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PRÓLOGO LAS LECCIONES DEL HOMBRE DE LOS LOBOS

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por

ANTONI VICENS

En febrero de 1910, llegó al despacho de Sigmund Freud un joven ruso, nacido en la actual Ucrania, llamado Serguéi Konstantínovitch Pankéyev. Provenía de una familia de ricos agricultores, y viajaba por Europa con un médico personal en busca de un tratamiento para su enfermedad. Según Freud, aquel hombre, que tenía veintitrés años, era, desde los dieciocho, un inválido, «una persona completamente dependiente e incapaz para la existencia». Se había hecho tratar por médicos de renombre, como el neurólogo Vladímir Bechterev en San Petersburgo, Theodor Ziehen, psiquiatra y neurólogo en Berlín, Emil Kraepelin en Múnich, y Moshe Wulff en Odessa. Durante su estancia en el sanatorio de Kraepelin conoció a la que sería su esposa, Teresa Keller, con la que se casó al término del primer tratamiento con Freud, y que se suicidó en 1938. Freud tuvo en análisis a Serguéi Pankéyev hasta el verano del 1914, cuando volvió a Ucrania para terminar sus estudios de Derecho, que había comenzado durante su estancia en Viena. Unas semanas después estallaba la Primera Guerra Mundial.

Freud redactó el caso del que llamó Hombre de los lobos entre 1914 y 1915, poco después de la ruptura con Jung y Adler, de la que había dado cuenta en su escrito «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico», compuesta en los primeros meses del 1914. El caso del Hombre de los lobos es el último de los grandes casos publicados por Freud, y sin duda relata uno de los tratamientos más largos que realizó.

Al acabar la Primera Guerra Mundial, Serguéi Pankéyev regresó a Viena, donde volvió a tratarse con Freud durante unos meses. En esa ocasión, algo importante había cambiado: ya no era el rico heredero de una hacienda, sino un hombre pobre, a quien la Revolución rusa había desposeído de sus propiedades. Freud le ayudó económicamente, con la contribución de sus discípulos, durante algunos años. Serguéi Pankéyev se quedó a vivir en Viena, donde encontró un modesto empleo en una empresa de seguros. Entre octubre de 1926 y febrero de 1927 fue tratado, por indicación de Freud, por Ruth Mack Brunswick, quien durante los años siguientes se ocuparía de él de manera intermitente. A partir de 1938, tras la muerte de su esposa, se encontró ocasionalmente con la psicoanalista Muriel Gardiner, y mantuvo una correspondencia con ella, quien consideraba que no tenía en absoluto la categoría de un tratamiento; pero lo incitó a escribir sus memorias, que serían publicadas en 1971. En 1955 fue internado en un sanatorio neurológico durante tres semanas. Luego visitó con una cierta asiduidad a algún psicoanalista. Además, durante más de veinte años, Kurt Eissler, que vivía en Nueva York, aprovechaba las vacaciones de verano para visitar Viena, donde mantenía unas «conversaciones psicoanalíticamente dirigidas» con Serguéi Pankéyev. Entre 1974 y 1976, una periodista austríaca, Karin Obholzer, mantuvo una serie prolongada de entrevistas con aquel hombre que contaba ya ochenta y seis años, en las que habló de su vida, su enfermedad y sus relaciones con Freud y con el psicoanálisis. Estas entrevistas fueron recogidas en un libro, publicado en 1980, tras su muerte. En el verano de 1977, Serguéi Pankéyev sufrió un colapso debido a trastornos circulatorios; fue ingresado en el hospital psiquiátrico de Viena, donde murió casi dos años después, con más de noventa años.

