Читать книгу Los chicos siguen bailando - Jake Shears - Страница 12
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ОглавлениеLa infancia se había acabado. Mi vieja piel estaba mudando mucho más rápido de lo que yo podía conseguir una nueva. Este otro yo estaba creciendo hacia fuera desde mis adentros, hizo que mi cabeza se inclinara hacia ciertos ángulos, que mis manos se convirtieran en débiles y flácidas. Cambiar de estado no facilitó el hecho de encajar con los demás —de hecho, lo empeoró—. Pero todavía encontraba algunos amigos inadaptados en las proximidades.
Como perros callejeros, quedábamos en el patio trasero de la casa de mi amigo John. Era bastante asqueroso: césped seco y sucio, latas de Coca-Cola y envoltorios de chocolatinas que se amontonaban en un trampolín que no se usaba desde hacía tiempo. Nos sentábamos en tumbonas oxidadas y fumábamos cigarrillos tan baratos que se desintegraban después de tres caladas. Courtney solía quedarse de pie, balanceándose a ritmo del handbag house[13] que resonaba en un radiocasete cansado, los altavoces dañados, el CD siempre saltando de canción en canción. Mientras el sol de Arizona cocinaba todo aquello que encontraba a su paso, nosotros encontramos refugio a la sombra del frágil tejado de aquella casa.
Atticus, un chico rubio fibradete y aficionado a vestir gorras de béisbol al revés, nos hizo una demostración de lo que era el dance-floor sandwich[14]. El fin de semana anterior había estado en Preston’s, una discoteca gay de Phoenix que dejaba entrar a los menores de edad a partir de las dos de la mañana. Entre sorbos de cerveza nos dijo con voz machacona: «… y las luces, ellos tienen como tres estroboscópicos. Puedo colaros allí sin problema».
Josh, con sus gafas de profesor de matemáticas y su pelo largo y alisado, estaba tranquilo pero desconcertado mientras se liaba los canutos. Su equipo para la hierba consistía en una caja de metal de tiritas a la que le había cambiado la “a” y la “n” por una “u”, y ahora se podía leer: “Ayuda para el amigo”[15] . Las herramientas estaban dispuestas delante de él, encima de una mesa de juego de aglomerado. Nunca lo vi quitarse su chaqueta de cuero negro, incluso cuando hacía calor. «Quizá mi padre me deje conducir su coche —decía, llevándose un bucle de pelo grasiento por detrás de la oreja—. Ya me lo ha dejado conducir en alguna ocasión».
«Tú no puedes conducir un coche, idiota. Hazme caso. No sabes ni cómo hacerlo», le decía Courtney. Ella era la mayor de nosotros, casi en los diecisiete, y todavía no se había sacado el carné. De todas formas siempre estaba demasiado colocada como para conducir. Angustiada, siempre estaba reorganizando el contenido de su caja para el almuerzo, buscando Dios sabe qué; su interior olía como a aceite de rosas. Courtney se volvió violentamente y se quedó mirando fijamente la pared de estuco.
«Pero mi padre es guay —afirmó Josh—. Él me deja hacerlo siempre que quiero». La ventana trasera de la casa, que daba a la cocina, estaba lo suficientemente limpia para que pudiéramos ver a su padre holgazaneando por ahí. Un par de semanas antes, nos colocamos con una pipa de agua mientras veíamos Cat people. Josh me dijo entonces en voz baja que su padre había estado abusando de él y de su hermana durante años. Nunca pregunté qué le ocurrió a su madre.
Su padre sacó la cabeza por la puerta de la cocina y nos hizo saltar a todos del susto. «¿Va todo bien, chicos?». Su voz era serena. Asentimos con nuestras cabezas al unísono. Parecía que no le importara que estuviéramos fumando maría y bebiendo cerveza. Mientras se desvanecía en la oscuridad de la casa, pensé: «Qué tío más escalofriante».
