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«Cease, ruler of the day, to rise» *

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[Hercules]

LOS ÚLTIMOS AÑOS DE LA DINASTÍA ESTUARDO

Fue una decisión inteligente contratar a un extranjero recién llegado para componer lo que de hecho sería la primera ópera escrita específicamente en italiano en Londres. Como Aaron Hill había percibido tan sagazmente, hacia 1710, los torpes experimentos de los compositores locales habían llevado al género lírico a un callejón sin salida. La ópera necesitaba un nuevo impulso de energía, originalidad y, sobre todo, calidad, y la aparición de Handel debió de ser percibida como una bendición. Aunque solo tenía veinticinco años, su reputación ya era sideral. El poeta italiano Giacomo Rossi, que inmediatamente se convirtió en su colaborador en Rinaldo, lo describió como «el Orfeo de nuestro siglo»1. A las pocas semanas de que Hill tomara las riendas de Haymarket, el compositor fue presentado a la reina Ana.

Handel no podía haber soñado con una entrada más auspiciosa, e inmediatamente se puso a trabajar en Rinaldo con su habitual e impulsiva energía. Sus colegas se vieron arrastrados por su flujo creativo, permaneciendo despiertos toda la noche si hacía falta para mantener su ritmo. Rossi no podía disimular su asombro: «para mi gran sorpresa pude contemplar cómo una ópera completa era puesta en música por ese sorprendente genio, con el mayor grado de perfección, en tan solo dos semanas»2.

El tipo de ópera italiana que Handel había encontrado inicialmente en Hamburgo, que se había desarrollado en Italia y que ahora estaba a punto de presentar en Londres, era la que a su debido tiempo se conocería como ópera seria, para distinguirla de la ópera bufa, aunque a principios del siglo XVIII todavía no se había acuñado ninguna de las dos denominaciones. Los libretos de estas óperas eran generalmente adaptados de fuentes clásicas, y los argumentos eran heroicos, si bien incluían un importante ingrediente amoroso. Estructuralmente, se construían sobre sucesiones de arias en lo que estaba convirtiéndose en una constante en el siglo XVIII, la forma da capo: cada aria contenía tres secciones, de las cuales la segunda establecía un contraste con la primera, y la tercera, una repetición de la primera, aunque transformada emocionalmente como consecuencia del impacto y el contenido de la sección central, y también musicalmente por la ornamentación vocal. El desarrollo del aria da capo estuvo relacionado fundamentalmente con la eclosión del cantante solista, bien fueran mujeres (la prima donna, hasta ese momento una relativa rareza en la escena musical) o castrati, hombres que habían sido castrados en la pubertad por haber demostrado en su infancia un talento musical excepcional como cantantes, y que, por tanto, habían conservado sus voces agudas. Los castrati se hicieron enormemente populares, y los mejores entre ellos adquirirían un estatus parecido al de las estrellas de pop de nuestros días. Sin embargo, aunque este desarrollo en paralelo del cantante y el aria da capo dio un gran impulso a la ópera seria a lo largo de todo el siglo XVIII, también se convirtió, irónicamente, en una fuerza anquilosante, ya que a medida que la repetición ornamental fue adquiriendo cada vez más importancia, y la estructura del aria se cerraba literalmente sobre sí misma, también se impuso un freno en el propio flujo de la narrativa dramática. La historia avanzaba gracias a los recitativos acompañados por el continuo que vinculaban entre sí las arias; pero los mejores compositores de la ópera seria (Handel incluido) desarrollaron una gran habilidad para conferir a estos recitativos de tensión dramática e interés musical, en escenas a menudo de gran poder expresivo. Handel en particular poseía un instinto teatral infalible y, plenamente consciente de que el contraste es la esencia del drama, desarrolló un gran ingenio en el uso de las voces y los diferentes instrumentos de sus orquestas para mantener la atención del oyente. Y en ningún otro lugar demostró con mayor fuerza tal instinto como en la ópera que iba a suponer su debut en Londres, Rinaldo.

El tema elegido por Aaron Hill para Rinaldo fue tomado de la Gerusalemme liberata de Tasso, e inicialmente lo trabajó hasta redactar un esbozo que presentaba la trama y los personajes. Luego se lo entregó, más o menos simultáneamente, a Rossi para su versificación y a Handel para su composición. Fiel a su propia convicción acerca de la necesidad tanto de la espectacularidad escénica como de la excelencia musical, Hill se aseguró de que Rinaldo contuviera buenas oportunidades tanto para los efectos mágicos como para los marciales, e incrementó el atractivo de la ópera para el público operístico incorporando nuevas tramas amorosas. Pero la antigua historia de Rinaldo y el asedio de Jerusalén también fue escogida y embellecida por Hill a causa de sus resonancias políticas: las de los nobles cruzados cristianos, léase Marlborough y sus grandes victorias; las de sus oponentes sarracenos, léase los católicos franceses. Al dedicar el libreto a su monarca, Hill ofreció a la reina Ana una delicada dosis de buenos deseos, mientras ella observaba con impotencia el alto precio que la Guerra de Sucesión española se estaba cobrando en las arcas de su país.

Con Handel pisándole los talones, Rossi trabajó día y noche para convertir el guion de Hill en un texto versificado. En este sentido, la relación entre libretista y compositor no debió resultar del todo fácil. Al disponer de un tiempo tan escaso, Handel sabía que no podía componer una ópera completa desde cero; sin embargo, podía hacerlo utilizando materiales procedentes de sus óperas y cantatas italianas. La tarea de Rossi consistiría en adaptar los nuevos textos a las antiguas melodías, sin mano libre de ningún tipo. Handel, en todo caso, tenía una idea muy clara: su prioridad era demostrar la amplitud de su arsenal. Aunque Rinaldo solo contiene diez números de nueva creación, el ensamblaje de estos con treinta de sus mejores piezas anteriores dio lugar a una partitura que, en términos puramente musicales, resulta en todo momento imponente.

Handel se permitió ser expansivo, incluso extravagante, en sus elecciones porque Hill le había facilitado efectivos impresionantes. El elenco de cantantes en Haymarket era tan formidable como el mejor en Europa, y por añadidura Handel ya conocía a algunos de ellos. La joya de la corona era el castrato italiano Nicolini. A sus treinta y ocho años, Nicolini había decidido quedarse en Londres después de sus primeras actuaciones en Il trionfo di Camilla, en 1708, y se encontraba a todas luces en la cúspide de su carrera. Exótico como cantante (un castrato todavía era una suerte de bicho raro para el público londinense), se le admiró fundamentalmente por sus dotes dramáticas. Charles Burney, el historiador musical inglés del siglo XVIII, lo recordaría más tarde como «un gran cantante y un actor aún más grande»3. Al contratarlo para la temporada 1710/11, que ahora incluía el papel principal en Rinaldo, Hill le pagó la principesca suma de 860 libras esterlinas, más de una cuarta parte de su presupuesto total destinado a los cantantes. Pero los beneficios fueron mutuos: Hill y Handel consiguieron que el artista más popular y talentoso encabezara su elenco, y Nicolini obtuvo no solo un generoso salario, sino el mejor papel de su carrera.

El segundo cantante mejor pagado (con un sustancial –aunque inferior– caché de 537 libras) fue otro castrato, Valentino Urbani, conocido como Valentini. Después de él, Hill había contratado (por 700 libras entre ambos) al matrimonio compuesto por el barítono Giuseppe Maria Boschi y la mezzosoprano Francesca Vanini-Boschi. Ambos habían estado con Handel en Venecia para su triunfante Agrippina, en 1709. Y también sería conocida de Handel una de las dos sopranos que Hill contrató para la temporada, Elisabeth Pilotti-Schiavonetti, quien había llegado desde Hannover junto a su marido, el violonchelista Giovanni Schiavonetti. Su vívida presencia teatral, así como su experiencia vocal, la hacían perfecta para la salvaje hechicera Armida en Rinaldo, un papel con el que se identificó por completo (a su rival, Isabelle Girardeau, se le dio el papel más suave de la inocente Almirena, así como una tarifa mucho más baja: 300 libras frente a las 500 de Pilotti-Schiavonetti). De ese modo, la relación profesional existente con al menos tres de sus cantantes se reveló como un punto de partida muy útil para Handel cuando comenzó a recopilar arias, antiguas y nuevas, para Rinaldo.

