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CONSTRUIRSE UN «PENSADERO»
ОглавлениеGUY BRIOLE
«Mis pensamientos me atacan. Soy un refractario al análisis y, sin embargo, estoy sometido al imperativo de venir a mis sesiones para ordenar estos pensamientos y, de este modo, no hundirme. El psicoanálisis es, para mí, una cuestión de vida».
Este sujeto nos confronta directamente al tema de la Conversación: ¿podemos para este sujeto pensar en un fin? y ¿se trata de psicoanálisis? El final no puede ser sino una elaboración sinthomática que le permitiría contener en un «pensadero» —es un conocedor de Bion—2 eso que lo asalta y lo amenaza. A veces, él mismo lo evoca así y mantiene esta finalidad en el horizonte. Si bien con este paciente —constantemente confrontado a la intrusión de un Otro amenazante— no podemos hablar de psicoanálisis en sentido estricto, sin embargo, pensamos que el trabajo que realiza solo es posible gracias al dispositivo analítico.
LA IMPOSTURA Y EL ENCUADRE
Este analizante, de cincuenta años, que ejerce su práctica en un campo cercano al nuestro, trabaja en una institución para niños psicóticos. Está casado y es padre de una niña de quince años.
Hizo una primera cura de quince años con un analista con el que tuvo, desde el principio, la idea de una «falsificación». Esta idea le sobrevino cuando, tras formular su demanda de hacer un «verdadero análisis con un final», obtuvo como respuesta del analista las condiciones para lograrlo: la hora, la periodicidad, la duración y el precio de las sesiones. El analista delega el acto al encuadre; ¡él, no está!
El sujeto se interroga así: ¿no sería él mismo un embaucador? Se siente aterrorizado ante la idea de descubrir alguna cosa que revelaría su impostura o la de su analista. La cuestión iba del uno al otro; se perdía en esta indistinción de lugares. Por tanto, durante quince años, habla para «llenar las sesiones.»
Es el nacimiento de su hija lo que pone fin a este análisis. El analista había subrayado que ser padre representaba un paso importante para él y que este niño era el fruto de este largo análisis. ¡Un hijo del análisis, «del analista»! Horrorizado, abandona la cura. Quiere criar a esta niña «libre del análisis». Sin embargo, irá a pasearla por el barrio de su analista para «provocar un encuentro» que jamás sucederá. Tres años llevando a cabo esta estrategia culminan en el intento de inscribir a la niña en la escuela de ese barrio, ¡domiciliándola en la dirección del analista! Y, en ese preciso momento, volverá a pedir retomar su cura. El analista no lo acepta.
Consigue mi dirección por un colega de trabajo. Precisa que la elección de dirigirse a un analista del ICF se debe a que supone la práctica lacaniana diferente a las otras: «Los lacanianos se autorizan por sí mismos, deduzco que son más éticos».
Desde las primeras entrevistas pone a prueba mi resistencia a la intimidación. Con cara amenazante, acerca excesivamente su cuerpo al otro con el fin de inquietarle; pega portazos, dice que es un «tipo peligroso», que su anterior analista lo sabe. Yo me quedo cerca de él, vuelvo a cerrar suavemente la puerta y mantengo una actitud decidida pero siempre tranquila y cordial. Quiere entonces discutir sobre las condiciones de nuestro trabajo; yo lo oriento más bien hacia sus propias cuestiones.
EL DISPOSITIVO
La publicación. En el tiempo de estas primeras entrevistas, me llegó la propuesta de Jacques-Alain Miller de escribir un texto para un libro de próxima publicación ¿Quiénes son vuestros analistas?3 Enseguida pensé en este caso, pese a saber que él lo podría leer. Su manera de invalidar de antemano al analista me hizo pensar que era posible anticiparse comunicándole de esta manera mi interpretación sobre su anterior cura. Los lugares de cada uno están definidos, las condiciones del trabajo son desveladas en la escritura del encuadre y sus variaciones. Esta fue la función que cumplió la publicación del texto y fue así como él la interpretó. No la vivió de modo persecutorio sino todo lo contrario, se tranquilizó al conocer las reglas del juego, el espacio donde se despliegan y añade «que hay un analista».
El diván y la mirada. Muy pronto quiso pasar al diván; la mirada le persigue: «prefiero saberle detrás mío». Es en la mirada donde cree encontrar la falla del analista. Teme eso. De hecho busca una estrategia para escapar a la mirada del Otro. Desarrolla una teoría sobre este punto: él tiene los ojos azules, claros, y por tanto es transparente a la mirada de los otros, que pueden atravesarlo. «Usted, por suerte —dice—, tiene los ojos más oscuros y eso lo hace más difícil». Pero el contrapunto es que esto puede atravesarlo a él. Entonces, no se puede arriesgar ni a lo uno, ni a lo otro. Por tanto, solo puede estar en el diván.
El contacto se reduce a la mínima expresión. Ante todo, ninguna mirada, un apretón de manos rápido que, incluso, soy yo quien inicia. No hablar, mantenerse a distancia hasta que esté en el «marco analítico»: él sobre el diván, yo en el sillón.
