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ОглавлениеLa nuestra no era exactamente una casa musical. Al menos, no del tipo de casa con discos o grabaciones. La radio no se escuchaba a menos que fuera en el coche o saliendo de la habitación de mis hermanas. Yo tenía mi propio tocadiscos, pero la mayoría de discos eran cosas de críos. La mayor parte de la música en mi casa provenía de instrumentos musicales. Mis hermanas tocaban el violonchelo y el harpa, y los tres tocábamos el piano. Nuestro profesor, Mr. Heck, se pasaba por nuestra casa los martes, vistiendo de rancio poliéster y oliendo a bolas de alcanfor y gomina. Golpeaba la partitura con su puntero retráctil, manteniendo el tempo mientras nos preparábamos para nuestros recitales bianuales. Windi y Sheryl practicaban constantemente, llenaban la casa de música. Yo encontraba la práctica musical aburrida, y me costaba contar los compases y recordar dónde se suponía que debían ir los sostenidos y los bemoles, y tenía que contar a mano las líneas en el pentagrama. Un acorde simplemente me parecía una maraña de notas, y descifrarlo se me antojaba una tarea tediosa. No quería interpretar un refrito de algo que alguien ya había puesto sobre papel. Quería crear mi propio material.
Era mejor cantante que pianista. Tomé clases elementales de coro de Mrs. Bell, quien lucía un feroz corte de pelo a lo Toni Tennille. Era agradable y amable, pero me horrorizaba cuando aplaudía en nuestras caras de forma rítmica y nos hacía decir: «Tah, tah, tee-tee, tah». Íbamos a cantar al sanatorio para animar a los ancianos y, para entretenerme a mí mismo, maullaba como si estuviera completamente sordo o intentaba llevar a cabo mi imitación en tercer grado de Aaron Neville, de la cual pensaba que era hilarante.
No fue hasta que descubrí a un cantante en particular cuando empecé a fantasear con la posibilidad de actuar. Había visto repetidamente un VHS de contrabando de la película Laberynth y me habían cautivado sus canciones. Rebobinaba y adelantaba escenas con el único propósito de aprenderme las letras de las canciones que cantaba ese hombre en medias y con una peluca escarchada a lo Tina Turner. No tenía ni idea de quién era, pero estaba realmente intrigado. Mis hermanas me informaron de que su nombre era David Bowie, y parecía ser que era una estrella del rock.
En otro de nuestros viajes fuera de la isla, mi madre dejó que me comprara el casete de Let’s dance. Lo escogí de entre una selección aleatoria de sus álbumes. Desde entonces, los auriculares de mi walkman no abandonaban nunca mis orejas. La primera mitad de la grabación, llena de sencillos, era inmediata, pero era la segunda parte, mucho más oscura, la que reproducía incluso con mayor frecuencia. Dejaba el casete en mi pupitre en la escuela, nunca perdía de vista la carátula artística y contaba las horas hasta poder volverlo a escuchar.
Me recostaba en mi habitación a oscuras a la hora de irme a la cama; las canciones sonaban suavemente en el radiocasete. Me imaginaba estar enfrente de una multitud embelesada de compañeros de clase; visualizaba un escenario en el gimnasio escolar, de alguna manera un cielo infinito y lleno de estrellas por encima de mi cabeza. Vestía un esmoquin y cantaba suavemente delante de una elegante banda musical, con una sección completa de trompas. Fue la primera vez que pensé con auténtica convicción: «Quiero estar encima del escenario. Cantando».
A Let’s dance le siguieron el Scary monster’s y el Lodger, de Bowie. La mayoría de las letras eran opacas, incluso algunas de ellas aterradoras. Pero memoricé cada segundo de esos álbumes, escuchándolos siempre que podía; a veces incluso elegía escucharlos antes que salir con mis amigos. Sabía muy bien que nunca les podría poner esas canciones. No tenía ningún interés en intentar convencer a nadie de lo que yo ya sabía que era brillante.
* * *
Cuando finalmente logré subir al escenario en mi cuarto año escolar, de ningún modo aquello se podía comparar con las fantasías que tenía en mi habitación. Mi madre tuvo la sabia idea de que fuéramos los dos a clases de claqué. Nos apuntamos con Bill Ament, un profesor local que tenía un estudio de una sola sala al otro lado del juzgado, en el pueblo. Bill era un alegre y moderno bailarín de claqué con una mujer muy grande llamada Rita, que vestía muumuus[6] coloridos, tenía el pelo encrespado, llevaba los labios pintados de violeta y siempre estaba sudando profusamente. Ella se sentaba en un lado, en una silla plegable, y ponía la música, además de interrumpir a Bill cada diez minutos para decirle que estaba haciendo algo mal. Hacían un equipo curioso.
Yo no era ningún prodigio del claqué, pero podía ciertamente recordar una secuencia, y por suerte este no era un deporte de exterior. Tom era el único chico en mi clase. Aunque ambos llevábamos gafas, él sufría permanentemente de moqueo nasal y le era imposible mantener el tempo adecuado. No podía evitar sentirme superior. Pero la superioridad era relativa. Para mí, el niño nuevo en el pueblo, no parecía un buen reclamo estar aprendiendo bailes para Don’t worry, be happy y The surrey with the fringe on top.