Tampoco en el terreno instrumental parecía haber límites. Aaron Hill estaba decidido a cumplir con su propia aspiración de «halagar a ambos sentidos a la vez»; mientras se afanaba con la tramoya escénica para lograr sus efectos mágicos y militares, animó a Handel, sin escatimar gastos, a ser igualmente imaginativo e inventivo (Handel se crecía con este tipo de libertades). La partitura de Rinaldo estaba basada en los efectivos habituales de cuerdas, oboes, fagotes y continuo; pero en determinados momentos de la ópera, Handel incluyó, con moderación y siempre para provocar un determinado efecto, cuatro trompetas y timbales, así como un pequeño conjunto de flautas dulces. La variedad y el contraste de todos estos colores y texturas pusieron también en juego el ingrediente más vital de la maestría compositiva de Handel: su instinto para el ritmo teatral. A pesar de moverse dentro de las convenciones de la ópera seria, halló amplias oportunidades para crear y liberar tensiones, para realizar toda suerte de pirotecnias musicales, y también para detener el sentido del tiempo o del movimiento a través de números de un lánguido y desgarrador lirismo. Su energía creativa y su ambición se vieron favorecidas por el estímulo de su patrono y por la familiaridad de sus colegas.

Handel siguió las elaboradas instrucciones escénicas de Hill y en cada caso suministró un efecto musical complementario. El telón se abre sobre el campamento cristiano fuera de la ciudad sitiada de Jerusalén, y a los pocos minutos llega el primer golpe de efecto de Hill: el rey, Argante, irrumpe en escena, como nos dice la versión inglesa del libreto, «transportado en un carro triunfal, blancos los caballos guiados por una guardia mora, y desciende seguido por un gran cortejo de soldados a pie y a caballo». Handel se pone a la altura de la espectacularidad de Hill y regala a su cantante (Boschi) una de sus mejores arias de entrada, «Sibillar gli angui d’Aletto», realzada por trompetas y timbales en belicosas fanfarrias. El segundo golpe de efecto de Hill es hacer que la hechicera Armida, cantada en esa primera producción por la carismática Pilotti-Schiavonetti, aparezca «por los aires, en una carroza tirada por dos enormes dragones, cuyas fauces arrojan fuego y humo». Handel realza este impacto visual con una feroz invocación a las Furias, «Furie terribili», subrayada por precipitadas cuerdas y ritmos cortantes. Después de que Armida ha descrito su estrategia de taimado encantamiento (a esta sección en recitativo se le añade una breve y súbita figura de acompañamiento en la cuerda para denotar la magia), su segunda aria, «Molto voglio, molto spero», establece un absoluto contraste musical, pues se trata de un dueto entre su voz y un oboe solista. Le sigue a esto un cambio de escena a una «deliciosa arboleda donde se escucha el canto de los pájaros, a los que se ve volar entre los árboles», donde tiene lugar una tierna escena de amor entre Almirena (Girardeau) y Rinaldo (Nicolini). Siempre dueño de su oficio, Handel no solo ofrece aquí una extensa introducción instrumental para facilitar el cambio de escena, sino que también orquesta el aria en la que Almirena celebra los pájaros y la naturaleza, «Augelletti», para tres flautas dulces unidas a la sección de cuerda, un color orquestal absolutamente novedoso. La flauta dulce sopranino efectúa elaboradas y virtuosísticas variaciones, una exitosa idea que Handel repitió muchas veces a lo largo de su carrera cuando quería imitar el canto de los pájaros. «Augelletti» fue uno de los nuevos números que compuso expresamente para Rinaldo, puesto que nada de lo que tenía en su porfolio llegaba a satisfacer las exigencias musicales y escenográficas de este particular momento.

Tan pronto como el público se deja arrullar por estas delicias pastorales y amorosas, se produce otro efecto escénico cuando Armida irrumpe para apoderarse de Almirena: «una nube negra desciende, llena de monstruos espantosos que escupen fuego y humo por doquier. La nube cubre a Almirena y a Armida, y las lleva velozmente por el aire, dejando en su lugar a dos aterradoras Furias que, después de haberse reído y burlado de Rinaldo, desaparecen bajo tierra». A partir de este momento, y hasta el final del acto, cesan las explosiones visuales, si bien Handel suministra una espectacular variedad auditiva en las arias subsiguientes. El aria de Rinaldo «Cara sposa» es un lento y desconcertado lamento (no hay trucos aquí, sino tan solo una espléndida melodía con acompañamiento) por la desaparición de su amada, con una sección central en la que expresa su ira hacia sus captores. Concluye el acto con una deslumbrante invocación a vientos y tempestades («Venti turbini», con violín y fagot solistas) para ayudar a que Rinaldo libere su cólera y, lo que es igualmente importante, para ofrecer a Nicolini su gran oportunidad de lucimiento.

El segundo acto, el más breve de los tres, comienza junto a «un mar tranquilo y bañado por el sol», con «sirenas danzando arriba y abajo del agua» y una «encantadora mujer» (en realidad una sirena utilizada como señuelo) sentada en una barca. Handel describe el mundo irreal de las sirenas otorgando a su literalmente fascinante y llamativo número «Il vostro maggio» frases desconcertantemente largas (de cinco o siete compases) sobre una estasis armónica. No hay duda de que Rinaldo ha sido hechizado por la «encantadora mujer» de la barca. La escena cambia al jardín del palacio encantado de Armida, donde la cautiva Almirena se resiste a los avances amorosos de Argante. Al poner en recitativo su diálogo, Handel añadió la indicación «piange» («llora») al final de la primera frase de Almirena, dando lugar así a su gran aria «Lascia ch’io pianga», otra lenta y absolutamente conmovedora representación de la tristeza y la soledad. No hay rastro aquí de llamativas ornamentaciones, sino la más sencilla línea vocal entrecortada para representar literalmente el llanto de Almirena, que la orquesta oscurece con resueltas disonancias y un empático acompañamiento. Esta aria es un buen ejemplo de la precisión con la que Handel sabía servirse de las restricciones de la forma da capo, pues la suspensión del impulso dramático en este momento de desesperación, en el que Almirena se encuentra bloqueada por vacilaciones y repeticiones, se antoja completamente válida.

Handel otorga a la hechicera y al héroe un airado dúo, «Fermati!/No, crudel», de fracturada escritura para cuerdas y una turbulenta línea de bajo: no se trata de un coloquio cortés. Armida utiliza sus poderes sobrenaturales –con nuevos trucos escénicos– para transformarse en la seductora figura de Almirena, para total confusión de Rinaldo. Cuando este finalmente se da cuenta de que todo es un engaño, deja sola a Armida para su célebre soliloquio, «Ah! crudel», para el cual Handel añade los lastimeros colores del oboe y el fagot solistas. Y el acto termina con una escena que impulsa brillantemente el drama hacia delante e incluso añade un toque de comedia. También Argante está confundido por el disfraz de Armida, e intenta conquistarla, pero, al darse cuenta de su error, renuncia airado a su ayuda mágica. Armida se muestra fuera de sí, y Handel transmite ingeniosamente su ira en el aria «Vò far guerra», donde añade otra novedad musical: una monumental parte obbligato para un virtuosístico clavicémbalo, que, por supuesto, él mismo se encargaría de interpretar. Este dramático final para el acto, sin precedentes en la ópera italiana –en Londres o en cualquier otro lugar– era una forma de demostrar a su nuevo público la amplitud y profundidad de sus sensacionales dotes musicales, y una vez más garantizó el mayor de los aplausos tanto para su prima donna como para él mismo.

