Читать книгу Pensadores de frontera - Jaime Nubiola Aguilar - Страница 9
Оглавление3.
ALBERT CAMUS (1913-1960): en busca de la luz[1]
Con Graciela Jatib
UNA MAÑANA, MIENTRAS DIÓGENES de Sínope —aquel filósofo que vivía en un barril— tomaba el sol a las afueras de Corinto, se acercó a conocerlo Alejandro Magno. En un momento del diálogo entre la opulencia y la insignificancia, Alejandro le ofreció: «Pídeme lo que quieras», a lo que Diógenes solamente respondió: «Apártate un poco porque me estás tapando el sol». Veintitrés siglos después, Albert Camus escribiría en sus Memorias: «Crecí en el mar y la pobreza fue para mí fastuosa; perdí el mar y todos los lujos me parecieron grises, la miseria intolerable» (III, 603).
El filósofo y escritor Albert Camus, nacido en Argelia en 1913 y fallecido en un accidente de automóvil en una carretera de Francia cuando apenas contaba con 46 años, sigue siendo un referente hoy. Camus es un genuino pensador de frontera: sus obras, línea a línea, destilan autenticidad e invitan a sus lectores a pararse a pensar. Hannah Arendt escribió desde París a su esposo Heinrich Blücher a primeros de mayo de 1952: «Ayer vi a Camus; sin duda el mejor hombre que hoy tiene Francia. Está muy por encima del resto de los intelectuales».
En 1957 la Academia sueca concedió a Camus el Premio Nobel de Literatura «por su importante producción literaria, que ilumina con seriedad y clara visión los problemas de la conciencia humana de nuestro tiempo». Camus es un faro que resplandece intermitentemente en una época de claroscuros, en un tiempo de desasosiegos y conflictos. La luz que recibió fue la luz que devolvió al mundo. Así lo expresaba en su discurso al recibir el premio: «Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida en que he crecido». Todo estaba en la luz del Mediterráneo, en esa reminiscencia infantil que Jean Grenier, su profesor en la escuela secundaria de Argel, siempre le animó a testimoniar: «En plena oscuridad de nuestro nihilismo, he buscado solamente las razones para superar ese nihilismo»; pero —continúa Camus— las he buscado «por fidelidad instintiva a la luz donde nací y donde, desde hace milenios, los hombres aprendieron a saludar a la vida hasta en el sufrimiento».
Quien haya frecuentado las páginas de Albert Camus sabe que hay en ellas una relación con Dios en términos de controversia, como el que pide respuestas a Quien puede dárselas. Dios siempre está presente en sus escritos; a veces desde la apatía, como en El extranjero (1942): «Le contesté que no creía en Dios; más aún, que me parecía una cuestión sin importancia», o desde la búsqueda del sentido frente al absurdo en El mito de Sísifo (1942): «Así lo absurdo se convierte en Dios y la impotencia para comprender en el ser que lo ilumina todo»; hasta está presente en el intento de crear una moral de la solidaridad y el compromiso más allá de la religión en La peste (1947): «¿Se puede ser santo sin Dios?» .
Como escribió su biógrafo Olivier Todd, «la idea de un Dios en el que no podía creer le persiguió». Charles Moeller en Literatura del siglo xx y cristianismo escribe que Camus «representa la actitud del honette homme (del hombre honrado) de la época ante el silencio de Dios» y, refiriéndose a La peste, añade: «Si hay en la obra de Camus una hendidura por donde pudiera penetrar el misterio de la gracia, es aquí donde hay que buscarla». La peste representa el mal enquistado en el corazón del hombre y la resistencia al mal desde la solidaridad. Una ciudad turística ha sido invadida por las ratas y queda contaminada por la enfermedad. Nadie puede entrar ni salir, están incomunicados: «Una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección». La desesperación del desencuentro, la agonía de la incomunicación, el grito aterrador de la guerra, la impotencia ante los niños que mueren y son inocentes.
Pero hay un referente en medio de la desesperación. «Hay algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio», y que «cada uno lleva en sí mismo la peste». A esa peste —explica a Tarrou, un periodista que estaba de paso en la ciudad y que intentaba encontrar su significado— habrá que combatirla al lado del otro, con gran esfuerzo de voluntad. En medio de esos caminos desesperanzados, el padre Paneloux, sacerdote jesuita estudioso de san Agustín, habla del carácter punitivo de ese azote: «Esperaba, en contra de toda apariencia, que, a pesar del horror de aquellos días y de los gritos de los agonizantes, nuestros conciudadanos dirigiesen al cielo la única palabra cristiana; la palabra de amor». Y añade: «En todo sufrimiento existe un resplandor excelso de eternidad».
Cuando en su juventud estaba decidido a ser profesor, Albert Camus había escrito una tesis sobre Metafísica cristiana y neoplatonismo: Plotino y san Agustín. «Agustín y Plotino son africanos —escribe su biógrafo— y Camus se siente algo más que nacido en Argelia y habitante de Argel: se sueña mediterráneo». San Agustín habría dejado una profunda huella en su alma. Quizá sea eso lo que hace decir a Paneloux: «Este resplandor aclara los caminos crepusculares que conducen hacia la liberación. Manifiesta la voluntad divina que sin descanso transforma el mal en bien». Cuando san Agustín intenta explicar el origen del mal en su refutación a los maniqueos, identifica al sol con el bien y al mal con la oscuridad. Leemos en las Confesiones: «Heriste mi corazón con tu palabra y te amé», pero «¿qué amo cuando amo a mi Dios? Amo una cierta luz» (X, 6, 8).
Albert Camus se negó a ser considerado un existencialista como Sartre, entonces tan en boga. Tampoco quiso que se le considerase un filósofo. Su negativa a ser etiquetado expresa quizá su extrañamiento, personificado en la figura de Mersault, protagonista de El extranjero, su novela más conocida. El personaje ha cometido un crimen y es sometido a un juicio; en ese juicio escucha a los demás hablar sobre su vida y no se reconoce a sí mismo en el relato de los otros; tiene una profunda sensación de extrañeza, como quien contempla la imagen de otro. Como su personaje, Camus anota: «A menudo leo que soy ateo. (…) Oigo hablar de mi ateísmo, aunque esas palabras no me digan nada».
Con un pasaje del tren al que nunca subió en el bolsillo, Albert Camus muere el 3 de enero de 1960 en un accidente de automóvil en un coche deportivo conducido por su editor Michel Gallimard. Lleva en un maletín un texto inconcluso, El primer hombre, que se publicará póstumamente. Es posible que la enfermedad que padecía le hubiera arrebatado la vida de cualquier manera. Sus lectores estamos persuadidos de que sus últimos momentos estuvieron amparados por otra luz; no la luz de ese Mediterráneo que tanto amó, sino la Luz que no se extingue.
[1] Nace en Mondovi (Argelia francesa) en 1913. Su padre muere al año siguiente en la primera guerra mundial. Su madre, de origen menorquín, era semianalfabeta y puso al niño al cuidado del maestro Jean Grenier. Estudió filosofía y se dedicó al periodismo y la literatura. Batalló toda su vida por los derechos humanos, oponiéndose a los totalitarismos, en particular al comunismo. Fue uno de los pocos intelectuales que se opuso al empleo de la bomba atómica en Hiroshima. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957. Murió en un accidente de automóvil en 1960.