* * *
Algunos días regresaba a casa caminando bajo el calor seco y silencioso, y pasaba por delante de casas adosadas, los patios de grava adornados con cactus. Nadie por aquí caminaba a ninguna parte; hacía demasiado calor. Me preguntaba si la gente me observaba a través de las ventanas delanteras de sus casas. Me rascaba las medias de rejilla que llevaba en mis brazos y estiraba mi falda plisada de lana de color mostaza pálido. A veces Courtney me acompañaba en este tramo, pero a menudo la dejaba atrás en algún patio de alguna casa cualquiera. Normalmente, la próxima vez que la veía había estado despierta durante algunos días y llevaba unas gafas de sol enormes que cubrían sus ojos hinchados como pelotas de pimpón. Una vampiresa de la metanfetamina. Si no estaba en el instituto, estaba escondiéndose de la luz del sol en su habitación oscura, con el aire acondicionado encendido, los pósteres de la pared y las fotografías superponiéndose entre sí. Cuando no estaba con ella, imaginaba las cosas secretas y borrosas que debía de estar haciendo. Toda esa diversión que ella estaba experimentando y yo no. No juzgaba a la gente que se metía cristal; simplemente suponía que ellos estaban haciendo lo que querían hacer. Todos los colgados que conocía parecían bastante estables. Courtney se podía poner superdramática y emocionada por algo tan pequeño como un palillo de dientes, pero yo me limitaba a pensar que ella era entusiasta. Nunca me ofreció drogas. Y no creo que las hubiera aceptado de haberlo hecho. Estaba contento con la adrenalina que me daban mis genéricos cigarrillos GPC light. Solo costaban dos pavos en el 7-Eleven —siempre y cuando consiguieras que alguien mayor de dieciocho años te los comprara—. Los llevaba a todas partes en una vieja funda para gafas, adornada con una pegatina de los Sisters of Mercy.
* * *
Jennifer estaba en casa con su hija recién nacida, Emily, colgando de su pecho mientras removía la pasta.
Nuestras conversaciones estaban llenas de inexpresiva negación.
—Hey, ¿qué tal ha ido tu día? —Su alegría siempre era genuina, y yo me mostraba agradecido por ello.
—Bien —le mentía, y sentía como un pequeño soplo de miedo.
—La cena estará lista en diez minutos. Tu madre acaba de llamar.
—¿Qué ha dicho?
—Quiere que la llames. Hemos estado hablando durante media hora. Le he dicho tus notas. Las matemáticas las llevas fatal, pero dice que puedes ir al concierto si es lo que quieres. —Le había estado implorando para que me dejara ir a ver a los Concrete Blonde en una sala de conciertos para todas las edades—. Probablemente os pueda llevar yo, pero deberíamos ver si la madre de Courtney os puede recoger cuando acabe; Mat y yo tenemos clase.
La “clase” era en realidad un seminario motivacional de Amway tras el cual las estanterías de Jennifer y Mat se llenarían de cientos de casetes sobre el arte de vender, con títulos como Sé un zapato cómodo o Jesús te quiere rico. Las fotografías de coches deportivos y campos de golf enganchadas a la puerta del frigorífico se suponía que eran un ejercicio de declaración de intenciones. A menudo, cuando ella y Mat se iban a las reuniones de Amway, yo acudía a un grupo cristiano de jóvenes llamado Young Life. Por lo menos tenía algo que hacer, y las devotas canciones familiares me resultaban bastante relajantes, a pesar de estar en contra de los principales temas que tocaban.
Al final de cada día escolar me encaminaba hacia mi habitación provisional, dejaba caer mi mochila manchada y empezaba a deshacer mi look, desatando primero el pesado cinturón de cuero bondage que llevaba. Me quitaba de encima más de dos kilos de peso cuando caía sobre la alfombra. Llevaba medias de rejilla en los brazos, con agujeros en la parte para el pie para poder meter los dedos de las manos, y mi cabeza asomaba por un roto que les había hecho en la parte de la entrepierna, pero para poder llegar a ellas tenía que quitarme primero una camiseta de Skinny Puppy o de Ministry que me estaba enorme, adornada con serpientes de aspecto satánico o un ángel borroso y que daba algo de grima. Estaba desesperado por dar a conocer los grupos musicales que me gustaban, y sus emblemas siempre tenían preferencia por encima de la talla de la camiseta.
