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Capítulo 6

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Cuando aterrizamos en Núremberg, estoy cansada, pero motivada por estar en un sitio nuevo. He dado algunas cabezadas durante el vuelo nocturno a Frankfurt tan bien como se puede dormir en un avión. Durante la escala, he tenido el tiempo justo para tomarme una taza del típico café mediocre de aeropuerto antes de la conexión con Núremberg.

Y odio admitirlo, pero, ahora que estoy en Alemania, me emociono. Sé que he venido a este viaje bajo coacción, pero me las he arreglado para bloquear el pensamiento de manera conveniente desde que me han sellado el pasaporte porque nunca había estado en Alemania. Caray, nunca había estado en Europa.

Antes de salir del aeropuerto, ya estoy maravillada.

Nick parece saber lo que hace, así que lo sigo y mantengo su ritmo lo mejor que puedo mientras nos conduce por el aeropuerto y yo contengo las ganas de entrar en las tiendas de regalos o fotografiar los carteles escritos en alemán.

Hasta que no estamos en el taxi, no me doy cuenta de que Nick habla alemán. Tiene sentido, pero aun así lo añado a la lista de cosas que me sorprenden de él. También lo incluyo a regañadientes a la lista de cosas que me parecen sexys.

Núremberg es… mágica. Y el taxi ni siquiera ha arrancado. Nieva ligeramente mientras el conductor guarda las maletas en el maletero y yo me deslizo en el asiento antes que Nick. Después de un día de viaje, me siento un poco sucia y hecha polvo. Nick, no. Tiene tan buen aspecto como siempre, como si hubiese disfrutado de un sueño reparador y acabase de entrar en el despacho, fresco y listo para pedir un informe o chincharme por una cosa u otra.

¿Habré leído demasiado entre líneas cuando me chinchaba? A lo mejor he exagerado.

A mi lado, Nick arrastra el pulgar por la pantalla y me ignora para comprobar el correo mientras el taxi arranca.

Desde luego, Núremberg es enorme en comparación con Reindeer Falls. Cerca de medio millón de personas viven en la ciudad y unos tres millones en los alrededores. Al verlo ante mí, me da la sensación de que Reindeer Falls es una réplica de la ciudad del tamaño de una casa de muñecas y eso me gusta muchísimo. He oído que a Núremberg se la considera la ciudad más alemana del país y, aunque esto es todo lo que he visto de Alemania, estoy de acuerdo. Casi tengo la nariz pegada contra la ventanilla del coche para ver lo máximo posible. Pasamos por unas gasolineras modernas embutidas en la arquitectura gótica y dejamos atrás varios carteles. Me imagino lo que ponen algunos, aunque otros no los entiendo. Cuando entramos en el casco antiguo, estoy encantada con las pintorescas calzadas medievales y con que el asfalto se fusione a la perfección con los adoquines.

Pasamos junto a tiendas que me gustaría explorar e iglesias que parecen haber estado en pie durante más de un siglo. Sé que buena parte del casco antiguo se destruyó durante la Segunda Guerra Mundial, pero la reconstrucción es asombrosa por su autenticidad.

Nos quedaremos en el casco antiguo. Cuando me enteré de que nos alojaríamos en una gran cadena hotelera estadounidense en lugar de en algún hotel local con encanto, me sentí algo decepcionada. Sin embargo, me recordé que no venía a Europa para tener un encuentro romántico con mi jefe. Cualquier decepción residual se desvanece en cuanto el taxi se detiene frente al Sheraton. Es precioso y ya es oficial: estoy emocionada.

Pagamos el taxi y entramos, maletas en mano. Nick hace el registro por los dos. Yo me quedo a un lado sin poder hacer nada útil mientras charla con el chico de recepción en alemán. Me entretengo mirando un puesto con folletos relucientes que ofrecen distintas actividades para hacer en Núremberg: museos, visitas a pie, excursiones de un día y mercados navideños. Rozo con los dedos la esquina del folleto del mercado navideño cuando siento la presencia de Nick a mi lado. Aparto la mano del folleto como si me hubiera pillado leyendo un correo personal en horario de trabajo. «Es casi lo mismo: hemos venido a trabajar», me recuerdo por tercera vez desde que el avión ha aterrizado.

Nick me tiende una de esas carpetas diminutas de cartulina con la llave de la habitación del hotel y, cuando la cojo, me roza los dedos. Sé que nos hospedamos en habitaciones separadas, pero, de repente, dormir en las mismas coordenadas geográficas que Nick me parece superior a mis fuerzas. Él es superior a mis fuerzas. Bajo la mirada a sus labios y trago saliva. Rápidamente, la desvío hacia el mango de mi maleta de ruedas. Por el amor de todos los troncos de Navidad, ¿por qué es tan guapo? Todo él es maravilloso y ya me estoy cansando.

—¿Has visto algo que te interese? —Habla en voz baja, pero su voz me seduce y me calienta tanto el corazón de muérdago como los mercados navideños. Es muy sensual. Como un polvo de los buenos.

Mi mirada vuela hacia él. Parpadeo con rapidez y me pregunto si mi expresión me delata. Si he sido demasiado obvia al apreciar su estúpido y perfecto rostro. Si sabe que se me ha puesto la carne de gallina cuando nuestros dedos se han rozado.

—No, nada interesante. —Consigo decir. Pasea la mirada entre mí, la pila de anuncios y de vuelta a mí.

—Pareces cansada —dice tras una larga pausa. Y, entonces, no estoy segura de lo que ocurre, pero juro por Papá Noel que casi me toca. Alza la mano, pero la detiene a unos centímetros de mi mejilla porque doy un respingo de la sorpresa—. Si no te apetece ir a la reunión de esta tarde, puedo ir sin ti.

—¡Estoy bien! —Protesto de inmediato. Si él puede asistir a la reunión, yo también. Además, no sé qué hacer con él cuando no se las da de Scrooge.

Sonríe con tristeza y sacude la cabeza.

—Por supuesto. —Gesticula hacia los ascensores para guiarme en esa dirección—. Nos vemos en el vestíbulo a las dos.

Vuelve al tono brusco y frío al que estoy acostumbrada y eso me relaja. Sé cómo lidiar con la versión Grinch de Nick.

Navidad en Reindeer Falls

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