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Preludio

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La música clásica me la pone dura.

Ya sé que para algunas personas ésta no será una frase muy prometedora. Pero si quitáis la palabra «clásica», a lo mejor ya no está tan mal. Puede incluso que entonces pase a ser comprensible. Porque entonces, gracias a la palabra «música», tendremos algo universal, algo emocionante, algo intangible e inmortal.

Vosotros y yo estamos conectados de forma inmediata a través de la música. Yo la escucho. Vosotros la escucháis. La música ha empapado nuestras vidas y ha influido en ellas tanto como la naturaleza, la literatura, el arte, el deporte, la religión, la filosofía y la televisión. Es la gran unificadora, la droga preferida de los adolescentes de todo el mundo. Brinda consuelo, sabiduría, esperanza y calidez; lleva haciéndolo miles de años. Es medicina para el alma. Hay ochenta y ocho teclas en un piano y, dentro de ellas, un universo entero.

Y, sin embargo...

Mi trabajo se denomina «concertista de piano», de modo que, inevitablemente, hay mucho sobre música clásica en este libro. No me sorprendería en absoluto que ciertos miembros de la prensa, cuando esto se publique, intenten obviar este hecho con todas sus fuerzas. Lo harán porque la música clásica pura nunca vende, y muchos consideran que es prácticamente irrelevante. Y también porque todo lo relacionado con ella, desde los propios músicos hasta su presentación como producto, las discográficas, la representación artística (todas las actitudes propias de este sector y los principios éticos vinculados a él), todo eso está prácticamente desprovisto de rasgos positivos.

Pero es un hecho irrefutable que la música me ha salvado la vida de una forma muy literal, y creo que también la de un montón de personas más. Ofrece compañía cuando no la hay, comprensión cuando reina el desconcierto, consuelo cuando se siente angustia, y una energía pura y sin contaminar cuando lo que queda es una cáscara vacía de destrucción y agotamiento.

Por eso, en todos los sitios y en todos los momentos en que surge esa tentación universal e irracional de poner los ojos en blanco y dejar de prestar atención cuando se oye o se lee la expresión «música clásica», me acuerdo de los tremendos errores que he cometido en el pasado al dejarme llevar perezosamente por los prejuicios, en vez de ponerme a investigar algo. A aquellos que tengáis esa reacción, os ruego, os suplico, que esperéis un minuto y os hagáis la siguiente pregunta:

Si existiera algo que no estuviera producido por el Gobierno, ni por fábricas en que se explota a los trabajadores, ni por Apple o las grandes empresas farmacéuticas, y que pudiera de forma automática, constante y segura añadir algo más de emoción, brillo, profundidad y fuerza a vuestra vida, ¿no os entraría curiosidad por conocerlo?

Algo que no tuviera efectos secundarios, para lo que no fuese necesario adquirir un compromiso, ni tener conocimientos previos ni dinero, solo cierto tiempo y quizá unos auriculares decentes.

¿Os interesaría?

Todos tenemos una banda sonora de nuestra vida. Muchos de nosotros nos hemos vuelto insensibles a ella, nos hemos expuesto en exceso, nos hemos cansado y nos hemos desilusionado. La música nos asalta en el cine, en los programas de televisión, en los centros comerciales, en las llamadas de teléfono, en los ascensores y en los anuncios. Hace mucho la cantidad superó a la calidad. Por lo visto, tener más de todo es lo mejor. Y menudo precio estamos pagando por ello. Por cada grupo de rock, banda sonora cinematográfica o compositor contemporáneo verdaderamente emocionantes, hay miles de montones de mierda que nos obligan a tragarnos en cuanto nos descuidamos. La industria del sector nos trata con casi nada de respeto y aún menos confianza. El éxito, más que ganarse, se compra, se paga, se degrada, y se nos obliga a consumirlo de forma manipuladora y tramposa.

Entre otras cosas, quiero que este libro proponga soluciones a esta degradación descafeinada e interesada de la industria de la música clásica que nos han forzado a aceptar en contra de nuestra voluntad. También espero mostrar en él que los problemas y las posibles soluciones dentro de ese mundo clásico pueden también aplicarse a muchísimos más ámbitos parecidos, que afectan a nuestra cultura en general y a las artes en particular.