Para abrir el tercer acto, Hill ideó otra impresionante imagen visual: «Una espantosa perspectiva de una montaña terriblemente escarpada, que se eleva desde el proscenio hasta la máxima altura de la parte posterior del teatro; en la pendiente se ven rocas, cuevas y cascadas, y en la cima aparecen las centelleantes almenas del palacio encantado, custodiado por numerosos espíritus de formas y aspectos diversos». En el siguiente golpe de efecto teatral, la montaña se abre en dos (una dramática sinfonía de Handel acompaña este gran momento escénico). Con buen juicio, toda la agitada acción que sigue se expone en recitativo, puesto que ni Hill ni Handel tenían la más mínima intención de detener la narración en este punto. Pero de nuevo se ponen en juego recursos musicales para impulsar el drama hacia su desenlace final. El dúo «Al trionfo del nostro furore» acelera el ritmo con la incorporación del oboe y el fagot solistas, en un vigoroso número de anticipados amores y victorias. Y Almirena canta una de las arias más desconcertantes – y por ende memorables– de la ópera, «Bel piacer», tomada de Agrippina, cuya extraña métrica oscila entre 3/8 y 2/4. Es como si Handel quisiera comprobar que su público todavía está alerta en este momento de la ópera, provocándolo con la excentricidad rítmica. La escena culminante con la que se cierra la ópera reúne todas las tramas, las militares, las políticas y las amorosas. Handel incorpora, produciendo un efecto electrizante (si el público no estuviera alerta antes de este momento, ciertamente lo estaría ahora), cuatro trompetas y timbales («tutti gli stromenti militari») para la «Marcha de los Cruzados Cristianos», mucho más impresionante que la marcha anterior de los sarracenos, más bien sosa. En la misma línea, Rinaldo reúne a sus tropas con la emocionante «Or la tromba», donde Handel incide en el masivo acompañamiento militar. Tras la subsiguiente Battaglia, todavía marcada por las exultantes trompetas, todo ha terminado.

Sean cuales sean las deficiencias del libreto de Rossi, Aaron Hill no pudo sino felicitarse por la realización musical de Handel, de una inagotable inventiva, de su complicado libreto. Cada efecto escénico había sido adaptado, realzado y embellecido por la música; cada uno de los tres actos comenzaba con fuerza y terminaba espectacularmente, y la energía global de la narración conducía dinámicamente hasta el clímax, a pesar de la necesidad de establecer pausas para las consuetudinarias arias de cada cantante. Incluso la música para los personajes secundarios –por ejemplo, la escrita para el compañero cristiano de Rinaldo, Eustazio, cantado por Valentino Urbani– es excelente, con arias de calidad y variedad que trascienden sus insípidos textos. Handel había aprovechado su oportunidad con la máxima brillantez, derramando en ella todo lo que llevaba dentro.

Durante las frenéticas semanas previas al estreno de Rinaldo, Handel tuvo que interrumpir los ensayos para cumplir con otra obligación: escribir la música para el cumpleaños de la reina Ana. La cantata «Echeggiate, festeggiate» se interpretó el 6 de febrero de 1711 en presencia de la soberana, y para la ocasión Handel trajo consigo a sus colegas de la ópera. Fue un acontecimiento verdaderamente espectacular:

… siendo el cumpleaños de la Reina, el mismo se observó con gran solemnidad: la corte era numerosa y espléndida; altos dignatarios del estado, ministros extranjeros, nobles y señores, y en particular las damas, que competían entre sí por embellecer el festival. Entre la una y las dos de la tarde fue interpretado un bello Consort, compuesto de un diálogo en italiano, en alabanza de Su Majestad, puesto en excelente música por el famoso Mr. Hendel, sirviente de la Corte de Hannover, en calidad de director de la Capilla de su Alteza Electoral, y cantado por Cavaliero Nicolini Grimaldi, y las demás afamadas voces de la Ópera Italiana: con todo lo cual Su Majestad se mostró en extremo complacida4.

Esta interpretación de la música de cumpleaños fue la primera aparición profesional de Handel en Londres, y tuvo lugar tres semanas antes del estreno de su ópera. Resultó ser un auspicioso debut, y para el final de aquel día, el hecho de que Su Majestad se mostrase «en extremo complacida» con la música de Handel habría sido sin duda advertido y comentado por las personalidades más influyentes de la capital.

El primer anuncio de Rinaldo en la prensa apareció en el Daily Courant el 13 de febrero de 1711, con una gloriosa errata en el título – Binaldo – y, en una nueva muestra de las habituales confusiones lingüísticas en el mundo de la ópera, con el compositor nombrado como «Giorgio Frederico Hendel»5. La ópera se estrenó en el Queen’s Theatre en Haymarket el 24 de febrero, y hubo un total de quince representaciones en una secuencia que se cerraría el 2 de junio. Sería repuesta anualmente durante los tres años siguientes, y de nuevo en 1717, y dos décadas más tarde, en 1731, Handel realizaría una profunda revisión de la misma para presentarla una vez más al público londinense. En total, Rinaldo obtuvo más representaciones que cualquier otra ópera de Handel durante su vida. Ciertamente, los beneficios que obtuvo de aquellas semanas de frenético trabajo fueron enormes.

Para facilitar la inmediata comprensión, se repartieron entre el público cuadernos bilingües. Todo el texto, junto con las indicaciones escénicas, estaba impreso en traducción paralela, y la luz en el teatro era sin duda suficiente para ofrecer a aquellos que tenían una curiosidad y un entusiasmo genuinos la oportunidad de seguir de cerca la historia. Y los espectadores londinenses se entusiasmaron con Rinaldo, no solo por su audacia visual, sino también por la calidad sin precedentes de la interpretación musical. La propia maestría de Handel al clave, que brilló sobre todo en «Vò far guerra», no pasó desapercibida, como más tarde recordaría Mainwaring: «Su interpretación fue considerada tan extraordinaria como su música»6.

Pero no hace falta decir que también tuvo detractores, y ciertamente poseían las plataformas desde las cuales expresar su antipatía. The Spectator, un periódico de reciente creación en 1711, era dirigido por sus fundadores Joseph Addison y Richard Steele, amigos desde sus tiempos de estudiantes en Charterhouse. Al igual que su predecesor, el recientemente cerrado Tatler, aparecía seis días a la semana al precio de un centavo por número, y consistía en un solo ensayo, más una selección de cartas (reales o ficticias). Addison, que aún se lamía las heridas por su fracaso como libretista de ópera, fue el primero en poner en letra impresa una reacción negativa al éxito de Rinaldo. En el número del 6 de marzo de 1711, se burló de la extravagante escenografía de Hill al referirse a «Nicolini expuesto a una tempestad embutido en un traje de armiño, navegando en un barco abierto sobre un mar de cartón», y desdeñó el trabajo de Rossi al citar deliberadamente mal su tímido prefacio. Pero el principal objeto de crítica por parte de Addison fue el uso de pájaros vivos durante el aria de Almirena, «Augelletti», en su «deliciosa Arboleda», que describió sin piedad en una anécdota que rezumaba desdén:

Hace unos quince días, mientras caminaba por las calles, vi a un tipo corriente que llevaba una jaula llena de pajaritos sobre su hombro; y, mientras yo me preguntaba por el uso que podía darles, el hombre se cruzó felizmente con un conocido, que mostró la misma curiosidad. Al preguntarle por aquello que llevaba en la espalda, el hombre le respondió que había estado comprando gorriones para la Ópera. ¿Gorriones para la Ópera?, replicó su amigo, lamiéndose los labios; ¿por qué, los van a cocinar? No, no, dijo el otro, tienen que aparecer hacia el final del primer acto, y volar sobre el escenario.