En el relato del caso del Hombre de los lobos, Freud quería mostrar los resultados obtenidos en la búsqueda de algo nuevo sobre la neurosis infantil, a partir de su observación en el adulto. Si la neurosis infantil es el núcleo de la neurosis adulta, su rememoración o su reconstrucción es entonces una pieza fundamental en trabajo psicoanalítico. Por eso Freud dio a su escrito el título «De la historia de una neurosis infantil», para subrayar que el tema fundamental de todo el relato del caso es la descripción minuciosa de los contenidos de esa neurosis infantil, entendida en términos de sexualidad. Para Freud era un principio fundamental la existencia de una sexualidad infantil; sin ella no se podría establecer conexión alguna entre ese núcleo de neurosis infantil y la neurosis actual. La posibilidad misma del tratamiento psicoanalítico se disolvería sin esa conexión, bien establecida por los mecanismos del inconsciente y la repetición. En la ruptura de Jung y Adler con el psicoanálisis fue un elemento crucial que ellos no aceptaran esa exigencia clínica.

El principio es pues que, en la neurosis infantil, como modo infantil de tratar la sexualidad, aparecería lo esencial de la neurosis, sin las estratificaciones sintomáticas posteriores. Esta premisa guía el ahínco de Freud en el tratamiento del Hombre de los lobos: en el relato del paciente quiere encontrar datos sobre esa vida sexual infantil, tal como lo había conseguido en el caso de Juanito, que, por decirlo así, estaba aún en el lugar de los hechos. De este caso difícil, Freud espera un mejor esclarecimiento: en efecto, el adulto puede hablar mejor que el niño de la sexualidad, pues éste sólo se refiere a ella de manera muy parcial. Y, aunque podríamos objetar que también el adulto habla de modo deformado y parcial de su vida sexual infantil, el trabajo del psicoanálisis, con el recurso de la interpretación y la transferencia, ha de permitir levantar una censura que siempre fracasa por ser demasiado interesada y, con ello, recuperar el núcleo de verdad del relato. Tendríamos entonces la misma articulación que establecemos entre el síntoma, que es el producto de las sucesivas estratificaciones superpuestas a esa verdad deformada, y el fantasma, donde la verdad encuentra un límite: no tanto el de los hechos como el de la paradoja que da soporte a la fantasía inconsciente.

Es primordial entonces atender al hecho de que Freud considera que el Hombre de los lobos, que había sido diagnosticado por los psiquiatras de «locura maníaco-depresiva», era un neurótico obsesivo mal curado. En todo caso, el depresivo era el padre del paciente. Así las cosas, el núcleo infantil de la neurosis obsesiva del Hombre de los lobos era una zoofobia, que posteriores y complejos avatares habían transformado en un síntoma tan grave que dejaba al paciente en estado de invalidez.

El del Hombre de los lobos es un análisis largo; y durante los primeros años no hay casi ningún cambio. Por alguna razón no había prisa, mientras el paciente mantenía, durante tiempo, «una postura inabordable de dócil apatía». Era, dice Freud, como si la inteligencia estuviese cortada de las fuerzas pulsionales. Quizás presentaba las dificultades del tratamiento de un hombre rico, que no tenía prisa por ponerse a trabajar. Entonces Freud emprendió una cierta tarea educativa, con el objeto de eliminar el horror de ese sujeto a una existencia autónoma. Gracias al prestigio que daba soporte a la transferencia, Freud consiguió algunos efectos terapéuticos, como la terminación de los estudios de Derecho, al cabo de los cuales Pankéyev obtuvo el título de doctor. El caso de su matrimonio es un poco más complicado, pero sin duda se puede poner también en el registro de la emancipación del paciente.

Al Hombre de los lobos su familia no le había ayudado mucho, salvo en lo referente a la riqueza. Vivían en dos grandes fincas rústicas, una en verano y otra en invierno, cerca de Jersón, a orillas del mar Negro, en Ucrania, país entonces frontero del Imperio austro-húngaro. Su madre padeció de continuas afecciones abdominales, lo que fue pretexto para ocuparse muy poco de sus hijos; intentó suplir esa ausencia con la niñera (la famosa ñaña), la institutriz, etc. Recordemos que el recuerdo más antiguo del Hombre de los lobos se refiere a las quejas de su madre. Su padre tenía «ataques de mal humor», o depresiones, que lo llevaban a ausentarse frecuentemente de casa. Su hermana, dos años mayor que él, se suicidó con veneno a los veinte años, diagnosticada de demencia precoz.