E intercalada en medio de todo esto va a estar la historia de mi vida. Porque es una historia que demuestra que la música es la respuesta a aquello que no la tiene. Estoy convencido de ello porque yo no existiría, menos aún de una forma productiva, sólida (y, de vez en cuando, feliz), sin música.

Muchos pensarán que es prontísimo para ponerme a escribir mi autobiografía. Tengo treinta y ocho años (en el momento de la redacción del libro); plantearse escribir unas memorias con esta edad puede parecer algo indulgente y vanidoso. Pero poder escribir sobre aquello en lo que creo, aquello que me ha dado fuerza para vivir, poder desarrollar ideas que tengo desde hace un montón de años, responder a las críticas y proponer soluciones para algo que es inquietante y urgente, creo que constituye una labor que tiene sentido.

Estoy cualificado para escribir esto porque he sobrevivido a ciertas experiencias que quizá otras personas no habrían superado. Y al haber salido vivo de ello (hasta ahora) y, según la editora que le vendió la idea de este proyecto a su jefe, haber logrado «llegar a ser alguien», se me ha brindado la oportunidad de escribir un libro. Lo cual hace que me parta de risa, porque, como veréis a lo largo de las próximas ochenta mil palabras, vivo inmerso en una locura inherente a mí mismo, tengo un concepto de la integridad bastante retorcido, pocas relaciones que valgan la pena, aún menos amigos y, lo digo sin la menor compasión por mí mismo, soy bastante gilipollas.

Me odio, tengo demasiados tics, suelo decir lo que menos conviene, me rasco el culo cuando no toca (y luego me olisqueo los dedos), no me puedo mirar al espejo sin que me entren ganas de morirme. Soy un imbécil vanidoso, egocéntrico, superficial, narcisista, manipulador, degenerado, pelota, quejica, lleno de carencias, con tendencia al exceso, agresivo, frío y autodestructivo.

Os voy a poner un ejemplo.

Esta mañana me he despertado un pelín antes de las cuatro de la mañana.

En cualquier período de veinticuatro horas no hay momento peor que las cuatro de la mañana. La verdad es que la hora que va entre las 3:30 y las 4:30 es una putísima mierda. A partir de las 4:30 el tema ya no es tan grave, puedes dedicarte a dar vueltas en la cama hasta las 5:00 y después levantarte con la seguridad de que hay personas que están haciendo lo mismo. Para hacer running como idiotas antes de ir al trabajo, para no llegar tarde al primer turno laboral, para meditar, para hacer yoga o para disponer de cuarenta y cinco minutos de felicidad en los que no pensar en los niños ni en la hipoteca.

O para no pensar.

Yo qué sé.

Pero si te levantas antes de esa hora, está claro que algo falla en ti.

Tiene que fallar.

He empezado a escribir esto a las 3:47.

Algo falla en mí.

He visto suficientes veces las cuatro de la madrugada en mi Rolex (falso), en la base de mi iPhone, en mi IWC (auténtico), en relojes de pie, de pared, en un reproductor de CD, en una radio FM, en otro reproductor de casetes auto-reverse, en un reloj Casio y en otro de Mickey Mouse (cito los aparatos en orden inverso), tantas, que con ellas se podría llenar varias vidas. Siempre se produce el inevitable fogonazo mental, como si se pulsara un interruptor, ese momento de «a tomar por culo», cuando decides levantarte y asumir la situación. Ponerte en pie y salir al mundo. Sabiendo que va a doler. Que el día se te va a hacer muy largo.

Sé, por ejemplo, que ya habré acabado las cuatro horas de ensayo de piano, me habré fumado catorce pitillos, me habré tomado una cafetera entera, me habré duchado, habré leído el periódico, revisado el correo electrónico y puesto gasolina al coche a las 9:00 de hoy. Mi día entero y todo lo que tengo que hacer en él habrá terminado a las 9:00. ¿Se puede saber qué hago yo luego? ¿A qué cojones me dedico entre las 9:00 y las 23:00, que es lo más pronto que puedo apagar la luz e intentar dormirme sin sentir que soy un fracasado y un perturbado mental?