Esta curiosa conversación despertó mi curiosidad hasta el punto de que inmediatamente compré [el cuaderno bilingüe de] la ópera, gracias al cual supe que los gorriones iban a actuar en el rol de pájaros cantores en una arboleda deliciosa: aunque, tras un examen más atento, descubrí que… aunque volaban a vista de todos, la música procedía de un consort de flautines y silbatos situado detrás del escenario.

Pero, para volver a los gorriones; han volado ya tantos en esta ópera, que se teme que el teatro no logre jamás deshacerse de ellos; y que es muy posible que en otras obras puedan hacer su entrada en escenas equivocadas e impropias... por no hablar de los inconvenientes que pueden ocasionar en las cabezas del público7.

Tan pronto como la invectiva de Addison apareció impresa, Steele añadió la suya. Sus comentarios en el Spectator del 16 de marzo indican que no todos los efectos escénicos habían seguido totalmente el plan previsto la noche del estreno. No hubo, después de todo, caballos reales en el escenario durante la entrada de Argante del primer acto («El rey de Jerusalén tuvo que salir a pie de la ciudad, en lugar de transportado en un carro triunfal tirado por caballos blancos, tal como me había prometido mi cuaderno de ópera»), y algunos de los cambios de escena se habían ejecutado con bastante tosquedad («pudimos ver una perspectiva del océano en medio de una deliciosa Arboleda», y así sucesivamente). Sin embargo, bajo la ácida hilaridad de sus críticas subyace el verdadero motivo de inquietud de Addison y Steele: Rinaldo había sido cantada en italiano. Steele confesó que prefería el espectáculo rival en Covent Garden, Whittington and his Cat, «porque está en nuestro propio idioma»8, mientras que Addison, al dar cuenta del reciente furor por la ópera bilingüe en Londres antes de 1710, concluía: «al final, el público se ha cansado de entender nada más que la mitad de la ópera y, en consecuencia y para ahorrarse del todo la fatiga de pensar, ha impuesto que en el presente la ópera entera se interprete en un idioma desconocido»9.

Toda esta sarcástica chocarrería tenía un trasfondo chovinista, pero su premisa básica –que la ópera en una lengua extranjera era incomprensible para la mayor parte del público– no estaba desencaminada, y el debate continuaría durante años (de hecho, durante siglos).

Durante el transcurso de la primera tanda de representaciones de Rinaldo, la música comenzó a aparecer impresa. El editor inglés John Walsh, cuya sede estaba situada junto al Strand, había detectado una creciente demanda por las músicas que los músicos aficionados escuchaban en las fiestas o en el teatro, y había publicado un buen número de partituras para ser interpretadas en todos los ámbitos sociales, desde las jóvenes damas en sus salones hasta los violinistas callejeros. En abril de 1711 puso en circulación «Todas las canciones puestas en música en la última nueva ópera titulada Rinaldo». Las arias se redujeron a la línea vocal y a una línea de bajo (con lo cual las maravillas de la orquestación de Handel quedaban ocultas), y algunas de ellas se transportaron a tonalidades más accesibles para los aficionados más entusiastas. Fue esta la primera música que Handel publicó bajo su propio nombre, y la primera de una larga serie de colaboraciones con Walsh, cuya empresa familiar continuó siendo su editorial durante el resto de su vida. Los volúmenes tuvieron tanto éxito que Walsh tuvo que reimprimirlos dos veces antes del final de la primera serie de representaciones de Rinaldo, y estas reimpresiones elevaron la identidad de Handel a «Signor Hendel Maestro di Capella di Sua Altezza Elettorale d’Hannover», en claro reconocimiento de sus obligaciones contractuales ante una corte que todos los londinenses sabían que era su propio futuro. Y, por supuesto, una vez que las representaciones de Rinaldo concluyeron, como dijo Mainwaring, «había llegado la hora de pensar en regresar a Hannover»10.

Pero Rinaldo había abierto puertas y Handel fue aceptado en los salones de toda la capital. En estos primeros meses en Londres estableció amistades con personas de todas las edades, desde las más altas esferas de la aristocracia hasta la niña de diez años Mary Granville, que en su vida adulta se convertiría en una de las más cercanas amigas y seguidoras de Handel; durante ese primer invierno, Mary tocó para él en el salón de la casa de su tío (más tarde, su tío, sir John Stanley, comisario de aduanas, le preguntó si creía que alguna vez podría tocar tan bien como el propio Handel. Ella recordaría años más tarde su franca respuesta: «¡Si no lo creyera, quemaría mi instrumento!»)11.

Antes de abandonar Inglaterra, Handel fue a despedirse de la reina. A pesar de estar dedicada a ella y de haberse representado en el teatro que llevaba su nombre, la soberana no había asistido a ninguna función de Rinaldo. Pero estaba bien informada del éxito de la ópera y del impacto que el joven compositor estaba causando en la sociedad londinense, y, al igual que sus primos lejanos de Hannover, no fue inmune a sus encantos. Tal vez consciente de esa misma relación, como informó Mainwaring, «Su Majestad se mostró complacida de… insinuar su deseo de volver a verlo. No poco halagado con tales muestras de favor por parte de un personaje tan ilustre, él prometió regresar en cuanto pudiera obtener permiso del príncipe, a cuyo servicio estaba retenido»12.

El viaje de regreso de Handel a Hannover no fue exactamente directo. Viajó a través de Düsseldorf, donde pasó unos días entretenido por el elector palatino Johann Wilhelm. Su anfitrión, inquieto tal vez por la posibilidad de que en Hannover estuvieran furiosos por su culpa, escribió una prudente carta al elector Jorge Luis, y otra a su madre, la viuda electora Sofía, que Handel debía entregar en persona:

El portador de esta nota, Herr Händel, Kapellmeister de vuestro muy amado hijo, Su Alteza el Elector de Brunswick, os hará saber gentilmente que lo he retenido conmigo durante unos días, para mostrarle varios instrumentos y conocer su opinión acerca de ellos. Deposito ahora en Su Alteza la más alta confianza, como lo harían un amigo y un hijo, y al mismo tiempo os ruego encarecidamente que os dignéis a concederme un favor aceptable, por el que os estaré eternamente agradecido: que, mediante vuestra graciosa intercesión, suprema por encima de cualquier otra, logréis persuadir a vuestro hijo para que no interprete de forma equivocada el retraso del mencionado Händel, que ha ocurrido en contra de su voluntad, de forma que este hombre pueda ser de nuevo aceptado y conservado en la gracia y bajo la protección de su Príncipe Elector13.

Entre Düsseldorf y Hannover, Handel también pasó unos días en Halle con su familia, que se enfrentaba a la trágica muerte de su sobrina de dos años, hija de su hermana embarazada, Dorotea Sophia. Pero, una vez de vuelta en Hannover, asumió con renovadas energías sus obligaciones para con el elector, así como su amistad con su hijo y su nuera. Además de componer una «variedad... de piezas para voces e instrumentos»14, como Mainwaring informó con poca precisión, también escribió doce dúos de cámara, sobre textos de Ortensio Mauro, para la propia princesa Carolina. Se trataba, según confirmó Mainwaring, «de un tipo de composición a la que la princesa y la corte eran particularmente afectos»15.

Handel permaneció en Hannover durante un año. Desde allí tenía fácil acceso a Halle, por lo que podía seguir visitando a su madre y a su familia, como ciertamente lo hizo para el feliz acontecimiento del bautizo de la nueva hija de Dorotea Sophia, en noviembre de 1711. A la niña se le puso el nombre de Johanna Friederike, en honor a Handel, quien como padrino permanecería comprometido con ella durante el resto de su larga vida. Handel también pudo mantener el contacto con su antiguo maestro Zachow, hasta su muerte a la edad de cuarenta y ocho años en el verano de 1712. Pero, a pesar de todos sus vínculos y obligaciones con Alemania, los pensamientos de Handel nunca permanecieron alejados de Inglaterra. Se carteó con Andreas Roner, un músico alemán que se había establecido en Londres, pidiendo textos en inglés del poeta y violinista John Hughes, declarando con firmeza que había estado trabajado duro en su inglés («j’ai fait, depuis que je suis parti de vous, quelque progres dans cette lange») 16. Sin duda tenía toda la intención de regresar.

