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HANNAH ARENDT (1906-75) Y LA NOSTALGIA DE DIOS
Con Carmen Camey
HANNAH ARENDT ES UNA MUJER difícil de encasillar. Aunque de origen judío, no era religiosa ni creía en un Dios a la manera tradicional. Se autodenominó agnóstica en varias ocasiones y, sin embargo, era una mujer de fe. Pasó la mayor parte de su vida intentando que sus contemporáneos la recuperaran: la fe en la razón, la fe en la humanidad, la fe en el mundo. Hay dos elementos persistentes a lo largo de su vida y de su obra: la confianza y el pensamiento. Estos se alimentan mutuamente: Arendt confiaba en el pensamiento y cuanto más pensaba, más aumentaba su confianza en él.
Había nacido en octubre de 1906 en un pueblo cercano a Hannover. Estudia en Marburgo, donde conoce a Martin Heidegger, se traslada a Friburgo para estudiar con Husserl y finalmente se doctora en Heidelberg en 1929 con una tesis sobre El concepto de amor en san Agustín, dirigida por Karl Jaspers. Desarrolla una amplia actividad política en estos años y ante la persecución de los judíos decide emigrar a los Estados Unidos, donde se instala a partir de 1941 con su segundo esposo Heinrich Blücher. En los Estados Unidos trabajó como periodista y como profesora de ciencia política en varias universidades. Reflexionó mucho sobre su experiencia vital en Alemania y en Estados Unidos. En 1951 obtendrá la nacionalidad estadounidense, después de años de apátrida por habérsele retirado la nacionalidad en Alemania.
En su libro Eichmann en Jerusalén, de 1961, Arendt propone una tesis para intentar comprender cómo hombres y mujeres aparentemente normales pudieron prestarse a las atrocidades cometidas durante la Alemania nazi. Sostenía que el mal de un hombre como Adolf Eichmann, un ejemplo de hombre cualquiera, no era un mal calculado, sádico o ideológico, sino que, al contrario, era un mal banal, superficial, resultado no del exceso de pensamiento, sino precisamente de su ausencia. Fue la incapacidad personal de dar una respuesta reflexionada a una situación moral conflictiva lo que llevó a estas personas a convertirse en asesinos y en colaboradores del mal. Este intento de arrojar luz sobre lo que ocurrió entre 1940-1945 le valió duras críticas por «defender a un nazi y traicionar a su propio pueblo». Lo que muchos no entendieron fue que, durante el juicio de Eichmann, la filósofa alemana no intentó defender a un demonio, sino defender a la humanidad.
La situación intelectual y general en la que Hannah Arendt desarrolla su tesis de la banalidad del mal era de desconfianza ante el mundo y ante el ser humano mismo. Los hombres desconfiaban de la razón porque creían que esta había llevado a tan inmensos desastres: era la razón la que había construido las cámaras de gas y las armas nucleares. Lo que Arendt logra es precisamente refutar esta idea al afirmar que el mal no tiene profundidad, que el mal —de ordinario— no proviene del cálculo, sino precisamente de la falta de reflexión, de la superficialidad.
Arendt recupera la confianza en el hombre como un ser que puede hacer el mal sin por ello ser pura maldad; en su comprensión del hombre queda espacio abierto a la redención, a la esperanza de que cuando el hombre se comporta como tal, no se convierte en un demonio. Somos capaces de hacer el mal, pero no es el pensamiento lo que nos lleva al mal, no son nuestras cualidades más humanas, sino más bien el no usarlas plenamente, lo que puede llevarnos a cometer crímenes horribles.
Pensar lleva a plantearnos las cuestiones últimas. Estos mismos principios son los que invocamos cuando tenemos dudas en nuestro actuar, cuando estamos en una encrucijada moral y necesitamos una guía. El problema surge cuando estos principios no existen, cuando la renuncia a pensar los ha convertido en clichés vacíos que se caen ante el más mínimo asomo de presión y no nos permiten ser capaces de dar una respuesta razonada y personal a los problemas. Respondía Hannah Arendt a Hans Jonas en 1972: «Yo estoy completamente segura de que toda esta catástrofe totalitaria no habría ocurrido si la gente todavía creyera en Dios o, mejor dicho, en el infierno, es decir, de haber existido aún principios últimos. Pero no los había. Y usted sabe tan bien como yo que no había principios últimos que hubieran podido invocarse con visos de éxito. No había nadie a quien invocar».
Este deseo de sacralidad, de una fe más grande en el hombre y en sus capacidades, se transparenta en todas las obras de Hannah Arendt, en las que todos los grandes ideales humanos son reverenciables. Explica Alfred Kazin que leer a Arendt le evoca un mundo al que debemos todos nuestros conceptos de la grandeza humana. Sin Dios no sabemos quiénes somos, no sabemos quién es el hombre. Esto es lo que la filosofía de Arendt parece insinuar: su confianza y su gratitud por el regalo de ser. Su fe en la justicia, en la verdad, en todo lo que hace grande y bueno al hombre la convirtió en una incomprendida, que se alejaba de las convenciones de un mundo que reducía la grandeza y el misterio del hombre. Arendt está muy lejos del nihilismo y de la frustración a los que muchos llegaron después de ser testigos de los sucesos del siglo pasado, pues no pierde la esperanza y su búsqueda de la verdad evoca algunas rendijas por las que se abre a una realidad trascendente, a un misterio inabarcable, a Dios.
Arendt muestra una visión abierta a una realidad trascendente porque no tiene una fe ciega en el ser humano; es perfectamente consciente de lo que el hombre es capaz de hacer, no cierra los ojos a la maldad humana. Sin embargo, esto no es motivo de desesperanza pues su fe no es solo en el hombre mismo, sino en lo que hace grande al hombre. Es consciente de que cuando el hombre solo cree en sí mismo se frustra, no es capaz de ser hombre en plenitud. Esto se ve plasmado, por ejemplo, en la conversación que mantuvo una noche con Golda Meir, primer ministro de Israel. Meir le dijo: «Siendo yo socialista, naturalmente no creo en Dios. Creo en el pueblo judío». Y Arendt explicará: «Me quedé sin respuesta… Pero podía haberle dicho: la grandeza de este pueblo brilló en una época en que creía en Dios y creía en Él de tal manera que su amor y su confianza hacia Él eran mayores que su temor. ¿Y ahora este pueblo solo cree en sí mismo? ¿Qué bien puede derivarse de ello?». Precisamente, la visión de Arendt es esperanzadora porque no confía solo en sus propias capacidades, sino en algo que está más allá del ser humano, deja espacio al misterio, a esa impredecibilidad de la que tanto le gusta hablar. El verdadero mal, para el hombre, es renunciar a ser hombre, es hacerse superfluo como ser humano y esto ocurre cuando el hombre solo confía en sí mismo.
Lo que Arendt hace en sus escritos es preparar el terreno para que quepa Dios. En un mundo donde el hombre es malo y su razón también lo es, Dios no puede existir. Dios existe cuando el ser humano se comprende a sí mismo como lo que es, cuando se sabe poseedor de grandes capacidades y a la vez capaz de los más grandes horrores, cuando pone confianza en sí y a la vez deja espacio para el misterio que lo supera. Por eso, en la filosofía arendtiana podemos percibir esa apertura y esa confianza que están muy lejos de la nada y muy cerca de Dios.