La música era una forma primaria de identificarme, y asistir a los conciertos era como sellar un parte de mi historia personal, como si se tratara de un tatuaje. Mi momento favorito en cualquier actuación era la anticipación asociada a la salida al escenario del cabeza de cartel, la multitud aumentando lentamente, cada minuto que pasaba parecía una eternidad. Desde que había regresado a Arizona, ya había visto a los Nine Inch Nails dos veces en su gira de Downward spiral, así como a los KMFDM y a My Life con los Thrill Kill Kult.
Yo era como una visión infame: larguirucho y con granos, mis rasgos faciales se extendían por toda la cara como si estuvieran buscando un hogar. Mis ojos azules eran demasiado grandes y mi pelo negro y largo como un mocho se separaba hasta parecer una planta rodadora. Bultos que se parecían a quistes cubrían mi piel. El aparato de ortodoncia con las bandas en violeta estaba pegado a mis dientes y provocaba que las gomas se hincharan, llevando mi cara a un nuevo estadio de ruina. Me lo iban a quitar pronto, y soñaba con cómo sería eso de pasear la lengua por mis suaves dientes. Si cuando lo pensaba estaba enfrente del espejo, podía ver un destello de un chico mucho más guapo floreciendo debajo de mí. Mi acné era explosivo, así que convencí a Jennifer para que me dejara empezar a tomar Accutane. Encontramos un doctor algo sospechoso que pasaba consulta en una oficina algo destartalada y que accedió a recetármelo. Cada día me tomaba una pastilla naranja de un blíster decorado con la imagen de una mujer embarazada con una barra roja a través de ella. Parecía ser que podía causar deformaciones en el bebé si te quedabas embarazada mientras estabas en tratamiento. Más tarde se descubrió que tenía un gran efecto secundario: depresión adolescente y, por consiguiente, suicidio. A menudo me pregunto si aquellas pastillas tuvieron algo que ver con el hecho de que, allá donde fuera, me convertía en una diana perfecta, poniéndome en peligro casi de manera inconsciente.
Una vez quitadas, las medias de rejilla me dejaban marcas rojas por toda la piel. Entonces solo quedaba quitarme una simple falda o unos pantalones cortos muy holgados y unas botas. La falda era muy pequeña para mí, así que la tenía que abotonar por encima de la cadera. Resultaba algo constrictiva, pero era la única que tenía.
Me había comprado algunos “anillos de libertad” metálicos con los colores del arco iris y los llevaba engarzados en una cadena alrededor del cuello. Se suponía que eran un símbolo hacia el exterior de mi propio orgullo gay. Una forma de estar fuera del armario y de ser visible cada día de tu vida, algo así como una pegatina que se engancha en el parachoques del coche. Al principio, me resultaba revitalizante llevar puestos esos anillos. Simbolizaban mi negativa a tener que pedir perdón. Pero en poco tiempo tuve una reacción alérgica al metal barato con el que estaba hecha la cadena y desarrollé un sarpullido. Seguí llevándolos, aunque el sarpullido no se iba. Empezaron a comerse mi cuello, convirtiéndolo en un desastre pegajoso de carne expuesta. «Significan lo mismo», pensé cuando finalmente decidí colgarlos de mi mochila. Pero esos anillos de la libertad me habían pasado factura: las costras eran asquerosas y me llevó bastante tiempo poder curarlas.
Era libertad lo que yo había estado buscando ese año lejos de mis padres, y hasta cierto punto la había encontrado. Jennifer no me armaba ningún lío por la forma en la que vestía, y tampoco me hacía muchas preguntas. Pero esa autonomía de la que gozaba me había abierto un nuevo tipo de problemas. No estaba realmente preparado para salir del armario con ella y con Mat, o con mis padres. Pero estaba preparado para decírselo a alguien. Y me daba cuenta de que cuanto más raro me vistiera, más atención atraía. Aunque fuera negativa, seguía siendo atención. Cuando entré con fuerza en el patio interior del instituto llevando mis enredaderas y mis cadenas, todo el mundo se quedó mirándome. No tardaron mucho en ponerse a chillar. Al final, empezaron a insultarme a la cara o a perseguirme. Me sentía como una jodida estrella del rock. Al menos sabían quién era.
