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TÚ SERÁS EL AMPARO DEL HUÉRFANO
(Roma, septiembre de 1596)
ОглавлениеLa aldaba de la puerta de servicio sonó con fuerza y de modo persistente. Ya había oscurecido, las calles de la ciudad estaban en calma y solo se oía el sonido de los grillos y el crepitar lejano de las luminarias encendidas de los patios de las casas. Dos guardias custodiaban la puerta principal del palacio del cardenal Colonna, donde estaba hospedado el P. José de Calasanz desde que llegó a Roma en 1592, hacía ya más de cuatro años.
–¿Quién vendrá a importunar la quietud de la noche? –exclamó el padre Calasanz a Pietro, un sobrino del cardenal Colonna con quien repasaba algunas lecciones de latín a la luz de una lámpara de aceite.
Ya comenzaba el otoño, y a partir las nueve de la noche era muy extraño ver a la gente en la calle, aunque el clima invitaba a conversar con los vecinos en la puerta de las casas. Las calles de Roma eran muy estrechas, oscuras e inseguras. Los andamios de madera de las construcciones eran lugares perfectos de refugio para delincuentes dispuestos a sorprender a cualquiera que se atreviese a pasear de noche.
El padre Calasanz entendió que, si alguien se arriesgaba a llamar tan entrada la noche, debía de tratarse de alguna urgencia que era preciso atender. En sus primeros años de sacerdote, como secretario del obispo Capilla, aprendió a estar siempre disponible para servir a las necesidades de los fieles. El compromiso que adoptó el día de su ordenación sacerdotal fue estar al cuidado de las ovejas, especialmente de las más pobres.
Bajó por las escaleras de servicio acompañado de su alumno Pietro, que lo seguía con una mezcla de curiosidad y de temor ante una llamada tan imprevista. Ambos cruzaron un pequeño patio ajardinado, y el padre José acercó su ojo a la mirilla de la puerta; vio la sombra de un niño que no medía ni un metro de altura. «¿Quién se arriesga a estas horas a salir de su casa y cruzar la ciudad?», pensó el padre.
–¿Se acuerda de mí, padre? Soy Gianluca. ¿Podría abrirme la puerta por favor? –exclamó con la voz frágil y temblorosa de un niño que apenas tenía ocho años.
Tras abrir la puerta, Gianluca entró muy nervioso en el patio de palacio y se echó a llorar abrazado a las piernas del padre. Pietro observaba la escena desconcertado.
–Ya me acuerdo, pequeño. Te conocí hace unos días, cuando visitaba a tu mamá, enferma con fiebre muy alta y el cuello muy hinchado. ¿Qué pasó, muchacho, que vienes tan angustiado?
–¡Mamá murió esta tarde y no sé qué hacer! Unos minutos antes de morir me encargó el cuidado de mis hermanitos pequeños, y mi hermana mayor, Patricia, está tullida y poco puede ayudar. Mi mamá me encargó que viniera a buscarle cuando ella muriera. Se puso muy contenta cuando usted le administró la unción y le dio la comunión. Le confortó usted tanto en sus últimos días de vida que su deseo fue que, a su muerte, viniera para rezar con toda la familia. Me recordó lo bueno y dulce que es usted y me aseguró que haría lo posible para que tuviera una cristiana sepultura. ¡Padre, solo soy un niño! ¡Ayúdeme! ¿Cómo salgo adelante con mis hermanos?
Inmediatamente rompió a llorar desconsoladamente y se fundió en un abrazo con el joven sacerdote.
La confesión de Gianluca conmocionó mucho al padre José. Le dio un vuelco el corazón y pensó en dónde estaba el padre de los niños; ¿y los vecinos?, ¿por qué acudía a él? La confesión del niño era muy real y trágica. Recordaba la escena de la mujer cananea que se acercó a Jesús pidiéndole sanación para su hijo, y a Jairo intercediendo por su hija muy enferma.
Debía escuchar al niño y seguirle hasta la casa; entendió que era el mismo Dios quien le estaba hablando. De pronto se avergonzó delante de su discípulo Pietro –el sobrino del cardenal– y consideró que el palacio donde vivía era un lugar extraño al mundo real. Pero enseguida reaccionó:
–Espera, muchacho, que me ponga algo de abrigo y te acompaño a casa. Y tú, Pietro, avisa a Su Eminencia de que estaré fuera y no sé a qué hora volveré.