Sé por qué suelo levantarme tan temprano.

Todo es por culpa de mi cabeza. El enemigo. Lo que me acabará matando; una mina antipersona, una bomba con el cronómetro activado, Moriarty. Mi puta cabeza que me hace llorar y gritar y aullar y frotarme los ojos de pura frustración. Siempre presente, constante solo en su inconstancia, rabiosa, echada a perder, espantosa, retorcida, errada, aguda, afilada, depredadora.

He aquí lo que ha pasado esta mañana:

La Tête

Breve pieza teatral de un solo acto, de James Rhodes

PERSONAJES:

Un hombre desaliñado, nervioso, con barba de tres días, flaco.

Una mujer atractiva, rubia, demasiado buena para él.

El hombre está tendido en la cama al lado de su novia. Los ojos se le abren de par en par junto a la mujer.

Ella duerme. Él está despierto e inquieto.

El reloj marca las 3:30.

Con su rostro sumamente expresivo, el hombre muestra que no debería estar con alguien tan extraordinario como ella. No debería estar compartiendo la cama con nadie. Coño, es que esa situación no tendría que ser tan normal, peligrosamente íntima, cotidiana.

La chica es demasiado guapa, buena, generosa.

El hombre la abraza. Ella no se mueve.

Él extiende el brazo y le aparta el pelo de los ojos.

HOMBRE: Cariño, te quiero muchísimo. Te echo de menos. Te deseo.

MUJER (con la voz ronca y aún medio dormida): Yo también te quiero, precioso. Todo va bien, tesoro. Te lo prometo.

La joven se vuelve a dormir.

El hombre empieza a acariciarle el pecho derecho y le besa el cuello. Lo hace de forma torpe, desesperada. Da mal rollo.

MUJER: Mmm. ¿Puedes dejarme dormir un poco más, cielo? Eres muy sexy. Todavía es prontísimo.

La mujer vuelve a dormirse.

El hombre sale de la cama con dificultad y una actitud pasivo-agresiva, se viste ruidosamente y da un portazo.

Entra en la cocina y enciende la cafetera.

HOMBRE (imitándola): «Todavía es prontísimo»... Hay que joderse.

Una pausa que recuerda a Pinter.

HOMBRE (paseándose de un lado a otro con una rabieta, dirigiéndose al público): Joder, es que me odia. A cualquier otro se lo estaría follando a base de bien. Durante mogollón de rato. Seguramente ahora se está masturbando mientras piensa en algún gilipollas del gimnasio. En alguien que no es inseguro ni quejica. Uno de esos imbéciles llenos de aplomo y seguridad en sí mismos. Que puede decir la palabra «tronco» sin que le quede mal. También hablar de fútbol y resultar convincente. Encontrar y accionar una llave de paso.

Se sienta delante del ordenador con el café.

Abre un programa, enciende un pitillo y empieza a teclear.

HOMBRE (hablando mientras teclea): Cariño:

Estás en la cama tocándote y pensando en alguno de tus ex o en tu jefe o en algún otro mamarracho fornido y guapo mientras yo escribo esto. Lo sé. Así que tengo que castigarte desde el cuarto de al lado, utilizando solo la mente.

Da un sorbo al café.

Sé que ellos son todo lo que yo no soy. En mi imaginación los he convertido a todos, de forma mágica y sin esfuerzo, en personas dotadas de «un pollón y una genialidad absoluta». Me parece increíble que me estés haciendo esto. Estoy rabioso contigo. Tanto que estoy temblando. La adrenalina corre por mis venas. Los pulmones me van a estallar. Estoy colocado por tener demasiado oxígeno, o demasiado poco. No sé cuál de las dos cosas. Yo tengo razón y tú te equivocas. Sé en qué piensas de verdad y a quién y qué deseas de veras, y yo nunca seré nada de eso. En la vida. Gracias por dejármelo tan claro. Ahora, de nuevo, en mi mundo, las cosas encajan. El orden ha sido restablecido y las mariposas pueden revolotear a gusto y con impunidad. Otra vez, todo lo que amenazaba con alejarme del papel de víctima, con convertirme en alguien un poco feliz, satisfecho, humano, se ha desestimado y resuelto. Y ni siquiera son las cuatro y diez. Esto es por tu culpa, zorra cruel y despiadada.