La redacción que dejó Freud del caso es compleja y tortuosa; pero como siempre sucede en sus escritos, lo que se puede extraer de ellos es mucho más de lo que encontramos en cualquier otra narración. Freud escribe sin censura, sin intentar aparentar nada, y haciendo de su texto un acontecimiento. La posición de enunciación es siempre clara y deducible, y permite situar su escrito como algo vivo, donde nunca agotamos la significación. Por eso siempre podemos hacer nuevos hallazgos de un saber clínico inigualable. Así es como Lacan nos enseña a leer a Freud, buscando el agalma de su deseo, y haciendo de esta búsqueda un ejercicio fundamental en la formación de todo psicoanalista.

En 1952, Jacques Lacan dedicó un seminario al Hombre de los lobos, de cuyo contenido sólo nos han llegado unas notas tomadas por uno de sus oyentes. Pero en su enseñanza encontramos numerosas referencias a este caso, y en particular algunos hallazgos conceptuales que otros lectores de Freud habían dejado de lado. Durante el curso de 1987-1988, el Séminaire d’études approfondies, en el marco del Departamento de Psicoanálisis de la Universidad de París VIII, dedicó una serie de sesiones al caso del Hombre de los lobos, dentro de un amplio debate sobre la clínica diferencial de la neurosis y la psicosis. De esas sesiones proviene el material que presentamos en el presente volumen.

Pero antes volvamos por un momento al texto de Freud, a fin de vislumbrar la orientación lacaniana en la lectura del caso. Como decíamos, una fobia infantil a los animales parece el síntoma más claro de su neurosis infantil. Pero enseguida empiezan a aparecer las dificultades: la cronología del caso es difícil de establecer, y siempre lo será. Observemos que éste es el único caso en el que Freud, para aclarar las cosas, añade una nota en la que intenta establecerla numéricamente y de manera ordenada. También existen otros síntomas infantiles, como el miedo al padre o los cambios de carácter, que resultan tan enigmáticos como su aparición y desaparición, aparentemente incausada.

En su insistencia en hallar la estructura de una neurosis obsesiva, Freud busca el elemento diferencial, que es, según el modo clásico que él mismo había establecido, el haber sido sujeto pasivo de una seducción en la infancia. ¿Quién fue entonces el agente de esa seducción? Quizás lo fuera la institutriz, o quizás la hermana. Entonces Freud emprende un trabajo de arqueólogo, en el que intenta suplir con ficciones las lagunas de la rememoración o del razonamiento clínico. Lo que echa en falta repetidamente es el complejo de castración, es decir, el complejo de significantes que remitan de manera inequívoca a la significación fálica. Es en esta búsqueda donde el sueño, ocurrido hacia los cuatro años del sujeto, de los lobos, o zorras, o perros, ocupa un lugar preeminente. Freud recorre todas las cadenas asociativas a las que invita ese sueño, hasta encontrar en su núcleo significante el relato de una escena originaria: un coito reiterado de sus padres, del que el Hombre de los lobos habría sido espectador en su primera infancia. Fue precisamente del análisis de este sueño de donde Lacan extrajo el término de nachträglich, de efecto retardado, sucedido retroactivamente, que Freud aplica al tiempo de comprensión de este sueño, y que para Lacan corresponde a la temporalidad propia de todo proceso de significación.

En su lucha por esclarecer el caso desde la lógica de la neurosis obsesiva, Freud atiende a diversas manifestaciones sintomáticas que apuntan en este sentido, como las que parecen generadas por significaciones religiosas, o las que responden a un goce anal, o a la relación del sujeto con la mujer a partir de un fantasma organizado por la representación de un coito a tergo. Pero existen otros fenómenos que parecen escapar del todo a esa lógica. En particular, es lo que sucede con la fantasía del sujeto de que el mundo está escondido tras un velo que se desgarra cuando, gracias a las lavativas administradas por su criado, puede defecar. A pesar de las apariencias, la significación anal no es ahí definitiva, entre otras cosas porque el sujeto mismo da cuenta de que, con la disipación de ese velo, quedó un sentimiento de crepúsculo del mundo «y otras cosas inconcebibles [ungreifbar]».