El padre José tomó una lámpara de aceite para guiarse por las oscuras calles de Roma acompañado del pequeño Gianluca. Pietro se quedó en casa velando su llegada, porque no tuvo la valentía de acompañarle durante la noche.
José y Gianluca cruzaron delante de las escalinatas del Campidoglio, siguieron en línea recta hasta la altura del teatro Marcelo, se introdujeron en el barrio judío, que bordearon hasta tomar rumbo al puente Sixto por la ribera del río. Tuvieron mucha suerte, porque ningún bandido se fijó en ellos. Tal vez el traje clerical fuera una buena protección en la insegura ciudad de los papas.
El hogar de Gianluca era un espacio de una sola pieza donde se dormía, se comía y se compartía todo. Pertenecía a una familia muy pobre formada por cuatro niños y la madre. La hermana mayor, de doce años, había quedado coja a los cuatro, porque fue atropellada por un coche de caballos y difícilmente podía ingresar dinero en casa, aunque se defendía para hacer los oficios domésticos. Por debajo de Gianluca estaba Pierino, de seis años, y Mario, de tres.
El médico certificó la muerte de Andrea asegurando que era un caso de peste bubónica. Los síntomas eran muy claros: fiebres altas, vómitos e hinchazón en el cuello. Había que actuar rápido y enterrar el cuerpo lo antes posible para evitar futuros contagios. Todavía les quedaba vivo el recuerdo de la última peste que asoló la ciudad de Roma años atrás.
Los niños estaban esperando con ansia al sacerdote. Los vecinos, también muy pobres, habían acomodado el cuerpo de Andrea y oraban por el eterno descanso de su alma a la luz de unas velas. Oraban sobre todo para que Dios se apiadara de estas criaturas que dejaba huérfanas.
–Actúe con rapidez, padre –le susurró el doctor–. Debemos enterrarla enseguida, no sea que la enfermedad se contagie entre los vecinos. La epidemia está en su fase más cruel y debemos actuar para que no termine de contagiar a toda la familia y a los vecinos. Dios tenga piedad de nosotros.
–Descuide, doctor, así lo haré.
El padre Calasanz sacó el ritual de bolsillo y susurró unas oraciones en latín que nadie entendía. Todos adivinaron que estaba encomendando el alma de la buena de Andrea a Dios. Con el hisopo asperjó agua bendita sobre su cuerpo inmóvil e invitó a todos a rezar un padrenuestro y un avemaría.
Dos vecinos pusieron el cuerpo en una caja de madera y lo montaron en un carro rumbo a una fosa común que se había abierto en un solar cerca de la parroquia de Santa Dorotea. La peste ya había segado la vida de muchas personas pobres en el barrio, dejando a muchos niños huérfanos. ¿Quién sabe cuántas más muertes habría?
La casa se quedó vacía sin mamá Andrea, el alma del hogar. Calasanz estaba tan impactado ante el sufrimiento de los niños que se le humedecieron los ojos de la pena. Los pequeños le miraron con los ojos tiernos de la inocencia infantil, como diciéndole: «Y ahora, ¿qué hacemos?, ¿cómo saldremos adelante sin una mamá?».
Con la muerte de Andrea, los niños se habían quedado solos. El padre trabajaba en las afueras de Roma, comerciando con aceitunas. Un día no volvió y nadie sabe si murió, desapareció o se fugó. Los niños no tenían familia directa en Roma, solo la cercanía de los vecinos, que eran tan pobres como ellos.
Una vecina trajo unos platos de sopa para que los niños pudieran pasar la noche bien y se quedó a dormir con ellos para sustituir por unas horas el vacío dejado por la madre. Al día siguiente había que resolver esta situación. El padre José sentía que tenía una responsabilidad y esperaba que Dios le diera luz para buscar la mejor solución.
Junto con la vecina pasó la noche velando con los niños y esperando los primeros rayos de sol para volver con más seguridad a palacio.
Entregó a la vecina unas monedas para que cuidara de los niños mientras les buscaba una solución. En Roma había muy buenos cristianos que estaban dispuestos a responder ante estas situaciones tan dramáticas. Pensó en el hogar para niños huérfanos de Santa María in Aquiro, fundado por Leonardo Cerusi. Seguro que, viendo esta situación, los podría acoger y por lo menos darles un techo y comida.
