su cuerpo en una forma unificada. Pero esta operación solo es posible ante la presencia de un adulto, pongamos que de la madre, como cuidadora primordial. El niño podrá quedar «alienado» a su imagen en tanto que otro la sostiene para él.

En el estadio del espejo observamos que el niño mira a su imagen y, a su vez, desplaza la mirada hacia la del otro que está junto a él. Bien pronto, pues, se hace presente para el niño la existencia de «otra» mirada. En realidad, es el punto desde el cual se sabe mirado. Este «otro punto vista» es una suerte de intervención simbólica que introduce algo de más entre la imagen del niño y el niño: incluye también un plus de satisfacción en tanto que el niño reconoce en la «imagen» propia algo amable para el otro. De alguna manera podríamos decir que de la mirada del niño se separa otra mirada que queda situada en el lugar de otro que la reconoce. Esta operación aparentemente simple tiene toda su complejidad y, sin duda, importancia. En realidad, marca el momento en que se puede constituir para el niño el sentimiento de un yo y la instancia que lo nombra a él entre otros. Esa operación es también la que adhiere la satisfacción a la mirada y la imagen.

El júbilo que el niño experimenta ante su imagen se debe a que la reconoce como tal, y a que no se confunde con ella. Aunque ello parezca evidente, no lo es. Este momento fundante de la subjetividad puede sufrir sus contratiempos. Es lo que verificamos en el autismo, donde no solo es débil el reconocimiento de la imagen propia, sino que a veces se vive esta como profundamente inquietante y perturbadora. Hay niños que no pueden dirigir su mirada a la imagen reflejada en el espejo porque no pueden identificar lo que ven, ni mucho menos identificarse con lo que ven. Otros pueden quedar fascinados por la imagen y dirigirse a ella y enganchar sus labios a los labios reflejados en el espejo, sin poder introducir una mediación simbólica entre la imagen y ellos mismos. Este momento, que simbolizamos en la imagen especular, en realidad se va fabricando en tanto el niño entabla relación con un mundo hecho de y por el lenguaje, habitado por seres que hablan y que le hablan.

Lo que hemos llamado prematuridad entraña dos factores distintos. Por un lado, la construcción del cuerpo con una orografía vinculada a la satisfacción y, por otro, el estatuto de la imagen y la naturaleza imaginaria del yo. Antes de que el niño haya adquirido suficiente dominio sobre su cuerpo es capaz de identificarlo como tal y percibirlo como una unidad. Esto es previo al dominio completo sobre él. Solo entonces podrá contarse como uno y aunar su cuerpo bajo esta égida. Simultáneamente irá construyendo la satisfacción que el cuerpo le reporta alrededor de ciertas zonas privilegiadas. Todo ello implica un recorrido subjetivo profundamente complejo y para nada evidente.

En cualquier caso, la prematuridad del ser humano quizá sea una anomalía desde el punto de vista biológico, pero en este capítulo hemos querido subrayar que es la oportunidad para la constitución del sujeto, el momento de su humanización. A causa de esta prematuridad se va a construir el lazo con el mundo que lo acoge. Un vínculo para nada preestablecido que depende tanto de las contingencias como del deseo de quienes lo habitan. En el marco de esta prematuridad podemos entender también el autismo como una respuesta, como una posición del ser que hay en el infans antes de ser afectado por el lenguaje. Quizás este planteamiento, que defenderemos y argumentaremos con mayor detalle en las páginas siguientes, pueda resultar asombroso, pero es, sin duda, una apuesta ética.

PARA LEER MÁS

TENDLARZ, SILVIA ELENA, ¿De qué sufren los niños?, Buenos Aires, Lugar Editorial, 1996.

Se trata de un trabajo riguroso realizado por la psicoanalista Silvia Elena Tendlarz sobre las psicosis en la infancia. La autora parte del estudio de los casos clásicos de la literatura psicoanalítica y llega a la actualidad del tratamiento que el psicoanálisis de orientación lacaniana propone hoy para el autismo.

No todo sobre el autismo

Подняться наверх