Y es el en el curso de la argumentación sobre este síntoma que Freud se ve forzado a introducir un concepto a cuya importancia nadie, antes de Lacan, había prestado atención: el de Verwerfung, traducido por José Luis Etcheverry como «desestimación» y para el que Lacan procuró la versión francesa de forclusion, que se ha ido imponiendo también en castellano. Más precisamente, Freud recurre a ese término para resolver la contradicción lógica que se establece entre dos términos, de un lado la identificación femenina del sujeto y del otro la angustia de castración. Tal como se expresa Freud, el sujeto «forcluyó lo nuevo [...] y se atuvo a lo antiguo», para precisar, unas líneas más abajo, que «una represión [Verdrängung] es algo diverso de una forclusión [desestimación, Verwerfung]». Unas páginas más adelante, Freud precisa aún: «Cuando dije que la forcluyó [desestimó], el significado más inmediato de esta expresión es que no quiso saber nada de ella siguiendo el sentido de la represión». La represión, en efecto, es aquí un modo de saber para el inconsciente, aunque sea poniéndolo bajo el signo de la negación. Es decir, la represión equivale al saber en el inconsciente. Bien diferente de esto es otro modo de no saber para el inconsciente, la forclusión, según la cual el inconsciente no sabe nada, ni siquiera bajo el signo de la negación. Las complejas explicaciones freudianas se aclaran entonces con la distinción rigurosa de estas dos relaciones del inconsciente con el saber: represión como saber admitido con la marca de la negación, y forclusión como saber «mandado a paseo», como ironiza Lacan, es decir, como si no hubiera existido jamás.

Una vez formulada esta explicación, Freud aplica esta lógica a un fenómeno que no dudamos en calificar de «elemental»: la alucinación del dedo cortado, que, por más que Freud lucha por encajar en su argumentación sobre la neurosis infantil, aparece con las características de algo singular y totalmente descontextualizado. El texto mismo de Freud, su manera de puntuarlo y de cambiar de tema, muestra algo de la lógica del concepto de forclusión. La cual podemos atribuir tanto al contenido de la alucinación como a la soledad en la que el niño de cinco años acoge esa vivencia. Y también como desligado de toda cadena asociativa surge el recuerdo del batido de las alas de la mariposa negra y amarilla. Si bien esas alas que se abren y se cierran remiten al sexo femenino, más allá escriben la letra V, o mejor a la cifra romana V del reloj, pues aquella letra no existe ni en el alfabeto ucraniano ni en el ruso. Esa cifra, asociada por Freud a la aparición y desaparición del pene del padre en el coito, pero que puede ser tomada en su valor de trazo, o rasgo, o rastro de goce, es lo que sobrenada en el relato de la escena originaria. Añadamos, para concluir el tema de esa escena originaria, la observación de Freud de que el sujeto no mantenía una relación sólo de fijación con ella, sino además de «arrebato» [gebannt].

Ruth Mack Brunswick recogió en su artículo de 1928 el análisis de algunos síntomas del Hombre de los lobos, especialmente un agujero producido en la nariz por un grano y la certeza de que todo el mundo miraba ese agujero, para concluir con un diagnóstico de «paranoia de tipo hipocondríaco». Según Brunswick, la idea hipocondríaca sería solamente una pantalla tras la cual estarían las ideas delirantes persecutorias. En su argumentación añade también el carácter parcial de su delirio (en el sentido clásico de la paranoia), los cambios de carácter, la ausencia de alucinaciones, el delirio de grandeza y un «empuje a la mujer» bien manifiesto en el goce de la mutilación. De este goce da Brunswick manifestaciones clínicas, como la misma alucinación del dedo cortado en la infancia, u otras posteriores, como la vivencia de éxtasis cuando vio correr la sangre en la operación en la que el médico le extirpó la glándula infectada de la nariz, o el detalle del gesto feminizante del sujeto cuando se saca repetidamente un espejo del bolsillo para empolvarse la nariz.

