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En algún momento alrededor de los doce años, mis rasgos distintivos empezaron a deslizarse —o a gotear— por mi cara. Todavía no tenía pelo en los sobacos, pero mis ojos parecían haberse ensanchado, mi frente se estaba tornando más seria, mi cara era en su totalidad folículos y poros. Teniendo una vista tan mala como tenía, fui bendecido, gracias a mis gafas, con un nuevo tipo de visión mutante y una exquisita atención al detalle. Los recodos de los brazos de los chicos, el hueco en la clavícula, el grosor de algunas pantorrillas flexionadas, todo ello se magnificaba para mí y me hacía transpirar nuevas clases de sudores. Y cuando miraba mi reflejo sabía que ya no había vuelta atrás: ya no era guapo.

Los siguientes años fuimos de aquí para allá, constantemente. Arriba y abajo, desde Arizona a la isla, a merced de los caprichos de mi padre. Había empezado a diseñar y construir botes anfibios, llamados así porque podían funcionar en el agua y en la tierra. A finales de sexto, mis padres me dijeron que nos volvíamos a Mesa. Mi hermana Windi, que ya se había reconciliado con la familia, se iba a venir con nosotros e iba a buscar un trabajo y a conseguir su propio apartamento. Yo iba a echar de menos las reflexiones de la hora de la comida con Ms. Dyer y coger a escondidas sidra de la fuerte con Ryan Smith, pero volveríamos a la isla durante el verano.

Mesa había crecido hasta convertirse en una metrópolis, pero quizá nos lo parecía porque nos habíamos pasado los últimos tres años viviendo en una isla remota. Todo lo que parecía haber eran videoclubs Blockbuster y tiendas de yogur helado fuertemente climatizadas, con ese blanquecino olor a polvos de arco iris. Nos mudamos a una casa de una sola planta en un callejón sin salida, con un patio trasero polvoriento, donde las escuelas públicas cercanas eran mucho más grandes que a las que yo estaba acostumbrado. Ser el niño nuevo entre miles de alumnos era aterrador, así que mamá y papá encontraron un instituto modesto llamado Redeemer Christian School.

Éramos cristianos —por lo menos, mi madre lo era—, pero nunca habíamos sido superreligiosos. Mi padre no era del tipo que va a la iglesia, y el coraje de mi madre tenía preferencia sobre cualquier charla acerca de un infierno de fuego y azufre. Un instituto cristiano parecía menos estresante; su pequeño tamaño era tentador. Supuse que podría manejar mejor el drama asociado a la época del instituto en un lugar con tan solo veinticinco niños en cada curso.

Había un código de vestimenta muy poco entusiasta: las niñas tenían que llevar faldas y los niños camisas con cuello. Los chicos se las ingeniaban para darle la vuelta al código y vestían camisetas con marcas, y después se ponían una camisa de manga corta con cuello por encima. Me mortificaba Educación Física. Teníamos que jugar al baloncesto en el equipo de “con camiseta” o en el equipo de “sin camiseta”. A mí me avergonzaba tener que quitarme la camiseta porque era pequeño y flacucho.

Las clases se parecían a lo que imaginaba que sería la educación en casa. La primera cosa que hacíamos por la mañana era el estudio de la Biblia, que básicamente era examinar con detenimiento el salvajismo del Antiguo Testamento: bebés y corderos sacrificados, langostas, gente lapidada hasta la muerte. Todos nuestros libros de texto estaban basados en la fe cristiana, y eran inintencionadamente graciosos. Había un póster en la pared con un cavernícola que estaba al lado de un brontosaurio, y se podía leer: «Hombre y dinosaurios: viviendo en harmonía».