En abril de 1711, el emperador habsburgo José I murió de viruela. Su hermano menor, Carlos, el pretendiente alternativo al trono español, heredó Austria, Hungría y el Sacro Imperio Romano, y a Gran Bretaña dejó de interesarle que obtuviera también España. Así que el acuerdo que Harley había defendido durante mucho tiempo se propuso finalmente en Utrecht a fines de ese año: Felipe de Anjou, el otro pretendiente al trono español, continuaría gobernando España, pero debía renunciar a su derecho a la sucesión francesa. Aunque el Tratado de Utrecht fue adoptado finalmente, su aprobación por todos los países interesados resultó dolorosamente lento, sobre todo en Gran Bretaña. Los tories, con su gran mayoría, lo llevaron fácilmente a la Cámara de los Comunes, pero la Cámara de los Lores, de mayoría whig, se mostró hostil. La reina Ana se vio obligada a nombrar doce nuevos pares en un solo día (más de los que la reina Isabel había nombrado en sus cincuenta y cinco años de reinado) con el fin de forzar la aprobación del tratado. En Londres se respiraba la tensión. Harley sobrevivió a dos intentos de asesinato (el segundo de los cuales –un precursor del paquete bomba, consistente en pistolas en una caja de sombreros– fue frustrado nada menos que por Jonathan Swift, quien desactivó el dispositivo). La reina se sintió tan aliviada que lo nombró barón Harley, conde de Oxford y conde Mortimer, tesorero real y caballero de la Orden de la Jarretera. Ella misma estaba ansiosa por ver el final de la guerra, y se alejó cada vez más de los pomposos Marlboroughs. A pesar de los éxitos militares del duque de Marlborough, la reina Ana ya no confiaba en su consejo, ni siquiera en el de su esposa, Sarah, cuyo comportamiento hacia su soberana se había convertido en insoportablemente imperioso y despectivo. A finales de 1711, los Marlboroughs fueron despedidos, y la reina transfirió sus afectos, así como el título de y el papel de administrador del Peculio Privado*, a la prima de Sarah, Abigail Masham, miembro de su servicio doméstico desde 1704. Abigail también era prima de Harley, y su esposo era uno de los doce nuevos pares de la reina. Todo Londres vivió con apasionado interés todas estas dramáticas convulsiones internas.

El 26 de diciembre de 1711 apareció en el Spectator una tremenda carta firmada por tres personas que habían jugado un papel primordial en el movimiento para traer la ópera a Londres: Thomas Clayton, Nicola Haym y Charles Dieupart. En ella atacaban la moda de ofrecer espectáculos en un idioma extranjero. Su objetivo, afirmaban, era conseguir que «todos los extranjeros que quieran hacer carrera en Inglaterra aprendan el idioma como nosotros mismos lo hemos hecho, y que renuncien a la insolencia de pretender que toda una nación –una nación refinada y culta– se someta al aprendizaje de una lengua extranjera»17.

Y ciertamente no les faltaba su punto de razón. Incluso provistos con sus cuadernos bilingües, la mayoría de los espectadores de la ópera apenas podían seguir más que su hilo narrativo básico. Sin embargo, Rinaldo, siempre en italiano, fue repuesta en Haymarket para nueve representaciones. Nicolini y Pilotti-Schiavonetti repitieron sus magníficos papeles de Rinaldo y Armida (aunque el resto del reparto varió), y se cursaron estrictas instrucciones a la audiencia de que «por Orden de Su Majestad ninguna persona debe ser admitida detrás del escenario»18. (Claramente, se tomaron todas las precauciones para no interferir en los importantes cambios de decorados, tras los desafortunados problemas de la temporada anterior.) Y se pusieron en marcha iniciativas para traer de vuelta al principal responsable de semejante fenómeno teatral.

A finales del verano de 1712, Handel había obtenido el permiso del elector de Hannover para volver a Inglaterra «a condición de que se comprometa a regresar en un plazo de tiempo razonable»19, como informó Mainwaring de nuevo con bastante imprecisión. No se sabe si ese «plazo de tiempo razonable» fue especificado por el elector Jorge; en todo caso, Handel no mostró signos de tener que cumplir con ningún cronograma acordado. Lo que está claro es que el elector no puso ninguna objeción a que se marchara. Con la situación en Europa finalmente apaciguada después de años de guerra, y los hannoverianos plenamente conscientes de su futuro como gobernantes en Gran Bretaña, la autorización del regreso de Handel a la corte de Ana pudo haber sido incluso un movimiento de la más sutil conveniencia política.

En el otoño de 1712 Handel estaba de nuevo en Londres, e inmediatamente se zambulló en otro invierno de feroz actividad. Escribió para el Queen’s Theatre no una, sino dos óperas: primero, Il pastor fido, interpretada seis veces entre el 22 de noviembre y el 21 de febrero, y luego Teseo, representada trece veces entre el 10 de enero y el 16 de mayo. Rossi fue de nuevo su libretista para Il Pastor fido, pero lo más interesante es que para Teseo el libretista fuera Nicola Haym, quien muy recientemente había abogado con vehemencia contra la ópera en italiano, pero que ahora cambiaba de bando, iniciando una larga colaboración con el retornado gigante.

Pero esta temporada iba a ser algo diferente. Después de las representaciones de Rinaldo, Aaron Hill había sido despedido del Queen’s Theatre por haber gastado demasiado dinero en sus sensacionales efectos. Se confiscaron los decorados y el vestuario, y se dieron instrucciones para que fueran reutilizados con imaginación en vez de ser reemplazados. Owen Swiney fue llamado de nuevo desde Drury Lane para ocupar el lugar de Hill. Tal vez Handel esperaba una cierta continuidad, además del tipo de extravagancias visuales que Hill había suministrado con tanto entusiasmo; de ser así, seguramente debió quedar decepcionado ante las nuevas restricciones. También se había quedado sin las excelentes prestaciones de su cantante estrella Nicolini, que había regresado a Italia. Pero otros de los cantantes eran conocidos de Handel: sus propios Armida y Eustazio, Pilotti-Schiavonetti y Valentini, habían regresado; Valeriano Pellegrini, que fue llamado para reemplazar a Nicolini, había cantado Nerone en la Agrippina de Handel en Venecia, en 1709, y el resto de la compañía estaba integrado por buenos cantantes que habían actuado en las reposiciones de Rinaldo. A primera vista resultaba prometedor.

Sin embargo, la temporada de invierno resultó ser un anticlímax. Il pastor fido era una historia ligera, basada en la famosa tragicommedia pastoral de Guarini. Rossi redujo los cinco actos de Guarini a tres, y sus dieciocho personajes a seis, y el propio Handel eliminó gran parte de los recitativos en el proceso de composición, lo cual hizo que la narración, cantada como siempre en italiano, resultase aún más confusa de lo habitual. La música, una vez más, estaba basada en gran medida en arias preexistentes, aunque Handel añadió una estupenda obertura y siete números nuevos. Il pastor fido fue interpretada junto con otra pieza pastoral, Dorinda, escrita en la tradición del pasticcio por varios compositores; las dos obras compartían el reparto así como los trajes y decorados de segunda mano. Pero la obligación de servir estos dos vinos nuevos en los viejos odres de los almacenes de Haymarket decepcionó al público. Un «Registro de la Ópera» comenzado ese año por Francis Colman, que daba cuenta de los títulos, fechas y listas de reparto de todas las óperas interpretadas en Londres, se refería de forma sucinta a Il pastor fido: «Ye Habits were old, and Ye Opera short»20. [Los hábitos eran viejos, y la ópera corta.]