Para Jacques-Alain Miller, la introducción del término «forclusión» indica que ya para el mismo Freud el Hombre de los lobos no es un neurótico como los demás. La decisión de Freud de limitar el tiempo de la cura habría sido un modo de poner definitivamente al tratamiento dentro de la lógica del no-todo: no todo será dicho, porque ya no quedará tiempo. Y precisamente eso que no entrará jamás en la palabra de la cura es, a la vez que lo más interesante, lo más difícil de objetivar. La forclusión indica un significante que no tiene significación y que, por lo tanto, no puede entrar en la lógica de la comunicación. De ahí la soledad del sujeto psicótico, remitido al acto, al delirio, a la alucinación, a todos los síntomas que toman la forma de lo que no es contextualizable. Y, añadamos, la soledad también del psicoanalista, que no puede, en curas como la del Hombre de los lobos, embaucarse con las apariencias de una comunicación, aunque fuera de inconsciente a inconsciente.

En el caso del Hombre de los lobos entonces, el orificio anal, y el fantasma de concepción anal, no ha de ser tomado como una expresión que daría sustento a una significación fálica, por más neurótica que sea: es un evitamiento forclusivo de la castración. La prueba es que ese «no querer saber nada» de la castración consuena perfectamente con las dificultades del Hombre de los lobos para entenderse de algún modo con su pene.

La pregunta freudiana sobre la castración es si debemos encontrar su causa en el padre. La pregunta lacaniana, en cambio, es si esa causalidad se puede extender a la significación: ¿es el significante la causa del significado? Si lo admitimos, podemos localizar fallos en esa relación, y encontrar un significante que no causa ninguna significación. Por ello Lacan traslada la pregunta freudiana sobre el padre al significante del Nombre-delPadre. Puesto que el significado del falo sería la significación fálica o, como dice Lacan, la expresión «significación fálica» es redundante, su significante sería lo más próximo al significante sin significado. Si decimos entonces que ese Nombre-del-Padre causa la significación fálica, lo que estamos diciendo es que causa la significación como tal. La falta de este significante provocaría entonces una explosión del significado: el delirio, la alucinación, la melancolización, la hipocondría, los fenómenos elementales, etc.

Vistas así las cosas, nos podemos preguntar si todo fenómeno psicótico se puede atribuir a una causalidad en el orden de la significación paterna. ¿O basta ligar el fenómeno en sí a una forclusión de la significación misma, es decir, de la significación fálica misma? Si fuera así, podríamos distinguir dos modos de forclusión: la referida al significante del Nombredel-Padre y la referida a la significación fálica. En este caso habríamos de incluir una consistencia no-toda de la significación, es decir, no totalizada por el significante del falo.

Jacques-Alain Miller señala que la argumentación freudiana a favor del diagnóstico de neurosis obsesiva se basa en el «debate con los temas de la religión» mantenido con el sujeto. De acuerdo, podría tratarse de las relaciones entre el significante del Nombre-del-Padre y la significación fálica causada por él. Pero ahí aparece un enigma, que muestra precisamente ese no-todo de la significación: teniendo el sujeto diez años, y tras unas conversaciones con un preceptor alemán, toda su piedad se desvaneció. Y, si bien la discusión de las interpretaciones religiosas del paciente —sobre el lugar del padre, el sacrificio, o el ritual— se prolonga a lo largo de todo el caso, en realidad se despliega entre las dos dimensiones, distinguidas por Lacan en su escrito de 1966, «La ciencia y la verdad», de la magia y de la religión. Podemos desplazar entonces las discusiones desde el valor de causa final de un supuesto significante paterno que operaría universalmente y de manera descifrable al tema de la causalidad eficiente del significante.