El hombre mueve levemente la pantalla del ordenador. Abre el cajón de la cocina, saca un cuchillo y se rebana el cuello.

FIN

Esta escena, esta puta obra maestra brechtiana (si no contamos la última frase, porque soy demasiado cobarde para llevarla a cabo), me ha venido a la cabeza esta mañana. Absolutamente todos los días se desarrolla de mil formas parecidas, y en ella aparecen casi todas las personas con las que me relaciono. Así es como funciona mi cabeza, como ha funcionado y como seguramente funcionará siempre. Normalmente consigo esconderlo con cierta eficacia. Otras veces aparece de forma tangencial. Pero siempre está ahí. Y por eso me resulta imposible no tener la sensación de que soy un fracasado y un perturbado mental.

Una rápida advertencia antes de que sigáis leyendo: es muy probable que este libro os remueva bastante si habéis vivido episodios de abusos sexuales, autolesiones, ingresos en algún hospital psiquiátrico, consumo de drogas o «ideación suicida» (la expresión médica extrañamente encantadora que se utiliza para describir la obsesión actual, o pasada, de querer quitarse la vida). Sé que esta clase de aviso suele ser un método cínico y morboso para lograr que sigáis leyendo, y, si soy sincero, hay una parte de mí que lo ha incluido precisamente para eso. Pero no leáis esto para después haceros cortes en los brazos, para perder los estribos al pensar en lo que os pasó en la infancia, o para automedicaros, o emprenderla a golpes contra vuestra mujer | perro | cara, y luego me echéis la culpa. Si sois personas así, no cabe duda de que os habréis pasado toda la puta vida echándoles la culpa a otros cuando hacéis esas cosas, así que os ruego que no proyectéis en mí el odio que sentís por vosotros mismos. Yo, de vez en cuando, he hecho precisamente eso, y es algo que resulta tan errado como ridículo.

La mejor parte de mí ni siquiera quiere que leáis este libro. Aspira al anonimato, a la soledad, a la humildad, al espacio privado y a la intimidad. Pero esa parte mejor constituye una fracción minúscula del todo, y el voto de la mayoría dice que lo compréis, lo leáis, reaccionéis a él, habléis de él, me queráis, me perdonéis, y consigáis algo especial gracias a él.

Como ya he comentado, en ciertas partes de este libro se va a hablar de música clásica. Si este detalle os inquieta, haced una cosa antes de tirar este ejemplar o devolverlo a la estantería. Comprad, robad o escuchad en streaming estos tres discos: La Sinfonía n.º 3 y la Sinfonía n.º 7 de Beethoven (podéis comprar en iTunes las nueve, interpretadas por la Orquesta Sinfónica de Londres, por 5,99 libras); las Variaciones Goldberg de Bach (interpretadas al piano por Glenn Gould, idealmente en la grabación de 1981, que está en iTunes por menos de 5 libras); los Conciertos para piano 2 y 3 de Rajmáninov (con Andrei Gavrilov al piano, 6,99 libras). En el peor de los casos, los habréis pagado, los odiaréis y os habréis quedado sin el dinero que os habría costado comer fuera de casa. Decidme que soy gilipollas por Twitter y pasad a otra cosa. En el mejor de los casos, le habréis abierto la puerta a algo que os dejará anonadados, encantados, emocionados y conmocionados durante del resto de vuestra vida.

En mis conciertos hablo de las piezas que interpreto, cuento por qué las he elegido, qué importancia tienen para mí, en qué contexto se compusieron. Y, llevado por el mismo espíritu, voy a ponerle una banda sonora a este libro. De igual modo que los restaurantes elegantes proponen vinos con que acompañar cada plato, habrá composiciones musicales para acompañar cada capítulo. Podéis encontrarlas en Internet, en la página http://bit. do/instrumental. Son gratis, importantes y las he elegido con mucho cuidado. Espero que os gusten.

Instrumental

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