Durante toda la primavera trabajamos en la actuación, que representaríamos en el teatro comunitario —que en realidad era un cine de una única sala en la que habían quitado la pantalla y habían dispuesto un pequeño escenario—. El show se llamaba Dance happy! y actuarían todos los estudiantes de las clases de Bill Ament, incluyendo a mi madre. El número en el que me encontraba yo se basaba en la canción principal de la película Hairspray, de John Waters. Al final, Tom y yo entrábamos desde los lados del escenario, ataviados con mallas de licra azul, saltando sobre un pie y fingiendo tocar un solo de saxofón alrededor de una mujer disfrazada como una lata gigantesca de Aqua Net[7] . El número de mi madre iba a ser incluso más vergonzante. Lo representaban ella y un grupo de mujeres de mediana edad disfrazadas como payasos, bailando al ritmo de música circense. Entraban a través del público, lanzando confeti a todo el mundo, al estilo de Rip Taylor.
El día del espectáculo, mi madre y yo estábamos preparándonos cuando me recordó que fuera a darle de comer a Oreo, el conejo que mi hermana Windi me había dado hacía seis meses. La gran jaula de Oreo estaba al final de un pequeño sendero a través de algunos árboles, sobre la colina de nuestra casa. Me aseguré de ir a darle de comer antes de irnos a la representación, así que antes de salir de casa en dirección a su jaula me puse los pelos de punta con un gel pringoso y me arreglé las mallas, dejando los zapatos de claqué para cuando fuéramos a salir al escenario. No quería arañarlos con el hormigón.
Supe que algo iba mal tan pronto como iba saltando colina arriba y me acercaba a la jaula de Oreo. El aire estaba demasiado quieto. Aminoré la marcha y doblé la esquina; no estaba preparado para la revelación de violencia que iba a presenciar. Clyde, nuestro springer spaniel, había conseguido entrar en la jaula de algún modo y ahora estaba sentado, gruñéndome. La sangre fresca caía por sus dientes. Las dos pequeñas patas traseras de Oreo estaban completamente separadas en el aire, como si estuvieran a punto de realizar una festiva patada alta de competición.
Grité como si fuera un globo que lentamente se deshinchaba, daba vueltas con las manos alzadas y corrí colina abajo, cegado por el pánico, hasta que tropecé con una piedra que me hizo salir por los aires. Caí de forma abrupta y me rasguñé la barbilla. Mi madre, maquillada ya como un payaso, intentó consolarme mientras me quitaba la gravilla de las palmas de las manos y lloraba.
No podría actuar, pensé. ¿Cómo podría subirme al escenario en semejante estado de duelo? «Simplemente tienes que esperar a que acabe la actuación para pensar en ello», me dijo mi madre mientras me secaba la cara con una toalla caliente. «Vamos al coche, ¿de acuerdo?». Intenté controlarme durante el trayecto de seis millas al pueblo, pero no estaba seguro de que pudiera enfrentarme al público. ¿Y si me ponía a llorar en el escenario? Iba a tener mi cabeza en dos lugares al mismo tiempo, entre la fantasía de licra y pelo y las entrañas de un conejo.
Acabé haciendo el número del saxofón con los ojos rojos y la cara hinchada por las lágrimas. Pero el número salió bien. De todas formas, el público nos iba a olvidar a Tom y a mí tan pronto como vieran ese montón de terroríficas madres-payaso. Cuando aparecieron, bañando al público en confeti, a mi madre se le quedó un gran trozo entre las muelas. Detrás del escenario, las otras mujeres-payaso la rodearon y le apuntaban con una linterna, su cabeza reclinada hacia atrás con la boca abierta tanto como le era posible, emulando un grito congelado de payaso. Todas ellas se convirtieron en una única bestia pintada con maquillaje de teatro mientras cacareaban y empujaban con unas pinzas, hasta que lograron sacar la deslumbrante pieza con aires de triunfo.
Cuando regresamos a casa, me permití el suficiente espacio para sentirme mal por mi mascota devorada. Pero también me sentí realizado por haber sido capaz de salir al escenario de todos modos, sacando fuerzas de donde no tenía, haciéndole creer a la gente que estaba bailando alegremente. El público estaba allí para que se le entretuviera. A nadie le importaba que yo estuviera teniendo un mal día, y era mi trabajo no dejarles ver lo que estaba ocurriendo. Todo lo que presenciaron fue un número de baile bastante malo, y eso estaba bien.
* * *
Este episodio de violencia entre mascotas no fue el único responsable de introducirme en el mundo real; ahora tenía toda una exposición interactiva sobre el océano en el patio delantero de mi casa. En verano, cuando atardecía, trepaba por la península decolorada de maderas arrastradas que se había formado por la corriente y desde ahí veía cómo nadaban las ballenas. Me parecía surrealista cuando las orcas saltaban, lanzando agua y cayendo sobre uno de sus lados, a veces tan cerca de donde me encontraba que incluso me sobresaltaban. Golpeaba con un palo los charcos de pleamar, fascinantes y repletos de anémonas y mejillones, criaturas extrañas que eran desenterradas por la marea que se alejaba. Siempre he tenido un miedo irracional a los animales sin columna vertebral. Desafortunadamente para mí, la isla también era el hogar de babosas banana que podían crecer hasta los treinta centímetros.