Miller destaca asimismo el interés del estilo de escritura del caso: no pudiendo desarrollar su forma cronológica, adopta una forma envolvente, como una reescritura de todo el caso a partir de cada detalle clínico nuevo que va introduciendo. Lo que resulta más llamativo entonces es que, en toda esa escritura freudiana que va dando vueltas en torno de un núcleo inconceptualizable, se destaca la inmensa dificultad para localizar al padre simbólico, a la vez que nunca desaparece del todo el carácter imaginario de la realidad que el sujeto describe en su análisis. Dicho de otro modo, hay tantos encuentros del sujeto con un padre, que la resultante es la inexistencia misma de ese padre. Y precisamente a partir de esta posición de un núcleo inconceptualizable, de la proliferación casi ilimitada de formaciones simbólicas, y del carácter irreal de las descripciones del Hombre de los lobos, Miller puede destacar hasta qué punto el trabajo de Lacan sobre este caso resultó fundamental para la constitución de la distinción lacaniana de lo real, lo simbólico y lo imaginario.

El seminario avanza intentando clarificar los dos órdenes de goce del sujeto, uno ligado a la forclusión del Nombre-del-Padre, y otro apoyado en el significante , en tanto se lo puede tomar como un recorte real sobre el cuerpo. Este ordenamiento nos permite ver de qué modo Freud, llevado por su escritura, va recorriendo todas las combinaciones de estos dos elementos fundamentales con todos aquellos que podrían proporcionar una ley del goce: la oposición entre actividad y pasividad, la presunta homosexualidad del sujeto, la posición supuestamente femenina del coito anal, e incluso un atisbo de lo que sería la posición pulsional del sujeto en un exhibicionismo de sus propios malestares.

Otro tema importante es la comprensión que esperamos en la clínica psicoanalítica del complejo de castración. ¿Hay que entenderla como una feminización? ¿Como una emasculación? ¿Se trata de homosexualidad? Para responder a estas preguntas, el seminario de Miller introduce la psicosis, representada por Schreber, y la pone en un lugar de comparación con el caso del Hombre de los lobos. A partir de esa entrada en escena de Schreber, la problemática freudiana fundamental aparece bajo una luz nueva. En el horizonte se suscita la pregunta: ¿cómo hay que introducir lo genital en el inconsciente real, cuando hemos dejado a la función fálica en su lugar de elemento simbólico? O, dicho de otro modo: ¿de qué goza un padre? Y, cuando un hombre goza de una mujer, ¿goza como padre? Para responder a estas cuestiones, ya lo vimos, la distinción entre real, imaginario y simbólico es imprescindible. A partir de esa distinción podemos distinguir el padre de la religión, el padre que goza de (todas) las mujeres, el padre de la ley, el padre que nombra, el padre real, la función paterna, etc. También así se hace funcional el concepto de forclusión (retorno en lo real de lo que fue suprimido en lo simbólico), diferenciado de la represión (retorno en lo simbólico de lo que fue censurado en lo simbólico). Si hacemos equivaler lo simbólico a la represión, entonces hemos de definir qué es forcluible: ha de ser algo ligado a lo real de algún modo, entendiendo que ese algo real es imposible de simbolizar por naturaleza, que su dimensión simbólica es sólo parcial, o que es como la faz de algo que no tiene ningún reverso. Para entenderlo debemos establecer que hay, de un lado, lo real del discurso y, del otro, lo real del cuerpo. O, también, que hay dos tipos de agujeros, uno que puede atribuirse a la ley, y otro al cuerpo.

Como vemos, el esfuerzo de ese seminario —del que sólo evocamos aquí algún aspecto, como aperitivo— era el de adentrarse en una lógica que pueda orientarnos en la transmisión de la clínica psicoanalítica, sobre todo cuando se refiere a la psicosis. El antecedente de este esfuerzo fue la enseñanza de Lacan sobre la psicosis, que nos permite ya darnos cuenta de los gigantescos obstáculos que Freud encontraba al ponerse frente a un síntoma para el que construía, avanzando como un verdadero conquistador en un territorio nunca explorado, un tratamiento psicoanalítico.

