Читать книгу Navidad en Reindeer Falls - Jana Aston - Страница 7

Capítulo 1

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Mi jefe es el Grinch. Un Scrooge. Un Dursley entre Harrys.

Estoy segura, aunque no viva en lo alto de una montaña con vistas a Villa Quién ni tenga un perro llamado Max. Aunque un huérfano llamado Harry no viva en la alacena bajo la escalera de su casa. A pesar de que no haya cancelado la fiesta de Navidad de la empresa.

Apuesto a que se lo ha planteado.

Es un idiota misántropo y gruñón que tiene un pedazo de carbón como corazón. Confirmamos que es un Grinch. El mismísimo Ebenezer Scrooge.

Es lo peor.

Lo peor envuelto en un metro ochenta de perfección masculina. Sería más fácil si se pareciese al viejo Scrooge, ¿verdad? Estamos predispuestos a que nos gusten las cosas bonitas, a concederles el beneficio de la duda; como a los gatitos salvajes. No importa lo mucho que resoplen o arañen. Son tan adorables que, aun así, estaríamos dispuestos a cogerlos en brazos e intentar abrazarlos.

Nick Saint-Croix no es adorable.

Está como un…

—Señorita Winter.

Mis pensamientos se ven interrumpidos por nada más y nada menos que el Grinch. Su voz me desarma tanto como su aspecto. Suave y segura. Seductora, como un plato lleno de tus galletas navideñas preferidas. De esas que tardas demasiado tiempo en hacer, pero que se deshacen en tu boca y te recuerdan a tu infancia. Si la vida fuera justa, su voz sonaría a que se ha tragado un sapo, pero no. Ese tono sensual de barítono te tienta a acercarte a él, hasta que el cerebro se conecta con los oídos para recordarte que es horrible y que darías lo que fuera para que dejara de hablar. Con una galleta, un calcetín o una de esas mordazas de bola que has visto online y con la que fantaseas hacerle callar.

—¿Piensas asistir a la reunión de las diez? —No espera a que me percate de su presencia—. ¿O necesitas el resto de la mañana para terminar de leer el correo? No tendrá más de cien palabras y, aun así, parece que te tiene absorta.

Para que conste, son las 9:56 y la sala de conferencias está a diez segundos de mi mesa. Y Nick Saint-Croix se mueve como un ninja. Le habría oído llegar si no hubiera estado mirando el estúpido correo mientras me recreaba en fantasías en las que se le hincha la barriga y se vuelve de color verde.

«Por favor, Papá Noel. Es lo único que quiero esta Navidad».

Me giro en la silla y alzo los ojos hacia su rostro. Tiene ese tipo de mirada que hace que las mujeres se detengan en seco. Lo sé porque lo he presenciado en repetidas ocasiones en esta misma oficina. No culpo a ningún rasgo en específico de su perfección; los culpo a todos. Es de hombros anchos y cadera estrecha. Tiene el cabello oscuro y abundante, y los ojos verdes. Los ojos son lo peor; son de ese color esmeralda tan insufrible, atractivo y cautivador. Me recuerdan a la Navidad, a pinos y a regalos envueltos en colores vivos. Hasta que los entrecierra en una de sus características miradas glaciales.

Es alto. Me saca quince centímetros cuando llevo tacones. Sin ellos, cuando estoy de pie junto a Nick, me reduzco al tamaño de uno de los elfos de Papá Noel. No es una sensación agradable, así que ahora guardo unos tacones en el cajón de mi mesa para quitarme las botas cómodas en cuanto llego al trabajo.

Lleva trajes de diseño y relojes caros. Su arrogancia es como una llamada sensual a las armas. Estoy segura de que es capaz de leer todos y cada uno de los pensamientos descarriados que se me pasan por la cabeza cada vez que cruzamos miradas. El cómo le quedan los trajes de diseño se mezcla con fantasías en las que come sushi en mal estado para almorzar.

Es un Grinch sexy.