La evolución y el entretenimiento secular se veían con malos ojos, pero, por encima de ello, la homosexualidad era la mayor transgresión. Normalmente se describía el sida como un castigo. En clase teníamos todo tipo de conversaciones acerca de cómo a los gais les encantaba hacer cosas asquerosas y horribles, como mear y cagar unos encima de otros, expandir enfermedades y reclutar a niños. Y, sin embargo, no me parecía algo contra lo que rebelarme. Después de todo, no me percataba de que estaban hablando de mí. Así que simplemente me esforzaba por encajar y mostraba mi acuerdo: «Sí, los gais son asquerosos. Eh».

En Redeemer había cierta jerarquía social. Yo sabía que los otros chicos me consideraban un empollón, principalmente debido a las pintas que llevaba y a mi amor por los libros. Pero aun así era mucho más guay y conocía mucho más mundo que aquellos niños cristianos protegidos de la periferia. Los que venían de familias estrictas estaban en el escalafón más bajo, incapaces de contribuir a cualquier conversación sobre cultura secular. Me gustaba encontrarme en esa línea en la que no era el más popular, pero tampoco se me rechazaba.

No era tímido; a menudo abría la boca simplemente para hacer reír y me deleitaba cuando las miradas y los oídos se centraban en mí. Sentía la necesidad de saltar encima de mi pupitre y empezar a cantar y a mover los brazos. Quería disfrazarme, llenarme de rollos de papel de cocina y zapatear. Enérgico e hiperactivo, corría por ahí durante la hora de la comida, acosando a los demás niños con mis emocionantes actuaciones. Un día, una niña un año mayor que yo —estaba en octavo— rompió a llorar frente a uno de los profesores. Me señaló; su cara se arrugó en un sollozo, como si ella fuera la única capaz de reconocer que yo era un monstruo. «Es terrible, ¿no lo ves? Él es simplemente… ¡muy feliz!».

Una vez a la semana teníamos una clase de Arte, que impartía una glamorosa chica de veintiséis años llamada Jennifer Lebert. Pude ver que constituía un material perfecto en cuanto a una mujer-amiga, así que me pegué a ella como una lapa enseguida. Solo era cuestión de tiempo, hasta que mis padres tuvieran que irse de la ciudad y, por supuesto, propuse a Jennifer y a su marido, Mat, para que se quedaran en casa y me cuidaran. Jennifer y yo nos convertimos en íntimos, y aunque era una cristiana devota, nunca sentí que su actitud fuera crítica o represiva hacia mí. Ella era una de las guais. A los dos nos encantaban las películas, siempre teníamos un montón de cosas sobre las que cotillear y me descubrió sus bandas de música favoritas: OMD, The Phychedelich Furs y The Cure.

Jennifer y Mat trabajan en múltiples empleos. Durante el día él vendía casas móviles en Mesa. Por la noche trabajaba en un restaurante temático llamado Bobby McGee’s, donde servía las mesas y tenía que disfrazarse como un curandero llamado Mel Practice, o como Drácula. También eran vendedores de Amway, que me parecía un esquema piramidal que vendía de todo, desde pasta de dientes hasta aspiradoras, a sus amigos y vecinos.

Cuando estaba con Jennifer, hablábamos de cultura pop e íbamos a lugares a los que no podría haber ido nunca con un amigo de mi edad. El mundo a nuestro alrededor parecía mucho más sencillo: comíamos en drive-thrus[10] y ojeábamos los contenedores de las tiendas de discos, veíamos películas de miedo en el cine de un dólar, bebíamos Big Gulps[11], celebrábamos fiestas del pijama y nos quedábamos despiertos hasta tarde viendo cintas VHS.

Soñaba con tener amigos de verdad, pero eso me parecía imposible. Pensé que quería un hermano. Yo ya tenía un medio hermano, por supuesto, pero tenía veinte años más que yo y tampoco es que tuviéramos muchas cosas en común. A veces, el marido de Jennifer intentaba sacarme de casa para hacer cosas masculinas, como asistir a un espectáculo de acrobacias en el aire o ir a jugar al golf. Pero era evidente que yo me sentía aburrido, distraído y que deseaba estar en alguna otra parte.