El seminario que dirigió durante algunos años Jacques-Alain Miller tomó como objeto, entre diciembre de 1987 y marzo de 1988, el texto de Freud. En esa ocasión se trataba de preparar el Quinto Encuentro Internacional del Campo Freudiano, que debía tener lugar en Buenos Aires en julio de ese mismo año. Quienes tuvimos el privilegio de asistir aunque fuera sólo a algunas de las sesiones guardamos un recuerdo imborrable de un estilo de comentario y discusión que no dejaba a nadie indiferente. De algún modo, el texto de Freud era abordado teniendo presente todo el tiempo la lectura del escrito de Jacques Lacan «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de las psicosis» realizada anteriormente en el mismo seminario.

La fundación de la École de la Cause freudienne, realizada a comienzo de la década de 1980, había provocado un trabajo fundamental sobre el Seminario XI de Jacques Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis y el escrito «Posición del inconsciente», que recoge algunos de sus desarrollos. La enseñanza, orientada por Jacques-Alain Miller, giró muy a menudo durante algunos años en torno a los pares de términos síntoma y fantasma, alienación y separación, significante y objeto a. Este extraordinario seminario de Jacques-Alain Miller, en el que participaban muchos de los miembros más significados de esa Escuela, aún joven, emprende una discusión sobre la posibilidad de aplicar esta distinción a la psicosis. Desde este punto de vista, podemos atribuir a Freud una búsqueda, hecha bajo los términos de la sexualidad infantil, del fantasma fundamental del Hombre de los lobos. Vale decir que, ese fantasma, Freud lo encuentra a partir del sueño fundamental de los lobos. Pero ¿era el fantasma fundamental? ¿O se trataba de una escritura freudiana de la forclusión aún no inventada? La cuestión era importante, porque en ambos casos se trata de la inclusión de lo real en la clínica. Síntoma y fantasma, en una primera lectura del seminario XI y de «Posición del inconsciente», pueden entenderse como dos modos de encaje de lo simbólico y lo imaginario: la alienación al significante en el síntoma, y la separación de un objeto, el objeto a, descrito como real, bien delimitado por un axioma simbólico fundamental para el sujeto, e incluido en la organización imaginaria que es, a fin de cuentas, el fantasma. De ahí la doctrina del fin del análisis como travesía del fantasma, entendamos su trayecto hasta el borde del maelstrom que representa ahí lo real. Pero el caso del Hombre de los lobos nos enfrenta con otro problema: el objeto a es tomado desde su lado real, es decir, como imposible de simbolizar, y equivalente a la presencia real del psicoanalista en la cura. ¿Estaba presente Freud en el caso del Hombre de los lobos? ¿Quizás demasiado presente? ¿O quizás estuvo ausente, buscando la sexualidad infantil allí donde no organizaba nada? En cualquiera de los casos se imponía un retorno sobre lo simbólico, examinado ahora desde la psicosis. La «Cuestión preliminar» de Lacan muestra la posibilidad de que en la dimensión de lo simbólico se abra un agujero, que sólo resulta soportable para el sujeto en la medida en que una construcción imaginaria (delirio, hipocondría, alucinación, etc.) es capaz de rellenarlo con una realidad suplente. Pero diciendo eso nos saltamos el paso lógico de entender cuál es la naturaleza de ese agujero posible en lo simbólico. Lacan propone dos agujeros, que entran en una relación de homología: el que corresponde a la forclusión de un significante primordial, el del Nombre-del-Padre, y el que atribuiríamos a la forclusión de la significación fálica como tal. En el primer caso, la realidad encuentra como ley tan sólo la del significante, con lo que todo se pone a significar, como en la paranoia. En el segundo, es el cuerpo propio el que se encuentra falto de significación, pues el significante del falo es lo que le da su unicidad; de ahí las fantasías de mutilación del Hombre de los lobos.

