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PREFACIO

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Los conflictos en la Inglaterra del siglo XVII iban a tener repercusiones generalizadas en el siglo XVIII, y de forma muy significativa en la vida cultural de su capital. Las actividades de un joven músico alemán instalado en Londres en las primeras décadas del nuevo siglo estarían en parte dirigidas, moldeadas e incluso constreñidas por las sensibilidades políticas; el mérito de Georg Friedrich Handel fue el haber sido capaz de superar todas las tensiones y agitaciones políticas y sacar provecho de ellas.

En el siglo XVII, Inglaterra decapitó a un rey y depuso a otro: el impopular Carlos I fue ejecutado en 1649, y Jacobo II fue depuesto en 1688. El primogénito de Carlos I subió al trono como Carlos II con la restauración de la monarquía en 1660, y fue sucedido en 1685 por su hermano, Jacobo II. Pero los súbditos protestantes de Jacobo estaban alarmados, pues había contraído matrimonio con su segunda esposa, María de Módena, y ahora era católico; y aunque sus hijas, María y Ana, continuaron siendo educadas en la fe protestante, un nuevo hijo, nacido en la religión católica en 1688, estaba destinado a heredar el trono. También María y Ana se sintieron consternadas por el nacimiento de su hermanastro. Se juraron fidelidad entre ellas y a su religión protestante, y más tarde, en 1688, en lo que se conoció como la Revolución Gloriosa, María y su esposo holandés, Guillermo de Orange, invadieron Inglaterra y depusieron a su padre. Accedieron juntos al trono como Guillermo y María, mientras Jacobo y su hijo huían a Francia. María murió de viruela en 1694, dejando a su marido reinar en solitario como Guillermo III.

Como Guillermo y María no tenían hijos, la heredera al trono de Inglaterra pasaba a ser Ana, que estaba casada con el príncipe Jorge de Dinamarca. Su hijo Guillermo, duque de Gloucester, parecía asegurar la continuidad de la línea protestante, pero el joven Guillermo murió en 1700, a la edad de once años. Dado que no había más herederos ni por la parte de Guillermo III ni por la de la princesa Ana, el siguiente en la lista debía ser el depuesto Jacobo II o su hijo. Y así, en 1701, el Parlamento aprobó el Acta de Establecimiento, decretando que, a menos que Ana o Guillermo (si se volviera a casar) tuviesen otro vástago, la sucesión pasaría a los más cercanos descendientes protestantes de Jacobo I: su nieta Sofía, electora de Hannover, y sus hijos y nietos (de un plumazo fueron ignorados más de cincuenta católicos con superiores credenciales sucesorias).

La ciudad de Hannover era el centro de uno de los estados más prósperos y pacíficos de Alemania, Brunswick-Lüneburg. Había sido admitido en 1699 como noveno electorado del Sacro Imperio Romano Germánico, y a su gobernante, que tenía el poder absoluto (supervisaba todas las decisiones importantes, ya se tratara de asuntos internos o externos, presupuestos, procesos penales, nombramientos militares o ministeriales), se le había concedido el título de elector. La corte de Jorge Luis, hijo de la electora viuda Sofía, giraba en torno al espléndido Leineschloss, a orillas del Rin, en el centro de la ciudad, y al palacio campestre de Herrenhausen, a unos cinco kilómetros de distancia, donde la electora Sofía había creado magníficos jardines barrocos. Las artes prosperaron, mientras que los hombres de talento y conocimiento (entre ellos el matemático y filósofo Gottfried Leibnitz) frecuentaban sus salones. Pero en este entorno tan civilizado también había tensiones y desacuerdos. La familia electoral, con sus lazos de conveniencia con otras potencias europeas, era de una enrevesada disfuncionalidad. El desacuerdo entre las generaciones (un tema recurrente en el acervo genético de la casa de Hannover) era generalizado, y había descortesía e incluso animosidad entre sus miembros. Y, en la primera década del nuevo siglo, la sucesión de la casa de Hannover al trono de Inglaterra consumió sus energías por encima de cualquier otro asunto.

La princesa Ana se convirtió en reina de Inglaterra a la muerte de Guillermo III, en 1702. Pero la persistente amenaza de los descendientes y partidarios del exiliado Jacobo II, junto con los propios paroxismos de culpa retrospectiva de Ana por haber participado en el derrocamiento de su padre, parecieron poner repentinamente en peligro toda la sucesión hannoveriana. El elector sintió una alarmante inseguridad acerca del puesto al que estaba destinado, al igual que su hijo recién casado, el príncipe Jorge Augusto, y su esposa, la princesa Carolina.

Fue ese escenario de convulsa agitación el que se encontró el joven compositor alemán Georg Friedrich Handel al llegar a Londres en el verano de 1710 tras sus triunfos cosechados en Italia. Si bien este músico inteligente, despierto y deslumbrantemente dotado a buen seguro captó de inmediato las complejidades de los vínculos entre Hannover y Londres (una ciudad que tenía en mente visitar de todos modos), es poco probable que pudiese adivinar las profundas consecuencias que tendría su nueva relación con la corte electoral. En efecto, en pocos años la casa de Hannover había accedido al trono inglés (la reina Ana murió, y el elector Jorge Luis se convirtió en Jorge I), y Handel también se había trasladado tentativamente a Londres. Ellos se quedaron, y también él se quedó. La mutua relación de simpatía, especialmente con los jóvenes príncipes (más tarde Jorge II y la reina Carolina), aproximadamente de su misma edad y grandes entusiastas de las artes, duraría el resto de sus vidas. La historia de la música en Londres, y mucho más allá de Londres, cambiaría para siempre.

Handel en Londres

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