Una tarde, mi madre me llevó al centro comercial Fiesta y deambulé por la librería B. Dalton. Estaba buscando algún título en la sección de terror cuando un chico joven, en la veintena, apareció delante de mí y me preguntó acerca del libro que estaba mirando, un libro de bolsillo pulp de Dean Koontz. Empezamos a hablar sobre escritores, acerca de quiénes nos gustaban y qué libros no habíamos leído aún. Él eligió uno que le recomendé, Curfew, de Phil Rickman, y me dio las gracias por ello. Vi desde la otra parte de la tienda cómo pagó el libro y se marchó.

Durante el trayecto de vuelta a casa con mi madre, me sentí imbuido por un nuevo tipo de tristeza. Apesadumbrado, supe que nunca volvería a ver a ese chico. Un chico mayor que tenía interés en las cosas que yo decía, y que conocía a los escritores de los que yo hablaba sin parar. Y ahora se había marchado, nunca lo volvería a ver. Observé cómo se marchaban también las plazas de aparcamiento de la iglesia y los puestos de comida rápida. Una ola de dolor se apoderó de mí. Debió de ser la primera vez que sentí que me rompían el corazón.

* * *

Tras haber convencido a mi madre para que dejara que mi prima Jackie Sue me hiciera la permanente en la parte frontal del pelo, empecé octavo con estilo. La nueva camisa de cachemira que mi madre me permitió comprar en el departamento de mujeres de un centro comercial de oportunidades me hizo sentirme chic. Sin embargo, las fotografías cuentan otra historia: tenía espinillas y llevaba aparato. Mi cara parecía un núcleo a punto de estallar. Además, tenía unos pies de paloma que se asemejaban a una flecha cada vez que caminaba.

Fue en los recreativos, o en el centro comercial —donde los chicos guais avanzaban vestidos con monos, uno de los tirantes colgando por debajo de la cadera, moviéndose en grupo, ruidosos y violentos—, donde me di cuenta de verdad de lo raro y afeminado que yo era.

Teníamos a uno de esos chicos guais en nuestra clase —solo uno—. Su nombre era Austin. Arrogante y bravucón, tenía el pelo grueso y negro, y sus labios se torcían perpetuamente en una mueca desdeñosa, aunque sexi. Austin siempre estaba presumiendo de sus hazañas sexuales y con el monopatín. En Educación Física, echaba un vistazo a sus jugosas piernas, peludas como las de un gorila. Tenía un año más que el resto de nosotros y ya no era un niño. En la escuela él podía ser cruel y despiadado conmigo, pero los fines de semana dormía en mi casa, nos acostábamos sobre el colchón de agua y hablábamos hasta bien entrada la noche de sexo y chicas, seduciéndonos el uno al otro con el lenguaje. Esas noches eran de agónica felicidad. Conforme iba pasando el tiempo, yo empezaba a temblar. Nunca nos besamos, ni siquiera lo intentamos. Eso hubiera sido demasiado gay. Pero todo del cuello hacia abajo estaba permitido.

En el colegio nos guardábamos este peligroso secreto el uno al otro. Él se comportaba como un idiota la mayoría de los días, pero sabía que nunca podría sobrepasarse. Eso me mantenía despierto por las noches. ¿Se atrevería a decir algo? Seguimos con ello prácticamente hasta que se acabó el curso escolar. Sabía que una vez se acabara el semestre no lo volvería a ver nunca más. Nuestra última noche juntos fue hasta romántica; recuerdo haber sentido nostalgia incluso antes de que acabara. El romance se había terminado, pero pensaba que al menos lo habíamos pasado bien. Estoy seguro de que probablemente hoy tendrá mujer y niños; yo simplemente era alguien con el que hacerse una paja.