Pero quizás más importante que esto es la introducción, con la clínica psicoanalítica de las psicosis, de una nueva exploración de la causalidad. Los términos de alienación y separación suponen en gran medida un mecanismo causal de las neurosis; por supuesto, el sentido de la causa se modifica cuando el efecto no es un síntoma concreto, sino el sujeto mismo. Esto permite hablar de una causa freudiana, distinta de las causas conocidas por la ciencia. Pero a partir del examen de las psicosis hay que tomar en cuenta una nueva causalidad, quizás la que indica el grafismo V en el que Lacan resume toda la escena originaria cuando comenta el caso del Hombre de los lobos en su Seminario XVIII. La escena sólo es causal entonces en la medida en que deja un rastro de escritura, una escritura llena de goce por decirlo así; por tanto, como se aplica al cuerpo mismo del Hombre de los lobos, que la instala en su cuerpo con la alucinación del tajo entre el dedo meñique y la mano, en el desgarramiento del velo del mundo, y que acaba tomando como sigla de su nombre iniciándolo con una doble V, para firmar como Wolfsman sus producciones artísticas. Ese es el resto real de una transferencia interminable con Freud, quien le otorgó ese nombre al publicar su caso.

El estilo de trabajo que se practicaba en el seminario de Jacques-Alain Miller provenía de la gran escuela de lectura de los que fueron sus maestros en las letras. Esa formación sin par, en buena parte una creación de la Universidad francesa, consiste en dar al texto todo el valor que merece y considerar posible una transferencia con él, más que con su autor. El procedimiento de la lectura sigue las reglas cartesianas de buscar las evidencias, dividir las dificultades en unidades significantes, ir de lo más simple a lo más complejo y hacer enumeraciones y revisiones completas. Esto, aplicado a la lógica de un texto, revela elementos fundamentales y hace surgir niveles de sentido que una lectura inmediata, analógica, vagamente universitaria, no revelaría. Lo que la enseñanza de Lacan añade ahí es que, más allá de los niveles de sentido, está aquello que los causa, o que causa su dislocación, y que causa las tensiones y ambigüedades que se producen entre los conceptos: la enunciación de quien escribe, es decir, el deseo, que en este caso es el deseo, decisivo para el psicoanalista, de Sigmund Freud. O, si se quiere, todo se resume en tomar al texto como síntoma a analizar. Así es como este seminario de Jacques-Alain Miller nos sigue enseñando cómo hay que leer; y cómo hay que leer a Freud en particular, a nosotros que, siguiendo el ofrecimiento de Lacan en Caracas, en la que sería su última lección de seminario, queremos ser lacanianos.

Un año más tarde, Jacques-Alain Miller interrumpió este seminario bajo la forma que podemos encontrar en el presente volumen; pero nunca interrumpió su enseñanza, que desde 1981 hasta hoy se mantiene en sus cursos sobre la Orientación Lacaniana. En aquel momento habían pasado nueve años desde la muerte de Lacan, y había que constatar que su enseñanza había pervivido, que su valor era cada vez superior, hasta el punto de que los psicoanalistas de todas las escuelas se consideraban, en mayor o menor medida, lacanianos. A nadie se le escapaba que eso implicaba también una trivialización de los contenidos y un incremento de la resistencia a esa enseñanza. Se abría una nueva época en la enseñanza de los lacanianos, y la alternativa política del primer momento —o Lacan o la IPA— se había transformado en otra, entre el psicoanálisis de un lado y, del otro, las suplencias siniestras para el malestar cuyas formas la civilización renueva sin cesar. La lectura de la que da muestra este seminario había llegado a un límite: se trataba, a partir de la convicción adquirida, de salir al campo donde se debate el futuro del psicoanálisis. Pero el valor formativo de ese estilo de lectura debe ser practicado continuamente si queremos seguir extrayendo las enseñanzas que contiene un texto como el caso del Hombre de los lobos. Se trata siempre de seguir la indicación de Freud, cuando al final de su «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» nos invitaba a seguir sustentando esa idea fuerte que es el psicoanálisis.

El hombre de los lobos

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