Entonces habla, hace «su análisis». ¡Desearía hacerlo solo! Pero yo también me meto.
SECRETO Y NO-DICHOS FAMILIARES. EL PADRE AGREDIDO
Su actualidad sigue siendo la infancia; un secreto familiar ordenó su destino. Las dos abuelas —cada una a su manera— habían hecho caer en el olvido a los abuelos. Todo gira en torno a la abuela paterna y al hecho de que no ha querido nunca decir quién era el padre de su hijo. El paciente dice: «Era una devota que se acostaba con los curas». ¿Quién era el padre de su padre? Nunca quiso decirlo. «Ella debía saber con quién había hecho ese niño. Este poder absoluto es el horror de las mujeres».
Por otro lado, su madre había roto toda relación con su propia madre, que, a los seis años, tras la muerte de su padre, la había dejado en casa de la tía. Esta abuela escogió una «vida de mujer» rechazando a su hija.
La ausencia de los abuelos creó un núcleo familiar hermético y marcó tanto a su padre —hombre humillado y desvalorizado— como a su madre —rígida e intrusiva—, de la cual no sabía cómo separarse en tanto la insuficiencia paterna lo dejaba solo frente a sus exigencias educativas.
Considera que su padre es un hombre cobarde, sin consistencia. Teme ser como él y espera tener un poco más de consistencia para su hija de la que su padre tuvo con él. Pero «sin padre, ¿cómo no ser uno mismo cobarde?».
Teme no saber defenderse y no poder ayudar a los suyos si están en peligro. A menudo se pone a prueba en situaciones de riesgo, saliendo por barrios peligrosos, provocando a la gente por la calle, etc.
Recuerda que en el colegio, a los cinco años, un niño le robaba cada día su merienda. Impotente ante la situación, su madre tuvo que intervenir. Esta situación es, para él, paradigmática de su posición de cobardía: «Desde entonces quedó así anclada».
Un recuerdo doloroso de su infancia tiene el peso de una oportunidad perdida para siempre. Su padre se burló de él y su respuesta «refleja», dice, fue darle una patada. Su padre no replicó, se dio la vuelta. «Hubiera preferido recibir una bofetada. Esperaba un signo de su rechazo. Lo peor de todo fue cuando se dio la vuelta. Siempre tengo que reconstruir a mi padre para que se sostenga un poco». Considera que solamente se ha beneficiado de la presencia física de su padre; nunca de su palabra. «No he recibido nada de él, ninguna palabra que me sostenga».
LA INFANCIA Y LA ACTUALIDAD MATERNA
Incansablemente, vuelve sobre la inconsistencia paterna y la insuficiencia de la separación con su madre. Confrontado a la ineficacia de la metáfora paterna y a la proximidad intrusiva de su madre, inventa —con actos y pensamientos— una manera de separarse. Cuando era niño se imponía salir y entrar de su casa varias veces seguidas sin decir a su madre a dónde iba. «¿A dónde vas?», él no respondía: «Siempre tengo que guardar algo secreto para no ser transparente». Estas secuencias le eran imperativas para marcar, en ausencia del padre, el ritmo del tiempo; una modalidad de fort-da a su medida. Cuando el padre no estaba, el ambiente era viscoso; su presencia física le daba un poco de aire. A falta del Nombre del Padre, la presencia física del padre lo tranquilizaba en cuanto a su propio cuerpo, que hubiera preferido más viril. «De hecho, tenía un cuerpo para mi madre: enclenque y enfermizo. En la escuela primaria no era capaz de controlar mis esfínteres. Mi madre quería educar mi cuerpo. Tenía que escapar de su educación higiénica. He hecho de mi cuerpo el fondo de mi resistencia al adiestramiento materno. ¡Es ineducable!». Se mantiene rebelde a todo acercamiento de su cuerpo con una mujer si este no es por iniciativa suya. Lo quiere controlar todo, pero esto se le escapa: cada vez que recibe caricias de mujeres le aparecen eczemas en la piel.
Lo que no ha podido recibir del padre se lo reprocha a su madre y a su vez lo desplaza sobre las mujeres por las que alimenta un rencor inextinguible. Piensa que ellas tienen un saber sobre él, que su poder es inmenso. Relaciona a su hermano —tres años mayor y nacido tras la muerte del primogénito— con una cuestión central: ¿si el primogénito hubiera sobrevivido, habría nacido él mismo? Un «o él o yo» radical en donde se mezcla la inquietante sexualidad de sus padres, que le podría concernir, se produce aquí, pero también la temible decisión de vida o muerte que él cree en poder de las mujeres, puesto que los hombres son impotentes para oponerse a ellas.