Teseo, que siguió a Il pastor fido en el Queen’s Theatre, era una obra mucho más importante. El chaquetero literario Haym tomó un libreto escrito en francés por Quinault para Lully en 1675, reelaborándolo en italiano para el público inglés. Curiosamente, conservó la estructura de cinco actos de Quinault –única en toda la producción operística de Handel–, pero adaptó los textos de las arias para acomodarlos a la italiana forma da capo. La historia le resultó más inspiradora, pues escribió veinticuatro números nuevos, junto con otros dieciséis autopréstamos, todos ellos de una calidad enorme. Destaca sobre todo la música de Medea, otra hechicera, cuyo personaje evoluciona magníficamente a lo largo de sus numerosas páginas solistas, hasta la total desintegración en la derrota. Una vez más, Handel disponía del armamento musical para su villana, desde palpitantes cuerdas, un oboe solista y una exquisita línea vocal en «Dolce riposo» (Medea es, sin duda, cualquier cosa menos una mujer serena), con sus inquietantes interrupciones e imitaciones, hasta una salvaje escena de encantamiento en el acto central, pasando por su enloquecido colapso final en el quinto acto («Morirò ma vendicata»). Con idependencia del destino de Teseo en su conjunto, el personaje de Medea sigue siendo una de las creaciones más poderosas de Handel. Junto con su gran predecesora, la Armida de Rinaldo, estableció una constante en el compositor, que a lo largo de su carrera seguiría brillando en músicas para ocultistas igualmente impredecibles.

A diferencia de Il pastor fido, a Teseo le fueron permitidos algunos decorados y trajes nuevos; el nuevo director del teatro, Owen Swiney, sin duda compartía la apasionada convicción de Aaron Hill de que la presentación visual era tan importante para el público como el contenido y la ejecución musical. De modo que en Teseo, como informó Colman en su «Registro de la Ópera», «los trajes eran nuevos y más ricos que en el pasado, con 4 nuevas escenas y otros decorados y máquinas»21. Pero todo aquello había que pagarlo, y Swiney, viéndose después de la segunda representación con enormes facturas que no podía pagar, se apoderó de los ingresos de la taquilla y se esfumó en la noche. «Mr Swiny echa el freno & se escapa & deja a los cantantes sin pagar & escenas y trajes también sin pagar», como continuaba jovialmente Colman. En ese momento, los cantantes, y presumiblemente también Handel, tomaron las riendas del asunto: «Los cantantes estaban desconcertados, pero al final llegaron a la conclusión de que continuarían con sus óperas por su propia cuenta, y de que dividirían entre ellos las ganancias»22. Hacia el final de la tanda de trece funciones de Teseo, el público era escaso. Handel no experimentó nada parecido al zumbido triunfal que había producido Rinaldo. Sin embargo, había realizado importantes colaboraciones con dos personas que serían muy importantes para él en los años venideros: en primer lugar con Haym como libretista, y en segundo lugar con la persona que tuvo que asumir la dirección del Queen’s Theatre tras la repentina espantada de Swiney, John Jacob Heidegger, hijo de un profesor de teología en Zúrich y generalmente conocido como «el Conde Suizo».

La tibia acogida de sus dos óperas podría haber persuadido a Handel para regresar a Hannover. Pero tenía otros encargos en Inglaterra. Tras la firma de los acuerdos de paz en Utrecht (el famoso tratado se firmó el 13 de marzo de 1713), comenzaron los preparativos para su celebración formal en Londres. A Handel se le pidió que escribiera un Te Deum y un Jubilate, dos cánticos del servicio de oración matutina adoptados por los reformadores ingleses a partir del oficio católico de maitines. Inglaterra se había acostumbrado a distinguir con estos cánticos los acontecimientos ceremoniales y las victorias militares, desde la Oda a Santa Cecilia de Purcell de 1694. Handel completó su «Utrecht» Te Deum, la primera de las cinco adaptaciones del Te Deum que produciría a lo largo de los años, el 14 de enero de 1713, poco después del estreno de Teseo el 10 de enero, y terminaría el Jubilate en medio de aquellas turbulentas funciones. Aunque estas composiciones de corte formal, muy en el estilo de sus ilustres antepasadas purcellianas, obtuvieron un preestreno en la Banqueting House de Whitehall en marzo, en los días en que se firmó el tratado, no se estrenaron oficialmente hasta el 7 de julio, en la catedral de San Pablo. Y para entonces Handel también había escrito su gran oda Eternal Source of Light Divine para el cuadragésimo octavo cumpleaños de la reina Ana, el 6 de febrero.

Esta extensa oda resultó ser otro punto de inflexión para Handel en Londres. Es cierto que, dos años antes, había actuado para el cumpleaños de Su Majestad, con Nicolini y otros colegas de Rinaldo. Pero ahora se trataba de componer para los músicos de la capilla real y, consciente como siempre de las fortalezas y debilidades de sus intérpretes, sabía reconocer la calidad cuando se presentaba. El coro de la capilla real estaba dirigido por William Croft –un músico dotado, cuya supremacía en la música eclesiástica inglesa corría el peligro de ser usurpada por Handel– y contaba entre su disciplinado y experto conjunto con un talento extraordinario, el alto Richard Elford, además de otros a los que se les podía confiar elocuentes frases solistas. El texto de la oda era de Ambrose Philips, y su estribillo repetido, «The day that gave great Anna birth, / Who fix’d a lasting peace on earth» [El día que vio nacer a la gran Anna, / Que estableció una paz duradera en la tierra], era una referencia tópica al papel de la reina en las negociaciones de paz. Para el comienzo de la oda, que describe un suave amanecer, Handel compuso un asombroso pasaje en arioso para la voz de alto de Elford, con cuerdas sostenidas y una sola trompeta, un toque magistral que agregaba serenidad y majestuosidad a un pasaje de natural reverencia. Cada aparición del estribillo estaba punteada por intervenciones solistas, y la sección final, «United nations shall combine» [Las naciones unidas sumarán sus fuerzas], estaba escrita para doble coro. El efecto acumulativo y alegórico de esta estructura –cuya duración supera los cuarenta minutos– es impresionante, y Handel echaría mano de algunos de los ingredientes de su éxito en piezas ceremoniales posteriores. En la capilla real también conoció al bajo Bernard Gates, que cantó el verso solista «Let envy there conceal her head». Aproximadamente de su misma edad, Gates estaba realizando una distinguida carrera que se entrelazaría durante décadas con la de Handel, y que finalmente lo llevaría al eminente puesto de Maestro del coro en la abadía de Westminster. Y el verso «Kind health descends on downy wings» era un encantador dueto para una de las cantantes teatrales de Handel, Jane Berbier (que había cantado Eustazio en la reposición de Rinaldo en 1712, y que ahora era Dorinda en Il pastor fido y Arcane en Teseo), y una joven alumna de William Croft, Anastasia Robinson, que pronto se convertiría en un miembro importante del círculo teatral de Handel. Finalmente, la «Oda de Cumpleaños» no se interpretó en el día previsto, ya que la reina estaba sufriendo severamente de su gota crónica, y tan solo efectuó una breve aparición en público (para jugar a las cartas). Pero, aunque es muy probable que el anthem no fuese interpretado durante todo el año, contribuyó a fortalecer la posición de Handel en la corte, ya que pasó de ser un visitante de paso a convertirse en un participante asiduo y bienvenido.

