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«SIEMPRE SERÉ UNA HISTÉRICA, PERO UNA HISTÉRICA MARAVILLOSA»

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MANUEL FERNÁNDEZ BLANCO

Cuando Ángeles, con veinticinco años, acude a mi consulta me dice que padece un trastorno de anorexia-bulimia y me explica la trayectoria de sus trece años de enfermedad, con treinta ingresos, alimentación forzada y situaciones límite con riesgo para su vida. Este relato, no exento de exhibicionismo, la sitúa como la mejor, también como la mejor anoréxica.

Ha estado con los más prestigiosos especialistas en trastornos de la alimentación, sabe todo sobre la anorexia, nadie consiguió curarla. Le digo que, si es así, probablemente yo tampoco lo consiga. Me desintereso, por completo, por su intento de enumerar las veces que vomita y el peso que ha perdido, diciéndole que son cuestiones de interés para su médico. Le hago una pregunta: ¿cuándo comenzó todo? Sabe situar el día exacto. Dejó de comer el día en que falleció su tía, la más joven de sus tías, y la única que no participaba de la ideología y moral familiar caracterizada por el fundamentalismo católico y un acentuado clasismo. Esta tía, absolutamente idealizada y extremadamente delgada, falleció de un accidente de tráfico con veintiséis años. Ángeles, a partir de ese día, dejó de comer. Tenía doce años.

Me dice que, en trece años de enfermedad y tratamientos, nunca nadie le había preguntado por esto. Pero lo más curioso es que ella tampoco lo había relacionado con su enfermedad. Doy por finalizada ahí la primera entrevista. Corte en este caso al servicio de instalar el saber, la transferencia, como condición necesaria de toda cura.

A partir de aquí, me hablará de su relación con una mujer bastante mayor que ella y que fue su profesora. Se reencontraron durante un ingreso hospitalario y se hicieron inseparables. Compartían sus orgías (así las denomina) bulímicas. De esta relación dirá: «Somos dos ángeles unidos por el mismo destino». El corte de la sesión, en este punto, permitirá aislar un significante fundamental.

Me dirá que, con seis años, leyó unas cartas de su madre. En una de ellas, dirigida a la abuela materna de la paciente, se lamentaba de haberse casado y de no haber destinado su vida a Dios. En otras, hablaba de un primer embarazo de una niña que «nació muerta». A este embarazo siguieron cuatro abortos hasta el nacimiento de la paciente. Posteriormente, nació su hermano.

A raíz del hallazgo de las cartas, le preguntó a su padre cómo era su hermana. Este le respondió: «Como un ángel». La paciente dirá que, después de la respuesta que le dio su padre, pasó años pensando en cómo sería su hermana, de la que heredó su nombre. Esta «obsesión» cobraba especial intensidad cuando sentía que no respondía al ideal de sus padres, incrementándose a partir de la muerte de su tía. Dirá que siempre destacó porque, en el fondo, sabía que era la sustituta: «Le robé el sitio al ángel, a mi hermana, y nunca me lo he perdonado, ni me lo han perdonado mis padres. Me juego mi ser a que no hay día en que no piensen en ella, en lo que hubiera sido. Yo se la robé. Mi dependencia hacia ellos es la penitencia por el pecado de haber nacido sin permiso». Concluye diciendo que lleva veinticinco años siendo el doble de ese ángel, que no puede devolverle a sus padres. De este modo, aísla un significante: «ángel», que como límite entre el sujeto y el Otro carecía de sentido, y al que la paciente se lo pretendía otorgar encarnándolo mediante la repetición, lo que la abocaba a un destino mortal. Es lo que Lacan nos dice, en el Seminario XI, cuando afirma que es falso que la interpretación esté abierta a todos los sentidos y que su efecto es el de aislar en el sujeto un hueso, un significante irreductible, hecho de sin-sentido: «Es esencial que el sujeto vea [...] a qué significante —sin-sentido, irreductible, traumático— está sujeto como sujeto».8 La dirección de la cura pasaba por separar al sujeto de la repetición comandada por ese significante.