A partir de estas inquietudes ha inventado un verdadero anudamiento alrededor de una pasión por los trenes y la construcción de redes ferroviarias.4 «Los trenes son lo que me sostiene en la vida». Más precisamente, se trata de imaginar «redes complejas». Es algo que puede ocupar sus pensamientos durante varios días. Lo fundamental radicaba en los nudos ferroviarios, que debían ser cada vez más complejos. Los trenes debían pasar en un horario exacto, en un sentido y después en el contrario. Así, realizaba un verdadero zurcido: un punto al derecho, otro al revés, para un «anudamiento» que, después, ordenaba meticulosamente en el garaje del padre. Esta tarea obligada era como una construcción metafórica de un Nombre del Padre faltante. Afirma rotundamente que estas redes son inaccesibles a las mujeres.
Esta actividad lo ha acompañado en el transcurso de su primer análisis. Pudo pararla cuando, en el análisis actual, son las sesiones las que devienen el lugar de un «aiguillage».5 Acude a sus sesiones con una regularidad y una puntualidad que nada puede perturbar y prosigue su trabajo de anudamiento de pensamientos para conseguir «ganar en consistencia». Pero la construcción de un «aiguillage» no hace punto de capitonado y él debe seguir y seguir...
LA CURA: EL LUGAR DEL ANUDAMIENTO DE LA PALABRA
Se siente constantemente despojado en su relación con los otros; la palabra le falla, no tiene «el buen uso». Esto lo devuelve siempre al «vacío de padre» del que hace la causa de su inseguridad. No encuentra palabras para decir su historia: «Es una historia sin palabras; yo soy sin historia». Añade: «para mí, una conversación normal siempre está vacía».
Entonces, se tratará de que en las sesiones encuentre otro tipo de «conversación» —inventiva, no convencional, sorprendente— que venga a bordear ese vacío. No es para nada simple ya que, en la transferencia, oscila entre situar al analista en la vertiente materna —cosa que deviene muy intrusiva— o bien en la vertiente paterna, y entonces es el hundimiento y la necesidad de «reforzar al analista», pero también «el peligro de la seducción recíproca».
Este fue el «estrago» de su primer análisis: «el analista creía seducirme haciéndome cómplice dado que yo era un psi». Me daba coba. No era lacaniano; por lo tanto, ¡no era lógico y era demasiado explicativo! «Con el síntoma que tengo, no es por ahí que se debe ir, puesto que siempre tengo un pensamiento por delante del analista».
Dejarse llevar por la seducción es ante todo correr el riesgo, destructor, de estar «bajo la influencia del pensamiento del analista» que puede, como cualquier otro, infiltrarse en sus procesos de pensamiento. Teme los pensamientos aislados, tanto propios como ajenos. Pero al mismo tiempo, la sesión siguiente le es necesaria para verificar que su «pensamiento no está influenciado» y así poder retomar los procesos de pensamiento en el tiempo analítico ahí donde encuentra «un poco de creencia» en la palabra. Es esto lo que ha cambiado pese a que sigue siendo aún muy frágil. Tiene la necesidad de construirse un analista que escape a los diferentes escollos, que sostenga el conjunto y que sea un «creyente» del análisis.
Este «incrédulo del psicoanálisis» lleva veinticinco años en análisis. Este incrédulo cree. Cree al menos en la posibilidad de la existencia de un lugar donde alguien —el analista— pueda mantenerse para él en un lazo de palabra. En la sesión cada uno tiene que mantener su rol; el lugar del analista siendo, contra su voluntad, «torpedeado y constantemente carcomido». Cada sesión sirve para verificar que el dispositivo se sostiene y el analista también. ¡Que está trabajando!
Recojo las hilachas esparcidas de sus asociaciones y se las propongo para un anudamiento. Puede entonces retomarlas, dejarlas, a veces rechazarlas de forma ostensible. Las retengo, las guardo y, luego, se las propongo de nuevo. De esta manera ha podido, entre otras cosas, retomar un punto de su filiación por el nombre propio: su padre hizo una serie de investigaciones, reencontrando la huella de un cambio en las últimas cinco letras de su apellido6 y de este modo restableció el original. Ahora, puede valorar este «acto del padre» y pensar que «este nombre propio» es una filiación «por el patronímico», a falta de otra.
«Estoy subordinado a su presencia», ese era el punto de partida de la transferencia. «¿Y si no nos volviéramos a ver después de las vacaciones...?» es el punto donde él mismo está. ¡Tiene que prepararse por lo que pudiera pasarle al analista! ¿Es esto un progreso? En todo caso, es su manera radical, irónica, de pensar la separación; algo impensable para él desde la infancia.
La idea de su inconsistencia lo constriñe todavía a la repetición de las sesiones, a «ser su propia rata de laboratorio»; el algo que siempre debe verificarse en el dispositivo. El lugar de la sesión es este punto donde los pensamientos «se localizan», se anudan, es su «pensadero». Es en este «pensadero», construido en el análisis, «donde se enlazan las palabras».
¿Podría hacerlo funcionar él mismo como síntoma y sostenerse sin la presencia real del analista?
Es lo mejor que le podría pasar, a falta de poder acceder al «pensadero» de Sócrates del que habla Aristófanes,7 y, que marcaría el pasaje a una cierta dialectización; aunque fuera en la forma irónica. Aunque entonces las «Nubes» pondrían todo en peligro y el fuego reanimado por el Otro amenazante podría ser devastador.