Y, cuando falta menos de un mes para Navidad, su actitud se parece a la de Scrooge. De ahí el correo. Ese mail en el que exige que presentemos hoy la campaña de «La llama amistosa», tres días antes de la fecha límite. No parece que le interesen la agenda ni las fechas límite y cree que me saco las presentaciones de la chistera.

Puedo hacerlo porque me he acostumbrado a enfrentarme a él, e ir dos pasos por delante de Saint-Croix se ha convertido en mi objetivo principal, tanto en términos personales como profesionales.

En cuanto a mi empleo, hay algo más que deberías saber. Trabajo en la compañía de juguetes El Reno Volador, lo que significa que el Scrooge que tengo por jefe dirige una empresa de juguetes.

Juguetes de verdad, no juguetes sexuales.

Menuda ironía. Un hombre gruñón y sin hijos a cargo de los mismos juguetes que provocan infinitas sonrisas, risas y grititos de alegría entre los humanos diminutos. Le pega más dedicarse a las finanzas corporativas. En concreto, a ejecutar absorciones que dejan a mamá y papá sin trabajo y vacían los fondos de pensiones.

Nunca habría aceptado este trabajo si lo hubiese conocido de antemano. He trabajado para su tío durante tres años. Un hombre encantador. No tengo ni idea de por qué Nick ha salido así.

Taciturno.

Irritable.

Apuesto a que ni siquiera pone el árbol de Navidad en casa.

Todos sabíamos que el señor Saint-Croix se iba a jubilar, por supuesto. Pero fue como si el mismísimo Papá Noel se jubilara. Aquello no era posible, ¿verdad? Papá Noel no envejece, y trabaja por y para siempre. Es la ley. La ley de la infancia, la tradición y la felicidad. Pero Reindeer Falls no es el Polo Norte y el señor Saint-Croix no es Papá Noel.

Christopher Saint-Croix se jubiló hace cinco meses. Nunca tuvo hijos, pero su hermano tiene dos. La sobrina del señor Saint-Croix ha trabajado con él desde que se graduó en la universidad, hace seis años. Es dulce, por cierto. Simpática. Accesible. Amable. No se parece en nada a su hermano Nick.

La otra hermana de Christopher lleva el departamento de recursos humanos. Sara trabaja con ella y tomará las riendas en cuanto Martha vaya a jubilarse.

No puedo decir que me preocupara mucho quién se quedara con el negocio de El Reno Volador en el futuro.

Tendría que haberlo hecho.

Porque así es como heredé al Grinch de Reindeer Falls como jefe.

—Estoy a punto —digo. Parpadea despacio ante mi respuesta y, de repente, pienso cosas guarras como «estoy a punto de correrme»—. De ir a la reunión —añado—. Llegaré a tiempo, lo prometo.

Vuelvo a mi puesto sin esperar una respuesta y escribo en el teclado. Espero a que se vaya para no tener que recorrer el pasillo con él.

No lo hace. En vez de eso, se fija en el calendario de Adviento que tengo sobre el escritorio. Lo hice en el puente de Acción de Gracias mientras tomaba chocolate caliente y veía películas navideñas. La decoración de Navidad la puse el fin de semana anterior a Acción de Gracias, siguiendo mi tradición, y así tener tiempo para hacer las manualidades que tanto me gustan.

—Interesante —murmura y mueve una de las ventanas de cartón. Solo hay diez, enumeradas del dos al seis y del dieciséis al veinte—. ¿Es un prototipo defectuoso?

—Es mío. —Giro en la silla y se lo quito de las manos. ¿Tiene que arruinarlo todo? Guardo el calendario en el cajón de mi mesa y lo cierro de un golpe. Nick gruñe y se marcha a la sala de conferencias.

Espero hasta las 9:58 para levantarme. Luego, con una gran exhalación, cojo el portátil y la taza de café y me dirijo a la reunión matutina. Quizá más tarde vaya al centro comercial y me siente en el regazo de Papá Noel para pedirle que le traiga a Nick un corazón de tamaño normal para que deje de ser un idiota integral.

Después de todo, podría pasar. En Navidad, todo es posible.

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