Al poco de comenzar su análisis, se producirá un hecho sorprendente que la paciente describe del siguiente modo: «Salgo de la sesión con ansiedad. Empiezo mi ruta habitual: galletas, cafés, bebidas... De repente, se para el tiempo. No recuerdo nada. Sólo sé que aparezco en un sitio que no reconozco, mareada, con una bolsa. Siento pánico. ¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado hasta aquí?». Llama a su amiga bulímica, que acude a buscarla, y van a su casa. Lleva un paquete. Lo abre y aparece un pastel especial: una ranita de chocolate. No recordaba nada respecto del momento en que se dirigió a comprarla. Su sorpresa es muy grande. Es una ranita de chocolate como las que le compraba su tía, cuyo fallecimiento desencadenó la anorexia de la paciente, y que su madre no le dejaba comer. «Era nuestro secreto, dirá, y hoy fui hacia ella». Sitúa este episodio disociativo como la emergencia de un deseo de vida frente a la dependencia patológica de sus padres. Padres que la prefieren anoréxica, ángel, antes que gozando sexualmente o dando una mala imagen social. Cuando Ángeles hace un atisbo de separación, la madre sufre episodios agudos de colitis ulcerosa. «Conclusión, dirá, si yo me curo soy pecadora y, si soy pecadora, mi madre muere. Pero, si sigo así, muero yo».

Está con los padres y con su hermano a la mesa, tiene seis años. En el colegio ha oído la palabra «coito». Pregunta: «Mamá, ¿qué es “coito”?». Su madre responde: «Come y calla». Comió y calló. Dirá que la comida es su pecado. Desde que desencadenó su enfermedad, pasó por fases de anorexia restrictiva, donde era pura, un ángel. Estas fases acabaron alternándose con momentos de bulimia, en los que se abocaba a la promiscuidad sexual, al exceso. El pecado lo eliminaba con sus purgas. Su relación con la sexualidad era idéntica a la que mantenía con la comida.

Recuerda que de niña comió el turrón de los camellos de los Reyes Magos, que habían dejado exquisitamente preparado su madre y su abuela. Lo fue a vomitar (era de chocolate). Supo que su castigo no fue por comer el turrón de los camellos, sino por haber visto extasiada una revista en la que salían desnudos un hombre y una mujer. Eso le provocó placer. El chocolate desapareció de su vida excepto cuando, a espaldas de su madre, su tía le compraba una ranita de chocolate. La ranita le provocaba un placer ya no alcanzado en el futuro.

La paciente dirá: «Mis etapas anoréxicas están llenas de duelo por el chocolate de las ranitas, en fin, por el pecado. Están llenas de mordiscos de manzanas ácidas. Los Reyes me quitaron, por pecadora, el chocolate, pero me dejaron algo de imaginación con lo cual siempre seguí haciendo el amor: ni con hombres, ni con ranitas; pero sí con las manzanas».

Establece una ecuación entre sexo, pecado y muerte, confirmada por la muerte de su tía, la única «pecadora» de su familia. Su padre le ha dicho que «la prefiere muerta antes que verla con cualquiera por ahí». Su madre, que «nunca nadie ha deshonrado su apellido y que no piensa consentir que ella lo haga». Su tía murió cuando el peligro de «deshonrar» el apellido era mayor. Dirá: «Cuando yo pongo el honor familiar en peligro, también muero, ya sea ingresando en un manicomio, ya sea aniñándome hasta la pureza más pura, llegando a los 28 kilos, muerta, solo huesos, solo ángel, ningún peligro. El confesionario, los huesos o el retrete, perdonan todo. Mi madre en un baño, sangra que te sangra. Yo, en otro, vomita que vomita. Mi hermano, sutilmente, apoyando a mamá. Mi padre gritando, preguntándole a Dios por qué le han mandado tantas desgracias, o yéndose a dar conferencias o a rezar un rosario».

Comienza a tener pesadillas repetidas en las que ve a un bebé que vomita. Dice que solo sabe que es un ángel porque, de cintura para abajo, la imagen se difumina. Está asexuado. Ella está detrás suplicándole a los padres que no le den más comida, que le eviten el vómito. Identifica a ese bebé con la hermana muerta, que ella misma es. Con esta pesadilla el sujeto empieza a separarse, a vomitar el significante de su destino. Así, comienza a alimentarse, aunque, únicamente, con leche succionada con una pajita. En este contexto, un día, cuando la hago pasar desde la sala de espera, se muestra absolutamente sorprendida. En la sala de espera, se encuentra un grabado que representa un ángel. Siempre estuvo ahí pero, por primera vez, ha podido ver que ese ángel tiene pechos. Está fascinada y se ríe. Dirá: «Si para un artista existen los ángeles con pechos femeninos, ¿por qué para mí no pueden existir?».