Mis deseos por entonces, sin embargo, eran confusos. Cuando estaba solo, las palabras “soy gay” aparecían en mi cabeza, acompañadas por una afilada punzada de ansiedad. Solía intentar quitármelo de encima, me decía que eso era algo de lo que podría encargarme más adelante. La gente gay no era guay; supuestamente se cagaban unos encima de otros y todos tenían sida, un escenario no muy deseable desde mi punto de vista. No ayudaba cuando mi hermana me ponía las cintas de Andrew Dice Clay, con sus chistes sobre maricas muertos colgando de árboles, el sida expandiéndose entre los maricas como el moho. Yo intentaba hacer como que era gracioso, aunque por dentro me asustaba hasta decir basta.

A la hora de la cena, en la mesa, mi madre exprimía al máximo mi mariconería. Me suplicaba que hiciera mi imitación de Lady Miss Kier y de Deee-Lite ante los invitados. Yo la complacía, vistiendo mi bolero rosa de piel falsa, caminando y haciendo muecas. «¿Cómo dices… delicioso, sensual y extraño? ¿Cómo dices… encantador, exquisito, divino? —Mimetizaba sus mismos pasos en el suelo de nuestro comedor—. ¿Cómo dices… estupendo?». Mis manos en el aire en forma de Y, las palmas hacia fuera. Era cojonudo.

Esperaba a que no hubiera nadie más en casa y entonces reproducía Power of love, de Deee-Lite, a todo volumen, girando por toda la casa, agarrándome al sofá cuando el comedor no dejaba de dar vueltas y vueltas. Encontré una fotografía de Lady Miss Kier y de Kate Pierson, de los B-52’s, juntas en una movilización de PETA. ¡Había tantísimo estilo en esa diminuta y arrugada fotografía! Yo solía mirarla e imaginaba escribirle una carta a cada una de ellas. Quizá, y solo quizá, quisieran quedar conmigo para comer algún día.

Colgaba pósteres de Budweiser que los amigos de mis hermanas me habían dado: estaban intentando, de un modo amable y a su manera, masculinizarme un poco. Pensé que si miraba a más chicas en biquini los deseos correctos acabarían por aflorar. Pero no importaba cómo de largas eran sus piernas, cómo de apetecibles parecían sus pechos; nada en mí quería follar con ellas.

Todo esto sucedió en la época previa a internet, así que tenía que ser creativo con la masturbación, pelándomela en el baño mientras veía los catálogos de ropa masculina International Male. Me detenía sobre cada adonis de pecho peludo castaño, sus peinados supercuts y sus perfectas mandíbulas cuadradas. Me concentraba en dos jóvenes, uno enfrente del otro, en bañador o en calzoncillos, arrancaba pequeños trozos de papel higiénico y los colocaba estratégicamente encima de ellos. Si lo hacía correctamente, podía parecer que estaban totalmente desnudos, uno al lado del otro, tan solo cubiertos por una nube de Charmin[12] . Entonces me acostaba sobre mi espalda y me corría con un intenso deseo, rezando para que uno de esos jóvenes con hombros anchos y pelo en el pecho se acercara a mi puerta y me alzara en brazos. Supongo que mi madre se preguntaba por qué cada día encontraba pequeños trozos de papel higiénico desparramados por todo el suelo del cuarto de baño.

* * *

Mis descubrimientos no solo se limitaban al sexo. Había una chica nueva en mi clase durante ese año que se llamaba Rachel, y era perfecta. El primer día de clase llegó quitándose arroz del pelo porque la noche anterior había ido a un pase de The rocky horror picture show. Más tarde me explicaría lo que era la música alternativa, que yo podía escuchar en esta emisora, la KUKQ.

El día que me lo dijo, estuve escuchándola en la oscuridad mientras me quedaba dormido. Quizá pensé que mi subconsciente absorbería las canciones, hasta tal punto estaba yo hambriento de estímulos que me hicieran progresar. Pero justo cuando estaba adormilándome, una canción empezó a sonar e hizo que me sentara, provocando así pequeñas olas en mi colchón de agua. Incliné el oído hacia los altavoces, con miedo de moverme, de perderme algo. No podía distinguir si el cantante era un hombre o una mujer: la voz era agresiva y alucinatoria. Era This is not a love song, de Public Image Limited.