* * *
La primera persona con la que salí del armario fue una chica de la escuela llamada Liz. Ella tenía un peculiar sentido del humor y vestía unos vestidos sueltos con flores bordadas. Liz fue una de las pocas personas en la escuela que intentó conocerme. Comíamos burritos del Taco Bell en el patio a la hora de la comida, realizábamos irónicas observaciones sobre los chicos populares y hablábamos de nuestro amor por Bowie.
A pesar de mi nueva amiga, una insoportable soledad se abría camino a través de la emoción de estar en un nuevo ambiente. Una noche me encontré escuchando la radio en mi habitación; la ansiedad me había agarrado por completo, sentía nostalgia por mis padres. ¿Valía la pena haber cambiado la belleza de las playas rocosas y los peñascos, el puerto tranquilo y el sonido profundo de la sirena del ferri por esta enorme alienación?
Llamé a Liz y, después de algunos minutos de tartamudeo, se lo dije mientras mis lágrimas se convertían en ríos. «Creo que soy gay —le confesé—. En realidad no lo creo; sé que soy gay». El dolor que sentí en ese momento fue espantoso. Era como si alguien hubiera muerto. A pesar de que pronunciaba aquellas palabras a través de un teléfono, escucharlas salir de mi boca hizo que se convirtieran en reales, que me definiera como algo nuevo. Abrumado y sollozando, me sentí atrapado por mi edad, cansado por mis deseos.
Supongo que Liz no supo qué decir y le dejó el teléfono a su padrastro. Él me escuchó llorar y me consoló durante lo que me pareció ser una hora, más o menos. Aunque parecía no estar muy puesto en la experiencia gay, su voz era fuerte y profunda e hizo lo mejor que pudo, diciéndome que todo iba a salir bien. Incluso podría tener hijos si quisiera algún día, me dijo. No había ningún problema en que yo fuera gay. Su padrastro, a quien yo no había conocido y con el que no había hablado nunca, se convirtió en un ángel momentáneo; necesitaba escuchar esas cosas de alguien, especialmente de un hombre.
Poco después, Liz dejó de quedar conmigo en el patio a la hora de la comida. Me llamó una tarde y me explicó que se había quedado embarazada y que iba a dejar el instituto. Nunca la volví a ver.
Desde entonces, cuando me preguntaban en el instituto si era maricón, yo me quedaba mirándolos con la cabeza bien alta y no respondía, o murmuraba un: «¿Y qué? ¿Qué coño pasa?», que junto con mi excéntrica apariencia se convertía en una provocación, que con el tiempo me dio una visión periférica, que se tradujo en estrategia. Aprendí a ver mi entorno en la periferia.
Cada día al llegar a casa me quitaba la armadura de tiendas de segunda mano que llevaba encima; nunca le decía nada a Jennifer o a mi madre acerca de lo que había ocurrido realmente en el instituto: las miradas de asco de los compañeros de clase, las miradas amenazantes, las risas que acababan convertidas en escandalosas carcajadas. Chicos feos y agresivos se movían alrededor de mí como si de un enjambre de avispas se tratara. Me lanzaban objetos a la cabeza cuando el profesor se daba la vuelta. Me daba miedo caminar por el extenso campus, sin saber nunca quién estaría detrás de la esquina. Aprendí a no usar mi taquilla; estaban colocadas en estructuras cuadradas como jaulas y era fácil arrinconar a alguien en ellas. A la hora de la comida, me recorría todo el campo de juego, ahora vacío, y me detenía al otro lado de la valla, donde me fumaba un cigarrillo hasta que la campana sonaba.
Las clases eran un infierno helado, con el aire acondicionado en marcha y sin ventanas; las paredes eran descomunales y de estuco. Antes de una pausa para la comida, Mrs. Connelly, mi profesora de Biología, me encontró en mi escondite —entre dos armarios que estaban en la parte trasera—.
—¿Qué estás haciendo ahí? —Era menuda y tranquila. Me gustaba porque siempre era amable conmigo. Me iba bien en sus clases.
—Estoy esperando a que los pasillos se vacíen —le dije.
—¿Por qué estás haciendo eso?
—Esos tipos me están esperando a la salida. No sé ni siquiera quiénes son.
—¿Para qué?