En la cubierta del cuaderno bilingüe de Teseo, Handel había sido descrito como «Maestro di Capella di S.A.E. di Hannover», en reconocimiento de sus lealtades alemanas. Pero aquel verano de 1713 su salario en Hannover no fue renovado. No había nada oscuro detrás: simplemente no se hallaba presente para ganárselo, y en todo caso el elector estaba recortando los gastos de su casa real a raíz de los altos costes de su participación en la guerra. Pero pocos meses después, en lo que casi podría considerarse como un gesto recíproco, la propia reina Ana, que siempre había tenido debilidad por Handel, concedió una enorme pensión vitalicia de 200 libras esterlinas al año «a nuestro fiel y querido George Frederick Handel Esq»23, como decía la notificación, una forma verbal que continúa hasta el día de hoy. Las comunicaciones entre Londres y el elector Jorge fueron mantenidas por el diplomático hannoveriano Thomas Grote, quien envió informes sobre las celebraciones formales del Tratado de Utrecht en Londres y sobre la participación de Handel en las mismas. Las memorias de Mainwaring de 1760 malinterpretaron completamente la situación en 1713: «Había transcurrido de nuevo el tiempo a partir del cual el permiso obtenido debía ser prorrogado. Pero, bien fuera por temor a cruzar el mar, o por haber contraído alguna enfermedad a causa de la comida del país en el que se encontraba, el caso es que la promesa que había dado al marcharse de algún modo se le había borrado de la memoria»24. Lo que quedaba implícito era que Handel había mancillado su reputación al no regresar a Hannover. Pero no ha quedado registro alguno del mínimo signo de alarma, ni en el mismo Hannover ni a través de su enviado oficial en Londres. Y de este modo Handel continuó hilvanando sus relaciones con Londres, reponiendo de nuevo Rinaldo en mayo de 1713 y embarcándose en otra ópera.

Silla es uno de los enigmas operísticos de Handel. No hay constancia de que fuera representada; en todo caso, no en el Queen’s Theatre en Haymarket. Y, de haber recibido una representación privada, como quizá sea lo más probable, también esta circunstancia ha quedado indocumentada. La calidad, tanto del libreto, obra de Rossi, como del tratamiento del mismo por parte de Handel, es francamente decepcionante, y sugiere que se preparó de forma apresurada. La descuidada adaptación que realizó Rossi de un viejo argumento se antoja torpe y predecible (la peor combinación posible), pero también lo es la puesta en música de Handel. A pesar de algunas arias individuales realmente notables, que más tarde encontrarían mejor acomodo en futuras óperas, Handel dejó pasar oportunidades que normalmente habría aprovechado (marchas triunfales, tormentas marinas, danzas espectrales) y no logró dotar a ninguno de sus personajes de profundidad o colorido.

Estas deficiencias se explican tal vez por la posibilidad de que se produjese una única representación privada, y un indicio clave lo encontramos en la dedicatoria del libreto al duque D’Aumont, el recién llegado embajador francés en Londres. Tras el acuerdo de paz, Gran Bretaña y Francia, antiguos antagonistas enconados, estaban haciendo serios esfuerzos por enterrar el hacha de guerra. Luis XIV envió a D’Aumont a Londres para exhibir ante los ingleses una efusiva generosidad, que se manifestó en magníficos espectáculos y bailes de máscaras. Quizá fue en uno de ellos donde Silla, improvisada apresuradamente para los tipos vocales de la compañía para la que Handel había estado escribiendo toda la temporada en Haymarket, fue interpretada. Y el tema de la ópera, cuyo personaje principal es un dictador militar cruel e injusto, también podría haber tenido un trasfondo satírico, puesto que D’Aumont había acusado en repetidas ocasiones a Marlborough, el jefe de las fuerzas armadas británicas, de prolongar deliberadamente la guerra. Los dos Marlboroughs habían caído recientemente en desgracia en la corte tras años de poderosa influencia, por lo que esta humillación operística podía ser vista como la ocasión para un espectacular Schadenfreude *. Ciertamente, al público londinense no se le escaparían las resonancias del tema, y el propio Handel, pensando ahora como un auténtico londinense, las habría entendido a la perfección.

Desde su primera estancia londinense en 1711, los contactos sociales de Handel habían girado en torno al Queen’s Theatre en Haymarket, para el que ya había escrito tres óperas. El arquitecto de ese teatro, y ahora también del Blenheim Palace, la gran mansión de los Marlborough cerca de Oxford, fue sir John Vanbrugh, quien también era miembro del Kit-Cat Club, una sociedad literaria y política que echó a andar en la época de la Gloriosa Revolución de 1688, cuando se reunía en una pastelería propiedad de Christopher (Kit) Catling. El fundador fue el editor Jacob Tonson, cuya idea original era invitar a cenar a escritores jóvenes y prometedores, ofreciéndoles exquisitas tartas y deliciosos vinos a cambio del derecho de preferencia sobre sus mejores obras. Se convirtió consecuentemente en una buena oportunidad para que los jóvenes leones literarios estableciesen contactos, y se hizo también muy popular entre nobles acaudalados con fuertes lealtades políticas, ya que, además de su relevancia en el ambiente literario, muy pronto devino en un foro para el apasionado intercambio de ideas políticas. El Kit-Cat Club generalmente se alineó con la facción whig en su apoyo a la línea protestante de sucesión; en la segunda década del siglo XVIII, entre sus miembros se encontraban las formidables figuras políticas y literarias de los lores Halifax (el principal arquitecto de la estabilidad constitucional, que limitaba el poder del monarca), Carlisle y Burlington, los escritores y editores del Spectator Addison y Steele, y el retratista sir Geoffrey Kneller, quien de hecho retrató a todos sus compañeros (estas pinturas se encuentran actualmente en la National Portrait Gallery). Todavía el principal espíritu impulsor del club, Jacob Tonson, compró una casa en Barn-Elms (Barnes), en las afueras de Londres, y la hizo restaurar por Vanbrugh para ofrecer alojamiento y comida gratis, disponiéndola como lugar alternativo de reuniones para los Kit-Cats. Cerca de esta casa en Barn-Elms había una mansión propiedad de un tal Mr. Henry Andrews, y, según la General History of the Science and Practice of Music de Hawkins (1776), este tal Mr. Andrews era el casero de Handel, o quizá su anfitrión: «Ahora que estaba decidido a hacer de Inglaterra su país de residencia, Handel comenzó a aceptar invitaciones de personas de rango y fortuna que deseaban conocerlo, y aceptó la invitación de un tal Mr. Andrews, de Barn- Elms en Surry, que también tenía una residencia en la ciudad, para que se alojase en su casa»25.

No queda del todo claro si el contrato de arrendamiento de Handel (o la aceptación de hospitalidad) se produjo en realidad en Barn-Elms o en la residencia de Mr. Andrews en Londres. En 1799, William Coxe, hijastro del alumno y copista de Handel, J. C. Smith, escribió en un libro de anécdotas handelianas que, al cabo de un año, era en realidad en ambos lugares:

«En el transcurso del verano, Handel pasó varios meses en Barn Elms en Surrey, con Mr. Andrews; y en el invierno, en la casa de ese caballero en la ciudad»26.

Otro generoso anfitrión de Handel en estos primeros años londinenses fue el joven Richard Boyle, tercer conde de Burlington. De solo diecinueve años en 1713, ya era (desde los diez años, de hecho) propietario de numerosos títulos y haciendas, incluyendo Burlington House, en Piccadilly, una casa de campo en Chiswick, y grandes propiedades en Yorkshire e Irlanda. Tanto Il pastor fido como Teseo le habían sido dedicadas, y muchos escritores posteriores, entre ellos Hawkins y Coxe, afirman que Handel vivió en Burlington House durante tres años. En este lugar, como en el círculo del Kit-Cat en Barn-Elms, Handel conoció a otras luminarias artísticas y literarias, incluyendo a Alexander Pope, John Gay y al músico aficionado y médico personal de la reina, el Dr. John Arbuthnot, a quien ya había conocido en la corte. Coxe describió sus relaciones con el círculo de Piccadilly: «Pope no solo carecía de conocimiento alguno de la ciencia musical, sino que no hallaba satisfacción en “la concordia de los dulces sonidos”. A Gay le gustaba la música sin entenderla, pero se olvidaba de ella en cuanto cesaba de sonar. Arbuthnot, por el contrario, que poseía juicio musical y era además compositor, reconoció la valía de Handel y desarrolló una gran estima por él»27.