Tan pronto como los demás niños se enteraron de mi fobia por las babosas, empezaron a perseguirme por la playa, arrojándomelas, riéndose de mis gritos de niña. Algunas mañanas corría hacia la cocina y sufría un colapso tras haber abierto las persianas: a las gigantescas babosas les gustaba trepar hasta la ventana de mi habitación, como si pidieran que por favor las dejara entrar. Mi padre, desayunando en la mesa, fruncía el ceño, enfadado por los niveles que alcazaba mi histeria.
Tenía un nuevo amigo llamado Ryan Smith, al que parecían no preocuparle mis propensiones remilgadas y femeninas. Era un niño amable y nos habíamos hecho amigos el primer día que pasé a cuarto. Divertido y con ganas de estar siempre al aire libre, era el segundo hijo más joven de una familia católica y tranquila que tenía un huerto de manzanos y vivía en una cabaña de troncos que habían construido ellos mismos. Preparábamos concursos de talento en verano y salíamos a patinar por el lago en invierno, cuando se congelaba. Ellos producían sidra, tenían un perro y no veían la televisión, excepto quizá alguna vieja película durante los fines de semana en su titilante VCR.
Pasar la noche del sábado podía resultar peligroso. Al final acababa siendo arrastrado a misa a la mañana siguiente, un ejercicio de profundo aburrimiento. A veces deseaba participar en la comunión porque así por lo menos podría comer algo. El padre O’Neill compensaba estos domingos aburridos con su ecléctica colección de vídeos para toda la familia, que tenía en su casa, que estaba al lado de la iglesia. Casi todo era material de los sesenta y los setenta. Recibí mi primera gran educación en vídeo gracias a esas cintas. Ryan y yo íbamos y veíamos cómo Vincent Price caminaba afeminadamente en The abominable Dr. Phibes o cómo Madeline Khan sobreactuaba en What’s up, doc?
Cuando estábamos en mi casa, Ryan y yo nos convertíamos en fanáticos de los videojuegos, y nos quedábamos toda la noche despiertos, con los ojos vidriosos y abiertos como platos, mirando los enormes píxeles de mi nueva Nintendo, que me habían regalado por mi octavo cumpleaños. A veces también jugábamos con mi colección de muñecos He-Man, pero sabíamos que nos estábamos haciendo demasiado mayores para esos juegos: ya no era guay jugar a ser.
Yo ya no era un niño pequeño. Impaciente, deseaba experimentar la cultura con temas mucho más maduros. Quería ir al cine, y me daba igual lo que se estuviera proyectando. Cada viernes, cuando conducíamos por la calle principal, pegaba mi nariz a la ventanilla del coche e intentaba averiguar qué ponía en la marquesina descolorida del cine. Pegaban una impresión hecha desde un ordenador, con el título y los dos pases de la película, tras un cristal rayado de plexiglás.
Un amigo mío y su madre, que tenía un gusto cosmopolita, me llevaron a ver mi primera película clasificada R[8] , Working girl. Con la escena inicial de Nueva York y la Estatua de la Libertad, mi corazón se elevó mientras Carly Simon cantaba Let the river run. También estuve al tanto de las complicaciones de los adultos. Cuando los créditos aparecieron, me di cuenta de que la mayoría de las películas que había visto antes que esta eran una absoluta bazofia. ¿Esa película de Bobcat Goldwaith con un caballo parlante? ¡Basura! ¿Ernest goes to camp? ¡Material para bebés! Cuando escuchaba a la gente decir “joder” en voz alta, o entreveía un culo de hombre y unas caderas que empujaban, sentía un espasmo inexplicable, un deseo de ser mayor, de vivir esos papeles que veía en la pantalla.
Me convertí en un fanático del cine. En sexto, mientras abandonaba el cine, la madre de uno de mis compañeros me vio y se acercó con mirada curiosa. «Es extraño verte salir de Delitos y faltas», me dijo.
También me preocupé por conseguir libros más jugosos. Mi hermana Sheryl se había dejado por ahí una copia de bolsillo del Tommyknockers, de Stephen King. Yo lo escondí detrás del sofá de la sala de estar y lo leía durante horas, poseído por su terrorífica imaginería. También había aprendido a ser precavido: una niña de mi clase me había pillado leyendo If there be thorns, de V.C. Andrews, en la biblioteca escolar. Lo agarró y me lo quitó de las manos, luego se giró hacia sus amigas y afirmó con cierto disgusto: «¡Oh, Dios mío, es un jodido gay!».
[6] Vestido típico de Hawái. (N. del T.)
[7] Laca para el cabello, producto cosmético. (N. del T.)
[8] Las películas clasificadas R en Estados Unidos no permiten el acceso a los menores de 17 años si no van acompañados de un adulto. (N. del T.)