Encuentra dos apoyos: la ranita y el ángel con pechos. Han transcurrido dos meses desde la primera entrevista, con encuentros diarios exceptuando los fines de semana. Sigue alimentándose solo de leche, pero no vomita.

Inicia una relación con un hombre, que sabe que sus padres no aceptarán (por considerarlo de inferior clase social), y les hace conocer la relación por medio de un acto fallido.

Comienza a comer, fuera de casa. En casa no lo consigue. La madre ha recaído de su colitis ulcerosa desde la noche que durmió fuera de casa con su pareja. Retorna la tentación de la anorexia, a la que define como su seguridad, su control. Dirá que «el placer del bajo peso es casi tan intenso como un orgasmo». Se pregunta: «¿Qué diferencia hay? Lo primero es patológico y lo segundo es normal. En mi casa es justo al revés». Sin embargo comprueba, no sin alarma, que ya no encuentra la misma satisfacción en sus síntomas. A esto sigue un periodo caracterizado por la reacción terapéutica negativa y la ideación suicida.

Sale de esta situación a partir de una sesión en la que enuncia lo siguiente: «Cuando nací casi mato a mi madre. Tuvo una hemorragia. Quería retenerme. Ahora también sangra, porque no quiere que me vaya. Si entonces no se murió, ahora tampoco se va a morir. Creía estar presa de la anorexia, pero estoy presa de mi madre. A veces deseo matarla, a veces ser solo de ella».

Aquí se produce el corte, en la sesión y en su vida. Puede comenzar a operar una separación que no pase por ser un ángel muerto. A partir de ese momento, la paciente come normalmente y no vomita. Recupera la menstruación. Consigue, por sus propios medios, un trabajo digno acorde con sus estudios universitarios.

Comienza a vivir con su pareja. Es una elección problemática sostenida en el desafío al padre. En este momento decide interrumpir el análisis y me dice que volverá a verme si lo necesita o tiene nuevas noticias. No hago nada por retenerla y no la llamo (lo que sí hacía antes si se ausentaba a las sesiones y no llamaba durante un tiempo). Ángeles no dejará de reprocharme esto, al estilo de la queja histérica: «Sólo soy una paciente más y no importa lo que me pase». A lo que respondo manifestándole que cuenta con el mayor afecto e interés por mi parte, pero no la llamo.

Así se abre un nuevo periodo. En los últimos años llamaba y venía, a tres o cuatro sesiones, cada varios meses. Lo hacía para contarme, por ejemplo, que había terminado una nueva diplomatura universitaria, más acorde con sus intereses profesionales, y que estaba trabajando en su nueva profesión. Pero, sobre todo, venía cuando tenía que anunciarme un cambio de pareja (cada vez menos sostenidas en el desafío al padre). La última relación, que se mantenía en el tiempo, era plenamente aceptada por sus padres excepto por una cuestión: convivían sin estar casados. La paciente definirá esta situación como un uso diferente del rechazo.

Nuestro último encuentro ya fue hace más de tres años. Terminó cuando dijo: «Siempre seré una histérica, pero una histérica maravillosa».

Se trata de un final que posibilita una discontinuidad. El análisis le permitió a esta mujer el despliegue del saber, un despliegue que va contra el bucle cerrado sobre sí mismo donde la repetición quiere igualarse a la verdad. Esa verdad el analista no la sabe y, por ende, no la comunica. Como dice Lacan: «La interpretación no se somete a la prueba de una verdad que se zanjaría por sí o por no, ella desencadena la verdad como tal».9

Su psicoanálisis le ha permitido a esta mujer salir de la repetición. En primer lugar, de la repetición de hacer fracasar a cualquier terapeuta en posición de amo, causando su angustia y división. En segundo lugar, de la repetición comandada por el significante amo de su destino. Ahora puede hacer un uso de su histeria más próximo a la vida: no puede ser una más, no puede dejar de intentar ser la mejor. Se trata de un nuevo uso de la repetición. Para ella parece ser suficiente, al menos de momento.

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