Pope, Gay y Arbuthnot habían fundado el Scriblerus Club, un grupo rival del Kit-Cat Club (del cual no eran miembros, como tampoco lo era Handel). Significativamente, Handel fue capaz de moverse con libertad y confianza, de forma sociable pero prudente, entre todos estos ambientes literarios, contribuyendo a ellos de modo relevante. Tal como Gay informaría más tarde en su poema Trivia acerca de las actividades en Burlington House (dando una impresión perfectamente válida de que apreciaba lo que allí se escuchaba, a pesar de las dudas de Coxe acerca de su sensibilidad musical):

There Hendel strikes the Strings, the melting Strain

Transports the Soul, and thrills through ev’ry Vein;

There oft I enter (but in cleaner Shoes)

For Burlington’s belov’d by every Muse * 28.

Sin duda la combinación de Vanbrugh y el Kit-Cat Club, Burlington y el Scriblerus Club, una vibrante red social de artistas y activistas artísticos y políticos con un intenso compromiso con la sucesión protestante (es decir, hannoveriana), tuvo enormes repercusiones para Handel. Nunca declararía lealtad hacia ninguna facción política, como tampoco abriría su corazón a ninguna relación amorosa permanente. Sería siempre un outsider. Pero su progreso a través de la sociedad londinense, y la interpretación que dio en su música de los acontecimientos políticos y sentimentales, muestran su sagaz e instintiva comprensión de ambos. Y aquí Handel fue reforzando tranquilamente su posición en vista de la gran conmoción política que sin duda se avecinaba.

La gota de la reina Ana, que ya le había arruinado la coronación, había continuado molestándola cada vez con mayor frecuencia, y también fue aquejada de porfiria. Era conocida su afición al alcohol (una estatua de ella que se erigió en el exterior de la catedral de San Pablo fue objeto de mofa por parte de sus súbditos, que advirtieron que no miraba hacia la catedral, sino hacia la tienda de vinos de enfrente), lo que pudo haber agravado sus dolencias. Todavía albergaba agobiantes sentimientos de culpa al contemplar todo el asunto de su sucesión, pues era ella quien había conspirado para destituir a su padre, Jacobo II, y su propia incapacidad para engendrar un heredero vivo había sido la causa del nombramiento de la electora Sofía de Hannover como su sucesora. Idealmente quería que su hermanastro Jacobo Estuardo, que a sus veinticinco años se agitaba en su exilio francés, cambiase su religión, momento en el cual ella podría revocar el Acta de Establecimiento y asegurar la línea Estuardo para la siguiente generación. Pero en marzo de 1713 el pretendiente confirmó inequívocamente su negativa a renunciar a su fe católica, y la reina Ana se encontró de nuevo en el punto de partida, enfrentándose sombríamente a la inevitable necesidad de entregar su trono a personas a las que nunca había conocido y por las que instintivamente sentía antipatía. En el otoño de 1713, cuando llegó a Londres el nuevo delegado de Hannover, Georg von Schutz, los rumores entre los círculos whig le convencieron de que la reina albergaba, de hecho, un «gran prejuicio» hacia los hannoverianos, y que preferiría «dejar la corona al mayor de los extraños antes que… a la familia electoral»29. Fueran cuales fueran sus verdaderos sentimientos, estas habladurías dejaron consternada a la reina. En la primavera de 1714 envió a Thomas Harley, primo de su ministro, en una misión diplomática especial a Hannover: debía ofrecer a la electora Sofía una pensión extraída de su propia Lista Civil de la Reina. Además, Ana se comprometía a hacer todo lo que estuviera en su mano, «de acuerdo con su honor, con su seguridad y con las leyes», para proteger la sucesión, como Horace Walpole recordó en sus memorias, en 1798. Y reafirmó su determinación en la sesión de apertura del Parlamento, en marzo de 1714, quejándose de que cualquier insinuación contraria era «el colmo de la malicia»30.

Pero también había murmullos en Hannover. La familia electoral había estado presionando para tener alguna presencia en Gran Bretaña, posiblemente en la figura de Jorge Augusto, hijo del elector. La reina Ana se había resistido vehementemente a tal sugerencia, temiendo que se estableciera una corte rival en su reino, debilitando su propia autoridad. Sin embargo, por cortesía, en 1706, admitió al príncipe electoral en la Orden de la Jarretera y le otorgó un generoso puñado de títulos: Duque de Cambridge, conde de Milford Haven, vizconde Northallerton, barón Tewkesbury. Ahora, en 1714, los whigs animaron a Georg von Schutz a reclamar que el príncipe ocupara su escaño en la Cámara de los Lores. Aunque la reina se mostró horrorizada ante tal posibilidad, Harley la convenció de que, legalmente, no podía negarse. Mientras los rumores se propagaban con avidez por Londres (sonaban las campanas y se brindaba por la inminente llegada del príncipe electoral), Ana volvió a sucumbir a la fiebre y a la incapacidad. En mayo recuperó sus fuerzas, y de hecho su determinación, y escribió con firmeza a Hannover, rechazando firmemente sus demandas. Curiosamente, esta comunicación precipitó el final de la disputa, ya que, a los pocos días de recibir la carta de la reina, la viuda electora Sofía tuvo un síncope y murió a los ochenta y tres años, y poco después la propia reina Ana enfermó de nuevo y sufrió una serie de derrames cerebrales. Falleció el 1 de agosto. Su médico, el Dr. Arbuthnot, informó a Alexander Pope que «nunca el sueño fue más bienvenido para un viajero cansado que la muerte para ella»31. Tenía cuarenta y nueve años.

Bien instalado en Burlington House, donde recibía noticias diarias sobre Hannover, y, a través del Dr. Arbuthnot, sobre el estado de salud de Su Majestad, Handel aguardaba el ahora inevitable cambio. Sus antiguos patronos, y de hecho amigos, estaban a punto de acceder al trono. Pero, ¿haría el pretendiente algún movimiento para reclamarlo para él? ¿Habría guerra civil?

Notas al pie

* Cesa de alzarte, soberano del día.

1 Deutsch, p. 33; HCD I, p. 201.

2 Ibid.

3 Burney, General History, p. 661.

4 Handel Collected Documents I, p. 196.

5 Ibid., p. 198; Deutsch, p. 31.

6 Mainwaring, Memoirs, p. 83.

7 Deutsch, pp. 35-6; HCD I, pp. 204-6.

8 Deutsch, pp. 36-7; HCD I, pp. 208-9.

9 Citado en Handel: A Celebration of his Life and Times, p. 77.

10 Mainwaring, p. 84.

11 Deutsch, p. 31.

12 Mainwaring, p. 84.

13 Deutsch, p. 42; HCD I, p. 217.

14 Mainwaring, p. 85.

15 Ibid.

16 Deutsch, p. 44; HCD I, p. 223.

* Keeper of the Privy Purse.

17 Deutsch, pp. 46-7; HCD I, pp. 234-5.

18 Deutsch, p. 49.

19 Mainwaring, pp. 85-6.

20 Deutsch, p. 50; HCD I, p. 249.

21 Deutsch, p. 52.

22 Ibid.; HCD I, pp. 255-6.

23 HCD I, p. 285.

24 Mainwaring, p. 89.

* Término alemán que se refiere a la satisfacción por el mal ajeno.

25 Hawkins, General History, p. 859.

26 Coxe, Anecdotes of Handel, p. 16.

27 Ibid.

* Allí pulsa Hendel las cuerdas, y la dulce presión

Transporta el alma y estremece cada vena:

Allí entro yo a menudo (pero con calzado más limpio)

pues Burlington es amado por todas las musas.

28 Deutsch, p. 70.

29 Citado en Anne Somerset, Queen Anne, p. 505.

30 Ibid., p. 510.

31 Ibid., p. 531.

Handel en Londres

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