Me seguían y me gritaban en el pasillo, como si quisieran matarme. Me acojonaban cuando me los encontraba cara a cara. «Tú, jodido marica de caramelo».
—¡Santo cielo! —Sacudía su cabeza—.¡Esto no tiene ningún sentido! —Mrs. Connelly me ofreció su mano, me sacó de mi madriguera y me acompañó a través de la clase hasta la puerta. Yo tenía incluso miedo de mirar por si acaso estaban por allí.
—Mira, voy a quedarme por aquí y estaré atenta. Cada día. No es correcto lo que está sucediendo.
Mantuvo su promesa. De forma similar, también conseguí un par de aliados entre mis profesores.
Tenía un profesor de Literatura que se parecía a Robert Altman. Nos leía a Langston Hughes y nos animaba a escribir. Un día, después de que nos devolviera las tareas, me dijo que yo era el único en la clase que podía escribir correctamente una historia. A veces me miraba de forma extraña, como si estuviera viendo algo que le sorprendiera. Al final del año, fui el último en abandonar su clase y, antes de hacerlo, me llamó para que me quedara unos minutos. «Las responsabilidades especiales recaen sobre la gente especial», me comentó. Me enfadé a medida que salí de su clase por última vez. Yo no tenía ninguna responsabilidad. Simplemente era gay. Pero ahora entiendo que aquella fue una de las cosas más amables que alguien me ha dicho en toda mi vida.
A veces, no obstante, los profesores eran unos traidores. Podían parecer benevolentes, como si quisieran ayudarte, pero me llevaban de la mano otra vez hacia la boca de la bestia: la oficina del director. Mi profesor de Álgebra, con su gran y abultado bigote, fingía no enterarse de cuando un chico empezaba a lanzarme lápices a la cabeza o a golpear mi pupitre con su silla. Era como si el profesor no quisiera parecer débil reconociendo que estaban acosándome. El día que finalmente me di la vuelta y le dije a mi acosador que parara “de una puta vez”, el tipo se levantó de la silla y lanzó el escritorio en mi dirección. Los dos acabamos en la oficina del director.
Ese mierda presuntuoso sentado en su silla mostraba una sonrisa escalofriante, mirándome fijamente como si fuera el principal objeto de examen en su actuación como hombre sabio. «Vamos a ver, eh… Jason, ¿verdad? —Se parecía a Dr. Phil—. ¿Por qué crees que está ocurriendo esto? ¿Debo entender que se ha desarrollado hasta convertirse en un problema?». Respondí que, obviamente, no le gustaba a ese crío porque era gay.
«¿Cómo puedes saberlo?», preguntó. ¿Por qué se me estaba interrogando a mí, mientras ese imbécil estaba sentado a mi lado, sonriéndome? El director suspiró. «Todos tenemos nuestras diferencias, nuestros distintos puntos de vista, etcétera». Blablablá… «Hay gente de todo tipo en el mundo. Pero párate a pensar por un minuto, ¿estaría ocurriendo esto si dejaras todas esas cosas en casa? —Miró fijamente mi ropa—. Si mantuvieras tu vida privada para ti mismo, ¿se producirían estos incidentes?».
«Veo a chicos y chicas aquí cogiéndose de la mano todo el día. ¿Qué me dice de eso? —Tenía un nudo en la garganta—. ¿Es eso su vida privada?». «Ese es el mundo en el que vivimos, Jason», concluyó, dándome una palmada en la espalda e invitándome a que me levantara. La discusión había acabado. Había cometido un tremendo error al salir del armario. Fue un desvergonzado error de cálculo en una oferta por la libertad y la atención, un movimiento irrevocable. No había tenido tacto, había salido del armario para darme la vuelta y ver que la puerta había desaparecido. Ya no había modo de ocultarse a la luz del día.
[13] Estilo musical que se popularizó entre la comunidad LGTB en los años ochenta. (N. del T.)
[14] Tipo de baile realizado en las discotecas, en el que dos chicos se acercaban a dos chicas (o dos chicos) que estuvieran bailando juntos y se ponían a bailar detrás, creando así un sándwich. (N. del T.)
[15] “Tiritas”, en inglés Band-Aid. “Ayuda para el amigo”, Bud-Aid. (N. del T.)