La noche había sido muy intensa en emociones. Había vivido muchas experiencias fuertes en sus visitas pastorales en España, conocía bien la difícil realidad de las familias pobres de Roma; en sus visitas como cofrade de los Doce Apóstoles visitaba con frecuencia el hospital del Espíritu Santo, donde colaboraba con Camilo de Lelis. Había visto mucho, pero esa noche fue muy especial desde la llamada de Gianluca. La visión del cuerpo inmóvil de Andrea en un humilde ataúd y el llanto de los niños huérfanos.
De pronto recordó los versículos del salmo: «A ti se te ha encomendado el pobre, tú serás el amparo del huérfano», y un fuego recorrió todo su cuerpo. Desde ese momento entendió que ya nada sería igual.
Llegó a palacio, donde el cardenal Colonna estaba esperando con cierta inquietud, pues era insólito que un sacerdote estuviera fuera de casa durante la noche.
Con los ojos fatigados, el padre José le relató todo lo acaecido desde que Gianluca llamó a la puerta, cómo se encontró al grupito de niños y la impresión profunda que le produjo en su alma.
–¡Padre! Esta noche he vivido una experiencia muy peculiar. De pronto siento que todo lo que he vivido hasta el momento: mis proyectos, mis ilusiones, mis preocupaciones, son relativos. Me siento extraño y vacío viviendo en este cómodo palacio mientras el pueblo pasa miseria. Hemos de hacer algo por esos niños que se han quedado huérfanos, es un deber cristiano dar una respuesta rápida. No pueden esperar.
–¡Dios mío, esta peste no nos deja respirar! –exclamó atemorizado el cardenal–. Tendremos que tomarnos unas vacaciones en el campo, no sea que terminemos también contagiados. ¿No vendría conmigo, padre José?
El padre José tenía en mucha estima al cardenal, pues lo había acogido durante años y, sobre todo, era de su total confianza. Ahora no entendía cómo permanecía tan insensible ante una confesión tan dramática. Solo pensaba en sí mismo y no le preocupaba la suerte de los pobres.
Las continuas visitas a los enfermos que había realizado el P. José con la cofradía de los Doce Apóstoles le había abierto los ojos a una realidad que no conocía. ¿Cómo podía abandonar a los pobres? Evidentemente, el maestro Jesús no lo habría hecho.
Pero, de pronto, el cardenal reaccionó:
–Claro, claro... debemos ayudarles. Quizá podríamos remitir a estos niños al hospicio de Leonardo Cerusi y, de paso, les daré una buena limosna para que los admitan sin problemas.
Con una carta de recomendación y unas cuantas monedas, el padre José acudió al orfanato para encontrar un acomodo a los niños. Era un edificio húmedo, oscuro y un tanto insalubre, pero, a cambio, estaba atendido con diligencia y piedad. Los niños tenían dos platos de comida, agua limpia y la posibilidad de ir al oratorio del padre Felipe Neri para recibir catequesis los días de fiesta.
El orfanato albergaba a niños procedentes de todos los barrios de la ciudad. El número había aumentado a raíz de la epidemia de peste de 1590, y desde hacía unos meses, con la nueva epidemia, había nuevos ingresos. Funcionaba con la ayuda económica de familias pudientes romanas, e incluso el mismo papa aportaba una renta mensual. Los nobles eran muy conscientes de que no se podía abandonar a los niños en la calle, a merced de las bandas de criminales, que los usarían para sus propósitos.
El padre José habló con el encargado del orfanato y le presentó el problema que tenía. También le explicó que el cardenal Colonna se comprometía a ayudar con los gastos.
–Podremos acoger a los niños con gusto y encargaremos el cuidado de la jovencita tullida a una señora muy devota que le enseñará música y canto.
–Muy agradecido, señor. ¿Cuándo podría traerlos? He encargado a una vecina su cuidado y no creo que aguante mucho tiempo.
–Podrían venir mañana mismo. Les pondremos una cama adecuada y esperemos que se vayan acomodando bien.
El padre José salió del orfanato contento por la rápida acogida y porque los niños iban a permanecer juntos. Así que se dirigió al Trastévere para proponer a los niños el traslado a su nuevo hogar.
Ese día durmió en palacio con la convicción de que había hecho una buena obra y de que los niños estarían bien atendidos en su nuevo hogar.