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Toda la verdad y nada más que la verdad

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Este capítulo no podía ser abordado sin comprender que los libros del Nuevo Testamento no son panfletos, fruto de una leyenda que lideraron unos fanáticos. Me he centrado en los evangelios canónicos porque contienen el kerigma, ese mensaje sencillo y esperanzador que fue semilla de la predicación apostólica. De hecho, en griego, evangelio podría ser traducido por «buena noticia», nada más ni nada menos, lo que pretende ser este texto, un mensaje de esperanza.

Pero, ¿realmente lo que narran los evangelios sucedió de verdad? Esta es la pregunta del millón.

Para poder responder a esto, es necesario comprender a qué tipo de género pertenecen estos libros. El Nuevo Testamento es un conjunto de veintisiete libros –en su mayoría cartas, excepto el Apocalipsis– entre los que destacan los cuatro primeros: los evangelios canónicos de Marcos, Mateo, Lucas y Juan. En ellos, no encontramos pequeñas novelas. Tampoco una biografía y, mucho menos, la obra de un historiador como Flavio Josefo, Tácito o Suetonio. Y no quiero decir con esto que los evangelios no estén adaptados sociocultural e históricamente a su época –más bien es todo lo contrario–, sino que no tenían como fin analizar el hecho histórico de Jesús de Nazaret, así como tampoco narrarnos las peripecias de su vida o, aún menos, crear una ficción para entretenernos. No se trata de nada de eso. No nos confundamos. Es el primer paso para comenzar a comprender el mensaje que quieren transmitirnos.

Los evangelios son relatos que intentan aportar todos los datos necesarios para que el lector conozca lo que dijo e hizo Jesús y, por ello, esté esperanzado con lo que significa su resurrección.

Quiero que nos imaginemos a ese jurado expectante ante las palabras de un abogado, intentando aportar todos los datos que tiene en su mano para convencerlo de que Jesús tenía una relación especial con Dios, o como quieras llamar hoy en día a esa fuerza que transforma el mundo. Este abogado no sentará a su auditorio durante largas jornadas para contarlo todo, absolutamente todo, de principio a fin, sin saltarse nada de su vida. Desde luego que no. ¡Eso sería un culebrón! Más bien seleccionará todas aquellas pruebas y testimonios que él considera útiles para convencer. El jurado no escuchará todo lo que pasó, sino lo más relevante para ser convencido.

¿Cuántas veces nos preguntamos qué fue de la infancia de Jesús? Marcos, Mateo y Lucas nos aportan apenas pinceladas de la misma. ¿Y sobre su juventud? ¿Tuvo amigos? ¿Qué aficiones tenía? ¿Qué cosas hizo? Nada. Los evangelios callan gran parte de su vida. No por ocultismo, por supuesto, sino porque ponen en marcha el principio de lo breve y bueno, dos veces bueno. Su nacimiento y su contexto eran relevantes, pero lo que sucedió durante los últimos años de su vida, a partir de su vida pública, ¡era fundamental para atraer a ese jurado que somos nosotros! Entre otras cosas, el silencio anterior a su vida pública –el 90% de su existencia como quien dice– es fruto de la honestidad y la rigurosidad de estos textos. Los apóstoles y discípulos de Jesús van a conseguir transmitir lo que vieron y experimentaron ellos. No inventan. Solo pueden dar cuenta de lo que fueron testigos. Así nos lo transmite el apóstol Juan:

Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y lo que han tocado nuestras manos, esto escribimos acerca del Verbo de vida (1Jn 1,1).

A partir del siglo IV, comenzarán a aparecer libros que escriban sobre la natividad e infancia de Jesús, entre otros muchos, donde el fervor popular llenará páginas con leyendas, invenciones y –¿quién sabe?– alguna tradición cierta proveniente del siglo I. Estamos refiriéndonos a los evangelios apócrifos, libros escritos más de doscientos años después de la muerte de Jesús, llenos de imprecisiones y colmados de historias que ansiaba escuchar un pueblo demasiado crédulo. Por ello son no canónicos y hoy no están reconocidos como verdaderos porque, de alguna manera, podemos decir que fueron escritos a gusto del consumidor.

¡Qué fácil hubiese sido para los evangelistas canónicos, Marcos, Mateo, Lucas y Juan, escribir sobre lo que les diera la gana e inventar para el gusto de su público! Pero no lo hicieron. Siglos después, sí lo harán. Pero, entonces, no. Como cita Juan, solo dan testimonio de lo visto y escuchado por ellos. Y no todo, que habrá mucha vida que se habrá quedado en el tintero. Sin embargo, los evangelistas no escribieron al calor de las masas. Los evangelistas –a golpe de papiro y cálamo– no buscaron el aplauso. Buscaron la verdad. En este sentido, nos detendremos después.