Violent Femmes, Red Hot Chilli Peppers, Big Audio Dynamite, REM… Descubrí tantos grupos musicales… Mi primer concierto de verdad fue de Siouxsie and the Banshees. La anticipación y la liberación de aquella actuación fueron casi como lo que sabía que el sexo debía de ser. Cada descubrimiento me llevaba a otro. En el concierto de Siouxsie le pregunté a un chico que estaba a mi lado quiénes eran los teloneros. Él me dijo que los Nine Inch Nails, que presentaban su nuevo disco llamado Pretty hate machine. Ahorraba todo mi dinero para poder comprar casetes, y cuando no podía permitirme algo, Rachel, que parecía conocerlo todo, simplemente me pasaba una copia de, qué sé yo, Ritual de lo habitual, de Jane’s Addiction.

Mis padres me dieron bastante libertad. Ellos intuían que yo no estaba interesado en buscar problemas. No me interesaban los amigos que tenían acceso a la bebida y a las drogas. Yo lo que quería era obtener tantas experiencias de las películas y de la música como me fuera posible, tantas como mi tiempo libre y mi paga semanal me pudieran permitir. Pero mi madre dibujó la línea con The rocky horror picture show. La película estaba celebrando su decimoquinto aniversario y se acababa de estrenar en vídeo. Yo deseaba tantísimo ir a ver el pase que iban a proyectar en el cine de Mill Avenue el sábado por la noche, pero mi madre fue firme en su resolución, argumentando que había “temas peliagudos” para los que, según ella, yo no estaba “preparado” todavía. Estaba siendo ridícula, y yo iba a ver esa maldita película.

Windi, que estaba viviendo cerca de nosotros en Arizona por aquel tiempo, me dejó alquilarla cuando mis padres se fueron de la ciudad, como en los viejos tiempos. Me la empapé entera: cada plano, canción, vestuario, movimiento de cadera. Rocky horror era como una invitación al resto de mi vida. Había encontrado el mensaje en la botella, un travieso telegrama llegado desde el futuro que me confirmaba que había gente como yo ahí fuera.

Tanto mi profesora de arte, Jennifer, como Windi se quedaron embarazadas al mismo tiempo ese año. Windi iba a ser madre soltera, para disgusto de mis padres. Lo descubrí la noche previa a San Valentín. A la mañana siguiente me senté en el escritorio masticando corazones de caramelo, apesadumbrado. Estaba preocupado por ella, por cómo iba a seguir adelante y criar al niño al mismo tiempo.

Jennifer estaba pletórica por tener una niña, pero a mitad de su embarazo surgieron algunas complicaciones. Mantenía en secreto las visitas al doctor, pero finalmente me dijo que la bebé moriría tan pronto como naciera. Jennifer decidió seguir adelante. Era diferente estar a su lado ahora: nuestras vidas continuaban, pero era imposible no sentir una inmensa tristeza. No había manera de que yo pudiera comprender el dolor tan privado que ella y Mat estaban sintiendo. Pero su optimismo alegre parecía no remitir y demostraba una valentía que hasta la fecha yo no había visto nunca.

Fue un accidente, pero me las arreglé para asustar a Windi y ponerla así a parir. Después de haber entrado en su apartamento y darme cuenta de que estaba durmiendo, me quedé allí de pie, junto a ella, mirándola fijamente, mi nariz a escasos centímetros de la suya, pensando que aquello sería divertido. Cuando abrió los ojos y chilló, rompió aguas. Fue un momento tan gozoso que no pudo ni siquiera enfadarse conmigo. Mi sobrino, Caleb, nació en cuestión de horas.

[10] Restaurantes donde la comida se recoge desde el coche. (N. del T.)

[11] Tipo de refresco que contiene un litro del mismo. (N. del T.)

[12] Marca de papel higiénico. (N. del T.)

Los chicos siguen bailando

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