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PREÁMBULO

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Escuché mi primer Mesías a la edad de nueve años en la catedral de Lincoln durante unas Navidades. Me conmocionó hasta tal punto que desde ese momento supe no solo que la música ocuparía un papel protagonista en mi vida, sino también que Handel y el Mesías serían temas recurrentes en ella.

Ya en la edad adulta he pasado más de cuarenta años como músico profesional, trabajando en compañías de ópera y con orquestas y organizaciones de conciertos, y Handel ha ocupado una parte considerable de mi actividad y de mi repertorio. He dirigido sus óperas y oratorios por todo el mundo, incluyendo más de cien representaciones del Mesías. Un aspecto capital del trabajo con estas grandes obras reside en la reunión y la preparación de los cantantes, y sobre todo, si las organizaciones que las presentan ofrecen la oportunidad para desarrollar una compañía, en la creación de los equipos para extraer el máximo partido de las capacidades individuales y colectivas. En menor medida (puesto que hoy en día existen departamentos enteros dedicados específicamente a esta tarea), también he estado involucrada en la captación de apoyos financieros y en la creación de públicos. Buena parte del trabajo de un intérprete tiene que ver muy poco con la interpretación.

En el siglo XVIII, Handel tuvo que hacer frente a las mismas obligaciones. Desarrolló su trabajo en el centro de la actividad musical londinense durante varias décadas asombrosas, y no solo compuso una obra maestra tras otra, sino que se ocupó en seleccionar cuidadosamente a cantantes e instrumentistas, moldeando aquellos dispares talentos en compañías que, con cambios y evoluciones, le servirían repetidamente para diversos proyectos durante varias temporadas. En gran medida, Handel fue un autodidacta. En sus primeros años, antes de su llegada a Londres, se le impusieron elencos de cantantes previamente seleccionados. Él los evaluó y preparó, pero también aprendió de ellos acerca de sus capacidades, sus limitaciones y sus temperamentos, y sus debilidades le resultaron tan instructivas como sus puntos fuertes. Y así como, en aquellos años de formación, absorbió cualquier influencia musical y aprendió a detectar la excelencia, también desarrolló una habilidad verdaderamente impresionante para entender la voz humana.

Cuando Handel llegó a Londres, con apenas veinticinco años de edad, ya era toda una autoridad en materia de voces y sabía cómo extraer lo mejor de cada cantante. Al igual que Mozart, que afirmaba que un aria debía adaptarse a un cantante «como un traje cortado a medida», el oficio musical de Handel, una vez que había oído y evaluado una voz, era ejemplar. Ya se tratase de una estrella consagrada o de una joven promesa, siempre estuvo atento al color, la textura, la gama y la línea vocal. Con una estrella, las relaciones podían ser conflictivas o incluso exasperantemente explosivas: es famosa su amenaza de tirar por la ventana a la brillante pero cargante soprano italiana Francesca Cuzzoni por desobedecerle, y hubo muchas quejas acerca de sus modos dictatoriales para mantener el más alto estándar de calidad posible. Aun así, Handel escribió teniendo en cuenta los puntos fuertes de sus estrellas y alcanzó con ellas resultados extraordinarios. En aquella época –como ahora– no era necesaria la afinidad personal con un artista para hacer buena música juntos. Pero sus relaciones con los cantantes que comenzaban sus carreras, cuya maestría supo propiciar, desarrollar y exhibir triunfalmente, sin duda le proporcionaron muchas más satisfacciones. Adiestró sus técnicas, los guio en el estilo y la interpretación expresiva, y los animó a vivir sus personajes, en lugar de limitarse a recitarlos. De hecho, enseñó a sus cantantes a actuar del mismo modo que enseñó a sus actores a cantar. Susanna Cibber, por ejemplo, era una actriz que, sobre todo en sus colaboraciones con el gran David Garrick, había obtenido un éxito considerable en la escena londinense, pero que, hallándose en Dublín en la misma época en que Handel estaba ofreciendo allí las primeras representaciones de El Mesías, fue adiestrada por él para realizar una legendaria y emocionante interpretación de «He was despised». En todo caso, se trataba siempre de un proceso recíproco: el arte de los cantantes servía de inspiración a Handel para escribir de la manera en que lo hacía, y su música permitía que ese arte creciera y prosperara. Pero si, como sucede a menudo, un cantante se encontraba en una situación de dificultad vocal o incluso de crisis, Handel también sabía mostrarse particularmente empático. A pesar de su reputación de intransigente, fue sin duda sensible a la vulnerabilidad, y cuando un cantante tenía problemas, él persuadía, reescribía, adaptaba y ayudaba.

Desde sus primeros años, el talento de Handel había suscitado la atención y el estímulo de poderosos mecenas dispuestos a apoyarlo, y a lo largo de su carrera siguió cultivando y atendiendo a sus partidarios reales y patricios, cultivando su lealtad y su generosidad. Su propio sentido del deber y de la sumisión a su monarca se muestra como un poderoso hilo conductor en la larga historia de sus años londinenses y, respecto a algunos miembros de la familia real, tal relación se vio reforzada por una genuina amistad y, por tanto, por un compromiso personal. Miembro muy visible, dinámico y bien conectado de la sociedad londinense, además de muy capaz para hacer y manejar dinero, Handel comprendió (de una manera que Mozart, por ejemplo, lamentablemente nunca hizo) el lado comercial de toda empresa artística, y fue capaz de interactuar cómodamente con aquellos que manejaban económicamente el cotarro.

Durante su larga y prolífica carrera, Handel experimentó muchos reveses y atravesó por momentos difíciles, pero ninguno lo mantuvo postrado por mucho tiempo. Su resiliencia lo impulsaba siempre hacia su siguiente foco de actividad, y su pericia empresarial propiciaba una y otra vez las circunstancias en las que sus proyectos podían llevarse a cabo. Hombre de insondable invención, arte exquisito, enorme energía, adicción al trabajo e insaciable apetito –para el goce artístico y social, pero también para la buena comida y el vino–, su camino por la vida lo realizó prácticamente en solitario. A diferencia de Mozart, quien continuamente abría su corazón y escribiría cientos de cartas que revelan su estado de ánimo de una manera tan vívida como sorprendente, Handel fue extremadamente reservado y rara vez confió sus verdaderos sentimientos en sus cartas, mucho más contenidas. De ahí que su vida privada, más allá de su fachada pública, deba ser generalmente espigada a partir de las anécdotas relatadas por otros, lo que plantea interrogantes sobre la autenticidad y la fiabilidad. A pesar de que Handel estuviese siempre rodeado de gente, y de que algunos de sus numerosos colegas se convirtieran en sus amigos, daba siempre la sensación de estar realizando una misión solitaria, cuyos objetivos eran privados. El hecho de que llevase a buen puerto tantos de esos objetivos y con consecuencias tan inmortales es un testimonio no solo de su incomparable maestría compositiva, sino de todos los aspectos de su profesión de músico.

Además de una investigación minuciosa de las actividades de Handel y del contexto en el que se desarrollaron, la escritura de este libro ha supuesto para mí una especie de juicio personal, ya que buena parte de mi trabajo se parece mucho a lo que él hacía entonces. Observar la manera en la que trató cada situación a medida que se presentaba –positivamente, viendo con sus ojos y oyendo con sus oídos– sigue siendo para mí enormemente instructivo. A través de las generaciones, Handel –tanto el artista como el músico profesional– continúa siendo una fuente de educación e inspiración.

Handel en Londres

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