Así pues, ya sabemos que los evangelios son tan antiguos como los apóstoles, que son testimonios de un mensaje asombroso y que estaban pensados para ser transmitidos de comunidad en comunidad en rollos que eran copiados –cálamo en mano– por amanuenses, una y otra vez. Pero para los hijos de la razón pura, ¿qué sabemos con certeza sobre lo sucedido durante la vida de Jesús? ¿Qué está sobradamente contrastado? Si tomamos como referencia las fuentes cristianas y no cristianas podemos concluir hechos bastante objetivos.

Tal como cita E. P. Sanders1, con respecto a Jesús, históricamente tenemos la certeza de algunas cosas. No son suposiciones, sino hechos que, si son cuestionados, podrían poner en tela de juicio a cualquier personaje histórico, desde Alejandro Magno hasta Cristóbal Colón. Los mismos criterios que la historia utiliza para contrastar mentiras o verdades, también debemos utilizarlos para conocer quién fue Jesús de Nazaret. Los datos que tenemos de él muchas veces superan a los que tenemos de algunos personajes de la antigüedad.

Entre otras cosas, sabemos con seguridad que fue galileo, que hizo sanaciones en Israel y que eligió a doce discípulos de entre otros muchos que se congregaron alrededor de él a causa de su predicación. ¿Por qué los eligió a ellos? Eso sí que no lo sabemos. Sí sabemos que entró en alguna polémica a causa del Templo de Jerusalén –algo que evidentemente determinaría su detención–, que fue crucificado fuera de la ciudad por los hombres de Poncio Pilato, el gobernador de Judea entonces, y que después de su muerte sus seguidores continuaron con un nuevo movimiento que fue perseguido durante varios años.

Según las investigaciones de César Vidal2, también hay otros datos que parecen estar bastante contrastados:

• Su nacimiento no fue normal, y algunos adversarios del cristianismo utilizaron este hecho para injuriarlo.

• Tuvo hermanos y hermanas. Esto es algo claramente citado por Marcos, Mateo, Juan, Hechos de los apóstoles, en algunas cartas paulinas y por los historiadores Flavio Josefo, Eusebio y Tertuliano. Incluso los evangelistas dejan entrever que no creyeron demasiado en él. No es un error esto que menciono. Lo que no tenemos es una explicación clara sobre ellos. ¿Acaso eran hijos de un matrimonio anterior de José que acabó enviudando? ¿Se trataba de primos hermanos? ¿Eran hijos de María? Esto, desde mi punto de vista, es algo muy improbable ya que, de ser así, no tendría ninguna explicación el mandato de Jesús a Juan en la cruz: «Mujer ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Si María hubiese tenido hijos, este mensaje carecería de sentido.

• Su predicación se centró en la venida del reino de Dios y en la necesidad de cambiar para recibir la salvación.

• Hablaba con una autoridad que sorprendía y había aceptado a mujeres en su grupo.

• Su ética rechazaba cualquier tipo de violencia y, en ningún caso, se identificó con un mesías guerrero, al modo del ansiado rey David –un milenio anterior a Cristo–, algo que supuso la pérdida de seguidores en Galilea.

• Realizó curaciones que a veces sus contemporáneos asociaban con la expulsión de demonios.

• Llegó a identificar a Dios como su Padre.

• Acudió a Jerusalén con sus discípulos durante la Pascua de cerca del año 30 d.C. y fue condenado por el tribunal de Sanedrín en un juicio lleno de irregularidades y entregado a Poncio Pilato para que ejecutase la sentencia. Es evidente que al gobernador romano le incomodaba la crucifixión de Jesús porque, antes de hacerlo, lo envió sin éxito a Herodes Antipas –administrador de Galilea– aprovechando que estaba en Jerusalén y que Jesús pertenecía a aquella región. También se acoge a la tradición legal de liberar un preso durante la Pascua –la comitiva del Sumo Sacerdote presionaría para que fuese Barrabás, un rebelde judío, el elegido– y ordenó flagelar a Jesús para contentar a sus captores. También sin éxito.

• En su condena influyó su atribuida condición de mesías, tal como evidenciará el cartel colocado por Pilato en la cruz: Jesús nazareno rey de los judíos.

• Después de su muerte, fue sepultado en un lugar que al tercer día fue encontrado vacío. A partir de aquí, sus discípulos afirmaron haberlo visto resucitado, algo contrastado históricamente por fuentes cristianas y no cristianas.

Desde mi punto de vista, este hecho de la predicación de los apóstoles se convierte en una de las pruebas fundamentales de nuestra fe. Es posible que no te hayas detenido a pensarlo lo suficiente, pero creo que el testimonio vivo de unos hombres que pagaron con su vida por lo que habían visto es un alegato tan auténtico que es comprensible que, de un grupo minúsculo de nazarenos –tal como llamaban a los seguidores de Jesús al principio–, naciese la religión más numerosa del planeta.

¿Acaso se habían vuelto locos?

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